Eve

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Capítulo 4

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La última sesión de los juicios de Nüremberg se había celebrado diez días atrás y, sin embargo, aún seguían inundando el periódico teletipos y cables con detalles, argumentos, cargos, documentos e imágenes que hacían estremecer a Eve. Ella era judía y gran parte de su familia materna había muerto en los campos de concentración y exterminio nazi. Su adorada tía Charlotte y su marido en Auschwitz-Birkenau y otros muchos familiares y amigos en Mauthausen-Gusen o Gross-Rosen, al menos aquellos de los que había conseguido tener noticias gracias a su trabajo en la Cruz Roja Internacional y de los contactos de Robert en el Ministerio de Asuntos Exteriores británico. Un drama, un gran drama que su abuela no había podido superar y que la había matado de tristeza en Londres, en diciembre de 1944, y que sus padres intentaban acallar en los Estados Unidos, adonde se habían mudado después de la guerra. En Inglaterra habían superado la guerra, los bombardeos, la escasez y el miedo, pero en la posguerra no habían podido asimilar el dolor y el sufrimiento de su pueblo y finalmente habían decidido marcharse e iniciar una nueva vida en Nueva York, donde vivía su hija mayor, y donde su padre, médico de profesión, estaba consiguiendo hacerse un nombre y una reputación. Eve los añoraba con toda el alma y sufría porque no podían ver crecer a Victoria, pero comprendía su necesidad de dejar Europa y empezar de cero, y solo rogaba a Dios que algún día consiguieran vivir ajenos a los recuerdos y la pena. Asunto complicado para ella, que recibía a diario novedades sobre las atrocidades cometidas por la Gestapo o por individuos, verdaderas bestias, como Göring o Rudolph Hess, los únicos altos mandos alemanes a los que habían sentado en el banquillo de Nüremberg, porque el resto, la gran mayoría, había cometido la última cobardía de huir o suicidarse para no responder por sus delitos.

A ella, su redactor jefe la había eximido de escribir sobre el particular, en un vano intento por protegerla de todo aquel monstruoso compendio de maldad, pero era imposible sustraerse a las informaciones que se acumulaban en la redacción y que a diario llenaban páginas y más páginas de los periódicos del mundo entero; era imposible y, además, ella no pretendía huir de la verdad, por muy dura que resultara la mayor parte de las veces, y por mucho que todo su entorno se empeñara en ocultársela.

—Göring, Ribbentrop, Keitel, Kaltenbrunner, Rosenberg, Frank, Frick, Streicher, Seyss-Inquart, Sauckel, Jodl, Bormann, serán sentenciados a muerte —Frank Fraser, su redactor jefe, le quitó el último teletipo de las manos y la miró a los ojos—. Eso está cantado.

—Poco me parece para todo lo que han hecho. ¿Y cómo los van a matar? ¿En una cámara de gas?

—Deberían, pero me temo que será la horca.

—Y cientos huyendo sin que nadie los detenga.

—No llegarán muy lejos.

—¿Tú crees? En Londres he leído que hay un tal McKenna, un sargento, expolicía, que está investigando los fusilamientos de cincuenta oficiales de la RAF tras la gran evasión de Stalag Luft III en 1944. ¿Has oído algo?

—Algo.

—¿Me gustaría entrevistarlo?

—Inténtalo.

—Lo haré, estuvo en las fuerzas aéreas, tal vez Robert… —buscó su libreta y anotó el nombre de ese exoficial inglés que estaba investigando personalmente a los responsables de la matanza de cincuenta oficiales británicos que habían huido de ese campo de prisioneros en Polonia. El tipo estaba decidido a dar caza a todos los responsables de la matanza, que se habían saltado de un plumazo la Convención de Ginebra, y de paso, estaba alertando de la enorme impunidad con la que tantos exoficiales nazis se desplazaban por Europa sin que nadie los detuviera—. Es un buen tema, me pondré con ello.

—¿Y tú como estás? ¿Qué tal el fin de semana en Londres con tu marido? Las chicas de administración han estado fantaseando con todo lo que harían ellas con un tipo como Robert McGregor a su entera disposición.

—No estoy para bromas.

—Anímate, muchacha, no podemos hacer nada contra esta mierda —dejó los teletipos encima de la mesa—. ¿Y sabes qué? Tengo un trabajo para ti.

—Debo acabar el reportaje de las viudas de los Scots Greys[5]. He venido hoy solo para eso.

—No lo sacaré hasta el domingo que viene. Ahora necesito que ayudes a Billy con unas fotos, tiene mucho que revelar y pocas manos para hacerlo.

—Si quieres quitarme de en medio, me voy a casa.

—No, McGregor, tú sabes de fotografía así que ve al laboratorio y ayuda a Billy McLeod, no me hagas repetírtelo.

—Está bien —se levantó de la silla y su jefe se quedó admirando su estupenda figura enfundada en pantalones de vestir. Era la última moda, aunque en Escocia eran pocas las mujeres que osaban lucirlos con tanto desparpajo. Durante la guerra muchas habían utilizado pantalones, pero acabado el conflicto los habían desterrado al fondo de sus armarios. Fraser soltó un silbido de admiración y ella frunció el ceño.

—Bendito sea Dios, estás espectacular, aunque siempre lo estás, y no le digas a tu marido que acabo de decir esto.

—No deberías piropear a tus empleadas, Frank, es muy poco apropiado.

—No debería piropear a las mujeres de mis amigos, por guapas que sean. Y otra cosa —dijo dándole la espalda—. Lo de las chicas de administración no es ninguna broma.

Robert McGregor llegó a casa a las tres y media de la tarde y el ama de llaves le informó que su mujer estaba trabajando. Esa semana tenía turno de tarde, entraba a la una y se había marchado dejando a Victoria al cuidado de la niñera. Él bufó un poco enfadado, pero no se molestó en protestar, se dio un baño, se cambió, pidió que prepararan a su hija y se la llevó hacia el Scostman para secuestrar a Eve y llevarlas a las dos a cenar a un buen restaurante del centro.

Era una buena idea, así le pareció, y llegó enseguida a la puerta del periódico donde todo el mundo lo detuvo para saludar a Victoria, que estaba preciosa con su vestidito a cuadros rojos y verdes, como el tartan de los McGregor. Allí adoraban a Eve, que era una trabajadora incansable, y además él conocía a muchos de sus colegas, sobre todo a sus jefes, con los que había compartido tiempos universitarios o algún que otro partido de golf o de

rugby, así que tardó más en llegar a la redacción que en el trayecto en coche desde su casa. Pero no le importó, henchido de orgullo por las muestras de admiración que despertaba su hijita y por las palabras de afecto que todo el mundo le profesaba a su mujer.

—¡Oh, Dios, qué preciosidad! —las secretarias, los redactores, los ayudantes, todo el mundo los rodeó para ver a la niña y él los saludó buscando con los ojos a su mujer—. Pero si está enorme, guapísima, es como su madre.

—No, pero si es igual que su padre.

—Una mezcla de los dos.

—Tiene los ojos de su padre, eso está claro.

—¿Dónde está Eve? —consiguió preguntar en medio del tumulto.

—En el laboratorio, la llamamos enseguida.

—No, esperaremos, ¿verdad, cariño? ¿Esperamos a que mamá termine de trabajar?

La pequeña asintió, bien agarrada a su cuello y él decidió esperar por allí, curioseando un poco. Se sentó en el escritorio de Eve y vio la foto que tenía de los dos en un marco de plata, era del día de su boda en los juzgados de Chelsea. Ella cumplía veintiún años ese día y estaba preciosa, parecía un ángel, radiante y feliz, tan feliz como él mismo, que no se podía creer aún que había conseguido casarse con ella. Dejó que Victoria se quedara con la fotografía y comprobó la información sobre los juicios de Nüremberg que llenaban su mesa sin poder creer de dónde sacaba el ánimo para leer aquello. Luego miró otro marco más pequeño y sonrió al ver que era una foto suya con Victoria recién nacida, la misma que él llevaba en la cartera y que Eve les había hecho en Hampstead, en abril de 1945, cuando llegó con un mes de retraso para conocer a su primogénita.

—¿Mami? —balbuceó la pequeña sin soltarse de su cuello y le indicó hacia el ascensor de donde salía Eve charlando con un hombre joven. Llevaba pantalones de vestir

beige y una camisa blanca, de puños y cuello duro. En ese momento se estaba soltando el pelo recogido, que le caía ondulado sobre los hombros rectos. Preciosa, pensó, tragando saliva, y se sintió vulnerable e idiota espiándola a esa distancia, así que se levantó con Victoria y caminó hacia ella sin abrir la boca, sin pestañear hasta que los descubrió de pie allí, en medio de su oficina.

—¡Hola, cariño! —se le iluminó la cara al ver a la niña y Rab la dejó en el suelo para que caminara con sus pasitos inseguros hacia su madre. Eve la levantó y se la comió a besos—. ¿Has venido a verme?, ¿cómo estás, mi vida?

—Hola, pequeña —Rab se acercó con las manos en los bolsillos y se inclinó para buscar sus ojos—. ¿Cómo estás?

—Hola, ¿qué tal? ¿Qué hacéis aquí?

—¿No me das un beso?

—Robert…

—Te quiero —susurró y se acercó para besarle la frente, luego se apartó y le clavó los enormes ojos color turquesa—. Veníamos a buscarte para dar un paseo e ir a cenar a Dante’s si te apetece.

—Estoy trabajando, salgo a las ocho y aún son las cuatro y media.

—¿No puedes escaparte? Hablaré con Frank.

—No, Robert, este es mi trabajo, ¿de acuerdo? Si alguien debe hablar con mi jefe soy yo y, además, no puedo salir, tengo mucho trabajo pendiente. No me mires con esa cara —él entornó los ojos y movió la cabeza—. Perdí el viernes por el viaje y debo ponerme al día.

—¿Perdiste el viernes?

—Victoria, mi vida… —dejó a la niña en el suelo y se acuclilló para hablarle ignorando a Rab—. Mamá está trabajando. No puedo irme del periódico ahora, pero llegaré a tiempo para arroparte, tenemos el cuento nuevo de la princesa Beatriz, ¿recuerdas? Lo traje de Londres especialmente para ti y lo empezaremos a leer hoy.

—Sí.

—Muy bien, mi amor, te quiero mucho —la abrazó y se levantó para entregársela a su padre—. Te veo dentro de un rato.

—¿Ya le has hablado a Frank del nuevo bebé? —soltó recorriéndola con los ojos—. ¿Hasta cuando podrás seguir trabajando con el embarazo?

—Con Victoria trabajé hasta el mismo día en que me puse de parto, gracias por preocuparte, y ahora, si no te importa, llévate a la niña, tengo mucho trabajo, y si no sabes qué hacer con ella, llama a Anne, seguro que podrá ayudarte.

—¿Cómo demonios te atreves a hablarme así?

—¿Cómo dices?

—¿Cómo te atreves a hablarme en ese tono, Eve? Aunque parece que te molesta, sigo siendo tu marido.

—No voy a pelearme contigo aquí.

—Te pedí disculpas en Londres y no te quedaste para aclarar las cosas, no es mi culpa que no tengas ni una brizna de tolerancia en tu carácter, Eve, no es mi culpa.

—¿Estás llamándome intolerante? ¿A mí?

—¡Frank! —exclamó al descubrir a su amigo por el rabillo del ojo, se giró hacia él y le extendió la mano—. ¿Qué tal, colega? ¿Cómo estás?

—No tan bien como tú, granuja, ¿y esta preciosidad? Hola, Victoria, ¿cómo te va? ¿Te acuerdas de tu tío Frank?

—Nos va estupendamente, gracias. ¿No te ha contado mi encantadora mujercita las novedades?

—No, ¿qué ocurre?

—Está embarazada, me convertirá en padre por segunda vez. ¿Qué te parece?

—¿En serio? No me había dicho nada, enhorabuena, hombre —Fraser levantó el tono de voz y llamó la atención de todos los presentes ante la mirada completamente perpleja de Eve—. ¿Habéis oído, chicos? Eve McGregor espera su segundo hijo. ¿Para cuándo, Eve?

—Si Dios quiere para mayo.

—Mayo, vamos a celebrarlo, venga, chicos.

—Otro día, Frank, ahora me llevo a mi hija al parque, pero lo celebraremos, no lo dudes. Amor mío… —se acercó a Eve, se inclinó y le plantó un beso en su preciosa boquita tensa por el enfado—. Te dejamos seguir trabajando, nos veremos en casa, adiós.

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