Eve

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Seis

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Al día siguiente caminé con Arden por un campo de girasoles, apartando los gigantescos monstruos de ojos negros de mi cara. Apenas hablamos, salvo durante el desayuno a base de conejo asado, y me pareció una buena señal. Temí despertar sin comida, sin mantas y sin la propia Arden. Pero no se había marchado y me hubiera gustado saber si su silencio significaba que permaneceríamos juntas. Yo así lo deseaba, aunque solo fuese en beneficio de mi estómago.

Ambas recorrimos la calle cubierta de hierbajos de un villorrio abandonado. Las casas tenían los tejados hundidos, y unas cuantas canastas de baloncesto flanqueaban el camino, transformadas por las enredaderas en frondosos y floridos elementos de arte topiario. Vimos también restos de coches viejos, cuyos parabrisas estaban rotos en mil pedazos y las puertas oxidadas y, en un camino oculto por la maleza, vimos dos ataúdes destartalados: uno de adulto y otro de niño.

Cuando mi madre se estaba muriendo, yo jugaba sola, fuera de la casa, porque me había echado de su habitación por miedo a que me contagiase. Yo acostaba a mi muñeca en la repisa de piedra de la ventana del jardín y le preparaba pomadas de lodo y hojas machacadas. «Te vas a recuperar —le decía, mientras oía llorar a mi madre a través de la ventana abierta—. Vendrá el médico y te curará —susurraba—. Pero ahora está muy ocupado».

—Eres un poco morbosa, ¿verdad? —dijo Arden, cogiéndome del brazo. Me había detenido ante los ataúdes de madera con la mirada fija en el más pequeño.

—Perdona. —Seguí caminando y procuré sacudirme la melancolía. Pero me sentí peor, incluso más sola, al darme cuenta de que mi compañera no lo entendía. Cogí unas cuantas flores silvestres y acaricié el colorido ramito.

—He decidido que vamos a ir juntas a Califia —anunció Arden, abriéndose paso entre la hierba—. Pero después será cosa tuya. Pienso detenerme allí a descansar y luego me espabilaré para encontrar la manera de localizar a mis padres en la ciudad.

—¿En serio? —Y mi tristeza se convirtió en alivio—. ¡Oh Arden, yo…!

Se giró en redondo, entrecerrando los ojos para evitar el sol, y advirtió:

—No lo estropees. Todavía estoy a tiempo de cambiar de idea.

Caminamos un rato en silencio. Mis pensamientos se remontaron al colegio, a la noche en que me marché, a los rumores de que Arden había estado nadando en el lago. Ya no me parecían tan increíbles tras comer la carne que ella había cazado, despellejado y cocinado.

—¿Es cierto que sabes nadar? —Me atreví a preguntar.

—¿Quién te ha dicho eso? —Se quitó la sudadera negra, dejando al descubierto sus pálidos brazos. Tenía los hombros moteados de pecas.

—Te vieron. —Pero no le expliqué que me había llevado una hora cruzar el lago agarrándome a las ramas llenas de espinas.

Sonrió, como si recordase alguna cosa divertida, y comentó:

—Aprendí yo sola. A ti nunca se te hubiese ocurrido, ¿verdad, doña Fosforita?

No le hice caso.

—¿No temías que te descubriesen? —Un conejo gris correteó por la carretera.

—Las guardianas no suelen estar en el jardín después de medianoche, a menos que tengan una guardia especial. La mayoría de las noches son muy tranquilas en el colegio. —Se encaminó hacia el conejo, con el cuchillo en ristre. El animalillo permaneció inmóvil, mientras ella se le acercaba.

No conseguía apartar de mi cabeza el día en que la vi nadando. Nunca se lo había visto hacer a nadie. ¿Se había metido en el agua sin más, moviendo los brazos? ¿Se apoyó en algo, como una rama o una cuerda?

—¿Y no te daba miedo ahogarte?

Al oír mi voz, el conejo desapareció entre la maleza de un jardín abandonado.

—Muy bonito, Eve —bufó, y se colgó el cuchillo del cinturón—. Me encantaría que charlásemos de lo divino y de lo humano, créeme, pero tengo que cazar la cena. —Se metió entre las casas, sin molestarse en volver la vista.

—¡Me buscaré la cena! —grité tras ella—. ¿Quedamos en la casita?

No respondió. Seguí caminando; me alejé de las casas y me dirigí a una zona de tiendas en ruinas. La hierba cubría un restaurante; entre las enredaderas y el musgo se distinguía una gigantesca EME amarilla. Al fondo de la manzana había un enorme edificio, cuya fachada aguantaba, pero el letrero había perdido las letras. Decía: WAL MA T. Alguien había escrito con un espray sobre las ventanas rotas de la parte delantera las palabras:

«ZONA DE CUARENTENA. SI ENTRA, ATÉNGASE A LAS CONSECUENCIAS».

Cuando el camión cruzó las barricadas para evacuar a los niños sanos que quedaban, mi madre les pidió que me llevasen. Corrí hacia el buzón y me aferré al poste de madera, empeñada en quedarme. Fue inútil. Mi madre salió a la puerta, sangrando por la nariz, cuando me metieron en la parte de atrás del camión. Tenía los ojos hundidos, del color de las ciruelas podridas, y el esternón le sobresalía del pecho como una soga. Permaneció en la puerta, despidiéndose con la mano, y me lanzó un beso.

Al recorrer el pueblo abandonado, intenté no mirar las enormes cruces de madera del aparcamiento ni los montones de huesos que había debajo, cubiertos de musgo. Pero por todas partes surgían signos de muerte. En la acera de enfrente había una tienda abandonada, la Inmobiliaria del norte de California; las ventanas estaban tapiadas. Los ataúdes se apilaban en un local llamado Manicura Suzy. Acababa de ver la equis roja pintada en el lateral de un contenedor cuando algo se movió delante de mí: un osezno salió al camino, con paso tranquilo, y me miró. Enseguida volvió a dedicar toda su atención a una oxidada lata de comida que pretendía abrir con las garras.

Pensé de inmediato en

Winnie the Pooh, el libro que la profesora Florence nos leía cuando éramos niñas sobre un osito y su buen amigo Christopher Robin. Nos advirtió que los osos no solían ser tan simpáticos, pero aquel osezno era demasiado pequeño para resultar peligroso. Me pregunté si el animalito estaría comiendo azúcar, o si ese detalle era una curiosa anécdota del cuento.

Extendí la mano, procurando no asustarlo. El oso husmeó mi brazo con el húmedo hocico, y cuando le acaricié la suave piel castaña, me produjo una agradable sensación al arañarme ligeramente la mía.

—Sí, eres igual que Winnie —afirmé. Desvió la cabeza hacia el camino y olisqueó otras latas. No sabía si Arden me permitiría llevarlo a la casa. Tal vez podríamos quedarnos con él un tiempo; yo nunca había tenido una mascota.

Extendí la mano otra vez, pero la retiré inmediatamente cuando oí un gruñido ensordecedor: una osa enorme se alzaba sobre los cuartos traseros junto a la carretera; me pareció una auténtica torre.

El osezno se le acercó, y la osa abrió la boca, enseñando los colmillos. Me enderecé; se me habían puesto los pelos de punta y me temblaban las manos. La madre echó a correr hacia mí, con la cabeza baja, y levanté los delgados brazos en un gesto patético. Me preparaba para el ataque cuando algo la golpeó en las fauces.

Una piedra. Mientras el animal gruñía, otra piedra le golpeó la cabeza; cayó hacia atrás, y su inmenso trasero chocó contra la carretera.

Al darme la vuelta, vi a un chico cubierto de porquería, cuyo musculoso pecho estaba salpicado de barro, y de piel muy morena —de un castaño rojizo—, que montaba un caballo negro y llevaba un tirachinas en la mano.

—Será mejor que montes —sugirió guardándose el tirachinas en el bolsillo trasero del pantalón—. Esto no ha terminado.

Miré de nuevo a la osa, que sacudía la cabeza, momentáneamente aturdida. No sabía qué era peor: morir entre las garras de un animal feroz o huir con un salvaje neanderthal a caballo. Él me tendió la mano: tenía las uñas negras de mugre.

—¡Vámonos! —urgió.

Le di la mano, y tiró de mí. Me senté detrás de él, en la grupa del caballo. El chico olía a sudor y a humo.

Con un ¡arre!, emprendimos la marcha por la carretera cubierta de musgo. Rodeé con un brazo el musculoso pecho del muchacho y me volví para mirar una vez más a la osa. Se había levantado y corría detrás de nosotros, pero su gigantesco cuerpo castaño se estremecía debido al esfuerzo.

Mi salvador aferró las agrietadas riendas de cuero, desviando al caballo de la carretera principal para conducirlo entre la densa arboleda del bosque. La osa se acercó tanto que le mordió la cola al caballo.

—¡Más rápido! ¡Tienes que ir más rápido! —grité.

El caballo aceleró, pero la osa nos seguía demasiado cerca, sin mostrar la menor señal de cansancio. Mis piernas, empapadas de sudor, resbalaban. Me agarré al chico, clavándole las uñas en la piel. Él se inclinó hacia delante, y el viento rugió sobre nosotros. La osa volvió a abrir su feroz mandíbula.

Mirando por encima del hombro del chico, vi frente a nosotros una quebrada, de casi metro y medio de ancho, que parecía un antiguo canal de aguas residuales; debía de tener unos cinco metros de profundidad.

—¡Cuidado! —exclamé, pero él continuó, más rápido que antes.

—¿Por qué no me dejas que maneje yo el caballo? —gritó girando la cabeza hacia mí. Detrás de nosotros la osa corría con todas sus fuerzas, sin apartar los ojos de las ancas del caballo.

—¡Nooo! —susurré cuando me percaté de que nos precipitábamos hacia la quebrada. Si no lo conseguíamos, el animal nos devoraría vivos y estaríamos atrapados en el fondo del canal, sin posibilidad de escondernos—. No, por favor.

Pero el caballo, estirando las patas delanteras, ya estaba a punto de salir disparado hacia el otro lado del precipicio.

El estómago me dio un vuelco. Durante un momento me sentí volar, y luego se produjo el duro impacto de los cascos contra el suelo. Contemplé el campo de caléndulas que nos rodeaba. Habíamos saltado.

Volví la cabeza por última vez, temiendo que la osa se abalanzase sobre nosotros, pero resbaló al borde del precipicio. Lo último que oí fue un rugido furioso mientras se precipitaba por el escarpado precipicio y aterrizaba, con un golpe sordo, en el fangoso fondo de la quebrada.

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