Eve

Eve


Capítulo 9

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—¿Cómo que te vas? ¿Y mañana?

—Mañana a Londres y dentro de tres días a Nueva York.

—Dios bendito —su suegra se puso de pie y pidió a su doncella que trajera el té. Eve había esperado tres días para dar la noticia a su familia política y lo hizo durante la comida dominical, a la hora del postre, cuando todo el mundo parecía relajado. Eran seis adultos en la mesa, sus suegros, Billy y su mujer Debbie, Anne y ella, y tres niños, los hijos de Billy, Sandra y Sean, de ocho y seis años, y Victoria, que en brazos de su abuelo comía encantada una galleta de chocolate—. ¿Y te llevas a la niña?

—Por supuesto, mis padres están deseando verla.

—¿Y Robert? ¿Qué opina Rab?

—No lo sé, él se ha ido por bastante tiempo, y esta decisión la he tomado yo, no creo que necesite su autorización.

—Eso por descontado —soltó Debbie moviendo la cabeza—. Si no está aquí nunca, ¿cómo puede opinar nada?

—Pero sigue siendo su marido —espetó Billy dejando la servilleta encima de la mesa— y el padre de Vicky.

—No me la estoy llevando indefinidamente, solo serán un par de semanas.

—Por supuesto —Anne le acarició el brazo y miró a su hermano con los ojos muy abiertos—. No tenemos ningún derecho a opinar, es estupendo que vayas a visitar a tu familia, necesitas reponerte y con ellos eso está garantizado.

—¿Y tienes los pasaportes?

—Antes de mudarnos a Edimburgo me hice un pasaporte nuevo en Londres y en él se incluye a Victoria, en eso no hay problema.

—Bueno, pues, me imagino que tu familia estará emocionada —su suegro le sonrió y ella devolvió la sonrisa más relajada—. Me alegro mucho por ellos, no podemos ser tan egoístas de querer acaparar a esta princesita solo para nosotros, ¿verdad, cariño? —Victoria lo miró con cara de pregunta—. ¿Tienes ganas de ver a tus abuelos Weitz?

—Sí.

—¿Sí? Pues se enamorarán de ti en cuanto te vean porque eres un encanto, ¿lo sabes, cielito?

—Sí —ella contestaba a todo que sí y su abuelo la abrazó riéndose de buena gana.

—A tu papá también le gustaban mucho esas galletas cuando era pequeño. ¿Quieres una más?

—¿Y cuánto tardarás en llegar a América, tía Eve? —preguntó Sandra muy interesada.

—Creo que son doce horas, pero no lo sé bien, cariño, de diez a doce horas.

—Bendito sea Dios y esta criatura todo ese tiempo dentro de esas cuatro latas —exclamó Margaret McGregor besando la cabeza de su nieta.

—Te recuerdo que tu hijo volaba dentro cuatro latas más pequeñas sobre el Canal de la Mancha con la Luftwaffe pisándole los talones, querida, no exageres.

—Eso era distinto, Rab es piloto de guerra.

—Y estos vuelos comerciales son de lo más seguros, así que no asustes a Eve, que ya bastante ha tenido…

—¿No deberíamos intentar localizar a Rab? —insistió Billy sin mucho convencimiento—. Al fin y al cabo vais a salir del país, a viajar tantas horas, no sé, a lo mejor quiere sumarse a las vacaciones.

—No creo, está muy ocupado y dudo mucho que pueda abandonar su trabajo.

Dos horas después llegó a casa con la sensación de que tal vez se estaba equivocando y que ese viaje no era más que una huida hacia delante, la protesta de una mujer cabreada y ofendida, y nada más. Sin embargo, enseguida se recompuso y, cuando se enfrascó en preparar las maletas, volvió a sentir la certeza de que era lo que debía hacer, salir de Edimburgo, respirar un poco, alejarse de Robert y mostrar de alguna forma, cómo no, el monumental enfado que tenía encima y que no sabía si alguna vez podría superar del todo.

Con la señora Murray al lado organizó la casa que se quedaría a su entera disposición durante dos semanas, que era el plazo que se había marcado para las vacaciones, y dispuso todo lo necesario para que siguiera funcionando con normalidad por si su marido decidía aparecer de repente. Entró en la biblioteca y sacó de la caja fuerte dinero para cubrir todas las necesidades del servicio y para llevarse en el viaje. Ahí guardaban bastantes ahorros, Robert tenía un buen trabajo y ella ganaba un buen sueldo con el suyo. Pero no eran esos ingresos los que la convertían en una mujer rica, no, eran las dos herencias que había recibido por parte de sus abuelos y que le garantizaban un buen colchón económico, uno lo suficientemente grande como para tenerlo repartido en varios fondos de inversiones, de varios bancos diferentes, entre Inglaterra y Escocia, aunque Robert se negara siempre a tocarlos.

—¿Eve? —Anne se asomó a la biblioteca y la observó mientras repartía billetes en varios sobres—. ¿Qué haces?

—Dejar dinero para la señora Murray y llevarme algo para el viaje.

—Claro, me alegra verte tan animada… —se sentó frente a ella—. Andy está aparcando, le he contado lo del viaje y viene a despedirse. Ha sido un buen golpe de efecto decírselo a mis padres con tan poco margen, así te evitas las súplicas innecesarias.

—No era mi intención, pero mejor así.

—¿Quieres que te acompañe?

—¿A Nueva York? No cariño, no hace falta, tú tienes tu trabajo.

—Pero moriré sin mi niña.

—Si es así, puedes venir, estaré encantada de invitarte.

—Ya quisiera yo… no puedo, aunque quisiera, solo espero que volváis pronto, porque volverás pronto, ¿verdad?

—Claro, en un par de semanas.

—No significará esto que estás separándote de mi hermano, ¿verdad? Aunque juro por Dios que se lo merece, espero que no sea un paso hacia una separación definitiva, Eve —le clavó los ojos claros aunque ella no levantó la vista de la mesa. Anne le miró las manos algo temblorosas y su aspecto tan frágil y se estremeció. Era evidente que Eve no estaba bien, ni por el accidente, ni por el aborto, y ese viaje era lo que necesitaba, pero aquello podía significar también que decidiera no volver nunca más a Escocia—. Siento ser tan directa, pero estamos preocupados.

—No estoy pensando en el divorcio —contestó muy incómoda—, pero después de lo que ha pasado en las últimas semanas, lo último que quiero ahora es ver a tu hermano, y este viaje me vendrá bien para tomar algo de distancia y reponerme como es debido.

—Lo sé y me alegra que lo digas en voz alta porque me preocupa que seas tan reservada con respecto a vosotros… porque a veces Rab se merece que lo maldigas a gritos.

—Tampoco es eso, él tendrá sus motivos y aunque me resulten difíciles de comprender, seguro que no tiene mala intención.

—¿En qué hotel os alojaréis en Londres? —desvió el tema al ver que se le llenaban los ojos de lágrimas. Puede que Eve estuviera furiosa y dolida con su marido, pero lo amaba y le sería leal hasta el final, siempre y a pesar de todo, y eso Anne lo respetaba más que a nada en el mundo.

—No iremos a un hotel, iré a mi casa, a la casa de mis padres en Hampstead, está vacía y me apetece pasar unos días con Victoria en el barrio.

—¿No te llevas a Ruth?

—No, será un viaje madre e hija, me apetece mucho.

—Es estupendo, me alegro por ti… —le sonrió y ella devolvió la sonrisa viendo entrar a Andrew Williamson a la biblioteca.

—Hola, Andy, ¿cómo estás?

—¿Cómo es que te llevas al amor de mi vida a Nueva York? —soltó con los brazos en jarras—. ¿Qué haré yo sin mi ahijada durante dos semanas, eh?

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