Eve

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Treinta

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Salí temprano, antes de que despertasen los pájaros. Como había encontrado una oxidada lata de guisantes, cené la mitad y desayuné la otra mitad, bebiendo el líquido espeso del interior. Fui de casa en casa, registrando todo el pueblo, y descubrí otras dos latas sin etiqueta y un frasco de mermelada. No era gran cosa, pero bastaba para unos días, hasta que encontrase otro lugar seguro para descansar.

Hacía frío yendo hacia el norte por entre los bajos arbustos que bordeaban las carreteras, de modo que me arropé con el jersey, agradecida a los que habían vivido en aquella casa en la que había hallado ropa y un par de zapatillas deportivas del cuarenta y uno que lucían la marca NIKE en los lados. El mapa me guio por el desierto, donde la tierra adquiría un tono dorado oscuro. Caminé lo más rápido que pude, notando las piernas aún débiles, y me detenía cada hora para tomar un poquito de mermelada; la dulce dosis de azúcar me servía de combustible.

Al filo del mediodía llegué a una encrucijada. Allí había un gran aparcamiento lleno de coches herrumbrosos, y si lo atravesabas, te encontrabas ante un edificio de ladrillo, cuyas ventanas estaban rotas y en cuya fachada exhibía un letrero rojo que decía:

BANCO DE AMÉRICA

Me dirigía a un supermercado saqueado cuando oí un extraño ruido. Mi cuerpo lo reconoció antes que mi mente: el motor de un coche. Me precipité al interior del banco, donde las mesas se alineaban frente a las ventanas, me agaché y esperé.

El coche recorrió la calle con lentitud. Desde mi escondite oí el rugido familiar: los crujidos de los desperdicios aplastados por las ruedas. Cuando el coche se detuvo, me puse a temblar y eché la cabeza hacia atrás, como si necesitase aire desesperadamente. Poco después el vehículo reanudó la marcha.

El ruido se extinguió, y me apoyé en una mesa con el espíritu renovado. Los soldados me estaban buscando. Tenía que seguir adelante.

Junto a la puerta pisé un montón de papeles verdes esparcidos por las baldosas y cubiertos de arena y polvo. Cogí uno que ponía «100» y en el que estaba representada la cara de un anciano muy serio; comprendí que se trataba de un billete viejo. Dinero. Lo estrujé y lo arrojé al suelo.

Actué con rapidez, deslizándome por la parte de atrás de tiendas y mercados, entre contenedores llenos de huesos. Seguí corriendo sin parar hasta alejarme de los semáforos rotos y de los armazones de los vehículos volcados al borde de la calle. El angosto pueblo moría en el desierto.

Ante mí se extendía un terreno llano; solo había matorrales a un lado de la carretera, tan escasos que no servían de cobertura. Me quité la camiseta amarillenta para no destacar en medio de la seca y agrietada tierra, comprobé el mapa por última vez y me dispuse a cruzar la llanura, hacia un grupo de casas que se divisaban a lo lejos. Las rojizas rocas se elevaban hacia el cielo, acariciadas de vez en cuando por las nubes. No había ni rastro del todoterreno.

«Seguro que las casas no están muy lejos —me dije tratando de convencerme—. Continúa. No mires atrás».

El sol se elevaba en el horizonte y me calentaba la piel. Intenté imaginar a Arden en aquel momento, o a Pip pateando la tierra mientras tarareaba una canción, pero sus fantasmas no hicieron acto de presencia.

Tomé otra dosis de mermelada, masticando las amargas semillas de frambuesa, y me animé a seguir adelante, pareciéndome más leve el peso que llevaba a la espalda y apresurando mis pasos mientras me dirigía hacia las casas, hacia un abrigo seguro. Poco a poco distinguí las ventanas, las puertas, los juegos infantiles en los jardines.

Entonces oí de nuevo el motor. Debía de haberse parado en la carretera detrás de mí para esperarme. Eché a correr, impulsándome con los brazos desesperadamente, y crucé el destrozado pavimento en dirección a los arbustos.

Pero el coche aceleró. Lo oía detrás de mí, ganando terreno, acercándose. Me impulsé con los brazos todavía más enérgicamente y pateé el suelo, pero fue inútil: el coche aminoró la marcha, se detuvo, se abrió una puerta y oí pasos en la carretera. Me ardían las piernas a causa del esfuerzo, y mi cuerpo se ralentizó, pero continué corriendo. No quería que me capturasen de aquella forma, en pleno desierto. En ese momento, no; había llegado demasiado lejos.

—¡Detente! ¡Detente!

Las lágrimas resbalaron por mi cara, arrastrando la fina capa de polvo que lo cubría.

—¡Eve! —gritó una voz masculina, pero no me volví. De pronto unas manos me agarraron por el brazo, y me arrojaron sobre la espesa maleza. No me resistí. Tenía las extremidades entumecidas cuando aquel animal me puso boca arriba. Me cubrí la cara.

—Eve —repitió la voz más suavemente—, soy yo.

Abrí los ojos y vi el rostro que tantas veces había imaginado: Caleb sonreía, y sus cabellos caían sobre mi frente. Apoyé mis manos en sus mejillas, cuestionándome si estaría soñando despierta, pero su piel era firme bajo mis dedos. No supe si reír o llorar.

Opté por abrazarle. Nuestros cuerpos se fundieron en uno, nuestros brazos se entrelazaron hasta casi asfixiarnos, hasta que no hubo nada entre nosotros, ni siquiera aire.

—¿Escuchaste mi mensaje? —pregunté al fin.

Caleb alzó la cabeza y contestó:

—Quería responderte, pero no podía. Sabía que los militares estaban escuchando y que ya se habían puesto en marcha. Era el código de…

—Sí, lo sé —admití secándome las lágrimas—. Era el código inadecuado.

—Hemos de irnos —me advirtió ayudándome a levantarme. En la carretera había un herrumbroso coche rojo—. Siguen buscándote. —Nos dirigimos al vehículo, una mole cuadrada que en la parte delantera exhibía la marca Volvo; en el asiento del piloto había una raja de la que salía una densa espuma amarilla.

Cuando Caleb pisó el acelerador, me relajé en el asiento, y el dolor de las piernas remitió. Detrás de nosotros se levantó una polvareda, y el mundo desapareció tras un perfecto manto anaranjado.

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