Eve

Eve


Veintitrés

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Veintitrés

El camión ascendió por el laberíntico paisaje, entre campos de maleza y matorrales; por fin llegamos a una carretera destrozada. Aceleró la marcha, y el polvo se acumuló en el guardabarros. El sol recalentaba la jaula metálica de tal modo que resultaba doloroso tocar los barrotes.

Al cabo de una hora no reconocí el bosque que se extendía un poco más lejos del pedregoso camino. Incluso el cielo mostraba un aspecto desconocido: una gran extensión azul solitaria y sin pájaros.

—Lo sabía —exclamó Arden al cabo de un rato (una fina capa de tierra le cubría la piel)—. Leif quería vendernos, pero ¿a cambio de qué? —Con la mano, intentó protegerse los ojos del sol—. ¿A cambio de unas cuantas medicinas y una parte del dinero del rescate?

—Quería que me fuese —repliqué—. Dudo que le importasen los medicamentos.

Me hubiera gustado saber cómo había ocurrido: si había registrado el almacén en busca de una radio, o tal vez la había encontrado por casualidad al buscar vendas para frenar la hemorragia de su boca.

También me hubiera gustado saber cuándo se enteraría Caleb de que me habían capturado. ¿Se apearía del caballo al ver a Benny y a Silas llorando en la entrada del refugio? ¿Se arrodillaría para inspeccionar los largos surcos producidos por mis pies al arrastrarme, y se enfrentaría a Leif? ¿Me echaría de menos? ¿Le importaría?

Ya daba lo mismo. Todo se había terminado. No había forma de escapar de los barrotes, ni del ardiente sol, ni del hombre de amarillentos dientes partidos. Estaba atrapada otra vez; nuevos muros me encerraban para llevarme hasta el rey. Las puertas de la ciudad se abrirían y se cerrarían detrás de mí: otra jaula.

Jaula tras jaula, sin remisión.

Tras los barrotes, el mundo se movía con rapidez, más veloz que antes: árboles, flores amarillas en los márgenes de la carretera, casas viejas de tejados derrumbados. Vi ciervos, conejos, bicicletas dobladas, coches oxidados y perros salvajes. Todo discurría ante mí a excesiva velocidad, como el agua por una cañería.

«Voy a la Ciudad de Arena —pensaba una y otra vez, como si la repetición pudiese insensibilizarme—. Me entregarán al rey. Nunca volveré a ver a Caleb».

Arden contemplaba el paisaje hecha un mar de lágrimas. Había intentado librarse del colegio con todas sus fuerzas y había recorrido tanto camino… ¿para qué? ¿Para acabar metida en aquella jaula por mi culpa?

Sin duda estaría pensando en la torpe elección que había hecho semanas atrás en la casita en que se había refugiado, y debía de lamentar haber aceptado mi compañía.

—Lo siento —dije con voz entrecortada—. Lo siento en el alma, Arden. Seguro que te arrepientes de haberme aceptado a tu lado.

—No, no. —Intentó agarrarse a los barrotes, y observé que, después de haber pasado tanto rato al sol, su pálida piel había adquirido un tono rosado—. En absoluto, Eve. —Y me miró llorosa.

En ese momento la chica que se había quedado en un rincón de la jaula se desplazó de lugar, se sentó y se frotó la cara. Estaba demasiado histérica para hablar con nosotras cuando el camión arrancó, así que había optado por quedarse quieta sobre la ardiente plancha metálica y se había dormido, parpadeando continuamente debido a las pesadillas.

—¿Quiénes sois? —preguntó haciendo un gesto de dolor al rozarse contra los barrotes.

—Me llamo Eve, y ella es Arden —dije señalándola. En la cabina del camión Fletcher puso música y se dedicó a tararear una canción machacona y horrible: «Me encanta el rock-and-roll, roll, roll, roll; echa otra moneda en el tocata, nena».

La chica extendió la delicada mano para saludarnos.

—Soy Lark.

—¿De qué colegio eres? —pregunté fijándome en su jersey, que era del mismo tipo que el nuestro, pero de color azul en vez de gris.

—Del oeste, creo. —Se restregó con las manos los espesos cabellos negros. Aparentaba unos trece años, de piel muy morena, agrietada y en carne viva en los codos y las rodillas; tenía los brazos tan delgados que los huesos de los hombros le sobresalían formando dos protuberancias bien definidas—. Las profesoras lo llamaban el «treinta y ocho grados, treinta y cinco minutos norte y ciento veintiún grados, treinta minutos oeste».

Sabía que aquellos números significaban algo. Nuestras profesoras también los utilizaban para referirse al colegio, pero nunca imaginé qué podría ser. Nosotros éramos el 39°30'norte y 119°49'oeste.

—Y te escapaste —apuntó Arden.

—Tenía que salir de allí. —Y la chica se retiró de nuevo al rincón de la jaula, sin mirarnos.

Le eché un vistazo a Arden, aliviada al comprobar que no éramos las únicas que sabían la verdad sobre los colegios. Me fijé en las piernas de Lark, enrojecidas y con arañazos, igual que las mías los primeros días que pasé a la intemperie. Tenía, además, los brazos acribillados por las picaduras de los mosquitos, y un agujero en una de sus zapatillas de lona le dejaba el dedo gordo al descubierto.

—¿Cómo has acabado aquí? —quise saber.

Lark se frotó las comisuras de los ojos, donde se le habían secado las lágrimas dejando un rastro de sal blanca, y explicó:

—Encontré un hueco en la muralla; no llegaba a medio metro de ancho, e iban a repararlo. Lo tapiaban por la noche para que no entrasen perros, pero yo me colé. —Nos mostró un desgarrón en un lado del jersey, a través del cual se le veía la cadera—. Una vez que estuve fuera corrí hasta que encontré una casa donde dormir. Creo que sucedió hace cuatro días, pero no estoy muy segura.

—¿Dónde te localizó? —preguntó Arden, señalando a Fletcher, cuyo grueso brazo colgaba por la ventanilla; el tipo lo movía arriba y abajo siguiendo el compás de la canción: «¡Ven, no te apresures y baila conmigo!».

Entrelazando los brazos sobre las piernas, Lark se convirtió en una bolita y nos dijo:

—Vi una jarra de agua en la carretera. Estaba muerta de sed porque llevaba todo el día caminando bajo el sol. Pero era una trampa. Creo que me estaba siguiendo.

El camión iba dando tumbos, y se me revolvieron las tripas. Me agarré entonces a los barrotes, aunque me irritaban la delicada piel de las manos.

—¿Le contaste a alguien más lo de los embarazos? —inquirí—. ¿Las otras chicas también huirán?

Lark alzó la vista con expresión totalmente confusa.

—¿Embarazos? ¿De qué hablas?

—De las cerdas —respondió Arden en voz bien alta para que las palabras se oyesen a pesar de la música y el ruido del motor. Pero Lark siguió sumida en la confusión—. Por eso te marchaste, ¿no?; te iban a utilizar para la reproducción.

La chica plantó los talones en el suelo metálico de la jaula y enderezó la espalda.

—No… —repuso, un tanto alterada—. Me fui por culpa de esto. —Se dio la vuelta y nos enseñó las líneas negro-azuladas que le recorrían la parte de atrás de sus bíceps. Eran marcas inconfundibles del impacto sostenido de unos dedos—. La profesora esperaba a que las demás se fuesen para pegarme. Yo buscaba un colegio distinto, un lugar mejor. No quiero volver a ver a esa mujer nunca.

Me percaté de que Arden estaba decidida a explicarle a Lark todo lo referente a las vitaminas, los tratamientos de fertilidad y las horribles habitaciones con camas metálicas, pero le hice un gesto con la mano para que se callara. Mi amiga tenía indudables virtudes, mas la sensibilidad no era una de ellas.

—Lark —dije con calma, atrayendo su mirada—. Las alumnas de esos colegios, y yo fui una de ellas, jamás aprenderían una profesión. Fuera nos llamaban cerdas, y nuestra misión era tener hijos; tantos como pudiésemos, para repoblar la Ciudad de Arena.

Arden no logró contenerse y explotó:

—Nos llevan a la ciudad; Eve está destinada al rey, y tú y yo volveremos al colegio, directas a esos paritorios. —Se le ahogó la voz al decirlo.

—No… —repuso Lark, que se mordió la punta de un dedo y escupió el pellejo—. Eso no puede ser.

—Yo tampoco quería creerlo, pero las vi.

—No lo viste bien —insistió Lark, arrodillándose—. No sabes de qué hablas. La directora es mala… pero eso resulta inconcebible. —Negó con la cabeza—. Tal vez solo sucediese en vuestro colegio. A nosotras no nos harían algo así… ¿para qué?

Arden se le acercó y le agarró un brazo.

—Escucha —le dijo entre dientes, y la chica se encogió al sentir su cálido aliento—. Atiende a lo que te estamos diciendo: necesitan repoblar la ciudad. ¿Cómo crees que van a hacerlo? Dímelo, ¿cómo?

—Suéltame —exigió Lark, sacudiendo el brazo—. Estás loca. —Pero cuando se hundió en el rincón, su voz era más apagada, menos firme.

—Si quieres ser una cerda el resto de tu vida, allá tú —continuó Arden, amenazándola con un dedo—. Pero nosotras no regresaremos al colegio; yo no, desde luego, no pienso. —Hizo una mueca y no concluyó la frase. Cuando se sentó de nuevo, su cuerpo parecía mucho más pequeño y frágil que antes.

Me di cuenta de que éramos observadas, de modo que me volví y tropecé con la mirada de Fletcher en el sucio espejo retrovisor. Dejamos de oír la música, y el tipo abrió la ventanilla trasera de la cabina.

—No te preocupes, cielito —dijo—. No voy a llevarte al colegio. —Bajó el espejo para mirar las piernas desnudas de Arden—. Tres señoritas… tan puras. Puedo ganar mucho más con vosotras en cualquier parte.

Dicho eso, sintonizó otra vez la música, tamborileando con los dedos en la puerta lateral: «¡Veeeen, no te apreeesures y baila conmigo! ¡Sí, sí!».

Arden no replicó, pero intentó de nuevo abrir la cerradura de la jaula, golpeándola hasta que se le enrojecieron los dedos. El paisaje desaparecía volando y se convertía en un manchón de tierra amarillenta, mientras que las ramas de los árboles apuntaban hacia la carretera, como si fueran garras.

—¿A qué se refiere? —preguntó Lark. Le temblaba el labio inferior al hablar.

Pese a ser una desconocida, la odié, porque había en ella algo demasiado familiar. En su cara me vi a mí misma, una chica que confiaba en el colegio, un lugar seguro gracias a sus muros, sus normas y las ordenadas filas que se formaban para salir de los dormitorios o para ir al comedor. Ella creía que podría dirigirse a un sitio distinto y conseguir algo diferente, algo mejor. Otro futuro.

—Vas a hacer realidad tu deseo —respondí, incapaz de reprimir las frías palabras que escaparon de mis labios—: Nunca volverás a ver a la directora.

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