Eve

Eve


Treinta y dos

Página 35 de 39

T

r

e

i

n

t

a

y

d

o

s

El ambiente refrescó cuando nos dirigimos hacia el norte. Le conté a Caleb la historia de Fletcher y el camión, cómo habíamos conocido a Lark y qué películas nos proyectaba Otis en la pared; le hablé también del desayuno de huevos con jabalí que nos preparaba Marjorie y de la habitación en la que nos habíamos escondido mientras los soldados registraban la casa. Luego le expliqué todo lo que había presenciado: la bala que explotó en el pecho de Otis, el disparo que hirió a Marjorie en la mejilla y las salpicaduras rojizas que mojaron mis piernas cuando Lark recibió el tiro.

—No puedo borrármelo de la cabeza.

Frunció los labios con gesto pensativo, y me confesó:

—A veces, por la noche, me despierto aterrorizado porque me parece que estoy en los campos de trabajo, llevando bloques de cemento a la espalda, o en la habitación con un chico en la litera de al lado, sangrando y escupiendo bilis, hasta que me doy cuenta de que todo ha sido un sueño, y me siento afortunado.

—¿Afortunado, dices?

—Sí. Afortunado de despertar, de que lo que antes era mi vida sea una pesadilla.

El coche ascendió por una empinada carretera, y el motor chirrió y rugió ante el nuevo esfuerzo que se le pedía. Nos rodeaban las montañas de Sierra Nevada. Miré por la ventanilla la pronunciada ladera verde y me acordé de mi madre, de las canciones que me cantaba cuando me bañaba en la bañera de patas, imitando a una araña con las manos.

—¿Recuerdas a tu familia? —le pregunté a Caleb. Él me había contado que llegó al campo de trabajo a los siete años, pero apenas sabía nada de su vida anterior. ¿Había tenido una bicicleta, como yo? ¿Compartía habitación con sus hermanos? ¿Cómo eran sus padres?

—Todos los días los recuerdo. —El coche subía a trompicones, muy despacio, debido a la densa vegetación del suelo, muy cerca de los muros de roca que flanqueaban la carretera—. Intento recordar la época anterior a la epidemia cuando jugaba a robar la bandera con mi hermano y sus amigos en el jardín. Mi hermano me llevaba cinco años, pero me dejaba formar parte de su equipo; a veces tenía que cogerme en brazos para que no me capturasen. —Esbozó una sonrisa, que desapareció enseguida.

—¿Dónde vivías? —pregunté poniéndome de lado en el asiento.

—En un lugar llamado Oregón. —Entrecerró los ojos—. Hacía frío y llovía. Siempre llevábamos chaqueta. Pero todo era muy verde. —El coche se metió en un socavón emitiendo un nuevo chirrido, pero seguimos circulando, aplastando plantas con las gastadas ruedas—. ¿Y tú? ¿Tenías hermanos?

—No. Vivía con mi madre. —Asomándome por la ventanilla, vi el precipicio que estaba a menos de un metro, altura que aumentaba a medida que el coche ascendía por la montaña, y recordé la sensación del aliento de mi madre en mis oídos, las caricias de sus dedos—. Solía hacer una cosa divertida el día de mi cumpleaños: me despertaba trayéndome el desayuno y me cantaba: «Hoy es un día muy especial… hoy es el cumpleaños de una personita». —El rubor me abrasó las mejillas mientras cantaba con un tembloroso hilo de voz.

—¿Cuándo es tu cumpleaños? —Tamborileó con los dedos sobre el volante, siguiendo el ritmo—. La recordaré para cantártela.

—No lo sé. En el colegio no se celebraban los cumpleaños. —Todos los días eran exactamente iguales, uno detrás de otro. A veces, cuando nos servían empanada dulce de manzana, imaginaba en secreto una vela como las de las tartas que había visto en los libros de la biblioteca—. De todas formas, ¿quién sabe las fechas a estas alturas?

—Yo —afirmó acelerando.

—¡No me digas! —sonreí, incrédula, y me pasé la mano por los cabellos—. Entonces, ¿qué día es hoy?

—¡Uno de junio! —respondió—. Empieza un nuevo mes. —Repiqueteó los nudillos contra el volante—. A ver. ¿Cuándo debe de ser tu cumpleaños…? Te gusta demasiado la polémica para ser sagitario.

—¡No me gusta la polémica! ¿Y qué es eso de sagitario?

—Suspicaz, ¡hummm! —sonrió, divertido—. Tal vez seas cáncer. ¿Habrás nacido en julio?

—¿Por qué me acusas de suspicacia? ¿Y a qué te refieres con eso de cáncer? ¿No es una enfermedad?

Bajo la tenue luz del atardecer, percibí minúsculas ampollas en su nariz, justo donde el sol le había pelado la piel.

—La astrología es un juego, cosa de chiflados. —Hizo círculos con el dedo en la sien y puso los ojos en blanco.

No pude reprimir la risa, y dije:

—Me gustaría que fuese en agosto, pues era cuando cambiaba el programa en el colegio y empezaba un nuevo curso. Siempre me ha gustado ese mes.

—De acuerdo. ¿Qué te parece el veintiocho de agosto?

—Genial —respondí. Permanecí callada un rato, mientras una sonrisa me iluminaba el rostro. Después de tantos años leyendo cosas sobre cumpleaños, mirando las ilustraciones de los libros infantiles en las que aparecían tartas con velas, oyendo a la directora Burns decir que el colegio solo tenía datos sobre nuestro año de nacimiento y que el día no importaba, al fin tenía un día para celebrar mi nacimiento: el veintiocho de agosto.

El coche ascendió por carreteras serpenteantes, mientras el cielo se volvía totalmente blanco. Cuanto más subíamos, más frío hacía, de modo que cogimos la ropa del maletero y nos pusimos chaquetas, pantalones y botas impregnados del familiar olor a moho. El sol se ocultó detrás de la densa capa de nubes.

Contemplé las manos de Caleb al volante y la forma en que su pie pisaba el acelerador, picándome la curiosidad acerca de cuándo y cómo había aprendido a conducir. El monótono zumbido del motor me hipnotizó, y mis pensamientos volvieron al colegio, a Ruby y a Pip y a la larga habitación llena de camas.

—Mis amigas se han quedado en el colegio. Tiene que haber una forma de sacarlas de allí.

Se rascó la nuca, donde las rastas se le adherían al cuero cabelludo. Se había abrigado con un grueso chaquetón marrón, con el cuello forrado de lana amarillenta, el mismo que llevaba la noche del saqueo.

—En Califia habrá recursos. Tal vez entonces.

Guardó silencio un rato, observando por la ventana delantera del vehículo la carretera sembrada de finas ramas y hojas secas; ya no había camino de tierra, sino piedras, y el coche daba tumbos sobre la desigual superficie.

Por fin carraspeó y me preguntó:

—¿Cómo son tus amigas?

—Pip es muy divertida —expliqué—. Los primeros años que pasé en el colegio, me daba muchísimo miedo que la epidemia traspasase los muros o que entrasen los perros salvajes. Todo era horrible. Cuando empezaba a quejarme, ella me arrastraba al jardín y me decía: «¡Cállate! ¡Me estás arruinando la fiesta!». Y a continuación hacía muecas para que me riese. Mira, algo así. —Me estiré la piel de las mejillas hacia abajo como hacía ella, dejando al descubierto el borde inferior rojizo de las cuencas de los ojos.

Él se rio y, levantando una mano para no verme, suplicó:

—Para, por favor.

—Y Ruby es de las que te dicen que vas hecha una facha, pero también de las que le gritan a cualquiera que se meta contigo. Es muy leal. —La carretera serpenteaba hacia arriba, abrazando la ladera de la montaña hasta perderse de vista. Caleb manipuló los botones de la calefacción, tratando de regular la ventilación, pero no salió más que aire frío.

—Conozco a gente así. Algunos amigos míos todavía están en los campos.

Iba a preguntarle más cosas, pero el coche se paró de repente, y un fuerte olor a humo se me metió en los pulmones y me hizo toser. Tras un momento de confusión, salimos del vehículo pugnando por respirar.

En la parte delantera ardía algo, finas columnas de humo gris salían del capó. Caleb se apartó el humo de la cara con la mano y levantó el capó, haciendo un gesto de dolor al tocar el metal caliente, e inspeccionó el renegrido interior.

—Está destrozado —dijo, tosiendo, y contempló la carretera que continuaba retorciéndose ante nosotros a lo largo de kilómetros y kilómetros hasta llegar a la cima, que después descendía por el otro lado de la montaña.

Como me helaba a causa del gélido viento, me cubrí con la capucha del chaquetón para protegerme del viento, mientras él sacaba las provisiones del maletero y las introducía en una mochila.

—Debemos ponernos en marcha. Así será más fácil entrar en calor.

Estudié el mapa, arrugado y borroso: quedaban algo más de treinta kilómetros entre llegar a la cresta de la montaña y el descenso posterior.

—Seguro que podemos recorrerlos en dos días —calculé, y emprendí el camino—. Tal vez menos.

Caleb andaba con los ojos fijos en el cielo.

—Esperemos que el tiempo aguante. —Se ajustó el chaquetón y se metió las manos bajo los brazos cuando iniciamos el ascenso. Me estallaban los oídos a causa de la altura, y la pendiente era tal que casi no podía respirar, pero mantuve el paso con ayuda de un palo que encontré.

Comimos piña y guisantes en conserva mientras caminábamos, y bebimos el jugo frío. Caleb me habló de su familia: su padre trabajaba en el periódico local, y a veces traía grandes cajas para construir casas de fantasía en el jardín. Yo le describí la casita de tejas azules en la que había vivido; nadie más que yo cabía en el angosto sótano, con paredes de densa pelusa rosada. Y también le conté lo del buzón: cuando me aferré al poste al ver el camión recorriendo el barrio. El padre de Caleb había ido a la farmacia y no regresó jamás. Como su madre y su hermano estaban enfermos, él recorrió las calles en bicicleta, buscando a su padre hasta que aparecieron los vándalos por la noche. Cuando regresó a casa, su familia había muerto y los cuerpos ya estaban rígidos.

—Permanecí allí tres días, abrazado a mi madre. Los soldados me encontraron cuando saqueaban las casas, y me llevaron a los campos de trabajo. —Continué caminando, ascendiendo la empinada cuesta, pero mi mente estaba en aquella casa junto a Caleb, acariciándole la espalda para consolar su llanto.

Trepamos en silencio un buen rato, cogidos de la mano, pero los dedos se nos habían enrojecido por el frío. Habíamos caminado ya ocho kilómetros cuando el cielo comenzó a escupir diminutos cristales blancos que se amontonaban en los pliegues de mi chaquetón.

—Esto. ¿Es nieve? —extendí la mano, disfrutando de la fría sensación sobre la piel.

—Únicamente la había visto a lo lejos, coronando las cimas de las montañas o en los libros.

—Sí, y cae muy rápido —contestó evaluando la fina capa que cubría la carretera como una sábana, pero continuó andando, sin detenerse a mirarla.

Sabía que era algo serio por su tono de voz, pero me quedé observando los puntitos blancos en mis manos. Pensé en muñecos de nieve, castillos e iglús como los de los cuentos de mi niñez.

Diez minutos después se levantó viento; los copos eran más gruesos y se amontonaban en el suelo, alcanzando varios centímetros de altura. El jersey no me abrigaba lo suficiente ni tampoco el chaquetón, y las zapatillas deportivas no eran apropiadas. El frío me traspasaba la ropa y el viento me hacía temblar.

—Tenemos que montar la tienda —recomendó Caleb; la capucha se le cayó hacia atrás y dejó sus cabellos al descubierto. Sacamos la tienda de la funda, luchando para clavar las varillas en el duro terreno, aunque solamente conseguimos clavar una, mientras los copos caían cada vez más rápido, arañándome las mejillas y dificultando mi visión.

Caleb siguió golpeando una varilla con otra, pero el metal se dobló. Tras un buen rato, aguantando las sacudidas del frío, ya no pude más.

—Déjalo. Vale así. Hemos de meternos en la tienda como sea.

Tiré de la tela desde la única varilla estable hasta el suelo, y la aseguré con unas cuantas piedras. Detrás había una roca, lo que creaba un pequeño espacio triangular. Me metí debajo y Caleb entró detrás de mí. No había mucho sitio, pero la tela caía por los lados y nos protegía un poco de la tormenta.

—¿Cuánto durará? —pregunté; notaba las manos entumecidas, y el frío se me colaba por las mangas.

Caleb se puso la capucha de nuevo. Tenía el pelo cubierto de nieve.

—No sé. Tal vez toda la noche. —Me acercó hacia él, cubriéndome la espalda con un brazo y abrazándome por delante con el otro. Enseguida sentí calor, tenía la cara pegada a la suya.

Mi respiración se ralentizó y el miedo remitió; ya no temblaba. Él acercó la mano a mi mejilla y me limpió los restos de nieve de las pestañas.

—Benny me dijo que amar a alguien era saber que tu vida sería peor sin esa persona. —Sonrió—. ¿De dónde sacaría esa idea?

Mi piel entró en calor gracias a su contacto. Le sonreí sin decir nada.

Se inclinó sobre mí, dibujando líneas invisibles sobre mis mejillas, y susurró:

—Por eso tenía que encontrarte.

Sus labios se fundieron con los míos y sus brazos me rodearon los hombros. Alcé la barbilla y me entregué a su beso. Me fue imposible parar. Pensé fugazmente en los años de clases sobre la estupidez de Julieta, Ana Karenina y Edna Pontellier. Pero por primera vez lo comprendí: todo por un momento, un momento demasiado bueno para desperdiciarlo.

Ir a la siguiente página

Report Page