Eve

Eve


Catorce

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Catorce

Al día siguiente, el recuerdo de la muerte del ciervo invadió mis pensamientos antes de que levantase la cabeza de la almohada. Los chicos, que esperaban la llegada del animal, lo llevaron al refugio y lo colgaron de una rama rota. Yo me apresuré a meterme en la caverna y a reunirme con la adormecida Arden. No soportaba ver cómo lo abrían en canal y lo despellejaban, dejándolo en carne viva.

Encendí la lámpara que estaba junto a la cama, y un suave resplandor blanco iluminó el lugar. Caleb nos había traído un montón de ropa recién lavada en el lago. Así que me levanté y me puse una camisa de cuello abotonado. No sabía dónde estaba el dueño de los libros infantiles ni por qué había abandonado su habitación. En una esquina de la mesa había un bloc de notas; lo abrí y leí solo tres palabras: «Me llamo Paul». La caligrafía era insegura y los espacios entre las letras desiguales. Recordé lo que había dicho Caleb de los chicos: en ciertos aspectos habían tenido peor suerte que las chicas. Cerré los ojos e imaginé a Ruby metida en aquella sala de camas estrechas; oí mentalmente las preguntas que haría a las doctoras con su típica inocencia: «¿Dónde están nuestros libros? ¿Cuándo iremos a la Ciudad de Arena? ¿Por qué nos atan con correas?». Nos habían quitado muchas cosas, pero al menos nos habían dado algo: sabíamos leer, escribir y firmar.

A todo esto me pareció oír pisadas de pies descalzos detrás de mí. Me volví y vi a una personita que se me aproximó corriendo y me arrancó el bloc de las manos. El chico, de cabello castaño claro enmarañado, llevaba un mono manchado de barro, sin camiseta debajo.

—¿De dónde has salido? —pregunté con amabilidad para no asustarlo—. ¿Quién eres tú?

—Esto es de mi hermano. —Alzó el bloc como si fuera un premio.

—No pretendía fisgonear —repliqué sin apartar la vista del cuerpecito del niño. Recordé a las niñas pequeñas del colegio: un año más jóvenes que nosotras, luego dos, tres. Las clases se iban reduciendo hasta desaparecer cuando el rey organizó a la gente en la ciudad y distribuyó a los huérfanos. A veces aparecían niños en el bosque, hijos de fugitivos de la epidemia, pero eran casos raros. Hacía mucho tiempo que no veía a una criatura tan pequeña. Y ni siquiera recordaba haber visto nunca a un niño—. Yo solo.

—Estaba aprendiendo a leer —explicó el niño, que rascó el suelo con el dedo gordo del pie y arrancó una piedrecilla. No aparentaba más de seis años y tenía la expresión de alguien que no sabía sonreír—. Iba a enseñarme, pero murió.

Miré hacia el rincón, donde Arden, perlada de sudor, yacía inmóvil sobre el colchón. A su lado había un plato lleno de verduras de la noche anterior.

—¿Qué le ocurrió? ¿Se puso enfermo? —Las palabras me quemaban la garganta mientras contemplaba a mi amiga.

—Había empezado a cazar. Caleb dijo que había sido una riada repentina. —Al hablar, hojeaba las páginas del cuaderno cubiertas de trémulos garabatos—. Paul me cuidó cuando nuestros padres desaparecieron, y me trajo aquí.

—Lo siento —dije.

—No sé por qué todo el mundo dice lo mismo. —Los ojos le destellaron cuando me miró—. No es culpa tuya.

—Supongo. —Pensé en las visiones que acudían a mi mente cuando me dormía: veía a Pip en una estrecha cama blanca con el vientre hinchado; a veces se retorcía para soltarse las correas y gritaba a las otras chicas que estaban junto a ella, buscando manos que no podía tocar. Otras veces se me representaba tal como la recordaba: haciendo problemas de matemáticas en su mesa mientras tamborileaba con el bolígrafo sobre el tablero. Pero, de pronto, se volvía con un gesto de furia, exponiendo su protuberante perfil de embarazada, y preguntaba, acercándoseme: «¿Por qué sucede esto? ¿Por qué?». Y yo repetía siempre las mismas palabras: «Lo siento mucho, lo siento mucho.», hasta que se abalanzaba sobre mí, y entonces me despertaba.

Carraspeé buscando los ojos del niño, y le expliqué:

—Es como decir «estoy triste», o «me duele tanto como a ti». Tal vez sea una tontería, pero es lo que se le ocurre decir a la gente.

El niño me observó, fijándose en el cabello que me caía sobre los hombros, con las puntas abiertas. Lo peinaba con los dedos para que no se me enredase.

—Me dijeron que eres una chica —comentó.

Hice un gesto afirmativo.

—¿Eres mi madre?

—No. No soy tu madre.

Nos quedamos en silencio. El niño se pellizcó la piel partida de los labios.

—Me llamo Benny —dijo al fin, yendo hacia la entrada—. ¿Quieres ver mi habitación? Te presentaré a mi compañero de cuarto, Silas.

Dudé un instante. Volví a mirar a Arden: estaba hecha un ovillo, con los ojos cerrados, en la misma postura que la noche anterior.

—De acuerdo —le respondí, contenta de tener a alguien con quien hablar—. ¡Vamos!

Lo seguí por los zigzagueantes pasillos hasta una habitación pequeña y estrecha. Había dos colchones en el suelo, y carritos y latas manchados de barro por todas partes. Otro chico de piel tostada revolvía la tierra con un palito; tenía los negros cabellos cortados de forma desigual, dejando ver algunas partes calvas, y vestía una camiseta larga remetida en una prenda conocida: un tutú de color morado.

Así que aquel era Silas. La niña a la que yo había perseguido por el bosque era en realidad un niño.

—Te conozco —exclamé yendo hacia él—. La otra noche me diste un buen susto. ¿Por qué no dejaste de correr cuando te llamé?

Silas me miró detenidamente a los ojos.

—Corría porque me perseguías —respondió, y abandonó el palito en tierra. Estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, y de ese modo parecía más pequeño todavía.

—¿Hay otros niños como vosotros? —pregunté. Silas cogió de nuevo el palito y dibujó círculos en la tierra. En vez de responder, se concentró en sus dibujos—. ¿Sois los más pequeños?

Benny se dejó caer en el suelo junto a Silas, giró la cara y por primera vez reparé en una larga cicatriz rosácea que le iba desde la nuca hasta la oreja, medio oculta por el pegoteado pelo.

—Sí. También está Huxley. Tiene once años. A veces juega con nosotros, pero los demás se dedican a trabajar o a entrenarse.

—¿Y para qué se entrenan?

Silas no levantó la vista del suelo. Dibujó algo que parecía un ciervo, poniendo equis a modo de cuernos.

—Los chicos mayores se convierten en cazadores a los quince años —explicó Benny.

—Entonces tu hermano tenía quince años —repliqué. Había supuesto que Paul era un niño por los libros de cuentos. Pero, seguramente, es que empezó a aprender con lo más sencillo que encontró—. ¿Y te iba a enseñar a leer?

Benny hizo un gesto afirmativo, y me preguntó:

—¿Y tú sabes leer?

—Claro que sí.

—¿Me enseñas?

—Sí, por supuesto.

Benny sonrió por primera vez; le faltaba uno de los dientes delanteros. Impulsada por una repentina inspiración, cogí el palito de Silas y me arrodillé en el suelo. Escribí la palabra rápidamente, sin pensármelo dos veces, en la tierra dura. Y luego la subrayé.

—¿Sabes qué es esto? —pregunté.

Silas miró las letras y después me miró a mí, como si le sorprendiera que mi mano hubiese sido capaz de crear aquellas letras. Negó con la cabeza.

—Es tu nombre —expliqué señalando las letras una a una—: S I L A S. —A continuación escribí otra palabra debajo—. Y así se escribe Benny.

El aludido sonrió; su único diente delantero le sobresalía por un lado.

Silas me contempló boquiabierto y, apretando los dedos contra el suelo, repitió:

—Silas.

Dejé el palito y me levanté, emocionada.

—Esperad un momento —les pedí pensando en todos los libros sin leer que estaban en la vieja mesa de Paul—. Vuelvo enseguida.

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Benny estaba delante de la pared de barro, en la que escribía las letras con un palito.

—Sí, muy bien —dije, mientras los chicos que llenaban la habitación observaban en silencio. Benny terminó la ye, retrocedió y deletreó la palabra, escrita en mayúsculas.

—BENNY —leyó y, esbozando una sonrisa desdentada, se le iluminó el rostro.

—¡Muy bien! —aplaudí cogiendo el montón de libros infantiles. La clase que había empezado con los dos pequeños, garabateando sus nombres en el suelo, aumentó cuando algunos chicos mayores asomaron la cabeza y decidieron apuntarse también.

—Vamos a leer un libro —anuncié, y escogí uno. Cuando había ido a buscar los cuentos, me alegró ver algunos que conocía del colegio—. «Érase una vez una higuera… —leí enseñando la página para que todos la viesen—. Y amaba a un niño. Y todos los días el niño iba». —Me callé porque Silas había levantado la mano. Era lo primero que les había enseñando cuando, al empezar la clase, se pusieron a gritar todos al mismo tiempo.

—¿Qué quiere decir que lo amaba? ¿Eso qué es? —preguntó.

Kevin, el chico de las gafas rotas, lo miró con mala cara y explicó:

—Significa que él quiere besar a una chica. Antes de la epidemia era así. —Me dedicó una sonrisa tímida y ruborosa.

—¿Besar a una chica? —preguntó Silas, incrédulo.

Huxley se animó a participar:

—No, no es eso. Es un árbol, y los árboles no besan a los chicos.

—¿De qué estáis hablando? —quiso saber Silas, totalmente confundido.

—Puedes amar a cualquiera —intervine mirando al grupo—. El amor es… —Busqué las palabras exactas—. Amar significa preocuparse por alguien, sentir que una persona nos interesa y pensar que el mundo entero sería más triste sin ella. —Recordé la risa entrecortada de Pip, o los saltos que daba de cama en cama con Ruby los domingos por la mañana, mientras esperábamos nuestro turno de ducha.

Tras una larga pausa, Benny alzó la vista.

—Yo amaba a mi hermano —afirmó.

—Y yo amaba a mi madre —añadió un chico de quince años que se llamaba Michael.

—Yo también amaba a mi madre —confesé—. Y la sigo amando. Es así. Es algo que nunca desaparece aunque la persona ya no esté. —Esperé unos momentos y abrí el libro otra vez—. «Todos los días el chico cogía hojas del árbol para hacer una corona».

—¡Kevin! ¡Michael! ¡Aaron! ¿Dónde estáis? —La voz de Leif tronó en el pasillo. Apareció de súbito; su musculoso cuerpo estaba cubierto de ceniza y barro. Aquellos fríos ojos de mármol negro me miraron sin reflejar ningún sentimiento—. ¿Dónde están los cubos?

Varios chicos mayores se levantaron y contestaron:

—Íbamos a ir a buscarlos en cuanto… acabásemos el libro.

—¿El libro? —se extrañó Leif, y se acercó. No me miró, sino que volvió la cabeza como si yo fuese la mesa, una silla o el suelo que pisaban sus pies—. Iréis ahora mismo porque teníais que haberlo hecho esta mañana. Quiero todos los cubos de agua de lluvia dentro, alrededor del fuego.

—¿No pueden esperar unos minutos? Casi hemos terminado —dije sin poder evitarlo.

Los chicos se giraron, sorprendidos al oír mi voz.

Leif se me acercó; el olor a almizcle que desprendía inundó el espacio que nos separaba.

—¿Esperar a qué? —Me arrebató el libro de la mano—. ¿A esto? A los chicos no les hace falta leer libros infantiles. Lo que necesitan es aprender a valerse por sí mismos.

—Y aprenderán. —Me puse de pie—. Pero también deben comprender una señal de tráfico elemental o saber escribir su nombre.

Leif miró la clase: casi una docena de chicos se amontonaban en el limitado espacio. Abrió la boca lentamente, pero la cerró, como un pez varado en la arena, luchando por respirar. Mirando a Kevin, el mayor de todos ellos, asintió y concedió:

—Llenad los cubos en cuanto acabe la clase. En cuanto a ti. —A pesar de su fría mirada, me pareció notar cierta alegría en su expresión, un indicio de ternura en sus labios, lo más parecido a una sonrisa—. Si te vas a quedar aquí y quieres enseñar a los chicos, has de saber qué les espera. Los mayores saldrán pronto del refugio para cazar y hacer guardias. —Señaló con el dedo a Kevin y a Aaron, apoyados en la pared de barro—. La ceremonia de iniciación será pasado mañana al ponerse el sol. —Salió por la puerta, agachando la cabeza para no tropezar con la inclinación del techo.

Miré a los chicos con el libro en la mano, y sentí el desplazamiento del poder de un modo tan real, como si la tierra se hubiese movido bajo mis pies. La energía hizo vibrar mi cuerpo, y continué leyendo, al tiempo que la caverna se me antojaba más grande:

—«Y todos los días el chico recogía las hojas».

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