Eve

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Veintidós

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—Deberíamos irnos —susurró Arden. Estábamos en nuestra cavernosa habitación subterránea—. Retomemos el camino hacia Califia. Esto ya no es un lugar seguro.

Habíamos abandonado el almacén antes del amanecer, después de haber cargado los caballos con sacos de golosinas, linternas, mantas y leche condensada.

Leif, que llevaba el rostro vendado en algunas zonas a causa de los golpes de la noche anterior, era en todo momento una presencia amenazante. Me estremecía al recordar la presión de sus labios contra los míos y el olor amargo a cerveza de su aliento; y seguía viéndole la cara a la luz de la linterna, los ojos cerrados y el cuerpo, como una piedra, aplastándome con su peso. Al regresar al refugio, comprobamos que la habitación de Caleb se mantenía intacta: había pilas de libros raídos; la fina manta roja cubría la cama y el cojín del sillón, que seguía estando en el rincón habitual, conservaba todavía la huella de su cuerpo.

—No podemos irnos sin más ni más —afirmé apoyando la espalda en la fría pared de barro. Parte de mí se aferraba a la idea de vivir allí; la ligazón aún no se había deshecho—. Al menos hasta que Caleb regrese.

Arden se mesó los cabellos, tirando de las enredadas puntas, y sentenció:

—No me gusta cómo nos mira Leif. —Tenía las ojeras un poco hinchadas, rastro de la pasada noche, pues había permanecido despierta hasta muy tarde, bloqueando la puerta con una estantería volcada y vigilando, hasta que por fin me dormí.

—No quiero marcharme así. —Mis recuerdos giraban en torno a la velada en el almacén, en especial cuando me aparté de los brazos de Caleb. En realidad no habíamos discutido nada; estaba demasiado afectada para pensar con claridad. Más tarde Leif se sentó a mi lado y sus dedos acariciaron la madera del piano, pero confundió mi amabilidad con una insinuación. Ojalá no se me hubiese ocurrido pronunciar aquellas tres fatídicas palabras: «No lo sé».

Sí que lo sabía, pero era imposible explicar todas las extrañas emociones que había experimentado la noche anterior. Acudieron a mí con tanta rapidez que no tuve tiempo de discernirlas, de considerarlas e interpretarlas como lo que eran.

Pero en ese momento, sentada en la caverna junto a Arden, tenía una cosa cada vez más clara:

—No quiero estar con Leif.

La expresión de mi compañera se dulcificó. Me abrazó con cariño, y sus brazos me limpiaron de todo sentimiento de culpa.

—Pues claro que no. Eso estaba fuera de duda.

Recostada contra el hombro de Arden, impregnándome del olor a humedad de su jersey, le dije:

—Pero no soporto que Caleb piense que yo sería capaz de…

—Lo sé, lo sé —aseguró Arden, acariciándome la espalda.

Me enjugué las lágrimas. Cuando estaba en sexto curso, me enfadé muchísimo con Ruby porque le había comentado a Pip que yo me dedicaba a «alardear» de mis notas. Pero en vez de decir cómo me sentía, opté por no hablarle durante dos semanas. Dejé que la herida se infectase y creciese, agrandando el silencio entre nosotras. Aprendí entonces una lección fundamental: que una relación entre dos personas se juzga a partir de la lista de cosas que ambas callan. En ese momento deseaba ver a Caleb, aunque no fuese más que para explicarle mis sentimientos y decirle cuánto me habían dolido sus palabras, lo agradecida que estaba por lo que había hecho, que tenía miedo y estaba confusa y que no era a Leif a quien quería.

A pesar de mí misma y a pesar de las horas que había dedicado al estudio de la asignatura «Peligros a causa de chicos y hombres», sentía algo por él; solo por él.

Continuaba apoyando la cabeza en el hombro de Arden cuando la habitación empezó a temblar, y unas leves sacudidas agitaron mi pecho.

—¿Qué es eso?

—¡Un terremoto! —gritó Silas que pasó corriendo ante nuestra habitación de la mano de Benny. Estuvo a punto de tropezarse con los pantalones, excesivamente grandes, sujetos a la cintura con una cuerda y que le llegaban hasta los pies—. ¡Fuera! ¡Fuera!

Algunos chicos pequeños aparecieron en el tortuoso corredor, formando una fila, como si hubiesen practicado la maniobra varias veces.

—¿Un terremoto? —dije palpando la inestable pared—. No puede ser. —Los habíamos experimentado en el colegio, llevándonos un sobresalto que a veces nos despertaba en plena noche. Pero aquella vibración era más sutil y no tenía la potencia de un fenómeno de ese tipo.

—Será mejor que no esperemos a averiguarlo —sugirió Arden, empujándome hacia la puerta.

Seguimos a los niños que recorrían el refugio, hasta que salimos por fin al claro rocoso de una de las laderas del monte. Allí, sobre un gran montículo de tierra, había un gigantesco camión negro, cuyas ruedas medían más de un metro de altura. El motor rugía de tal manera que apenas se oía nada más.

—¡Qué guay! —exclamó Silas. Bajo la espléndida luz matutina, se le apreciaba la piel mucho más pálida que la de los demás, pues no estaba acostumbrado al sol. Se tapó los oídos con los dedos.

Benny me sonrió, dejando al descubierto la incompleta dentadura.

—¡Qué camión tan grande! —se admiró.

Pero yo sentí un miedo creciente al ver una borrosa figura en el asiento delantero. Aquel enorme vehículo, de laterales salpicados de fango y un hundido parachoques frontal, no se parecía a los todoterrenos del colegio. Los únicos automóviles que había visto pertenecían al gobierno. El rey racionaba el combustible, y era casi imposible obtenerlo sin su consentimiento.

Algunos chicos mayores que habían ido a cazar regresaron al percatarse del alboroto, y se acercaron montados a caballo. Leif estaba entre ellos, con aire sereno. Me sentí aliviada cuando Michael, Aaron y Kevin se apearon de las monturas y rodearon el camión, apuntando a la cabina con las lanzas.

Por fin, desde el interior del vehículo, alguien desconectó el motor, aunque en mis oídos continuó resonando un incómodo zumbido.

—¡Bajad las armas! —ordenó Leif, y los chicos le obedecieron.

La puerta lateral del camión se abrió y una gigantesca bota de puntera metálica pisó el suelo de gravilla. Retrocedí al ver al hombre: medía más de un metro ochenta, y los cabellos engominados le caían sobre los hombros; llevaba una vieja cazadora de cuero negro, y el sudor descendía desde su frente hasta el pañuelo que le ceñía el cuello. Me miró a los ojos y sonrió con un gesto que me sumió en el pánico: sus dientes eran raíces partidas y amarillentas.

Abrazándose a mis piernas, Silas preguntó:

—¿Quién es?

Pero el hombre ya se dirigía hacia mí, frunciendo los mugrientos labios. Los mayores permanecieron al borde del claro, observándolo, sin saber qué hacer. No se detuvo hasta que llegó a mi altura, tapándome con su enorme sombra.

—Hola, preciosidad —me susurró al oído.

Retrocedí, pero me sujetó por el brazo y me atrajo hacia él. Tenía la ropa empapada de fango y sudor rancio. Su olor me revolvió el estómago.

Michael y Kevin se acercaron, y este último, apuntando la lanza contra la garganta del hombre, le gritó:

—¡Apártate de ella!

Pero el individuo le arrebató el palo de madera, apretó el puño y, dirigiéndose a Leif, preguntó:

—¿Es ella?

El rostro de Leif no se alteró.

—El rey la busca —anunció mirando a los chicos. Me quedé de piedra al oírlo. La verdad se volvía contra mí: la humillación que Leif había sufrido la noche anterior se había transformado en algo siniestro—. Es una fugitiva y nos ha puesto en peligro a todos. Fletcher la entregará a los soldados.

—¡De eso nada! —chilló Arden, aplastando las manos contra el pétreo costado del hombre. Intenté soltarme, pero la presión del gigante me retorcía la muñeca. Al mismo tiempo aquel tipo agarró el delgado brazo de mi amiga, mientras ambas tratábamos de liberarnos de él.

—Dos por el precio de una —se burló el hombretón, escupiendo y arrastrándonos hacia el vehículo.

—¡No! ¡No dejes que se vaya! —suplicó Benny—. ¡Por favor, Leif!

—No puedes permitir algo así —le espetó Michael, enarbolando la lanza.

—¡Basta! —gritaron los nuevos cazadores, mientras Silas corría detrás de mí, con las manitas aferradas a mi desgastado jersey gris. Dominada por el pánico, solo vi retazos: el rostro acongojado de Benny, Kevin que avanzaba, Aaron que caía al suelo, sangrando por un costado. Arden le mordió la mano a Fletcher, y de pronto vi lo que había en la parte trasera del camión: una jaula en la que una pobre chica gritaba entre los barrotes.

Leif también la vio, y su expresión cambió: sujetando la mano de Fletcher con la que tenía cogida a Arden, murmuró:

—Un momento. —Se acercó al camión y golpeó el vehículo con frustración—. ¿Quién es ésa? ¿Qué ocurre?

Fletcher no se inmutó. Nos empujó, arrastrando nuestros pies por las piedras, y le espetó:

—Querías que se marchase y se marcha. ¿Qué más te da adónde?

Sentí náuseas y a punto estuve de vomitar el desayuno de huevos de codorniz. Conseguí evitarlo, pataleé y forcé el brazo, tratando de soltarme. Sin duda Leif había llegado a un acuerdo perverso, pero el asunto se le estaba escapando de las manos.

—¿Dónde están los medicamentos? ¿Y el pago? —exigió Leif con el rostro congestionado. Michael y Aaron lo siguieron, enarbolando las lanzas. Cerré los ojos, esperando que los chicos luchasen, pero el gigantesco bruto sacó una pistola del cinturón y disparó al aire. Los chicos retrocedieron, sorprendidos por el sonoro ¡pam! del disparo.

—Y ahora prestad atención —gruñó Fletcher, que carraspeó y lanzó un horrible escupitajo verdoso al suelo—. Éste es mi botín y me lo llevo, y si tengo que matar a alguien, lo haré sin pestañear. ¿Entendido?

Silas se cubrió la boca con la mano y gimió sin apartar los ojos de mí, mientras el gigante me arrastraba hacia el camión, insensible a mis pies ensangrentados.

Arden chilló y aplastó los puños contra el grueso brazo del cazador de recompensas.

—¡Animal! —gritó—. ¡Suéltame, bestia asquerosa!

Continuó debatiéndose y gritando, sin dar crédito a lo que estaba ocurriendo, pero yo sabía que todo había acabado. Nuestros puños no conseguirían nada contra una pistola. Los cazadores contemplaron sus armas, sintiéndose traicionados; las lanzas parecían ridículas en aquel momento.

No podía apartar los ojos de Silas y Benny, de sus cuerpecitos estremecidos por el llanto. Benny tiró tan fuerte como pudo de la mano de Leif, pero este siguió mirando al frente, escudriñando el paisaje con atribulada mirada.

—¡No pasa nada! —les grité a Benny y Silas, tratando de sonreír a pesar del pánico—. Estaré perfectamente. No os preocupéis por mí. —Confiaba en que me creyesen.

Fletcher abrió el candado del camión y, encañonándonos con la pistola, nos indicó que entrásemos. Al subir, sentí el áspero roce de su mano en mi piel. La parte de atrás del camión estaba recalentada por el sol de mediodía. La chica, arrinconada en el suelo, tenía los delgadísimos brazos cruzados sobre el pecho. Aterrada, saltó como un resorte cuando la jaula se abrió.

—¡Socorro! ¡Socorro! —gritó extendiendo las manos entre los barrotes hacia Michael y Aaron.

Ellos miraron simultáneamente a la muchacha y la pistola, e hicieron ademán de adelantarse, pero Leif los detuvo, poniéndoles la mano en el pecho.

—¡Has sido tú, Leif! —gritó Arden, acercando la cara a los barrotes y amenazándolo con un dedo—. Esto es culpa tuya.

Fletcher subió al camión.

—¡Tienes que pagarnos! —le exigió Leif—. ¡Ése fue el trato! ¡Confié en ti! —Se dirigió a la cabina y aporreó con los puños la destartalada puerta.

Fletcher miró por la ventanilla; en el cristal había un agujero de bala.

—Esto es la selva. —Mostrando la pistola, añadió—: No te fíes de nadie, chico. —Sonrió (los agrietados labios le sangraban), y encendió el motor.

Me agarré a los delgados barrotes y los empujé, esperando que cediesen bajo mi peso. El sol me quemaba la piel, la jaula era demasiado pequeña, la manta del rincón estaba manchada de vómitos. Los gritos de Arden me estremecieron y redoblaron mi tristeza: Leif nos había traicionado y Caleb se había ido. Todo el tiempo que había dedicado por la noche a pensar si debía quedarme o no, y hasta cuándo, había sido inútil. ¿Qué quería yo? ¿Y Caleb qué quería? Ya no importaba nada.

Nos íbamos. Alguien había decidido por mí. Di patadas a la puerta de la jaula y arañé la cerradura con las uñas. Lloré, chillé e imploré, pero nada, absolutamente nada, podía alterar aquella situación.

El camión descendió por el rocoso precipicio, mientras dábamos tumbos dentro de la jaula. Los chicos mayores retrocedieron y trataron de llevarse a Benny y a Silas hacia el campamento, mientras el enorme vehículo culebreaba, dirigiéndose hacia el lago. No aparté la vista de los chicos: de Aaron que, aferrado al brazo de Leif, le rogaba que hiciese algo; y de Kevin, que arrojó su lanza al aire, pero cayó a tres metros de la cabina del camión. Seguí mirando el refugio y su oscura boca detrás de la maleza.

Leif sujetó a Benny por los hombros para retenerlo, pero el niño se zafó y corrió tras el camión, agitando los bracitos y las piernas con furia.

—¡Te quiero! —gritó cuando estaba apenas a tres metros. Agarré los barrotes y se me quebró la voz.

—¡Te quiero! —clamó Silas, que lo seguía.

Ambos continuaron corriendo como locos detrás de la jaula. Vi el movimiento de sus boquitas, repitiendo las mismas palabras mil veces, mientras el camión cabeceaba por el bosque, hasta que los cuerpecitos desaparecieron, inalcanzables, detrás de los árboles.

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