Eve

Eve


Veinticinco

Página 28 de 39

Veinticinco

—Ya hemos llegado —anunció Marjorie, entrando en la casa—. Acomodaos. —Señaló la sala, donde había un sofá frente a la chimenea, adornado con tapetes de encaje amarillento en cada brazo. Sobre el fuego hervía una olla que impregnaba la estancia de olor a bayas silvestres.

Indiqué a Arden y a Lark que entrasen.

—No os preocupéis —susurré, mientras Marjorie dejaba las armas en la mesa de la cocina—. Estamos a salvo.

—¡Otis! —gritó la mujer, aproximándose a la escalera—. ¡Otis! —Se llevó la mano a la garganta al pronunciar el nombre, y la voz sonó ronca—. Lo siento —se disculpó—. En esta época no hay forma de adquirir audífonos. Ya os hacéis cargo, ¿verdad?

—Dime qué pintamos en casa de esta loca —susurró Arden cuando nos sentamos en el sofá. Se acariciaba un lado del brazo, donde se había hecho un rasguño desde el hombro hasta el codo, y en los lugares en los que había saltado la piel se veía la herida salpicada de ceniza.

—Da la casualidad de que esta loca acaba de salvarme la vida. —Había recorrido el bosque durante veinte minutos, llamando a Arden y a Lark, hasta que por fin aparecieron; temían que fuese una trampa que les tendía Fletcher. Acompañamos luego a Marjorie hasta la casa del tejado de ripias, escondida entre los árboles e iluminada solamente por una lámpara que relucía en una ventana. Era la luz que había visto cuando huía de Fletcher.

La anciana trasteó en la cocina, cogiendo varios platos con una mano.

—Se está muy bien aquí —afirmó Lark. Tenía la cara mojada y el jersey manchado de fango rojizo—. Me gusta.

El sofá era cómodo y los primorosos cojines no olían a moho como la mayoría de ellos después de la epidemia. También había una vitrina llena de delicadas tacitas de té —ninguna desportillada— y de figuritas de porcelana que representaban a niños bailando entrelazados o mirando por un telescopio. Enfrente de la encimera de la cocina, estaba la gran mesa de madera del comedor y, sobre ella, una fuente de plata con tomates rojos, amarillos y verdes.

Recordé los libros más codiciados de la biblioteca del colegio, cuya protagonista era una niña llamada Nancy que poseía tutús, pasadores de pelo y otros lujos de los que nosotras no disponíamos. Cuando Pip, Ruby y yo éramos pequeñas, nos acurrucábamos en mi cama y leíamos las historias de la familia de Nancy; a veces iban a la heladería, y otras veces la niña disfrazaba a sus padres, poniendo gafas a su padre y pintando las uñas a su madre. Era la casa que siempre había querido tener: el enorme sofá en el que se sentaban, las plantas sobre las mesas, el vestidor rebosante de ropa y juguetes. Un hogar de verdad, de paredes pintadas y muebles a juego, como el que nos encontrábamos ahora.

Sobre la chimenea de ladrillo había numerosas fotos enmarcadas. En un retrato en blanco y negro se veía a una niñita con un pichi a cuadros, y en otro, a un chico con traje blanco y una flor en el ojal. Otra fotografía mostraba a una pareja joven, vistiendo pantalones de talle alto, cogidos del brazo: la mano de la mujer rubia, poco mayor que yo, reposaba sobre el pecho del hombre.

Pensé inmediatamente en Caleb. Él estaría en alguna parte, convencido de que había actuado bien. Y yo no lograba apartármelo de la memoria, recordando cómo había despreciado la caricia de su mano y mi inseguridad cuando me preguntó qué había pasado con Leif. Caleb vagaba por ahí sin mí.

—Veo que tenemos visita. —Un hombre de cabellos plateados bajó la escalera, moviendo una pierna con gran esfuerzo. Era incluso más viejo que Marjorie y llevaba la camisa de franela remetida de cualquier modo en los pantalones, blanquecinos en la zona de las rodillas, pues el uso había deteriorado el tejido de lona. Lark se asustó al verlo, y comprendí que unas semanas antes a mí me habría ocurrido lo mismo. Pero después de pasar tanto tiempo con Caleb, cabalgando con él o caminando a su lado por el bosque, había perdido el miedo.

Marjorie se arrodilló junto a la chimenea, sirvió una cucharada de frutos silvestres en cada plato e informó al hombre:

—Las he encontrado en el bosque. Un malnacido pretendía matarlas. —Miró a Otis con intención, y yo percibí que quería transmitirle algo que no se podía expresar con palabras.

—¿Qué hacíais por ahí? —Otis acercó una silla del comedor, arrastrando las patas por el rayado suelo de madera, y se sentó junto a nosotras.

Las lágrimas empañaron los ojos de Lark al contestar:

—Ese tipo, Fletcher, nos capturó. Nos llevaba a no sé dónde para vendernos. —Mientras hablaba, se atusó los espesos cabellos negros tras las orejas; las manos le temblaban un poco.

—Somos de los colegios —explicó Arden—. Nos escapamos.

Marjorie me ofreció un plato de frutas humeantes, y aspiré el penetrante aroma. Minúsculas rosas moradas adornaban el borde del plato de porcelana; era un agradable contraste entre los sencillos platos metálicos de la vajilla del colegio y los agujereados cuencos de madera que Caleb nos había ofrecido en el refugio.

—¿Cuánto tiempo habéis pasado por ahí solas? —preguntó Marjorie.

—Cuatro días —respondió Lark.

Nos lo preguntó también a Arden y a mí.

Tragué la fruta y respondí:

—No estoy segura. ¿Tal vez unas semanas?

—Sí —admitió la anciana—. Ahí fuera se pierde la noción del tiempo. —Volvió a mirar a Otis—. ¿Adónde ibais?

Arden me miró de reojo y se calló; yo me encogí de hombros. Era peligroso confiar en nadie, pero aquella mujer me había salvado la vida.

—Seguíamos la ruta ochenta hasta un lugar llamado Califia —respondió Arden, pinchando la comida con el tenedor.

—Muy listas —reconoció Otis. Al sentarse, los pantalones dejaban al descubierto sus tobillos: la pierna derecha era de madera. Contemplé las vetas, la curva del pie toscamente cortada y la cuña que se introducía en el zapato. Parecía como si se hubieran servido de un tronco roto para tallarla—. ¿Y cómo pensáis llegar?

—Hemos perdido la pista de la carretera —admití—. Así que no lo sé.

Lark, muerta de hambre, se llenó la boca de frutos silvestres.

Marjorie miró una vez más a Otis. Se levantó y se acercó a la lámpara de la ventana; la cogió y, apagando la vela, dijo:

—Yo sí.

Entonces reparé en una estantería detrás de la mujer, donde había una radio negra con un auricular a cada lado.

—¡La ruta! —exclamé en voz alta, sin dirigirme a nadie en especial.

—Sí, aquí la tienes. —Otis señaló el suelo.

—¿De qué habláis? —quiso saber Arden. Soltó el plato sobre el regazo y el tenedor golpeó la porcelana. Le había contado lo referente a la ruta cuando estábamos en la habitación de Paul, pero ella tenía mucha fiebre entonces y seguramente lo había olvidado.

Marjorie se aproximó, entrelazando las avejentadas manos, y nos explicó:

—Ésta es una casa segura, una parada en el camino en el que hay varios refugios hasta llegar a Califia. Ayudamos a los huérfanos a escapar del régimen del rey.

Sin apartar la vista de la vela, cuya mecha negra soltaba un penacho de humo, Lark comentó:

—Pero ¿no conocen los soldados este lugar? —Cruzó los escuálidos brazos sobre el pecho, protegiéndose.

—Sospechan —respondió Otis—. Vienen en sus todoterrenos de vez en cuando, nos interrogan y registran la casa. Pero sin pruebas de delito, no pueden hacer nada. Tenemos permiso para vivir fuera de la Ciudad de Arena.

—¿Permiso? —pregunté. Había oído hablar de los desperdigados, sí, pero eran mendigos o vagabundos. Los identificaba con quienes en los libros antiguos se denominaban «personas sin techo», pero no con gente que vivía en casas, en verdaderos hogares como aquél.

Otis se bajó la pernera del pantalón para cubrirse la pierna de madera, y nos explicó:

—Es un proceso muy largo, y pocos optan por él a menos que haya una razón contundente. Pero somos viejos; las personas como nosotros no interesan en la Ciudad de Arena. En general nos dejan en paz.

Lark se mordió el pellejo del dedo. El calor de la chimenea le había reanimado las mejillas, resaltando la belleza de su dulce y redondeado rostro.

—¿Qué les harían si supiesen que nos ayudan?

—Nos matarían —respondió Marjorie, tranquilamente. Miraba cómo ardían los leños: crujían, y las cortezas chamuscadas se desmoronaban entre las llamas—. El rey no tolera la oposición. Ha habido muchas desapariciones en la ciudad. Por ejemplo, un ciudadano que colaboraba con la ruta, Wallace, habló de la misión con un informante, y hace una semana que ha desaparecido. Según su esposa, lo sacaron de la cama para llevarlo Dios sabe dónde.

Se me encogió la lengua en la boca como una serpiente reseca. ¡Cuántas veces había soñado con ese lugar, de pulcras calles de pizarra y playas artificiales en las que las mujeres leían bajo sombrillas! ¿Cómo había podido creer semejantes mentiras durante tanto tiempo?

—Os quedaréis con nosotros unos días —anunció Otis—. Luego os trasladaremos a otra casa segura. Se reconocen por la luz en la ventana; si está encendida, hay sitio para vosotras.

Lark, que seguía mordisqueándose los dedos y arrancándose los pellejos hasta hacerse sangre, reflexionó:

—Pero si nos capturan, nos matarán… como usted ha dicho.

Marjorie se remetió un mechón de cabellos blancos en la trenza, y aunque el resplandor del fuego proyectaba sombras parpadeantes, su semblante no se alteró cuando dijo:

—Hace doscientos años, Harriet Tubman ayudaba a los esclavos a conseguir la libertad. Cuando ellos le manifestaban que no confiaban en lograrlo y que tenían mucho miedo, ella los apuntaba con una pistola (hizo un gesto como si tuviese un arma en la mano), y les decía: «Seguid adelante o morid».

Otis puso una mano sobre la de la mujer, desviando la invisible pistola. A continuación, entrecerrando los ojos, nos explicó:

—Lo que quiere decir es que no hay lugar para el miedo. El miedo es la base del régimen del rey, la idea de que todos estamos demasiado asustados para vivir de otra manera.

Recordé haber notado esa sensación cuando estaba a punto de traspasar el muro. Pese a que me había enterado de muchas cosas y aunque había visto el horrible edificio, una vez traspasado el lago, algo me retenía: en aquel momento oía a un grupo de alumnas comentando cosas sobre los perros y los bandidos del exterior, así como el golpeteo constante de los dedos como garras de la directora Burns contra una mesa, urgiéndome a tragar las vitaminas; y rememoraba las diatribas de las profesoras, que contribuían a acrecentar el terror, al hablar sobre los hombres, seres capaces de manipular a las mujeres con una simple sonrisa. Mi pasado, pues, se había fundido de repente en una seductora canción para decirme que no huyese.

—Supongo que estaréis cansadas —dijo Marjorie por fin—. Os enseñaré vuestra habitación. —Mientras Otis recogía los platos, ella nos guio por una estrecha escalera de madera. Debajo de la casa había un sótano lleno de sillas amontonadas y cajas, una destartalada máquina gris provista de teclado y periódicos mojados.

Cogí el que estaba encima de todos: el New York Times. Se veía una fotografía de una mujer tendiendo los brazos sobre una barricada, con la boca abierta como si lanzara un lamento. «En plena crisis las barricadas separan a las familias», leí. Las profesoras nos habían descrito aquella ciudad: la epidemia había afectado a edificios enteros de apartamentos, cuyas puertas se cerraron con candados, dejando a la gente dentro.

—¿Aquí? —preguntó Arden, señalando un desfondado sofá en un rincón.

Pero Marjorie fue hasta el fondo del sótano, abrió las puertas de una despensa, retiró latas de comida, una tras otra, y quitó el estante del medio.

—No, aquí —respondió apartando una telaraña.

Encendió una lámpara e iluminó la habitación secreta. Dos filas de literas forraban las paredes y había un lavabo metálico en un rincón. Las paredes eran de tierra sin enlucir, y una fina estera gris cubría el suelo, también de tierra. Me recordó las habitaciones de barro del refugio de los chicos.

—Así es mejor por si acaso los soldados nos sorprenden de noche. Al doblar la esquina, apenas a cien metros, hay una trampilla que conduce a la huerta. Tenéis toallas, algunas mudas y zapatos —dijo fijándose en nuestros pies sucios y descalzos.

Arden entró en la despensa y se tumbó en una de las literas de abajo.

—Es bastante grande —comentó.

Lark entró también y se cambió el jersey roto por un camisón limpio antes de derrumbarse sobre el colchón, cubriéndose las piernas con un fino edredón. Apoyó la cabeza en la plana almohada, y por primera vez se serenó, dulcificando la expresión mientras se preparaba para dormir.

Yo tenía el estómago lleno de frutas silvestres, y los latidos de mi corazón habían recuperado un ritmo normal y constante. Seguíamos siendo fugitivas y estábamos en peligro, pero ya no sentía el mismo terror. Contemplé el amable y sufrido rostro de Marjorie.

—Vamos, entra. —Señaló otra vez la despensa. El olor a humo que impregnaba su ropa transmitía una familiaridad que me reconfortaba—. Aquí estaréis a salvo. Os lo prometo.

No lo pude remediar y la abracé, buscando consuelo en el calor de su cuerpo. Las profesoras nunca nos tocaban, salvo una fugaz palmada en la espalda cuando íbamos al comedor, o un firme toque en el hombro cuando nos distraíamos en clase. El primer año que estuve en el colegio le pedí a la profesora Agnes que me desenredase el cabello; chillé, pataleé y agité los bracitos, aporreando el cepillo contra el lavabo de porcelana. Pero ella permaneció imperturbable casi una hora, con las manos en los bolsillos, sin moverse hasta que yo solita deshice los enredos.

Poco a poco Marjorie alzó los brazos y también me abrazó. Apreté las manos contra los duros huesos de su espalda, y percibí que en realidad era muy menuda bajo la holgada camisa de lino.

—Gracias —repetí sin parar, hasta quedarme sin voz—. Gracias, gracias.

Ir a la siguiente página

Report Page