Eve

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Capítulo 2

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—¿Cómo estás?

—Bien… —se levantó de un salto al verlo aparecer y un ligero mareo la hizo detener el movimiento y buscar apoyo en la pared. Robert se apresuró a sujetarla por la cintura y la obligó a tomar nuevamente asiento—. Solo estoy un poco cansada, ¿han localizado a Rochester? ¿Tamara está a salvo?, ¿podemos irnos?

—No, Eve, mira…

—¿Cómo que no? —volvió a levantarse y se puso en jarras—. Llevamos tres horas aquí, ya hemos perdido el tren, pero si nos vamos ahora, podremos coger el nocturno.

—Se me han complicado las cosas, tengo que quedarme para una reunión con el primer ministro, no me puedo ir ahora, pero nos iremos mañana temprano, nos han reservado un hotelito discreto cerca de Kensington, así que si quieres…

—¿Una reunión con Churchill por este incidente?

—No, por otro asunto de última hora.

—Dijiste que solo serían unas horas.

—No depende de mí, Eve, he recibido órdenes nuevas.

—Vale, vale —se estiró el vestido y respiró hondo. Habían llegado a ese edificio en Whitehall hacía más de tres horas procedentes del hotel Claridge’s y aunque Rab había prometido que se iban enseguida a King’s Cross, seguía allí, encerrada en esa habitación sin ventanas, sola y aburrida, mientras él se reunía con su equipo y sus superiores—. ¿Puedo irme?

—Sí, alguien te llevará a Kensington, me reuniré contigo en cuanto pueda.

—Si me puedo ir a un hotel puedo irme a casa, ¿no? Así que si no te importa, necesito mi equipaje, intentaré coger el tren nocturno a Edimburgo.

—No.

—¿No?

—No vas a viajar sola, no en tu estado, Eve —se levantó y la señaló con el dedo antes de darle la espalda—, así que espera un segundo, recupero tu equipaje y si quieres te vas al hotel y me esperas allí.

—Quiero ver a Victoria.

—Y la veremos mañana.

—Salvo que se te compliquen las cosas y recibas nuevas órdenes.

—No lo hagas, no me lo pongas dificil, Eve —suspiró y se pasó la mano por la cara—. Por favor, un día más en Londres no nos matará, ¿de acuerdo?, solo se trata de un pequeño retraso.

—Vale, muy bien, no quiero complicarte la vida, no es mi intención, solo digo que me puedo ir a casa esta noche y tú te puedes ir mañana o pasado o cuando sea posible, no veo el problema.

—No quiero que viajes sola.

—¿Por qué?

—Porque vinimos juntos y volveremos juntos.

—Pero estas vacaciones ya no son lo que planeamos, ¿verdad? Nos vimos inmersos en una misión de alto secreto inesperada, según tú, acabamos aquí escondidos y ahora tienes otras ordenes, así que como todo se ha ido al carajo, yo solo quiero desaparecer y volver a casa con mi hija.

—¿Según yo?

—No necesito de tu permiso para irme a casa, Robert, por favor, no seas terco, solo pide que me traigan el equipaje, llamaré un taxi y te dejaré en paz.

—¿Seguirás muchos días enfadada? Porque lo cierto, amor mío, es que esto es agotador.

—¡¿Qué?!

—Coronel… —Fred Livingstone entornó la puerta—. Lo siento, señor, lo reclaman en la sala de juntas, el primer ministro está a punto de llegar.

—Ya voy… —miró a Eve de arriba abajo y ella le dio la espalda cada vez más enfadada—. Livingstone, busca el equipaje de la señora McGregor por favor, y tú, Eve, espera un minuto, ¿quieres?, ahora vuelvo.

—Vale —susurró, impotente, agarró su bolso y comprobó que llevaba dinero suficiente y los billetes del tren, se sentó en el sofá y en cuanto apareció Livingstone con su maleta rescatada del Claridge’s, se levantó y le regaló la más inocente de sus sonrisas—. ¿Ya me ha pedido un taxi, Fred?

—¿Un taxi? —respondió parpadeando, dio un paso atrás y observó a la preciosa mujer de su jefe sonrojándose hasta las orejas—. El coronel no me ha dicho nada, señora.

—Se lo digo yo, Livingstone, necesito un taxi, ahora mismo, por favor.

—Claro, señora McGregor, sígame.

Caminaron con prisas por los pasillos oscuros y vacíos de ese enorme edificio gubernamental y en cuanto salieron a la calle por una puerta lateral, Eve se adelantó para llegar a Whitehall y llamar un taxi, Fred se limitó a abrir caballerosamente la puerta y ella se metió dentro del vehículo sonriendo una vez más, provocándole un nuevo ataque de vergüenza que le nubló inmediatamente el sentido común, se despidió de ella con la mano, giró sobre sus talones y entró silbando en las oficinas, muy relajado, hasta que la potente voz de su jefe lo sacó de un salto de sus cavilaciones.

—¡¿Dónde demonios está mi mujer, Livingstone?!

—¿Cómo, señor? —se ajustó la chaqueta y observó la alta figura de Robert McGregor caminando hacia él como un coloso—. Camino del hotel, señor.

—¡¿El hotel?! ¿Qué hotel? ¿Le has dado las señas?

—No, pero ella…

—¡Maldita sea! Coge un puto taxi y retenla en King’s Cross. ¡Vamos! Te la llevas al hotel y una vez allí, la vigilas hasta que yo aparezca. ¿Queda claro?

—Sí, señor.

—¡Ahora!

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