Eve

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Capítulo 14

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Se sentó en la cama de un salto, con la mano en el pecho, un poco desorientada por la última pesadilla, pero enseguida se calmó y reconoció el cuarto de invitados de sus padres. Se encontraban en Manhattan, a salvo. Miró la camita de Victoria y comprobó que ya no estaba allí, seguramente su madre la había levantado a escondidas para dejarla dormir un poco más y sonrió, todo el mundo se empeñaba en mimarla y aquello era muy agradable, demasiado, reconoció apartando las sábanas para levantarse. Estaba dispuesta a muchas cosas esos días, pero no a desayunar en la cama, eso jamás. Se puso de pie y se estiró. Había dormido mucho y bien, estaba descansada, se giró y de repente se acordó de Robert. Él estaba allí, o lo había estado, no estaba segura de nada. Caminó hacia el cuarto de baño, encendió la luz y vio en la encimera su cepillo de dientes y sus artículos de afeitar, no había sido un sueño, no, y tampoco se había marchado de repente, él seguía allí, y esa sola certeza le hizo sentir cosquillas en el estómago.

—El Clarence me ha gustado siempre, cuando íbamos de permiso, el dueño se esmeraba con los aviadores, un gran tipo, las mejores patatas fritas de Londres… —oyó Eve que Robert comentaba desde la cocina. Se fue hasta allí y se lo encontró en mangas de camisa, sentado a la mesa con Victoria en brazos. La niña tomaba un trozo de tortita con la mano, mientras él charlaba muy animado con su suegra y con Alice, la doncella.

—Buenos días —se cerró la bata y sonrió a su hija que devolvió la sonrisa sin hacer amago de dejar a su padre—. Huele muy bien.

—Le habíamos hecho tortitas a Robert, pero dice que prefiere desayunar salado —Esther Weitz contestó desde los fogones, removiendo las patatas fritas gruesas y jugosas—, así que me he puesto con un desayuno como Dios manda.

—Estupendo, pero déjalo, mamá, ya lo acabo yo… —miró a Rab de reojo y se fue hacia la cocina—. Ya estás vestida y acabarás oliendo a patatas fritas. Yo …

—¡No, si me encanta! En realidad me apetece muchísimo un desayuno inglés. ¿Quieres un poco? Vuelve a la mesa y siéntate con tu marido. Lástima que tu padre se haya ido ya para el hospital.

—Vale, gracias —se acercó a la moderna barra que servía como mesa del desayuno y observó el aspecto radiante de su marido, con la camisa blanca abierta y los ojos claros brillantes por efecto del sol que entraba por la ventana. Lo miró fijamente y él le guiñó un ojo. Avanzó dos pasos y se inclinó para hablarle de cerca y casi en susurros—. Tengo una pregunta.

—¿Ah, sí?

—Va en serio, Rab.

—Dispara.

—¿Cómo pudo Andy ponerse en contacto contigo en Francia?, ¿también trabaja para el MI6?, ¿sí? Oh, Dios, sí… —Rab no abrió la boca pero a ella no le hizo falta—. ¿Y lo sabe Graciella? No, por supuesto que no…

—No lo sabe nadie y tú tampoco.

—Madre mía… —exclamó sin dejar de mirarlo a los ojos—. Es que es lógico… ¿Cómo no me di cuenta antes? Es tan obvio, Dios bendito, qué idiota soy.

—Ya está, comed rápido antes de que se enfríe —la señora Weitz puso los platos en la mesa y estiró los brazos hacia su nieta—. Déjame a la niña y así comerás más tranquilo, Rab.

—No, gracias, Esther, estamos bien así —besó la cabeza de su hija y luego deslizó los dedos por la cadera perfecta de su mujer—. Eve…

—¿Sí?

—Que comas, hija. ¡Venga!

—Sí, claro, gracias.

—La pobre Alice está asustada —comentó Esther viendo cómo la doncella desaparecía de la cocina—. Dice que no entiende nada de lo que dice Robert, que habla muy raro.

—Tendría que oír a uno de Glasgow —opinó él. Eve lo miró y sonrió.

—Cierto.

—Esto está delicioso, querida suegra —Rab atrapó con el tenedor patatas, huevo y judías, y se las metió en la boca con enorme apetito, luego tomó un sorbo de café y se sacó del bolsillo de la camisa un papel mirando a Eve, que seguía pensando en el trabajo de Andrew para la Inteligencia Británica—. Antes que se me olvide, tengo algo para ti.

—¿Qué? —agarró la tarjeta y leyó las señas de Frank McKenna, incluido su número de teléfono de Londres—. Ya casi me había olvidado, muchas gracias.

—¿De qué se trata?

—Es trabajo, mamá, me ha conseguido los datos de ese oficial inglés que está investigando la fuga de Polonia, os lo conté la otra noche.

—Ah, claro, qué bien, ojalá consigas entrevistarlo.

—Ojalá…

—¡Hola! —Honor entró en la cocina sacándose el abrigo y se paró en seco al ver a su guapo cuñado pasando una tostada por los restos de su plato—. ¿Qué tal estáis todos? Victoria, ¿me das un besito, mi amor?

—Si está con su padre, no hace caso a nadie —protestó la abuela—. ¿Quieres un café?

—No, madre, gracias, solo vengo para haceros una invitación.

—¿De qué tipo?

—A Sergei le gustaría invitaros a un cóctel en su residencia oficial, mañana a las seis de la tarde, le han llegado unos cuadros nuevos y lo va a celebrar con un grupo reducido de amigos.

—¿Sergei? —preguntó Robert atacando las tortitas con miel que le habían puesto junto al café.

—Sergei Chelechenko, Robert, Eve ya lo conoce, es un diplomático soviético muy apreciado en Nueva York y un coleccionista de arte de primera, gran amigo mío, y, en fin, quería invitaros al cóctel, si no tenéis nada mejor que hacer…

—Iremos, gracias —se apresuró a responder Eve.

—Estupendo, bueno, me largo, tengo una mañana complicada,

ciao a todos. Adiós, preciosidad —se acercó y besó fugazmente la cabecita de su sobrina—. Hasta luego.

—¿De verdad quieres ir a una aburrida velada de esas, pequeña?

—El señor Chelechenko al parecer es un célebre espía de la Unión Soviética, amigo personal de Stalin —respondió ella y le clavó los ojos oscuros.

—¿Qué?

—Bueno, eso son rumores —intervino la señora Weitz sirviéndo más café—. Es paciente de David, y la verdad, es un hombre encantador.

—Y busca abogado en Escocia, ¿qué te parece? —Eve lo soltó con total naturalidad y observó cómo él dejaba el tenedor en el plato—. Sí, me lo comentó cuando lo conocí, así que, créeme, no será una velada muy aburrida.

Robert McGregor entró en la residencia oficial de Sergei Chelechenko comprobando, sin demasiada sorpresa, que vivía en una espectacular mansión de estilo victoriano ubicada en una de las zonas más caras de Manhattan. Un

petit hotel le explicó su cuñada Honor, en cuanto pusieron pie en el alfombrado

hall de entrada, un capricho carísimo y completamente inadecuado para un funcionario de la revolucionaria Unión Soviética, pero Rab ni se molestó en comentarlo con Honor, ni con sus suegros, aunque cruzó una mirada suspicaz con su mujer que pensó exactamente lo mismo que él, aún más cuando pasaron a los salones cargados de obras de arte y muebles franceses del siglo XIX.

La decoración era exquisita, pero ostentosa, demasiado, y había casi tantos camareros como invitados, lo que convertía aquello en una muestra evidente de poderío económico, algo vulgar a ojos de un europeo, pero muy propio de los ricos norteamericanos que no dudaban en hablar en público de dinero, de sus exitosas inversiones y de los precios de cada una de las joyas que llevaban encima. Sin embargo, Sergei no era norteamericano y tanto despliegue a Robert se le antojó que no era gratuito y que en realidad formaba parte de un plan superior que iba encaminado a encandilar a la flor y nata de la sociedad neoyorquina, donde se había elevado casi a la calidad de héroe, un icono de elegancia, un producto exótico y divertido al que adorar y acoger, y al que dejaban entrar en sus vidas con absoluta normalidad.

—Si Sergei Chelechenko trabaja para su embajada ¿por qué no reside en Washington? —preguntó con cara de inocente a Honor que se le acercó con una copa de champán—. ¿No están allí la mayoría de las legaciones extranjeras?

—No lo sé, tal vez porque colabora con el consulado soviético en Nueva York —Honor parpadeó y lo miró coqueta. Incluso con el marido de su hermana era coqueta y Rab le sonrió divertido—. ¿Qué piensas hacer con tu mujer? No quisiera convertir el salón de Sergei en el Tribunal de Nüremberg.

—¿Qué? —siguió con los ojos la mirada de Honor y reparó en Eve, que estaba discutiendo con un hombre mayor en medio de un grupo de unas ocho personas—. ¿Quieres que la interrumpa? Seguro que lleva razón.

—No quiero que se coma a alguien.

—Solo es elocuente —se encogió de hombros y le clavó los ojos azules. Honor soltó una risa y movió la cabeza con resignación.

—¿Entonces era cierto?

—¿El qué?

—Qué sois tal para cual. Mi abuela Rebeca me lo advirtió, pero tenía mis dudas porque ella te adoraba, ¿sabes?

—Y yo a ella, era una mujer extraordinaria.

—Eve siempre fue la más guapa de las tres hermanas, pero también la más difícil, la más rebelde y la más inteligente, y nunca creí que encontraría a la horma de su zapato.

—Hemos tenido mucha suerte.

—Ya lo veo. Entonces… —se inclinó y le susurró haciendo tintinear sus pendientes de perlas— ¿no vas a procurar que se calle?

—No.

—¿Y si alguien quiere darle un puñetazo por ser tan «elocuente»?

—Tendría que vérselas conmigo, para eso me trae a las fiestas… —bromeó sonriendo y Honor se quedó un segundo prendada del tremendo y salvaje atractivo que emanaba ese hombre. Era espectacularmente guapo, pero además muy

sexy, con un puntito canalla que no podía dejar indiferente a nadie, menos a una mujer.

—¿Y qué planes tienes para tu cumpleaños? —carraspeó y cuadró los hombros—. Me han soplado que es el 13, o sea, pasado mañana.

—Nada en particular.

—Nosotros habíamos pensado en una cena en el Plaza, con la familia, Claire volverá a tiempo para despedirse de vosotros, y luego podemos ir a la ópera,

La flauta mágica.

—Me parece perfecto —sonrió otra vez y se fijó en los Huevos Fabergé que su anfitrión exhibía en una vitrina de cristal. Eran diez y teniendo en cuenta que no llegaban a las ochenta piezas en el mundo entero, aquella colección personal suponía una verdadera fortuna—. Vaya por Dios, ¿has visto esto Honor?

—Sí, es fantás…

—Disculpadme —Sergei apareció como por ensalmo a su lado y les regaló una venia—. ¿Le gustan mis Fabergé, señor McGregor?

—Son impresionantes.

—Me ha costado años conseguirlos.

—Me lo imagino.

—Honor, querida amiga, ¿puedo robarte un momento a tu cuñado? Me gustaría aprovechar este encuentro para comentarle unos asuntos legales que tengo pendientes en Escocia.

—Claro, cómo no, voy a ver de qué habla mi hermana.

—Gracias. Señor McGregor, ¿tiene la amabilidad de acompañarme a mi despacho?

—Por supuesto —siguió al afectado ruso buscando con los ojos a Eve y cuando ella lo miró, le hizo un gesto de que volvía enseguida, luego se encaminó por unos pasillos recargados de cuadros y fotografías hasta un despacho que parecía una tienda de antigüedades, donde su anfitrión le ofreció una butaca para que se sentara.

—¿Un coñac? ¡Bendito sea Dios! ¿Cómo puedo ofrecer coñac a un escocés? Tengo un

whisky de malta espectacular, ¿le sirvo un vaso?

—Solo si es tan bueno, si no, prefiero ese coñac.

—Es buenísimo, compruébelo usted mismo —le pasó la botella y Rab leyó la etiqueta al tiempo que lo veía sacar una cubitera con hielos.

—De acuerdo, quiero probar este

whisky, pero sin hielo, por favor.

—Claro, cómo no. Debe pensar que soy un anfitrión pésimo, señor McGregor.

—Nada de eso, sé que en América casi todo el mundo le pone hielo al

whisky, hacia el final de la guerra tuve que tratar con muchos oficiales estadounidenses.

—Lo sé, vaya tiempos tan convulsos.

—Destrozaban la bebida que nos costaba tanto encontrar.

—Claro —Chelechenko sonrió al notar cómo desviaba el tema y buscó la carpeta que tenía preparada para él—. No sé si su encantadora esposa le habrá comentado los problemas de herencia que tiene mi mujer en Escocia —Rab asintió acomodándose en la butaca—. Estupendo, estos son los documentos de sus propiedades en Glasgow, necesitamos que alguien se ocupe de ver cómo están las cosas hoy, comprobar escrituras y reclamar lo que sea necesario. Como mi esposa no está allí, sabemos que su familia está haciendo un uso indiscriminado de la herencia sin pedir ningún permiso.

—¿Y dónde vive su esposa?

—En Francia, ella es mitad francesa, mitad escocesa, pero aquí tiene un poder notarial, si acepta nuestro caso, claro está.

—Muy bien —Robert echó un vistazo a los papeles y supo enseguida que aquello era sencillo y rutinario—. No hay ningún problema, me llevaré todo y le daré un informe lo antes posible.

—Gracias, una vez esté todo aclarado, queremos vender y olvidarnos del tema.

—Entiendo —apuró un trago de

whisky y lo miró a los ojos—. ¿Algo más?

—En realidad sí, le quería preguntar por una amiga en común —se levantó, se acercó a la puerta y echó el cerrojo.

—¿Amiga en común?

—Tamara Petrova —Rab sintió un escalofrío por toda la columna vertebral, pero se mantuvo impasible—. Trabaja en Londres.

—No me suena el nombre.

—Es secretaria en la embajada soviética, sé que se conocen, solo quería preguntarle si sabe algo de ella, hace semanas que no sé dónde se encuentra.

—Me temo que no la conozco —se levantó, apuró el

whisky de un trago y lo miró a los ojos—. ¿Se lo ha preguntado a mi mujer? Ella es la londinense. Además es periodista y conoce a mucha gente.

—No, porque Tamara solo habló de usted.

—¿De mí? —parpadeó algo más nervioso y se encogió de hombros—. Tal vez la conozca de vista, pero…

—Señor McGregor, lo siento —interrumpió muy serio—, Tamara es mi hijastra, sé que colabora con la Inteligencia Británica, que está desesperada buscando a Micha y que, lamentablemente, yo no puedo hacer nada por ella. Afortunadamente la casualidad ha propiciado que usted viniera a Nueva York, y ya que lo tengo delante, le suplico su ayuda. A cambio, estoy dispuesto a colaborar con las personas que la auxiliaron cuando le hizo falta.

—Y me encantaría poder ayudarlo, pero creo que se confunde conmigo. Y ahora, si me disculpa, voy a buscar a Eve, ya la he dejado demasiado tiempo sola.

—Si yo tuviera una mujer como la suya, tampoco la perdería de vista.

—¿Cómo dice? —se paró en seco y se giró hacia él con el ceño fruncido. ¿Qué era aquello? ¿Una amenaza?

—Los hombres de esta ciudad no están acostumbrados a una mujer tan hermosa y a la vez tan brillante, y me temo que su suegro y su cuñado ya han tenido que llamar al orden a más de uno.

—¿Ah, sí? No lo sabía, pues más les vale no acercarse a ella. No soy muy paciente o muy tolerante cuando se trata de mi mujer.

—Lo comunicaré a los más osados.

—Le daré noticias en cuanto sepa algo sobre esto —movió la carpeta, se acercó a la puerta, abrió el cerrojo y salió del despacho. Atravesó el pasillo y se fue directo a buscar a Eve, que seguía enfrascada en alguna charla política—. Eve.

—Rab, qué bien que has aparecido. Te presento al señor McLeod, es tío segundo de Chris, el marido de Katie. Qué casualidad, ¿no?

—Encantado, señor McLeod —le dio la mano y forzó una sonrisa. Estupendo, un pariente lejano para simular que no estaba sufriendo un ataque cardiaco—. ¿Y desde cuando vive en América?

Escuchó la charla de Andrew McLeod sobre su fábrica de tornillos, tuercas y remaches con enorme atención sin soltar a Eve, que, como siempre, hacía preguntas y se interesaba lo suficiente por el tema como para evitar que él tuviera que intervenir, y tomó algún bocado del bufé, bromeó con su cuñado Jake, y charló sobre golf y

rugby con entusiasmo, sin dejar de pensar en cada una de las palabras de Chelechenko, incapaz de determinar qué pretendía aquel hombre hablándole directamente de Tamara. Era completamente insólito e irregular. Abandonó la casa del soviético con una sensación cada vez más clara de que aquella conversación le iba a causar problemas.

—¿No puedes usar el de mis padres?

—No —entró en una de las cabinas de teléfonos del Hotel Plaza, adonde había insistido en llevarla tras el cóctel, y le guiñó un ojo—. Dame un minuto. Quiero una conferencia con Londres, Inglaterra, con el señor Jack Cornell. Espero.

—¿Qué ocurre?

—Ahora te lo cuento. ¿Sí?, muy bien, gracias —colgó y llamó al botones. Le dio un billete de cinco dólares y le pidió que lo avisara cuando su conferencia estuviera lista—. Vamos al bar, pequeña.

—Este sitio es muy elegante —Eve se sentó frente a él y se sacó el abrigo ligero que llevaba sin dejar de mirarlo. Robert aparentaba normalidad, pero estaba nervioso, lo conocía demasiado bien como para no haberse dado cuenta, así que esperó a que él se encendiera un pitillo y pidiera una copa antes de volver a preguntar—. ¿Qué está pasando?

—El señor Chelechenko me preguntó en su despacho por Tamara Petrova.

—¿En serio? —el pulso se le aceleró y se inclinó hacia delante—. ¿Por qué?

—Me dijo que era su hijastra, y lo más extraño, que si lo ayudaba estaba dispuesto a colaborar con las personas que la auxiliaron cuando le hizo falta, textual y directamente, sin paños calientes.

—¿Y por qué te preguntó a ti por ella? ¿Cómo…?

—Dice que ella le dio mi nombre.

—¿Y tú que le dijiste?

—Que no la conozco, obviamente, es el procedimiento, Eve. ¿Qué quieres? ¿Que enseguida reconociera algo semejante? Por el amor de Dios.

—No te enfades conmigo, estoy tan sorprendida como tú.

—Está bien —se pasó la mano por la cara y le sonrió—. ¿Qué te dijo tu hermana sobre la condición de espía de ese tipo? Exactamente.

—Que era lo que se rumoreaba y que decían que era amigo personal de Stalin, nada más, tampoco quise indagar.

—¿Y qué te dijo él a ti cuando lo conociste?

—Me preguntó si no te apetecía volver a la acción, cómo llevabas tu vida de civil, no sé, cosas normales, pero que a mí me parecieron muy directas. Al fin y al cabo no nos conocíamos de nada. Luego me habló de que necesitaba un abogado en Escocia y que le interesaba hablar contigo, nada más.

—¿Y quién le había dicho que yo era veterano de la RAF y abogado?

—Mis padres, claro, ellos hablan constantemente de sus hijas, sus yernos y sus nietos a los amigos, es lo normal.

—¿Y es verdad que has tenido muchos pretendientes americanos en estos días que llevas aquí?

—¿Qué? —se sorprendió por el cambio de tercio, abrió la boca sin emitir sonido alguno y él movió la cabeza sin necesitar más respuestas.

—Como pille a algún cabrón de esos le partiré las piernas.

—Muy bonito… —tomó un sorbo de su vaso de champán—. ¿Y que tiene que ver eso con Chelechenko?

—No lo sé, me dijo que si él tuviera una mujer como la mía, no le quitaría los ojos de encima. Esto, después de la charla tan extraña que estábamos teniendo, me sonó a amenaza, así que cuando le pregunté que diantres quería decir, me habló de tus galanes americanos, tuvo una buena salida, pero a mí me acabó de cabrear un poco más.

—Lo importante es saber por qué Tamara le dijo tu nombre y por qué es tan amigo de Honor. A lo mejor su acercamiento a mi hermana no es nada casual.

—Eso es lo que quiero averiguar y si aquello de: «quiero colaborar con las personas que la auxiliaron cuando le hizo falta», significa que se está ofreciendo a trabajar para nosotros…

—Sería muy interesante que lo hiciera, ¿no?

—Desde luego —suspiró recorriéndola con los ojos—. Adoro verte sonreír, Eve… ¿Ya me has perdonado? —se inclinó y le acarició las piernas por encima de la estrecha falda de seda negra—. ¿Tengo alguna posibilidad?

—Creí que estabamos discutiendo un asunto de espionaje internacional.

—Pero eso no quita que siga muriéndome por tus huesos.

—Bendito sea Dios —se apoyó en el respaldo de la butaca y miró a la gente que los rodeaba—. Hablar de Tamara era más divertido.

—Dame un beso.

—No.

—Si no me tocas pronto acabaré en un hospital.

—No te preocupes, nadie acaba en un hospital por practicar el celibato.

—¿Practicar el celibato? —soltó una carcajada—. A la mierda con el celibato. Llevo empalmado desde que te vi el sábado.

—Qué romántico, gracias.

—¿Señor McGregor? —el botones se le acercó y le hizo una reverencia—. La conferencia ya está lista, señor, ha sido muy rápido, señor.

—Gracias, vamos Eve.

—Yo te espero aquí.

—No, tú ya no te mueves de mi lado. Vamos.

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