Eve

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Veintiséis

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Veintiséis

Nos despertó el olor a pan recién hecho.

—Hay huevos frescos, chicas —anunció Otis, disponiendo las sillas alrededor de la mesa del comedor. Observé las viandas que se nos ofrecían: humeantes huevos revueltos, carne de jabalí salada y cortada en finas lonchas y pan tierno cocido sobre la piedra del horno de Marjorie. Sonreí, embargada por la emoción.

—¡Qué pinta tan buena! —exclamé. Lark se sentó y se sirvió una generosa ración. Todavía iba en camisón.

Arden examinó la estancia, fijándose en las ventanas delanteras, en las laterales y en las puertas que daban a la huerta: las cortinas estaban absolutamente corridas.

—¿Serán vampiros? —musitó.

Marjorie se afanaba en la cocina, troceando tomates y poniéndolos en una fuente. Rememoré la persecución por el bosque, a Fletcher y la herida que le desgarró el pecho cuando ella le disparó.

—¿Sigue el cadáver ahí fuera? —le pregunté.

La mujer dejó de cortar tomates y señaló la ventana de delante con el cuchillo.

Bill y Liza se ocupan de él.

—¿Quiénes son? —inquirió Arden, contemplando la bandeja de carne roja.

—Nuestros «gatos» —respondió ella, y sirvió los tomates a Otis, manteniendo siempre una mano en la garganta.

Lark tragó saliva y observó alternativamente a los dos ancianos.

—¿Sus gatos se ocupan de Fletcher?

Otis hizo un gesto afirmativo y tomó un bocado de carne.

Separé la cortina de la ventana delantera, dejando que se colase un haz de luz blanca en el que flotaban partículas de polvo. A unos cuantos metros de allí, dos pumas devoraban los restos de Fletcher, hundiendo las fauces en la sanguinolenta carne. Uno de los animales tenía una mano del hombre en la boca: los grisáceos dedos sobresalían entre sus colmillos.

—Es mejor que no te acerques a la ventana, querida —sugirió Marjorie, invitándome a regresar a la mesa—. Siempre existe el riesgo de que haya soldados vigilando.

Lark masticó una loncha de jabalí y, mirando con cautela a la mujer y después a Otis, les preguntó:

—¿Están… casados?

La mujer, mostrando una expresión divertida, acarició los dedos del anciano y contestó:

—Conocí a Otis mucho antes de la epidemia, en la época en que yo vivía en Nueva York.

—No saben qué es Nueva York —bromeó Otis. Marjorie frunció la nariz, haciéndose la sorprendida, y él volvió a fijarse en nosotras, pero su expresión era lejana—. Se hallaba al otro lado del país y era una de las ciudades más espectaculares del mundo: los edificios brotaban del suelo, y las aceras estaban siempre tan atestadas de gente que costaba trabajo caminar por ellas; había trenes subterráneos, y en la calle, se podían comprar perritos calientes.

Yo había leído libros ambientados en esa ciudad: El gran Gatsby, La casa de la alegría, pero no acababa de creérmelo. Era tan inimaginable el número de personas que hacían falta para llenar un rascacielos o una calle. No había visto tanta gente en toda mi vida.

Marjorie acercó la mano de Otis a sus labios y la besó.

—Gracias, cariño. Yo vivía en Nueva York, y una noche él se sentó frente a mí y se puso a contar una absurda historia sobre reciclaje.

—No era sobre reciclaje. —Él soltó una risita—. Pero da igual.

—¿Qué es eso de reciclaje? —quiso saber Arden.

—No importa. La cuestión es que yo no le hacía caso —continuó Marjorie—, sino que lo observaba y pensaba: «Este hombre, esta persona… ni siquiera sé cómo se llama, pero está lleno de vida». Era el ser humano más fascinante que había conocido hasta entonces y el más familiar. —Ahora fue Otis quien le besó la mano a ella.

Entonces recordé cómo me miraba Caleb, cómo percibía cada centímetro que nos separaba, el modo en que la cicatriz, en forma de media luna que tenía en la mejilla, se le fruncía cuando reía, o cómo miraba al frente cuando decía algo importante.

—Sigo pensando que es un cabeza de chorlito, pero cada minuto que paso con él, lo quiero más —concluyó.

Arden se metió un buen bocado de huevos en la boca, y poco después preguntó:

—¿Por eso no se marcharon como los demás? ¿Iban a separarlos cuando el rey convocó a la gente en la Ciudad de Arena?

La mujer bajó la vista y recorrió con un dedo las vetas de la mesa de madera antes de responder:

—El rey no quiere a gente como nosotros en la ciudad. Somos demasiado viejos para servir de algo. Quería que yo diese clases en un colegio y que Otis barriese el suelo en los campos de trabajo. Pero no, no es por eso.

—No fuimos porque no era justo —explicó él—. Ni lo es ahora.

—Durante la epidemia, y cuando ya hubo pasado, todo el mundo estaba aterrado —continuó diciendo Marjorie—. Antes había un gobierno oficial, una democracia. Pero la enfermedad avanzó con gran rapidez, y la mitad de los líderes del país murieron en los primeros seis meses. Las leyes perdieron significado, ya nadie leía la Constitución; y la información se censuró. Ahora sé que en parte se hizo a propósito. Durante mucho tiempo, sin electricidad ni teléfono, no nos dieron explicaciones sobre lo que estaba ocurriendo. Más adelante un político presentó un plan de reconstrucción: en principio ocuparía el poder hasta que todo se normalizase, pero eso ocurrió dos años antes del fin de la epidemia. Y posteriormente, todo el mundo confiaba en él y le creían cuando decía que América debía unificarse bajo un único líder. Estaban demasiado asustados, así que se limitaron a escucharlo y a seguir sus normas; jamás lo cuestionaron, y todo empeoró.

—Tal vez cambien las cosas si esperamos un poco. —Lark apoyó la cara en las manos—. No será siempre así. Cuando la Ciudad de Arena esté acabada y…

—El tiempo es neutral —la corrigió Marjorie, empleando términos firmes dictados por el ritmo de la memoria—. Y tendremos que pedir perdón a esta generación no solo por las palabras y los hechos horribles de las malas personas, sino también por el inexplicable silencio de los buenos.

Otis se reclinó en la silla y, estirando la pierna de madera, pronunció un nombre:

—Martin Luther King júnior.

—¿Quién es? —pregunté, al tiempo que cogía el último trozo de jabalí.

Otis y Marjorie intercambiaron una mirada.

—Aún tenéis mucho que aprender, jovencitas —respondió el anciano.

—Disponemos de varios días —repuse. Habíamos estudiado mucho en el colegio, pero en aquel momento todo lo aprendido me parecía banal. Mi verdadera educación había empezado al conocer a Caleb, y me dio la impresión de que solo había sido el inicio; ni siquiera era capaz de imaginar la verdad.

—Sí, en efecto —afirmó Marjorie. Deslizó las manos sobre la mesa sin apartar la vista de su pareja—. Pero de momento, ¿por qué no traes el proyector? Estoy segura de que estas chicas nunca han visto una película como Dios manda.

El hombre fue hasta el centro de la sala, donde había una caja plana conectada a un fardo gigantesco cubierto con cinta gris brillante.

—Funciona con pilas tipo DE —explicó dando un manotazo en la parte superior—. Lo he inventado yo. —Apretó varios botones, y un rectángulo blanco apareció en la pared, encima de la chimenea.

—¿Qué es eso? —inquirió Lark, sentándose en el sofá y colocándose un cojín de encaje sobre el regazo. Sonó una música lenta, y en la pared surgió la palabra GHOST.

Únicamente había visto pequeños fragmentos de vídeo sobre lo que había tras el muro del colegio. En esas ocasiones nos apelotonábamos ante la minúscula pantalla que la profesora sostenía entre las manos, y mirábamos imágenes de perros salvajes devorando venados, o de bandidos que se arrastraban a gatas por entre la hierba que se mecía, para que no los capturasen. Pero lo que contemplábamos ahora era totalmente distinto. Las tomas se sucedían en la pantalla: un martillo derribaba un destartalado muro, una mujer se echaba en brazos de un hombre y lo besaba, la gente caminaba por las calles de grandes ciudades, como había descrito Otis. Arden y yo permanecimos de pie, absortas en las imágenes.

—Podéis sentaros —dijo Marjorie, riéndose, y nos condujo hasta el sofá.

Me derrumbé entre los cojines, y poco a poco fui olvidando dónde estaba para penetrar en el mundo que tenía delante. Me ruboricé cuando Sam abrazó a Molly, y se les desmoronó la húmeda pieza de cerámica entre los dedos; me puse tensa, sin poder apenas respirar, cuando los asaltaron en un oscuro callejón; y al fin me cubrí la boca con la mano para no llorar cuando se despidieron.

La pared se quedó a oscuras, y Lark pidió a Otis que pusiese otra película. Pero yo era incapaz de hablar. Acabábamos de ver una película sobre el amor, la separación y la muerte: no pensaba más que en Caleb.

—Me voy a acostar —dije procurando no tropezarme con la mirada de Arden.

Marjorie dejó de rebobinar.

—¿Te encuentras bien, cariño?

—Quédate —rogó Lark—. Podemos ver otra.

Pero yo ya estaba en la escalera del sótano.

—No me ocurre nada, pero estoy cansada. Debe de ser la acumulación de tantas cosas —mentí. Arden me dio a entender que me comprendía cuando empecé a bajar la escalera.

—A veces se pone así. —Oí que les decía—. Pero no es nada de importancia.

En la oscura habitación secreta me tendí en la cama y me abandoné al llanto. Y lloré con los profundos y ahogados sollozos de alguien que nunca pudo despedirse. Solamente disponía de aquella litera, de la esperanza del camino hacia Califia y de unos pocos días antes de reemprender la marcha. Pero nunca volvería a ver a Caleb.

Cuando Lark y Arden bajaron a acostarse horas después, colocando las latas tras ellas, me hice la dormida. Arden me cubrió los pies con la manta y me los envolvió con mucho cuidado.

—Buenas noches —susurró. La respiración de ambas no tardó en hacerse más suave, más lenta, hasta que se sumieron en un profundo sueño.

Pero yo no dormí; me era imposible. Pensé en la estantería de madera que cubría la pared de Marjorie y en la radio que había sobre ella, e imaginé a Caleb aquella noche en el campo de trabajo, manipulando la clavija del aparato sin parar, escuchándolo mientras estaba en la cama. Asimismo recordé la radio que tenía en la rota mesita de su habitación; seguro que también seguía escuchándola. ¿Cómo iba a recibir, si no, las noticias de la ciudad, o cómo se comunicaría con Moss?

Me levanté, sin sentir las horas que habían transcurrido, ni el agotamiento del viaje con Fletcher, ni las lágrimas que había derramado. Aparté las latas con el mayor cuidado: me impulsaba la ilusión.

«La yegua de Eloise es muda y, sin embargo, está aquí».

La sala estaba a oscuras. Avancé a tientas y por fin encontré una linterna en la mesa de la cocina. Pensé en recurrir a Marjorie, pero había que explicar demasiadas cosas: el saqueo, lo ocurrido con Leif y la frase que había espantado a Caleb.

Abrí, pues, las alacenas de la cocina y busqué entre tarros y frascos de comida un trozo de papel en el que hubiera una ubicación. La profesora nos había dicho que antes de la epidemia existía un sistema para repartir la correspondencia; lo había llamado «direcciones». Registré un cajón de herramientas y otro en el que había pilas, tiras de goma y tijeras. En la mesa de detrás del sofá, encontré fotografías antiguas de Marjorie, joven y embarazada, y una niña pequeña aferrándose a su pierna. Encontré otra foto de dos niñas en una bañera llena de espuma. Era raro que no hubieran hablado de sus hijas, y que en las paredes no hubiese ni el menor rastro de ellas.

También descubrí tres gruesos tarjetones de cartón que representaban paisajes. Uno de ellos decía «Phuket, Tailandia», donde el mar se perdía en el horizonte; en la parte de atrás alguien había escrito: «Hola mamá y papá. Thom y yo lo estamos pasando en grande. Aquí se encuentran las playas más bonitas del mundo. Es un paraíso. Con cariño, Libby». La dirección era: «Sedona, Arizona».

Bajé la radio del estante y manipulé la clavija como había visto hacer a las profesoras del colegio durante las asambleas. Había interferencias. Con el auricular en la mano, pulsé el botón: las interferencias cesaron. Hablé despacio, procurando que todas las palabras sonasen claras: «Si en las islas del sur hubiese nieve y la nieve se volviese azul, la yegua muda de Eloise adoraría las nieves azules». Lo repetí una vez, dos, como si estuviese diciendo verdades muy simples: lo echaba de menos, lo necesitaba, estaba arrepentida.

Después de repetirlo diez veces añadí, fascinada por el ritmo: «Siempre estoy donde no alcanzas». Lo repetí y solté el botón. Solo había interferencias.

«Por favor, di algo —rogué mentalmente, imaginándolo en el raído sillón mientras mi voz llenaba su caverna—. Di algo». Pero la sorda insistencia de la nada me hirió los oídos. Esperé, contemplando el negro auricular, hasta que por fin lo puse de nuevo en el estante. Tal vez no me había oído. Quizá aún estuviese enfadado. Pero no me daba por vencida.

Al día siguiente, al otro y al otro también, todos los días hasta que nos fuésemos, le enviaría mensajes. Mi voz resonaría en su habitación, las palabras se fundirían en frases codificadas, recitándolas una y otra vez para que le llegasen en plena noche.

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