Eve

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Capítulo 3

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Eve McGregor se aferró al bolso sin dejar de mirar por la ventana el paisaje de su adorada ciudad. Ella amaba Londres, había nacido y crecido allí, y aunque hacía casi un año que residían muy a gusto en Edimburgo, la ciudad natal de su marido, no dejaba de añorar la agitada vida londinense, su colorido, sus innumerables actividades, la sensación de independencia que respiraba en sus calles. En Edimburgo no podía salir a la calle sin que alguien la reconociera y la saludara, no podían ir al cine sin encontrarse con amigos o familiares, ni salir a cenar tranquilamente, porque enseguida alguien se sumaba a su mesa, y aquello era agradable, pero muy distinto a la vida que ella había vivido en Inglaterra, y a veces se ahogaba.

Suspiró, sintiendo unas ganas enormes de echarse a llorar, pero no lo hizo y pensó en Victoria, su preciosa hija de año y medio que la esperaba en Escocia. Era la primera vez que se separaba de ella tantos días, tres en total, y empezó a sentirse culpable por haber accedido a esa «escapada romántica» con Robert, que había acabado de esa forma, pero él era capaz de convencerla de cualquier cosa. Además, quién podía imaginarse que terminaría huyendo de unos espías soviéticos y escondida en las instalaciones del MI6, quién podría haberlo imaginado, y lo más importante, quién podía resistirse a una visita a Londres. Ella no, y menos con él a solas, después de que llevaran semanas viéndose tan poco.

Se habían casado el 4 de octubre de 1941, acababan de cumplir cinco años de matrimonio y en realidad aún no habían disfrutado de un año entero juntos. Al principio la guerra los mantuvo separados, él sirviendo como oficial en la Fuerza Aérea Británica y ella como voluntaria de la Cruz Roja en Londres, un periodo muy difícil para muchas parejas, pero que para ellos había sido muy intenso, maravilloso y hasta feliz; habían conseguido asentar y fortalecer su amor, y los había convertido en un matrimonio indestructible o eso pensaban ambos, aunque había momentos en que Eve empezaba a dudar de semejante afirmación.

Vivían en Edimburgo porque él había querido retomar su carrera como abogado en su ciudad. Eve se había empleado como reportera en The Scotsman y se habían instalado en una preciosa casa cerca de la familia McGregor para criar tranquilamente a su hija, pero el apacible periodo de paz que siguió a la guerra empezó a agobiar pronto a Robert, acostumbrado a pilotar a diario durante cinco años, al estrés de su trabajo, a la actividad constante, y antes de cumplir seis meses en Escocia, había empezado a mostrarse irritable, serio y distante, unos rasgos muy poco habituales en él, y que empezaron a provocar discusiones y peleas entre la pareja, tensiones que él no quería solucionar hablando, cansado de dar explicaciones a su mujer, que intentaba por todos los medios ayudarle. Eve sabía que la paz había provocado ese tipo de reacciones en muchos hombres que se habían pasado años al borde de la muerte. En una ocasión en que acudió a cubrir como reportera un encuentro entre mujeres de excombatientes en Glasgow, descubrió que el suyo no era un caso aislado y que la mayoría de las esposas se encontraban con el mismo panorama en casa: hombres apáticos, aburridos y deprimidos.

—Mi marido me ama —decían la mayoría— pero se pasa las noches en vela, fumando escondido en la cocina, sin aceptar preguntas, sin querer hablar de la guerra, y en cuanto puede se escapa al

pub para charlar con sus antiguos camaradas, no está a gusto en casa, ni ayudando con los niños y solo parece animarse al lado de otros veteranos como él.

Era otra secuela más de la guerra y ella estaba dispuesta a superarla a su lado, amándolo de forma incondicional y con muchísima paciencia todo el tiempo que hiciera falta, aunque de repente mejoró, volvió a reírse a carcajadas, a perseguirla por la casa para amarla en cualquier rincón, a jugar con Victoria y a disfrutar con su familia, un cambio que tenía un único responsable y ese era el servicio de inteligencia de su país, que había insistido en ficharlo para que colaborase con ellos a la sombra de su fachada como respetable abogado y padre de familia escocés, una tapadera perfecta que empezó a compaginar con misiones secretas e investigaciones que lo mantenían ocupado y muchos días lejos de casa. Rab, que había terminado la guerra en el SAS, era feliz otra vez y ella se alegraba por él, pero la distancia dolía, las ausencias y la falta de atención que prestaba a su hija, a la que desde su nacimiento Eve había atendido prácticamente en soledad, una circunstancia que no estaba dispuesta a repetir con el nuevo bebé, no de ese modo, no era justo y lamentó, una vez más, a bordo de ese taxi camino de King’s Cross, haberse quedado embarazada.

—Señora McGregor, bendito sea Dios —Livingstone llegó jadeando a su lado. Eve lo miró y comprobó que iba solo, así que siguió caminando por el andén directo a su vagón sin la más mínima intención de retrasarse—. ¿Dónde estaba? La he buscado por todas partes.

—En el salón de té de enfrente, señor Livingstone, dígame ¿en qué puedo ayudarlo?

—Su marido, señora, me ha pedido que la retenga unos minutos, en cuanto acabe la reunión se encontrará con usted en Kensington.

—Quedan diez minutos para que salga mi tren y no tengo la más mínima intención de ir a Kensignton —se detuvo frente al coche de primera clase y esperó a que el mozo subiera con su maleta antes de volverse hacia Fred Livingstone— adiós, señor Livingstone, ya nos veremos.

—Pero señora, por favor —el jovenzuelo osó cruzarse en su camino, pero al notar su enfado instantáneo ante el atrevimiento, se apartó sonrojándose—. Lo siento, lo siento, discúlpeme, señora McGregor, pero no puedo dejar que se marche, debe quedarse aquí y esperar al coronel.

—¿Cómo dice?

—Tengo órdenes de retenerla.

—¿Sabe qué, Livingstone? No debería permitir que mi marido le encomiende sus recaditos personales, ¿o es que también le lleva la ropa a la tintorería?

—No, pero, yo, es que…

—Adiós, sargento, ya nos veremos en Edimburgo —subió al tren dejando al pobre muchacho quieto y sin argumentos, buscó su compartimiento y se sentó bufando por no haberse podido cambiar de ropa. Iba demasiado vestida para viajar siete horas, pero qué remedio, se sacó los zapatos y cerró los ojos sabiendo fehacientemente que aquello le iba a costar una tremenda pelea, una más, con Robert.

—¡Livingstone! —Rab McGregor se bajó del taxi y al ver a su ayudante sentado en un banco a la entrada de King’s Cross, fumando y con la mirada perdida, caminó hacia él moviéndo la cabeza—. ¿Dónde está Eve?

—Salió hace una hora, coronel —no se molestó en levantarse porque no llevaban uniforme y además simulaban ser compañeros de trabajo en el bufete, no militares en activo.

—¿Cómo que una hora? ¿Y por qué no me llamaste? He perdido el tiempo yendo al puto hotel y… al final Churchill no llegó a la dichosa reunión.

—Lo siento, señor, no pude retenerla.

—¡Maldita sea! —se sentó junto a Livingstone, sacó el paquete de tabaco y se encendió un pitillo con el mechero de plata que Eve le había regalado en navidad. Lo acarició con la yema de los dedos y finalmente lo guardó, derrotado—. ¿Iba muy enfadada?

—No lo sé, coronel, no conozco suficientemente bien a su esposa.

—Ahora necesitamos otro billete, necesito salir enseguida.

—No hay nada hasta mañana, coronel, lo he comprobado.

—Bien —se pasó la mano por la cara sintiéndose miserable, ella no se merecía volver a casa sola, ni el maldito día que habían pasado, primero en la habitación del Palace, y luego en Whitehall—. Tamara ha sido desactivada, la han mandado a París y no volveremos a verla.

—¿Rochester?

—Ilocalizable.

—¿Y qué haremos ahora, señor?

—Esperar, lo que realmente importa ahora es ver cómo demonios puedo volver a casa enseguida.

—Hay un tren a las nueve de la mañana, intentaré conseguir unas plazas.

—Compra los billetes.

—Muy bien.

Fred Livingstone, con su disposición habitual, se levantó y lo dejó solo para entrar en la estación. Rab estiró las piernas y pensó en Eve. Sabía que a ella no le importaría viajar sola de vuelta a Edimburgo, eso era irrelevante, lo que no perdonaría jamás es que la dejara plantada sin explicaciones, que hubiese mezclado sus vacaciones con el trabajo, que la hubiese engañado y puesto en peligro… Demasiados errores en un solo día, y ella no se lo merecía, ella menos que nadie en el mundo.

—Tenemos los billetes —Livingstone se acercó y se los enseñó—. ¿Qué hacemos, señor? Yo aún tengo la habitación del Claridge’s Mayfair.

—Ve y entrega las llaves, es mejor que nos alojemos en cualquier hotelito por aquí cerca.

—Bien, señor. ¿Dónde me espera usted?

—Te espero en Russell Square, te voy a invitar a cenar para celebrar una buena noticia.

—¿Que hemos perdido a Tamara Petrova?

—No, hombre, que voy a ser padre otra vez, la señora McGregor está embarazada.

—Oh, bueno, esa es una gran noticia, coronel, enhorabuena —se estrecharon la mano y el muchacho lo miró a los ojos—. ¿Y para cuándo es, señor?

—¿Cómo?

—El bebé, ¿para cuándo?

—Pues… —tragó saliva comprobando que ni siquiera se lo había preguntado. Un maldito bastardo, eso es lo que era. Miró a su ayudante y le palmoteó la espalda—. Aún no lo sé, sargento, pero imagino que para dentro de seis o siete meses.

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