Eve

Eve


Veinte

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Veinte

Arden se quedó un rato descansando la frente en mi hombro, hasta que Caleb gritó desde el piano:

—¡Eh, vosotras dos! Dejaos de ñoñerías de chicas. —Me dedicó una sonrisa traviesa y una resplandeciente mirada.

Berkus, un chico mayor de largos cabellos rubios, estaba tocando Corazón y alma, sin duda reminiscencia de su niñez. Era una melodía sencilla de notas entrecortadas, muy distinta a los complicados acordes que nos enseñaba la profesora Sheila, cuyo sonido sosteníamos presionando el pedal. Michael y Aaron, detrás de Berkus, acompañaban la melodía con tamborileo de dedos y enérgicos movimientos de cabeza. Incluso la habitual expresión hosca de Leif se dulcificó cuando se apoyó en el piano mientras bebía una cerveza con delectación.

Obligué a Arden a levantarse y le pregunté:

—¿Te acuerdas del vals vienés?

Durante la mayoría de las clases, ella se dedicaba a escribir en su cuaderno y a dibujar viñetas irreconocibles en los márgenes de las páginas. Pero cuando bailábamos, no podía esconderse en ningún sitio, puesto que todas las chicas debíamos bailar en parejas, manteniendo la cabeza muy erguida y los brazos firmes, y deslizarnos por el jardín.

Arden no despegó los labios, pero permitió que la llevase hasta el piano. Berkus tocó la canción de nuevo, y yo abrí los brazos, indicando a mi compañera que posase la mano en la mía. Caleb nos miró con curiosidad. Arden y yo nos adelantamos, y los chicos se separaron mientras yo la guiaba alrededor de la habitación, pisándola al pasar entre las estanterías, muy tiesas las dos, pero riéndonos.

—Corazón y alma —canté—. Allí te vi, corazón y alma, y casi me morí.

—¡La letra no es así! —Arden se echó a reír, ladeó la cabeza y se dejó llevar. Los chicos silbaron cuando la incliné hasta el suelo, sin el menor esfuerzo, y aplaudieron cuando giramos como peonzas. Luego, mientras yo la guiaba hacia la cocina, se puso seria—. Con respecto a lo de antes. —Miró a Kevin que, sin soltar la lata de cerveza, intentaba hacer una torpe pirueta en el suelo—. Creo que aún estoy un poco alterada y que el rollo emocional es la típica consecuencia de…

—Por supuesto. —La interrumpí—. No te preocupes. —Nos quedamos en silencio un buen rato, aunque las notas del piano resonaban entre nosotras mientras danzábamos de nuevo hacia los chicos, a paso más lento. Al fin me sonrió con un gesto de agradecimiento.

Cuando dábamos la última vuelta, animadas por la música y los aplausos, Caleb se nos acercó con paso airoso. Detrás de él, Michael y Charlie ensayaban movimientos desquiciados; Michael, por ejemplo, giraba de espaldas en el suelo.

—¿Podría bailar contigo? —preguntó Caleb, tendiéndome la mano con la palma hacia arriba.

—Pues. ¿Tú crees que podrías? —repliqué, incapaz de contenerme. Se trataba de la típica metedura de pata gramatical en la que las profesoras siempre insistían en el colegio.

Él me cogió la mano y tiró de mí, atrayéndome hacia sí. Los chicos nos animaron. Aaron se llevó los dedos a los labios y emitió un sonoro silbido.

—Yo creo que sí. —Sonrió apretando su cuerpo contra el mío.

Apoyé la barbilla en su hombro cuando Berkus cambió los acordes de Corazón y alma por una melodía más lenta y seductora. Caleb me ciñó la cintura y me acarició la espalda; notaba su cálido aliento en el cuello. No bailaba mal, pero me resultaba raro que alguien me guiase. Siempre había sido yo la que marcaba el paso y la que dirigía, dando pie a que mi pareja realizara rápidos y elegantes giros.

—¿Te alegras de haber venido? —me susurró.

Los chicos nos miraron un rato hasta que comprendieron que no había nada especial que ver, sino solo giros de un lado para otro y algún pisotón de vez en cuando. No era la perfecta exhibición que habíamos ofrecido Arden y yo.

—Mucho —respondí.

Berkus abandonó el piano y salió al porche. Algunos de los presentes, incluida Arden, lo siguieron y se dirigieron a la improvisada piscina exterior.

—Yo también me alegro. —Adaptó su cuerpo, acercándose aún más, para que ambos encajásemos perfectamente. Bajé la vista, y la habitación desapareció. No sentía nada más que el calor de su pecho contra el mío. ¡Qué fácil sería seguir allí, de aquella manera, vivir de día en el refugio y acompañarlo en los saqueos nocturnos! Las ideas bullían cuando mi mente se serenaba, y las imágenes se superponían: Arden y yo nos ocuparíamos de Benny y de Silas, de que se lavasen las manos y de que aprendiesen a leer y a escribir; les daríamos clase a todos hasta que escribiesen largos párrafos en las paredes de barro y les explicaríamos el argumento de El cuento de invierno. Gracias a sus nuevos conocimientos, los chicos mayores podrían organizarse, enviar mensajes a otros huérfanos huidos y hacer planes de mayor envergadura con Moss.

En cuanto a Caleb y yo. Lo único que quería era seguir así: apoyar la barbilla en su hombro, notar su mano en mi espalda y experimentar la delicia de estar juntos, mientras nuestros cuerpos hablaban incluso en silencio.

—He estado pensando en… —dije levantando la vista para mirarlo.

Fuera, Michael saltó en el aire desde el podrido trampolín.

—¡Al ataque! —gritó, provocando un enorme chapoteo. Entonces se quitó una porquería verdosa de la cara mientras se acercaba a la oxidada escalerilla—. ¡Animaos, el fango está calentito!

Caleb se rio y se volvió para mirarme.

—¿En qué has estado pensando?

—En Califia —respondí con un hilo de voz debido al nerviosismo—. Me parece inútil recorrer un camino tan largo ahora y arriesgar la vida cuando Arden y yo podríamos vivir en el refugio. Aquí estaríamos a salvo. Ella me ayudará a enseñar a los chicos y… —Lo miré a los ojos, llena de esperanza—. Y tú y yo estaríamos juntos.

Él se puso tenso y, retrocediendo, se apartó de mí.

—Eve.

Percibí cada milímetro que nos separaba, un espacio que se agrandaba. ¿Acaso no me había entendido? Carraspeé.

—Quiero quedarme. Quiero vivir en el campamento contigo.

Se frotó la nuca suspirando.

—No me parece buena idea. —Bajó la voz y miró hacia afuera, hacia el podrido porche donde los chicos jugaban a ver quién era el valiente que se atrevía a saltar.

—Los hombres del rey te persiguen. Si nos encuentran… castigarían a los chicos. Y, además, aquí tampoco estarías completamente a salvo.

Me alejé, acrecentando el espacio que nos separaba. Sentí cada palabra como un mazazo en el pecho, golpeando la puerta de mi corazón, que se había encerrado en sí mismo y quedado insensible.

Caleb no me quería a su lado.

Pues claro que no me quería. Daba igual cómo lo dijese, ni qué palabras utilizase para explicarlo. Cerré los ojos y vi a la profesora Agnes temblándole las manos. «Él no me quería». Miraba por la ventana mientras las lágrimas se le deslizaban por las profundas arrugas del rostro como si él la hubiese abandonado hacía un momento. «¡Qué tonta fui! Nunca me quiso».

Caleb me cogió por el brazo, pero me solté.

—No me toques —farfullé apartándome.

Era un hombre, era como todos los hombres, con sus defectos y sus ridículas mezquindades. Y le había permitido que me abrazase, que me besase; había cedido a la tentación. ¡Qué tonta había sido!

—Entiendo muy bien lo que ocurre. Para ti era un juego, ¿verdad?

—No, no me has escuchado —replicó negando con la cabeza y palideciendo—. Quiero que te quedes, pero no puedes… porque no es seguro. —Me tendió la mano, pero la esquivé—. «Deseas creer las mentiras —había dicho la profesora Agnes—. La culpa es del crédulo por creer».

—¡Déjame en paz, por favor! —grité cuando hizo amago de acercarse. Mi voz retumbó en el vacío almacén. Charlie, que estaba apoyado en el marco de la ventana, se volvió, y los chicos del porche nos miraron.

—Ya hablaremos de esto después, cuando volvamos al refugio. Me importas, pero.

—No te importa nada más que tú mismo —le espeté.

Echó la cabeza hacia atrás como si lo hubiese abofeteado. Se dio la vuelta despacio, salió al porche y desapareció entre los demás. Los chicos murmuraron entre sí y se acercaron de nuevo a la piscina y saltaron a las oscuras aguas.

Me pareció que, de pronto, la habitación se engrandecía, y al marcharse él, el ambiente se enfrió. Me senté ante el piano y pulsé un largo y rasposo do. Cerré los ojos mientras las notas de la sonata Claro de luna de Beethoven resonaban en la estancia, tensas y desafinadas. Cuando abordé la segunda estrofa, se me anegaron los ojos en lágrimas. Dejé de tocar y me las enjugué.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó alguien detrás de mí. Leif bajaba la escalera, cuyo entarimado crujía a cada paso. Sin darme tiempo a responder, se sentó junto a mí en el combado taburete.

—Nada —me apresuré a decir y, mirando hacia el piso superior, pregunté—: ¿Qué hacías ahí arriba?

Él hundió las uñas en la lata de cerveza hasta que el metal se dobló.

—Mirar, nada más. —Hizo una mueca.

Me había acostumbrado a su presencia en el campamento, a pasar rozándolo por los estrechos pasillos o a saludarlo con un gesto. Pero en ese preciso instante nada me apetecía menos que hablar con otro hombre. Seguí tocando e intenté ignorarlo, pero sacó un papel del bolsillo y lo puso delante de mí, como si fuera una partitura.

Mis dedos se paralizaron sobre las teclas.

—¿De dónde has sacado esto? —pregunté cogiendo el papel.

ÚLTIMA HORA:

SE HA VISTO A EVE CAMINO DEL NOROESTE,

EN LA ZONA DEL LAGO TAHOE.

MONTA A CABALLO CON OTRA MUJER Y UN HOMBRE,

DE ENTRE DIECISIETE Y VEINTE AÑOS.

QUIEN LA VEA, COMUNÍQUELO AL

PUESTO DE VIGILANCIA DEL NOROESTE.

EVE DEBERÁ COMPARECER DIRECTAMENTE

ANTE EL REY.

—Puedo explicártelo. Yo.

—Tranquila. —Leif apoyó el brazo en el borde del piano, tomó otro sorbo de cerveza y me clavó la mirada—. Técnicamente yo también soy un fugitivo. Al rey le encantaría que volviese y que acarreara bloques de cemento a la espalda como un burro.

Estrujé el papel. No sabía si darle las gracias o disculparme. Yo, una desconocida, me había introducido en su campamento, poniéndolos a todos en peligro, y había mentido.

—Lo único que pretendíamos era hacer un alto para descansar de camino a Califia.

Leif me evaluó de arriba abajo, pero ya no había censura en su mirada, sino interés.

—Eres la última persona que imaginaría perseguida por el rey. ¿Qué hiciste? ¿Mataste a un guardia, o secuestraste a una profesora? No te buscan solo por huir. —Sonreía con expresión traviesa. No me parecía que fuese motivo de orgullo matar a alguien, pero él estaba fascinado: la imagen que tenía de mí había cambiado de repente y los nuevos matices daban lugar a una inesperada profundidad.

—Prefiero no decirlo. —Me puse nerviosa al pensar en la ciudad y en el hombre cuyo rostro presidía los salones del colegio, encuadrado en marcos dorados.

Leif pulsó las teclas con fuerza, arrancando notas que resonaron en el silencio, y dijo:

—Conozco las atrocidades que cometen, tal vez mejor que nadie. Es una tortura vivir como comadrejas bajo tierra, sabiendo que en la Ciudad de Arena todo son fiestas, centros de vacaciones y piscinas llenas de agua purificada. Y ni siquiera te imaginas los campamentos. —Dejó de jugar con las teclas y fijó la vista en un reloj que había sobre el piano. La humedad cubría la esfera, y las manecillas se habían detenido a las 11:11 horas—. Yo tenía un hermano, que se llamaba Asher.

—Ya lo sé —dije con amabilidad. Los sonidos del exterior llegaron hasta nosotros: los chicos correteaban por el bosque, jugando al pillapilla con gran alborozo—. Caleb me contó. —Miré hacia la ventana, pero no vi a Caleb; todo estaba oscuro.

Leif deslizó los dedos sobre el piano, siguiendo las vetas de la madera.

—Asher. Hace mucho tiempo que no pronuncio su nombre —susurró, casi para sí—. Nuestra madre nos tocaba el piano. Recuerdo que nos metíamos debajo de la mesa del comedor y veíamos los pies de nuestro padre sobre el sofá mientras leía y los de mi madre apoyados en los pedales. Jugábamos con nuestros coches de plástico cuando ella tocaba. —Cogió la lengüeta de la lata y la movió de un lado para otro—. ¿Has pensado alguna vez en cómo eran las cosas antes de la epidemia? —me preguntó.

Sentí una opresión en la garganta al acordarme de cuando mi madre y yo, cogidas de la mano, recorríamos los pasillos del supermercado; o cuando ella me besaba muchas veces las plantas de los pies, o cuando yo me escondía en su armario, entre vestidos y ropa interior que conservaba aquel olor suyo tan especial, y la observaba mientras se cambiaba.

—Sí —respondí—. A veces.

«Continuamente —pensé—. Continuamente».

Él frunció los labios, como si pensase en lo que yo acababa de decir, y deslizó los dedos sobre las teclas, tocando notas al azar.

—Ta, ta, ta… —cantó lentamente, casi con miedo. Entonó unas cuantas notas más, en un hilo melódico que me sonó familiar—. ¿Conoces la pieza?

—Es el Canon de Pachelbel —respondí tocando las primeras notas. A pesar del desafinado instrumento, resultaba reconocible—. Lo aprendí en el colegio.

—Mi madre siempre lo tocaba. —Sonrió a la pared, aunque era evidente que miraba más allá, a una imagen totalmente distinta.

Seguí tocando, inclinada sobre el piano, mientras las estrofas se sucedían. Sentí el peso de las horas anteriores con una densa melancolía que lo contaminó todo: veía a Caleb en la orilla del lago, y percibía el silencio de la habitación cuando nuestros labios se fundieron, los latidos de su corazón bajo la camisa, el baile. De repente todo era distinto, lo veía ahora bajo una luz de diferente color. No estaría con él, ni en el refugio ni en ningún otro lugar. Arden y yo nos marcharíamos pronto, tal vez al día siguiente. Y todo acabaría ahí.

«¿Qué gané yo con aquello? —había preguntado la profesora Agnes sin dirigirse a nadie en particular—. ¿De qué me sirvió?»

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