Eve

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Veinticuatro

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Estuvimos horas en el camión, medio asfixiadas por el polvo. Incluso el sol nos abandonó y se escondió tras los árboles. De vez en cuando nos vencía el sueño, alentando siempre la esperanza de tener tiempo (tiempo para prepararnos, tiempo para huir), pero en un momento dado nos despertamos al sonar un aparato que Fletcher llevaba prendido en el cinturón.

—¡Fletcher, malnacido! ¿A qué hora piensas llegar? Tengo demasiada demanda y muy poca oferta.

Me encogí en un rincón. Lark dormía en el otro y Arden se apretó contra mí; el rojizo resplandor de las luces traseras les iluminaba la cara.

Fletcher acercó la extraña radio a los labios, apretando un botón para eliminar las interferencias.

—Airéate un poco, que estás muy excitado —se burló—. Tengo que parar durante la noche. Llegaremos por la mañana.

Se oyeron más interferencias, y a continuación sonó una carcajada perversa.

—Cuéntame qué tienes. Venga, haz un pequeño resumen para los muchachos.

Imaginé a los mismos hombres que había visto junto a la cabaña: hombres de piel tostada por el sol, de un marrón correoso, instalados bajo la lona de un campamento, esperando nuestra llegada. Asomé la nariz entre los barrotes, desesperada por respirar.

—Son unas monadas —explicó Fletcher, observándonos por el retrovisor—. Las tendréis mañana, panda de salidos. —Apagó la radio y sintonizó de nuevo la música.

En el colegio había defendido en una ocasión la bondad de las personas y su gran capacidad de cambio. Pero al escuchar las carcajadas de aquel tipo hablando por la radio, comprendí el alcance de la depravación. De todo lo que nos había dicho la profesora Agnes, había una cosa muy cierta: algunos hombres veían a las mujeres como una mercancía, como si se tratara de combustible, arroz o carne enlatada.

Arden se volvió para darle la espalda al tipo, y susurró:

—Tenemos que salir de aquí. Esta misma noche.

—Nos matará —dijo Lark, cubriéndose las piernas con la raída manta.

—Ya estamos muertas —repuso Arden.

Asentí porque sabía que tenía razón. Lo había experimentado en el almacén durante el enfrentamiento con Leif: la rendición de mi espíritu, la rendición completa, a punto de romperse todo. Fletcher no cambiaría de idea, ni se volvería honrado de repente. La moral no despertaría en plena noche.

Me acerqué cuanto pude a mis dos compañeras, cubriéndome la cara con el pelo para que Fletcher no viese el movimiento de mis labios si nos miraba.

—Podemos escapar cuando se detenga a acampar —dije con los nervios de punta.

Miré entre los barrotes, esperando ver una señal de carretera, una flecha, alguna indicación de dónde estábamos, pero únicamente había oscuridad.

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Horas después el camión se desvió de la carretera y las ruedas impactaron sobre piedras y ramas de árbol rotas. Nos detuvimos en un claro. El cielo estaba cubierto, sin rastro de luna. El paisaje había cambiado: los bosques habían dejado paso a los campos sin cultivar, a la maleza y a la arena que parecía roja bajo el resplandor de los faros del vehículo, a la luz de los cuales proyectaban extrañas sombras las densas formaciones rocosas —mezcla de montañas y riscos— que se alzaban sobre nosotros. Fletcher se bajó del camión, estiró los brazos y fue a orinar entre los arbustos.

—Haz lo que dijimos —musitó Arden, agarrándole la muñeca a Lark.

—Sí, ya —replicó la chica con voz tensa, desasiéndose—. Estoy advertida.

—Tenemos que hacer nuestras necesidades. —Golpeé los barrotes—. Por favor, déjenos salir.

Fletcher se subió la cremallera del pantalón, y masculló:

—¿Qué?

—Ha dicho que tenemos ganas de hacer pis —respondió Arden, apartándose el pelo de la frente.

El hombre hizo un gesto afirmativo, como si entendiese mejor esa expresión. Iluminó la jaula con una linterna y después los arbustos, donde había una casa destartalada al pie de las gigantescas rocas.

—¿Las tres?

—Sí, las tres —respondió Arden. Incluso Lark hizo un gesto convincente.

Fletcher iluminó la cara de Arden, luego la de Lark, y por último, la mía. La hiriente luz me hizo parpadear.

—Dos minutos. Podéis ir ahí, donde están los árboles. —La linterna barrió una zona de árboles chamuscados, negros y retorcidos por el fuego—. Pero si os atrevéis a dar un solo paso sin mi permiso. —Sacó la pistola del cinturón y la levantó al aire.

A Lark se le aceleró la respiración cuando Fletcher abrió el enorme candado. Salimos en fila: Arden primero, después lo hice yo y Lark fue la última. El tipejo nos enfocó la espalda con la linterna mientras caminábamos hacia el bosque.

Iluminados por aquel resplandor, los árboles resultaban más amenazantes todavía, pero las ramas, desprovistas de corteza y de hojas, se extendían hacia nosotras, casi invitándonos a entrar.

—Aún no —susurré sin saber si era Lark o yo quien más necesitaba tener la certidumbre. Caminamos despacio entre la maleza, comprobando cómo, entre las cenicientas raíces, surgían nuevos retoños, hierba crecida y helechos, esperanzadores signos de resistencia.

Cuando llegamos junto a los árboles, Arden me miró con expresión dulce, y esbozó una especie de sonrisa que solo yo podía entender: «Tal vez esto sea una despedida, aunque lo sentiría en el alma si así fuese».

Entramos una tras otra en el bosquecillo. Miré a la derecha y vi dos árboles, pero no había nada tras ellos. Entonces Arden dio la orden, en voz tan baja que apenas la oí:

—Ahora.

Eché a correr: mi cuerpo se volvió ingrávido mientras corría entre ramas rotas y arbustos espinosos, adentrándome en el bosque quemado. Estiré los brazos en la oscuridad para tantear el camino.

—Malditas… —gritó Fletcher detrás de nosotras, pisoteando el claro con sus botazas—. ¡Os cortaré el cuello!

Lark y Arden corrieron entre los árboles, y se separaron en la penumbra. De pronto el primer disparo desgarró el aire, silenciando incluso a los pájaros e insectos. Caí al suelo, temiendo que Arden gritase, pero solamente se oían ruidos de pisadas, chasquidos de ramitas y la enérgica y ruda respiración de Fletcher detrás de mí. Seguí adelante, gateando entre la maleza enmarañada, pero él se acercaba cada vez más, su sombra aparecía y desaparecía entre los árboles, sin cesar de avanzar.

Me levanté haciendo un gran esfuerzo; me había torcido el tobillo. Al final del chamuscado bosque, una luz parpadeaba en la ventana de una casa, de la que no distinguí más que el porche delantero y el tejado alquitranado, formando un bloque compacto en medio del difuso paisaje.

—Vuelve —gruñó Fletcher.

Me latía el pulso hasta en la punta de los dedos de manos y pies. Corrí hacia la luz notando una sensación de asfixia en el pecho y las piernas cansadísimas.

«Sigue —me dije—. Sigue adelante».

Enseguida salí del bosque y me encontré en campo abierto, que era una densa extensión de flores silvestres. La luz estaba mucho más lejos de lo que había calculado: a casi cien metros, bajo las imponentes montañas.

Las pisadas de Fletcher resonaban en las piedras al cruzar el bosque, al tiempo que gritaba con más furia:

—¡Cerda asquerosa! No creas que me vas a engañar.

Di una ojeada alrededor: a la izquierda se alzaban los gigantescos riscos, dándome la espalda, y una carretera de arena serpenteaba a la derecha. Delante de mí había más árboles, pero aunque corriese como una desesperada no podría evitar que Fletcher me alcanzase. Mi único escondite era el tupido manto de flores, cuyos delicados brotes apenas medían unos centímetros.

Me tiré al suelo, y mis dedos aplastaron los capullos azules y dorados. Entonces me puse de lado, tratando de esconderme entre los tallos. Cuando levanté un poco la cabeza, vislumbré a Fletcher junto a los árboles: le sangraba una brecha en la frente.

Dio la vuelta y escupió.

—¡Sal, sal de ahí, dondequiera que estés! —Amartilló la pistola, y se me pusieron los pelos de punta.

Mientras él avanzaba por el campo, me pegué todavía más al suelo, deseando que se abriese y me tragase. Mi perseguidor caminaba despacio, apartando las flores que le llegaban a la altura de la rodilla, y apuntando la pistola hacia el claro; a cada paso aplastaba los capullos. Cuando estuvo apenas a dos metros de mí, miró adonde yo estaba con gesto confuso y ladeó la cabeza, como si no supiera si yo era una sombra o no.

Permanecí inmóvil, sin atreverme a respirar, y hundí los dedos en la tierra. El sudor me resbalaba por la espalda; no me llegaba el aire a los pulmones.

Tras pensarlo bien, dio la vuelta y se alejó.

Cerré los ojos, aliviada porque no me había visto, y porque al menos Lark y Arden disponían de un minuto más para escapar. Me tumbé boca arriba entre las flores, respirando hondo, pero una ramita se partió debajo de mí. ¡Crac!

Fletcher giró en redondo, y exclamó:

—¡Hola, muñeca!

Me levanté antes de que me apuntase con la pistola. El primer disparo zumbó junto a mí, y corrí, con el corazón a punto de estallar. El viento rugía en mis oídos. Sonó otro disparo que partió un árbol a lo lejos. Seguí corriendo, sin mirar hacia atrás, mientras él seguía disparando. De repente no se oyeron más disparos, sino el clic metálico del gatillo. Me di la vuelta y vi cómo le daba manotazos a la atascada pistola.

Corrí entre las flores, pero Fletcher recuperó el ritmo. Sus pasos eran más rápidos que antes, aunque resoplaba debido al esfuerzo.

—Se acabó —dijo deteniéndose para disparar.

Me volví en el preciso instante en que levantaba la pistola, apuntándome a la espalda. Cerré los ojos con todas mis fuerzas y recé para que el trance fuese rápido, para que mi cuerpo no se retorciese como el de los ciervos, para abandonar el mundo sin demasiado dolor.

Sonó el disparo.

Me llevé la mano al pecho, esperando que la sangre brotase de la herida, y sintiera la ardiente sensación de una bala desgarrándome la piel. Pero no había nada: ningún agujero, ningún dolor.

Nada.

El hombre estaba inmóvil detrás de mí. Dejó caer la pistola. Una mancha roja se extendía lenta y progresivamente por en medio de su camisa, deslizándose por los costados y por debajo del pecho. Emitió un sonido sofocado y cayó entre las flores con la boca abierta.

Descubrí entonces una figura en el campo: una anciana se aproximaba. Aparentaba unos setenta años y llevaba el fantasmal cabello blanco recogido en una trenza a la espalda. Acariciaba el rifle con la mano como si fuese una mascota entrañable.

—¿Te encuentras bien? —preguntó examinándome el rostro. Yo mantenía la mano pegada al pecho, serenándome al sentir los latidos de mi corazón.

—Sí… —acerté a decir—. Creo que sí.

La mujer cogió la pistola de Fletcher del suelo y vació la munición en la mano. Luego le propinó una violenta patada en un costado. No se movió. Estaba muerto.

—Gracias —murmuré sin saber si era lo más adecuado o no.

La mujer sonrió; su rostro, a pesar de las arrugas, resultaba hermoso.

—Marjorie Cross —se presentó, tendiéndome una mano envejecida—. El placer es mío.

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