Eve

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Capítulo 10

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Nueva York, viernes 1 de noviembre 1946

—¿Casarte? ¿Por qué? Tienes veinte años.

—Tú te casaste el día que cumplías veintiuno, Eve, ¿qué demonios estás diciendo? —Claire se echó a reír y la abrazó.

—Era diferente, estábamos en guerra, todos sentíamos una necesidad humana de asentar compromisos. Además, yo no estaba en segundo curso de medicina en la universidad.

—Habías dejado segundo año de literatura inglesa en Oxford, trabajabas en la Cruz Roja y como reportera para el Daily Mirror… eras una chica muy ocupada.

—Fue diferente. Además Robert era siete años mayor que yo, tenía una carrera, trabajo esperándole en casa y…

—Y Justin es residente del Monte Sinaí de Nueva York, tiene veintidós años y lo adoro, es mi sueño, como Rab McGregor fue el tuyo.

—Aun así, eres muy joven.

—¿Te arrepientes de haberte casado a los veintiún años?

—No, claro que no, solo digo que no veo necesaria una boda ahora para ti, Claire, me he quedado muy sorprendida.

—Quería que fuera una sorpresa y así no darte tiempo a que protestaras.

Su hermanita pequeña, que estaba convertida en una beldad alta, morena y llena de energía, la dejó en la terraza con la boca abierta. Solo llevaba dos días en Nueva York y ya estaba empezando a discutir con la familia. Era inaceptable. Respiró hondo intentando asimilar que había ido hasta allí para relajarse y recuperarse, no para interferir en las vidas de sus hermanas o de sus padres, que, por otra parte, llevaban mucho tiempo haciendo su vida lejos de ella, en esa ciudad moderna y cosmopolita que los estaba cambiando de forma irremediable y sorprendente, convirtiéndolos en personas nuevas y a veces hasta desconocidas.

Suspiró y se apoyó en la balaustrada de la gran terraza que daba a Central Park. En el año 1929, la Gran Depresión había provocado que muchas familias arruinadas y desesperadas de Nueva York construyeran chabolas en el parque, la gran vergüenza del presidente Hoover, el llamado «Hooverville», que fue levantado principalmente por obreros desempleados de la construcción y que Eve recordaba muy bien gracias a las fotografías que habían publicado los periódicos ingleses de la época. Sin embargo, no quedaba ningún vestigio de aquello, pensó, ni un recuerdo siquiera, porque la gente no hablaba de ello, no quería hacerlo, interesada únicamente por la prosperidad y el futuro esplendoroso que les ofrecía el fin de la Segunda Guerra Mundial. Nueva York florecía, estaba intacta, evidentemente no era una ciudad herida por la guerra y estaban construyendo por todas partes, creciendo a pasos agigantados. Mientras que en Londres aún se seguían limpiando los efectos de los bombardeos para reconstruir, en Nueva York solo se trataba de progreso, puro y simple progreso reflejado en grandes y altísimos edificios donde ejércitos de obreros trabajaban de sol a sol y con enorme optimismo, o al menos eso parecía al observarlos desde su perspectiva de turista recién llegada.

Recorrió los edificios que la rodeaban con atención y pensó una vez más en su larguísimo viaje en avión. Habían sido once horas rodeada por sesenta y siete desconocidos que se mostraron muy atentos con ella y con Victoria, que era la única niña que viajaba en el aparato y que, afortunadamente, se durmió casi enseguida, totalmente ajena al hecho de que volaban a miles de pies de altura, una realidad que ella trató de pasar por alto distrayéndose con un libro y con los recuerdos, porque era inevitable pensar en Robert y en la primera y única vez que habían viajado juntos en un avión bastante más pequeño, un Spitfire biplaza de la Real Fuerza Aérea Británica, pilotado por él desde Portsmouth a Cambridge.

Aquellos recuerdos la hicieron llorar varias veces durante el viaje, y añorarlo de forma brutal. De repente sentía una desazón enorme y un sentimiento de culpa gigantesco por haber salido de Edimburgo sin despedirse de él. Pero no había marcha atrás y cuando al fin pisaron el aeropuerto de La Guardia, en Nueva York, y vio a su familia esperándola, todo resto de arrepentimiento se disolvió y volvió a sentirse en casa, protegida y amada como cuando era pequeña, porque los abrazos de sus padres surtieron la magia de siempre y le proporcionaron la ternura que necesitaba en esos momentos para empezar de cero, para olvidar y afrontar sus problemas matrimoniales con mayor serenidad.

Era maravilloso estar con ellos y, aunque en las primeras horas ya pudo comprobar el abismo que la separaba de su hermana mayor o lo mucho que había cambiado Claire, estaba disfrutando de su estancia en la ciudad rodeada de todas las modernidades y comodidades del lujoso piso que sus padres se habían comprado en Park Avenue. Era un capricho provocado por su hermana Honor, que después de diez años viviendo con su marido americano en Manhattan se había vuelto bastante más esnob y superficial de lo que Eve habría podido imaginar.

Honor Silver era una mujer de treinta y tres años espectacular, guapísima y elegante, un baluarte de la alta sociedad neoyorkina y la orgullosa mujer de uno de los médicos judíos más prestigiosos de la ciudad. Sus dos hijos varones estudiaban en el colegio más caro de Nueva York y continuamente reclamaban la presencia de ella y de su marido en cientos de actividades sociales, públicas y privadas, que ella controlaba al dedillo, prodigándose donde le convenía y manejando los hilos a su antojo. Era una experta en el arte de las relaciones sociales y Eve se divertía escuchándola, aunque le recordara, dolorosamente, a otra mujer que no soportaba y que vivía en Edimburgo desplegando las mismas estrategias, la insoportable Graciella Fitzpatrick, con la que seguramente Honor se llevaría a las mil maravillas.

—¿Dime cómo mantienes esto? —sintió el golpe en el trasero y se volvió asustada. Estaba completamente ensimismada en sus pensamientos y no había oído llegar a Honor que le estaba inspeccionando el culo a conciencia—. Estás espectacular, hermana, aunque claro, tienes seis años menos que yo.

—Siete —se echó a reír y volvió a mirar hacia el parque—. Central Park es mucho más grande de lo que yo me imaginaba.

—Tienes la misma cintura que a los quince y este

derriére perfecto y firme como una roca.

—¿

Derrière? Por favor.

—Bueno, el culo, hombre, que pareces tonta. Yo juego al tenis y hago ejercicio, tengo un masajista especializado en belleza femenina, pero no consigo mantenerlo así, ni los muslos, claro, mírate. ¿Y el pecho? ¿No aumentaste la talla con el embarazo?

—Deja de toquetearme o pensarán que somos raritas, el salón sigue lleno de gente. ¿Tú sabías que hoy iban a anunciar la fecha de la boda?

—Claro, me parece genial, aunque me hubiese gustado una gran boda, creo que algo rápido y discreto es muy romántico.

—No sé, son tan jóvenes, o será que yo veo a Claire muy joven. ¿Y dentro de una semana? ¿Qué necesidad tienen?

—Ninguna, pero ella quiere aprovechar que tú estás aquí. Deberías estar halagada y dejar de fruncir el ceño. Justin es un chico estupendo, tiene un gran futuro…

—Ella también.

—Claro, y juntos llegarán donde se lo propongan.

—Tienes razón, no sé qué me pasa.

—¿Y el gran Robert McGregor? ¿Crees que podrás conseguir que venga a la boda? Me muero por conocerlo y Claire lo adora.

—No creo, tiene trabajo y no puede dejar Escocia… —se le ensombreció la cara y sintió la mirada escrutadora de su hermana, pero se mantuvo impertérrita porque no quería darle motivos para seguir con la charla.

—Bueno, ¿y qué haces para mantener este trasero y este cuerpo, eh? ¿No me lo vas a decir?

—Oh, Dios —se echó a reír y la abrazó—, tú sí que estás espectacular, no sé de qué te quejas y si quieres saberlo, lo único que hago es trabajar, atender a Victoria y a Rab, subir las tres plantas de mi casa a la carrera y continuar luchando con la universidad.

—¿Sigues con las clases? ¿De verdad?

—De las pocas cosas que nos quitó la guerra y pude retomar fue la licenciatura, y aunque lo hago por libre, tengo que entregar la tesis el próximo año.

—Estupendo, pero aun así, no se justifica ese tipazo.

—Por favor —se echó a reír a carcajadas—. Supongo que tenemos una buena herencia.

—Eso es verdad, mis amigos dicen que nunca han visto a tres hermanas tan guapas, que eso es muy raro.

—Son muy amables, pero tendrían que haber conocido a la abuela Rebeca.

—Es cierto. Ay, qué pena… —Honor miró al cielo con los ojos llenos de lágrimas y forzó una sonrisa—. Dios, cómo me acuerdo de ella.

—Y yo.

—Pero no vamos a llorar, a Jake le asusta verme llorar y no quiero estropear el gran día de Claire, está tan feliz y mira quién viene… —abrió los brazos en dirección a Victoria que venía agarrada al cuello de su orgulloso abuelo—. ¿Pero y esta muñeca tan preciosa quién es? Si es mi sobrinita preferida. ¿Vienes conmigo?

—Sí —contestó ella dejándose mimar por su tía. Eve la miró con ternura. Era tan guapa, se parecía mucho a Robert, con su sonrisa y sus ojos color turquesa.

—¿Qué hacéis? —su padre se acercó y abrazó a Eve por los hombros—. ¿Te encuentras bien?

—Perfectamente, gracias, papá.

—No te he preguntado si estás tomando alguna medicación.

—Ya nada, no te preocupes.

—Me gustaría que te viera un colega.

—No, si estoy muy bien, no te preocupes.

—¡Eve! —Claire llegó corriendo a la terraza y la llamó agitada—. Una conferencia desde Escocia, es Rab.

—¿Robert? —se le puso el corazón en la garganta y se sonrojó sin querer, se separó de su padre y entró corriendo al apartamento para contestar esa llamada que no se esperaba en absoluto. Entró en el despacho de su padre y sujetó el auricular con fuerza—. ¿Hola?

—¿Eve? —el sonido era espantoso, lleno de interferencias y apenas podía oírlo, aunque se trataba de él, sin lugar a dudas—. ¿Eres tú?

—Sí, hola. ¿Qué tal? ¿Rab?

—¿Eve? Quisiera hablar con Eve McGregor, por favor.

—Soy yo. Hola, te escucho.

—¿Eve? Maldita sea, apenas te oigo.

—Yo sí te oigo, ¿cómo estás?

—¡¿Que cómo estoy?! ¡Maldita sea! ¡¿Cómo voy a estar si llego a casa y te has largado con mi hija a diez mil kilómetros de distancia?! —el fuerte acento escocés le retumbó en los oídos y tuvo que apartarse del aparato.

—He venido a ver a mi familia. Lo necesitaba.

—¿Me has abandonado, Eve? ¿Es eso? ¿Me has abandonado?

—Pero… —más ruido, se dio cuenta de que estaba llorando y buscó un pañuelo en los cajones de su padre sin éxito—. ¿Dónde estabas tú para poder avisarte?

—¿Eve?

—¿Dónde estabas tú, eh?

—Pequeña… —relajó el tono al oír un sollozo perdido entre los ruidos de la nefasta comunicación y se sentó al borde del escritorio—. No es normal que te hayas ido de este modo, no puedes dejarme de esta forma, no puedes abandonar nuestra casa así, no puedes, Eve, no puedes y no debes…

—Necesitaba venir para estar con mi familia.

—¿Y qué pasa con lo que yo necesito?

—No sé lo que tú necesitas, pero seguro que no es a mí.

—Eso es mentira.

—¿Estás seguro? —otra vez los ruidos y se calló esperando alguna respuesta.

—Te amo, y lo que pasó, fue… —la línea hizo clic y se quedó muda, Robert colgó furioso y volvió a llamar a la operadora—. Oiga, ¿qué diantres pasa con la maldita llamada a Nueva York?

—Lo siento señor, intentaremos reestablecerla, le avisaremos cuando esté preparada. ¿Me repite el número, por favor?

—¡Maldita sea! —gruñó y leyó los números con calma, luego colgó y se desplomó en la butaca con la cabeza entre las manos.

Acababa de volver a casa tras veinticinco días de misión en Francia y se la había encontrado sola y silenciosa. Nada más meter la llave en la cerradura supo que algo marchaba mal y cuando vio aparecer a la señora Murray compungida y azorada se imaginó lo peor. Tiró el ramo de flores que traía para su mujer en la mesa del recibidor y esperó a oír las novedades con calma. Eve y Victoria se habían marchado a los Estados Unidos tres días atrás, aunque habían dejado la casa cinco días antes para ir a Londres. El ama de llaves le contó que la familia de su esposa le había regalado el viaje y que ella se había ido muy ilusionada, después de unas semanas espantosas y muy tristes.

Fue algo tan inesperado que soltó una risa nerviosa de pura confusión y acabó por asustar a la señora Murray que lo dejó solo en medio del

hall de entrada con un inútil

bouquet de rosas abandonado en la mesa y con el regalo para su hija escondido en su mochila de viaje. Era inesperado, pero una decisión probable porque él le había fallado, ella estaría furiosa y había tomado la salida más rápida y práctica: largarse de Escocia para refugiarse en brazos de su familia, lejos de él.

Eve era así, decidida y práctica, no esperaba menos de ella y aunque sentía un impulso irrefrenable de ir hasta Nueva York para traerla atada de vuelta a casa, debía esperar, serenarse y escucharla, ella necesitaría desfogar su enfado y él debería escuchar. Luego, podrían volver a empezar, ella lo perdonaría y él intentaría dejar de hacer estupideces por una temporada, aunque no estaba seguro que lo último que le había hecho pudiera denominarse estupidez. Se había portado fatal con ella, la había abandonado cuando más lo necesitaba y, además, había mentido como un bellaco, con la única intención de apaciguar su miedo y evitarle un daño mayor. Se había comportado como un maldito cobarde, pero no había tenido otra alternativa, tenía una misión inevitable en París y ni el accidente de su mujer, ni la pérdida de su bebé, pudieron alejarlo de ella, estaba en juego su país, al menos su estabilidad política, y aunque Eve no había podido entenderlo, sabía que acabaría por hacerlo.

El primer ministro, Winston Churchill, tenía una obsesión. En realidad tenía miles, pero una de ellas era el díscolo duque de Windsor, y su mujer, la norteamericana Wallis Simpson. Durante la guerra y ante la simpatía exagerada y pública que el antiguo rey de Inglaterra mostraba por el nacionalsocialismo y por Adolf Hitler, Churchill lo mantenía vigilado y neutralizado, al menos eso quería pensar. A través de agrias misivas, el primer ministro amenazaba continuamente al duque para que tuviera cuidado con la demostración pública de sus inclinaciones políticas y con sus amistades privadas, y había logrado desterrarlo del Reino Unido nombrándolo Gobernador General de las Bahamas al comienzo de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, aburrido con ese cargo ridículo para alguien de su estatus, el noble lo abandonó en 1945 y regresó a Europa, concretamente a Francia, para vivir una vida relajada y lujosa junto a su mujer en París.

El gobierno británico despreciaba su comportamiento irresponsable y derrochador en una Europa destruida por la guerra y más aún cuando llegaron rumores a Downing Street de que el duque podría estar dando cobertura de algún tipo a antiguos oficiales nazis que huían de la justicia, y conspirando en la sombra contra la ocupación aliada de Alemania y contra el nuevo orden mundial. Unos rumores que Robert McGregor llevaba meses investigando, en medio de otros trabajos para su gobierno, y que lo habían obligado a infiltrarse entre los amigos del duque de Windsor en París, porque si algo de verdad había en aquello, era necesario poner en evidencia a Eduardo y neutralizarlo de inmediato, para evitar su influencia entre los conservadores de su país, pero, sobre todo, para evitar un escándalo internacional de consecuencias inesperadas en caso de que llegara a saberse que el hermano del rey de Inglaterra ayudaba en sus ratos libres a sus antiguos enemigos alemanes.

Como un díscolo y elegante heredero galés se había introducido en el ambiente exclusivo del duque y se había ganado su confianza, comprobando, en pocos días, que sus ambiciones y tramas políticas se limitaban, de momento, a fanfarronerías en los salones donde sobraba el champán y la estupidez, y que era inofensivo. Ese trabajo le había costado pocas semanas, pero unas semanas en las que no podía desaparecer como por arte de magia de su entorno, ni parecer preocupado o ausente, y por ese motivo sus superiores le habían ocultado el accidente de Eve y sus consecuencias, por eso no había podido llegar a tiempo para acompañarla y por esa misma razón, y tras haber viajado a Edimburgo saltándose todas las normas e ignorando sus órdenes, después de que Andrew consiguiera hacerle llegar un mensaje con las noticias, había tenido que dejarla sola y regresar a París.

Puede que la misión pareciese absurda, pero era una orden directa del Primer Ministro, y la había cumplido a rajatabla incluso en contra del bienestar de su familia y la estabilidad de su matrimonio, porque ese era su trabajo y él era un hombre de honor que cumplía órdenes, nada más, no se trataba de una decisión personal o de indiferencia hacia su dolor, nada más lejos de la realidad, y debía encontrar el modo de que ella lo comprendiera, aunque de momento no pudiera evitar sentirse frustrado, solo, indignado por no tenerla a su lado y completamente asustado por las decisiones que ella estuviera pensando tomar y que lo convertían en un pelele inútil y aterrorizado porque si Eve decidía abandonarlo definitivamente, divorciarse de él, no le quedaría nada en absoluto por lo que seguir luchando.

—¿Qué te pasa, tío? ¿Estás bien? —Andrew entró en el despacho y se lo encontró con la cabeza entre las manos, apoyado en la enorme mesa de caoba.

—¿Cómo habéis permitido que Eve se largara de aquí?

—¿Qué? ¿Crees que podíamos hacer algo?

—Se ha llevado a mi hija, no deberíais haber permitido que la sacara del país.

—Otras se hubiesen ido solas…

—No debió irse.

—Se han ido de vacaciones dos semanas, Rab, no seas dramático. ¿Cuándo has llegado?

—Hace dos horas.

—¿Has hablado con ella?

—Eso intento, pero estos malditos teléfonos son una puta mierda.

—Paciencia.

—¿Cómo demonios se larga de este modo, eh? ¿Cómo demonios…?

—Oye, ella estaba desolada, muy deprimida, y su familia la invitó a pasar unos días, son unas vacaciones, nada más.

—¿Unos días? ¿Cuántos días? ¿Crees que podré quedarme de brazos cruzados esperando a que regrese?

—Tú la dejas sola semana sí, semana también, no me jodas, tío, ella no hace otra cosa que esperar a que aparezcas… ¿Qué demonios te pasa? Dale un poco de manga ancha y seguro que vuelve más tranquila y sin ganas de asesinarte.

—¿Quiere asesinarme? Al menos eso la obliga a volver a verme…

—¿Acaso crees que se ha ido para siempre?

—¿Tú no? Se ha ido con sus padres…

—Yo solo sé que tuvo un accidente muy grave y que perdió a su hijo, no te imaginas cómo ha sufrido, sola, en esta ciudad que no es la suya y con una familia que tampoco es la suya, porque aunque todos hemos estado a su lado, ella te necesitaba a ti. No sé nada más y se despidió diciendo que volvía en unas semanas.

—No pude venir, no pude abandonar mi puesto.

—A mí no me des explicaciones.

—¿Y qué demonios se supone de debo hacer ahora, eh?

—Déjale un margen y no actúes como un bruto, hazme caso… —el teléfono al fin sonó y la operadora le pasó la llamada a Manhattan.

—¿Eve?

—Hola… —ella esperaba en la biblioteca con Victoria en brazos—. No tienes derecho a reprocharme nada, ¿sabes? Te lo digo antes de que esto se corte. Estamos bien y pasaremos un par de semanas por aquí.

—Está bien, lo siento, pequeña, escucha… te amo, ¿lo sabes? Háblame, dime que lo sabes.

—Tenemos mucho de que hablar.

—Vale. ¿Cuándo piensas volver?

—No lo sé, dentro de un par de semanas o tres.

—¿Un par o tres?

—No lo sé, ya que estoy aquí, me lo tomaré con calma. Además, Claire se va a casar y no me iré hasta después de la boda.

—Vale, necesito una fecha —chirriaron los cables del teléfono y suspiró—. Necesito una fecha.

—¿Por qué? Si yo puedo pasarme la vida sin saber nada de lo que haces, seguro que tú también puedes.

—¿Te estás vengando de mí?

—No todo gira entorno a ti, Robert.

—Bien, ¿sabes qué? —se levantó echando chispas por los ojos. Andy movió la cabeza y lo dejó solo—. Me importa una mierda, una puñetera mierda, haz lo que quieras y cuando te dignes a volver a tu casa, te podré dar una explicación razonable. Adiós.

—Adiós —colgó muy enfadada y miró a su hija, que mordía concentrada un trocito de pan—. Papá te manda un besito, mi amor. ¿Nos vamos ahora a dar un paseo con los abuelos?

—Sí.

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