Eve

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Veintiocho

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Arden tiró de mí, pero permanecí inmóvil, contemplando la escena como si la estuviesen proyectando en la pared sobre la chimenea: Richards cerraba los ojos haciendo un gesto de dolor, mientras la salpicadura de sangre cubría su pálida mejilla, y Marjorie yacía en el suelo, mientras su trenza canosa se teñía lentamente de rojo.

Calverton se encaminó hacia nosotras; yo no podía moverme. Tras un instante, Arden me empujó con fuerza, obligándome a caminar aunque fuera a trompicones.

Corrimos por el túnel, y nuestros pasos adquirieron un ritmo constante al adentrarnos en la oscuridad. La irrealidad de aquella situación me nublaba la mente: habían disparado a Marjorie y a Otis. Estaban muertos. Y todo por mi culpa. Por mucho que repasase los hechos, nunca les encontraría sentido.

Cuando por fin llegamos al final del túnel, encontramos una escalera. Un hilo de luz se colaba por una grieta del techo. Lark se abalanzó contra la trampilla, pero el metal no cedió.

—Está atascada —gritó aporreándola con los puños. Por fin la trampilla se levantó un centímetro, y vislumbramos una gruesa rama de árbol, que la bloqueaba.

A nuestra espalda las latas tintinearon cuando el soldado apartó la estantería. Lark retrocedió en la oscuridad y nos dejó sitio entre la escalera y la trampilla. Los soldados estaban muy cerca cuando sonó un disparo.

—¡No dispares! ¡Tenemos que cogerla viva! —gritó Calverton.

—¡Empuja! —urgió Arden, pegando las manos a la trampilla.

—¡Deteneos! ¡Por orden del rey de la Nueva América! —ordenó Richards en el túnel.

Arden y yo embestimos la trampilla de nuevo, empujándola tan fuerte con las manos que nos hicimos daño. Pero la rama se rompió y, emitiendo un gratificante crujido, la corteza cayó sobre nosotros en el momento en que la puerta de la trampilla se abría y desvelaba la blanca luz matinal.

Arden saltó al exterior. Me detuve en los peldaños y me volví rápidamente para ayudar a Lark, pero había caído al pie de la escalera. La sangre empapaba sus cabellos y formaba un charco de color rojo oscuro alrededor de su cráneo.

—¡Lark! —Bajé y la toqué, sintiendo la humedad de la sangre bajo mis pies. La bala le había traspasado la nuca—. ¡Lark!

—Tenemos que irnos —gritó Arden desde arriba, señalando el bosque—. No quiero hacerlo, pero.

Todavía no había acabado la frase cuando aparecieron los soldados empuñando sus pistolas. Richards se había vendado el brazo a toda prisa con la bufanda morada de Marjorie.

Cerrando la trampilla metálica de golpe y dejando el cuerpo de Lark atrás, corrí como loca hasta donde estaba Arden. El inclemente sol agostaba la hierba seca y aclaraba las sombras bajo los árboles quemados. Por todas partes proliferaban gigantescas rocas rojizas, que creaban un muro impenetrable; los arbustos eran más pequeños, la arena ardía y la próxima casa parecía una minúscula mancha en el horizonte. No había ningún escondite.

La trampilla se abrió con estrépito detrás de nosotras. Calverton avanzó por el campo y cargó la pistola de nuevo.

—¡Vamos! —dije desviándome hacia la derecha, lejos del bosque chamuscado que habíamos recorrido con Fletcher. Echamos a correr entre los árboles; la espesa maleza me arañaba las pantorrillas. Más allá de la casa de Marjorie, superadas unas dunas y una fila de árboles, había una agrietada carretera que conducía a un pueblo.

Una bala impactó en un árbol, delante de Arden, haciendo saltar esquirlas de madera.

—Quieren matarme —gritó saltando sobre un tronco podrido. Continuamos corriendo y, durante unos instantes, los soldados desaparecieron tras una zona de maleza.

—Ahí —indiqué señalando una casa cubierta por la hierba. La apartamos y empujamos el oxidado portillo.

En medio del jardín había una piscina vacía y, en el fondo, un esqueleto de perro; rodeaba la casa una terraza derruida con sillas caídas. Vimos también un cobertizo de madera en un extremo, cuya pintura blanca se desprendía a capas. Una verja amarillenta, de unos dos metros y medio de altura, rodeaba la finca.

Arden corrió hacia ella y le dio una patada, pero no cedió. Los soldados se acercaban. Arden la emprendió de nuevo a patadas con la verja, empleándose a fondo, tanto que se le empañaron los ojos.

—No, esto no puede ser cierto. ¡Nooo!

Por el otro lado de la casa no había entrada ni salida, ni grietas en el muro, ni nada que nos sirviese para trepar. Solo existía un camino para entrar y salir.

—Estamos atrapadas. —Al darme cuenta, me temblaron las manos.

Arden me condujo hacia el cobertizo y lo rodeamos. Nos agachamos, cogidas de la mano, y miramos a través de la ventana rota: los soldados entraron en la finca, con las pistolas preparadas, y rodearon la piscina. Calverton se llevó un dedo a los labios para pedir silencio.

—Lo siento —susurré al oído de Arden de forma casi inaudible. Yo había enviado el mensaje y atraído a los soldados a casa de Marjorie, y en ese momento estaban a punto de capturarnos. Había elegido el camino equivocado.

Richards cogió una linterna que llevaba prendida del cinturón y rebuscó bajo la destrozada terraza. Entonces Arden se fijó en las sillas volcadas y apiladas junto a la puerta trasera de la casa. Las señaló y dijo:

—Puedes utilizar una de esas sillas para saltar y salir por detrás.

A través del cristal roto, vi a Calverton que se dirigía hacia el otro extremo del cobertizo, donde había una vieja caseta de perro.

—¿Y tú qué? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

Arden intentó sonreír, pero su rostro estaba tenso.

—Los distraeré. No te preocupes. Nos veremos en Califia —aseguró—. Encontraré el camino.

—No, no —repuse secándome los ojos con un brazo. Quería creerla, pero estaba convencida de que, para cualquiera de nosotras, sería prácticamente imposible seguir sola nuestro camino—. No puedes hacerlo. Prefiero que me lleven a la ciudad, aunque.

—Tú harías lo mismo por mí —me interrumpió—. Ya lo hiciste.

No esperó mi respuesta. Me soltó la mano y se plantó como una flecha en el jardín. Richards saltó de su puesto junto a la terraza y la persiguió, seguido de cerca por Calverton. Continuaron corriendo hasta que desaparecieron por el portillo.

Los disparos desgarraron el silencio. Esperé, temiendo escuchar los gritos de Arden. Pero no oí más que las voces de los soldados que se alejaban y fuertes pisadas machacando la reseca tierra.

Me dirigí a la verja, arrastrando una silla hasta ella como Arden me había indicado. La imaginé a mi lado, apoyándome la mano en el brazo, guiándome. Eché a correr en dirección opuesta, imaginándome la llamativa mancha azul de su jersey entre los árboles. A veces me parecía como si me mirase, muy acalorada, o como si rechazase un camino para señalarme un cambio de dirección. Continué la marcha, dejando las enormes rocas atrás, erguidas contra el cielo, y no me detuve hasta que refrescó y el bosque quedó en penumbra; entonces comprendí que estaba completamente sola.

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