Eve

Eve


Diecisiete

Página 20 de 39

Diecisiete

—Apuesto lo que quieras a que Aaron es el que nada más rápido —comentó Benny, apretándome la mano—. Es como un pez.

Estábamos en un resalte, al norte del refugio, escudriñando el lago en busca de señales de los nuevos cazadores. A Arden le había remitido la fiebre, y el color había vuelto a sus mejillas; aunque sentía debilidad en las piernas, insistió en salir, y yo me alegré de que estuviese allí, a mi lado.

Mi compañera soltó la manita de Silas.

—Estás sudando —le dijo secándose la mano en los desgastados vaqueros cortos—. Es como dar la mano a una babosa. —Se la secó una y otra vez, arrugando la nariz con cara de asco—. ¿Qué ocurre? —me preguntó—. ¿Dónde está la gracia?

—Es evidente que te encuentras mejor —me reí. Llevaba levantada menos de una hora y ya perdía la paciencia por cualquier cosa. Lo interpreté como una buena señal.

Durante todo el día, mientras yo estaba en el refugio enseñando a los chicos, Caleb y Leif recorrieron el bosque por si había soldados. Cuando consideraron que la zona era segura, condujeron a los nuevos cazadores a la otra ribera del lago, y allí iniciaron su ardua aventura: debían recorrer unos quince kilómetros de orilla rocosa y lanzarse finalmente a las frías aguas; después rodearían nadando la línea de árboles y llegarían a la playa, donde los esperaban cuatro lanzas, cuyas hojas de piedra parecían de color hueso bajo el sol del atardecer.

Contemplé el lugar en que los árboles se inclinaban sobre el agua, donde Caleb me había enseñado a nadar. La noche anterior soñé que estábamos allí de nuevo, flotando y cogidos de la mano. De día, mientras caminaba con Arden por el refugio o corregía las palabras que Benny escribía en el barro, él ocupaba mis pensamientos: su sonrisa, sus dedos rozándome la espalda, mi camisa impregnada del olor de su piel.

Kyler, un chico alto de rizos anaranjados, se acercó al borde del precipicio.

—¡Ahí están! ¡Los estoy viendo! —gritó. Usaba unos prismáticos rotos, y Benny y Silas empezaron a dar saltos para arrebatárselos, empeñados en mirar también ellos. Una manchita se movía donde el agua besaba el cielo.

Poco después vimos a los chicos más allá de los árboles: sus cuerpos emergían y se sumergían como grandes peces saltarines. Michael iba delante; su pelo afro se distinguía desde el saliente rocoso.

—¡Son rapidísimos! —exclamó Silas, que se había embadurnado la cara de pintura y tenía manchas doradas en las manos—. ¡Fijaos en Aaron!

—¡Ánimo, ánimo! —gritó Benny.

Los que estaban detrás de nosotros se acercaron al precipicio, bañado por el resplandor rosáceo del sol poniente. Unos cuantos muchachos de doce años se pusieron a batir palitos al mismo tiempo, haciendo un sonido de ¡plas, plas, plas! cada vez más rotundo.

Cuando los chicos se acercaron a la orilla, una desvencijada canoa conducida por Leif y Caleb rodeó los árboles que había detrás de ellos. Los mayores del campamento, que se habían pintado de negro la cara y rayas en las mejillas y en el caballete de la nariz, los seguían en otras cuatro embarcaciones. Al distinguir a Caleb, que luchaba contra la corriente, una alegría fugaz se apoderó de mí.

De todas las cosas que la profesora Agnes había malinterpretado, solo reconocí una equivocación en su momento. «La felicidad es la expectativa de una futura felicidad», había dicho mientras nos mostraba un ejemplar de Grandes esperanzas. Recordé entonces el día en que Ruby encontró un gatito entre la maleza; hacíamos turnos para acariciarle la suave piel del vientre o para sostenerlo en nuestro regazo. Recordé también cómo apilábamos nuestros colchones, después de que la directora se fuese a dormir, formando una torre sobre la cama de Pip. Conocía la sensación de saltar, el impulso de los muelles bajo mis pies, la experiencia de caer riendo a carcajadas. «No; la felicidad es un instante», pensé entonces, y de nuevo ahora, al ver a Caleb alzar la vista y dedicarme una sonrisa amable y magnífica.

Aaron llegó a la ribera del lago y corrió chapoteando con el agua a la altura de las rodillas. Lo seguía Michael, luego Charlie y, por último, Kevin. Éste hizo visera con la mano para protegerse del sol, caminando con cuidado, pues no llevaba las gafas. Los cuatro se abalanzaron sobre unas ramas de árbol para coger la lanza de cada cual, cuyas puntas se hundían en la arena.

—¡Fijaos en ellos! —gritó Silas, tirando del tutú.

Michael fue el primero en coger su lanza y arrojarla al aire. Una a una las armas volaron, y ellos se agacharon, agotados. Silas y Benny se alejaron de nosotras y siguieron a los chicos más jóvenes por el borde del sendero, donde aclamaron a Aaron, Kevin, Michael y Charlie.

La canoa de Leif y Caleb arribó a la orilla, rozando el fondo contra las rocas, y ambos se abrieron paso entre los emocionados chicos, para aproximarse hasta donde se hallaban los nuevos cazadores. Caleb captó mi atención y esbozó una sonrisa imperceptible, y yo dibujé un breve «hola» con los labios.

—Se te han puesto las orejas coloradas. —Arden me dio un codazo—. Reacciona, Eve. —Me arreglé el cabello, atusándome los largos mechones castaños a ambos lados de la cara.

Leif, cuyos hombros habían adquirido el color de los ladrillos tras haber estado remando tanto tiempo, ordenó a los recién estrenados cazadores que formasen una fila ante él y les dijo:

—Hoy habéis demostrado que sois hombres y mañana estaréis preparados para salir solos a cazar. Es mucho lo que se espera de vosotros. Los chicos necesitan protección. —Señaló a los más jóvenes que nos rodeaban y a Benny, que lloraba a moco tendido—. Necesitan líderes que garanticen su seguridad en este lugar, lejos de los campos de trabajo. Estos bosques son ahora vuestro hogar y estos chicos vuestra familia. Somos hermanos. —Ante estas palabras, ellos se acariciaron los emblemas circulares tatuados en los hombros.

Caleb sacó un trozo de carbón del bolsillo de los pantalones cortos y también pronunció unas palabras:

—Ha llegado el momento de que juréis lealtad a la ruta. ¿Prometéis utilizar vuestras habilidades para favorecer a los huérfanos, libres o esclavos?

—Sí —contestaron los chicos al unísono.

Caleb se adelantó y deslizó los pulgares sobre la frente y la nariz de Michael; repitió el gesto con los demás, marcando los rostros de los otros tres.

—Ahora sois cazadores. ¡Sois hombres! —pregonó Leif, levantando los brazos al aire con los puños apretados y los músculos tensos. Parecía una de las estatuas que había visto en mis libros de arte: las de Miguel Ángel, esculpidas en piedra.

Silas fue el primero en salir del grupo. Echó a correr hacia Kevin y lo agarró por una pierna, en un torpe intento de abrazo. Los demás lo siguieron, entre gritos de ánimo y risas, dando palmaditas en la espalda a los nuevos cazadores. Michael se encaramó a Benny sobre los hombros, mientras Aaron daba las gracias a Leif y a Caleb, estrechándoles la mano.

Cuando los emocionados gritos se calmaron, los nuevos cazadores se acercaron a unos tocones de árbol en los que habían preparado platos con jabalí asado, jarras de agua y cuencos con multicolores frutos silvestres. Todos esperaron, callados, hasta que Caleb habló:

—Antes de comer, debemos dar las gracias. En primer lugar, hemos de darlas a los nuevos cazadores que han superado las pruebas para que continúen protegiendo con su fuerza a los demás. Y, como creemos que cada comida es una colaboración de varios entes, agradecemos a la tierra que nos ha dado estos frutos; a Michael, que los ha cogido con sus manos; al jabalí que entregó su vida para que nos alimentemos con su carne, y a quienes la prepararon para nosotros con cariño. —Caleb alzó una jarra, y sus ojos se clavaron en los míos—. En segundo lugar, damos las gracias a nuestras dos amigas, que se han quedado con nosotros, y en especial a vuestra nueva profesora, porque ha demostrado gran dedicación e inteligencia en cada clase.

Tardé unos momentos en entender que se refería a mí, hasta que sentí la presión de los dedos de Arden en mi brazo. Se me agarrotó la garganta. «Se ha dado cuenta». Tal vez se había detenido en la puerta de la habitación de Benny y fijado en los libros sobre la mesa o en los juguetes de plástico que había retirado del suelo para que los alumnos se sentasen. Me había estado observando.

—Gracias a Arden y a Eve —añadió Leif, cogiendo otra jarra del tocón del árbol y levantándola. No alzó los inquietantes ojos ni nos miró. Todos los chicos se volvieron y dieron las gracias, unos con un gesto y otros con una sonrisa, antes de pasarse unos a otros la jarra y beber tragos de agua. Poco después abandonaron las solemnidades y se abalanzaron sobre el jabalí asado, las frutas silvestres y el pavo salvaje.

Por último, cuando los nuevos cazadores comieron hasta hartarse y su euforia se calmó, volvió a hablar Leif:

—Esta noche hay luna llena —informó señalando el cielo. En efecto, la luna empezaba a asomar; su vago perfil se hacía más visible a medida que el cielo rosáceo se teñía de morado—. Y hemos averiguado que los soldados han cambiado de dirección. Han abandonado el retén del sur, lo que significa que esta noche.

—¡Saqueo! —gritó Michael, y al levantar las manos, le salieron despedidos trozos de jabalí de entre los dedos—. ¡Robaremos sus provisiones!

Silas se puso a dar saltos de alegría.

—¡Caramelos! ¡Caramelos!

—Así es —afirmó Leif, sonriendo levemente. Se le había deshecho el moño con que se recogía los abundantes cabellos, de modo que una cascada de mojados rizos negros le caía sobre los hombros—. Es el momento ideal para un saqueo. Nos reuniremos aquí dentro de una hora.

Los chicos se dirigieron al refugio, llevándose los restos del banquete. A todo esto, sentí un brazo alrededor de mis desnudos hombros.

—¿Me permites? —preguntó Caleb.

Me estremecí cuando su piel y la mía entraron en contacto. Caminamos juntos, mi paso adaptándose al suyo. ¿Sabía cuáles eran mis sentimientos hacia él? ¿Sabía que ocupaba un lugar en mis sueños y que incluso cuando dormía lo echaba de menos?

—Sí… —acerté a decir—. Claro.

Ir a la siguiente página

Report Page