Eve

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Veintinueve

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Pasó el tiempo: dos días, tal vez tres. No tenía forma de contarlos.

Me tendí en la bañera orlada de mugre de una casa abandonada, con un cuchillo romo en la mano. Iba descalza y me sangraban los pies. Había corrido tanto que se me rompieron los cordones de los zapatos y los perdí en alguna parte.

Entre sueños recordé las imágenes del sótano: los cuerpos de Otis y Marjorie caídos en un montón yerto; la cara de Lark aplastada contra el frío suelo de cemento; el olor a pólvora y sangre; Calverton que se limpiaba una mancha de la bota; los dedos de Arden clavados en mi brazo; los ojos de Richards, grises e insensibles, fijos en los míos.

Debería haberlo dicho nada más despertar. Tendría que haber contado que había utilizado la radio y lo del mensaje. Pero, por el contrario, me entregué feliz a la emoción del sueño, a aquella absurda fantasía de ver a Caleb en su habitación.

Me cuestioné si habría algo podrido en mi interior. Había abandonado a Pip. Había abandonado a Pip, a Ruby, a Marjorie, a Otis y a Lark, para seguir adelante, segando sus vidas en mi horrible trayectoria. No quería continuar siendo testigo de todo aquello: las casas tapiadas y las banderas rojas, colgadas de las destrozadas ventanas, en las que se leía la palabra EPIDEMIA, pintada en negro y de través sobre ellas. Los niños eran demasiado pequeños para quedarse sin madre. Ojalá no volviese a oír el crujido de los grisáceos huesos bajo la maleza, ni a sentir el miedo inexorable que me atenazaba el pecho y me dominaba por completo.

No tenía ganas de comer, ni me apetecía moverme, y llevaba días sin beber nada. Se me doblaban las piernas y se me había quemado la espalda. Cuando el sol se deslizó bajo el alféizar de la ventana, solté el cuchillo: si permanecía en la bañera, llegaría el final antes que los soldados.

El calor del día se esfumó, y transcurrieron las horas. En algunos momentos entre la lucidez y la inconsciencia me veía junto a Arden, detrás del cobertizo; contemplé su cara a la luz del día y oí sus palabras: «Tú harías lo mismo por mí». A ese recuerdo le sucedió otro de mi madre en la puerta de nuestra casa, observando cómo me subían al camión. También vi el plato de huevos que Marjorie me había servido, sentí el cariño con que Arden me había envuelto los pies con la manta y noté la ajada mano de Otis sobre la mía.

Me replegué sobre mí misma y me quedé como paralizada, atormentada por la pena. Tanto en el colegio como fuera de él creía que el amor era un lastre, algo que podía volverse contra mí. Pero rompí a llorar cuando descubrí la verdad: el amor era el único adversario de la muerte, la única cosa capaz de luchar contra sus voraces y desesperadas garras.

No me quedaría allí. No me rendiría. Aunque solo fuese por Arden, por Marjorie, por Otis, por mi madre. «Te quiero, te quiero, te quiero».

Salí de la bañera. Casi no me sostenía. La casa estaba en penumbra y las baldosas rotas me cortaban los pies; las astillas de las podridas tablas del suelo me hacían daño. La bilis impregnaba la parte delantera de mi raído jersey gris. Me daba igual. Entré en todas las habitaciones, caminando con lenta decisión. Encontré una lata abollada debajo del frigorífico y seguí registrando armarios y cajones. Pasé la mano sobre una estantería hasta que di con lo que estaba buscando.

El atlas era como el que la profesora Florence nos había enseñado en primero de bachillerato, con cantoneras de piel. Revisé las páginas, fijándome en tramos azules de tierra que no me decían nada, y hojeé mapas de lugares extraños con nombres como Tonga, Afganistán o El Salvador. Había mucho mundo del que nunca había oído hablar. Me intrigaba cómo serían aquellos sitios: vastas extensiones de tierra, terrenos salpicados de montañas o tal vez lujuriantes paraísos tropicales. ¿Habrían sufrido la epidemia como nosotros?

Al pasar las páginas, nada se parecía a lo que yo conocía. En la estantería había otro atlas más pequeño: unas líneas cruzaban los mapas y estaban señaladas con números. Por fin encontré la señal: 80. Mi dedo siguió la línea por toda la página hasta señalar una mancha azul: el mar.

Por primera vez en varios días la sensación de posibilidad se impuso al terror. Estudié los mapas y arranqué las páginas en las que aparecía Sedona, Arizona, la zona verde debajo del número 80, y unos lugares llamados Los Ángeles y San Francisco. Los uní en el suelo y hallé el gran lago junto al que vivía Caleb: Tahoe.

Al día siguiente me aprovisionaría e iría al norte, a Califia. No podía permanecer otro día en la casa, dejándome morir. Aunque los soldados me encontrasen, aunque me derrumbase en pleno desierto, a la sombra de las gigantescas rocas, tenía que continuar. Al menos debía intentarlo.

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