Eve

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Capítulo 17

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—No sé qué te da Robert McGregor, pero sea lo que sea, quiero una docena —Honor se echó a reír. Eve se sonrojó hasta las orejas y miró a su flamante marido que charlaba con su padre a dos pasos del restaurante donde habían ido para su última cena en la ciudad, comprobando con alivio que él no había oído la broma porque era capaz de sumarse feliz a ella el resto de la velada, y no le apetecía en absoluto—. ¿Te has sonrojado?, ¿en serio?

—Déjala, Honor, qué pesada eres —Claire abrazó a su hermana por la cintura y le besó la mejilla—. Pero es cierto, estás espectacular, Eve, muchísimo más radiante que cuando llegaste a Manhattan.

—Porque estoy descansada.

—Sí, sí, descansada, ¿no será todo lo contrario? —Honor se carcajeó a gusto hasta que su madre las hizo callar con severidad, igual que cuando eran pequeñas y las tres, obedientes, guardaron silencio hasta entrar en el lujoso restaurante para ocupar sus asientos.

La noche se presentaba extraña, todos aparentaban estar felices y encantados, pero en el fondo la víspera de las despedidas se estaba haciendo dura. Eve había pasado todo el día con una sensación de vacío en el estómago, haciendo las maletas y ordenando los regalos que llevaba a Escocia, procurando hablar mucho y mirar poco la cara desolada de su madre, y cuando al fin llegaron al postre y empezaron los discursos, buscó la mano de Rab, pues necesitaba todo el apoyo posible para superar la velada sin echarse a llorar.

—Eh, eh, tortolitos —Honor tocó la copa de champán con el tenedor y los instó a separarse para que le prestaran atención—, mi esposo aquí presente, el eminente doctor Silver, es un experto en muchas cosas, pero no sirve para hacer brindis, así que lo haré yo por los dos. Quiero en primer lugar felicitar a mi guapa hermanita Eve por su marido Robert, al que acabo de descubrir. Sé que ambos sois muy felices, que estáis muy enamorados y que os adoráis, y yo os aconsejo, además, que nunca dejéis de quereros tanto porque formáis una pareja espectacular —todos aplaudieron y Rab abrazó a Eve por el cuello—. Sois la envidia de medio Nueva York. En fin, felicidades a los dos por vuestra vida juntos, por vuestro precioso retoño, mi sobrinita Victoria, y gracias a los dos por haber compartido con nosotros estos últimos días, porque han sido fabulosos.

—Gracias a vosotros —Eve sintió los ojos húmedos y tragó saliva.

—Bueno, en nombre de los McGregor, es decir en el de mi preciosa mujer, mi adorable hija y yo mismo —bromeó Robert levantando la copa— os quiero dar las gracias por propiciar este maravilloso viaje que era lo que Eve necesitaba en este momento. Gracias por ser unos anfitriones tan atentos, y gracias por querernos tanto. Nosotros también os queremos y, por descontando, os esperamos en nuestra casa de Edimburgo para poder devolver como corresponde esta maravillosa estancia en Manhattan —miró a su mujer y ella se echó a llorar—. Eve…

—No me hagáis caso, es que soy muy feliz.

—Vale, pues pidamos la comida —animó el doctor Weitz antes de que todas sus mujeres se pusieran a llorar—. Si no recuerdo mal el pato de este sitio es fabuloso.

—¿Os acordáis cuando comimos pato a la naranja en el refugio de Hamstead? —intervino Claire de pronto—. Recuerdo que lo había preparado la abuela por mi cumpleaños y cuando íbamos a cenar, sonó la sirena de emergencia y tuvimos que bajar con todo al sótano. ¡Dios!, parece que fue ayer. ¿Tú estabas, Rab? No me acuerdo.

—No, no estaba, lo conocí en octubre, pero es cierto, bajamos todos al sótano y cenamos con las bombas cayendo sobre Londres —Eve tomó un sorbo de vino recordando exactamente ese día—. Parece que fue ayer.

—No quiero ni imaginar qué se sentirá al pasar por aquello —intervino Jake Silver—. Sería una experiencia terrorífica, pero única.

—Lo fue —Eve miró a Robert y él le guiñó un ojo.

—Sobre todo para ti que te pasabas el día en la calle haciendo fotos, en el hospital —Claire bufó mirando a su marido—. Yo era pequeña y apenas salía de casa, pero papá y Eve siguieron trabajando durante toda la guerra e incluso durante el Blitz, ¿sabes?, Rab y mi hermana se conocieron durante un bombardeo, ¿te lo he contado?

—Sí, pero sigue pareciéndome muy interesante. ¿Fue en un refugio?

—En Leicester Square —dijeron los dos al unísono y se echaron a reír.

—Nos vimos por primera vez en el metro de Leicester Square, durante un bombardeo, pero luego nos reencontramos en la calle, en Picadilly, durante otro bombardeo. Él me ayudó a sacar a la abuela Rebeca de su casa y nos acompañó durante todo el rato que cayeron las bombas. Fue nuestro héroe, con su uniforme de aviador y su bastón, porque estaba en Londres por baja médica, herido, y gracias a eso, lo pude conocer.

—Lamento decir que le debo a la Luftwaffe haber conocido a mi mujer —bromeó Rab llamando al camarero para pedir la cena—, aunque, sinceramente, creo que con guerra o sin ella, la hubiese encontrado de todas maneras.

—¿Tú crees? —preguntó Honor fascinada por la charla.

—Absolutamente.

—¿Señora McGregor? —el mâitre se acercó a la mesa con una caja de regalo.

—Sí, soy yo.

—De parte del señor Sergei Chelechenko, acaba de llegar para usted.

—¿Cómo dice? —Robert frunció el ceño y sujetó el regalo antes que su mujer, se puso de pie y buscó al diplomático con los ojos—. ¿Dónde está?

—Lo ha traído un botones, señor, y ya se ha marchado.

—¡Oh, pero qué amable! Le comenté que era vuestra cena de despedida —Honor palmoteó como una niña viendo la cara descompuesta de su cuñado y pensando que estaba sufriendo un repentino ataque de celos, se levantó y le acarició el brazo—. Es un hombre muy simpático y no está por aquí, no te molestes en buscarlo, se fue de viaje esta tarde.

—¿De viaje?

—Sí, a Europa por motivos de trabajo.

El regalo era una matrioska, la típica muñeca tradicional rusa, que albergaba en su interior hasta doce muñequitas similares, hechas en madera de primera calidad y de un gusto exquisito, una obra de arte a ojos de todos los miembros de la mesa, menos de Eve y Robert que se quedaron bastante perplejos con el regalo que contenía. Había, además, un sobre grande, tamaño folio, cerrado y a nombre de Rab y que no se atrevieron a abrir delante de la familia.

—Es muy raro que tenga tantas piezas, normalmente llevan cinco o seis y esta tiene doce —susurró Jason admirando la muñequita—, y eso responde a un motivo concreto, o eso se supone.

—¿Qué motivo?

—Que contenga más muñecas en su interior significa que más conocimientos posee. Que es más sabia o sabe más, en el sentido estricto, que tiene mayor conocimiento. Lo sé porque mi abuela materna era rusa, de Kiev, y las coleccionaba, tenía unas ciento cincuenta.

—¿Ah, sí? —Rab encendió un pitillo y miró a su cuñado a los ojos—. ¿Mayor conocimiento? Interesante.

—Os dije que era un portento —Claire besó a su flamante esposo.

Finalmente acabaron la cena entre brindis y abrazos, y se despidieron en Park Avenue con la promesa de verse al día siguiente en el aeropuerto. Eve y Robert se tomaron una última copa con los Weitz en el salón, charlando tranquilamente sobre Victoria, y su posible retorno a Inglaterra, simulando estar muy serenos, y cuando al fin se fueron a la cama, muy tarde, cerraron la puerta con llave, abrieron la caja de la Matrioska y rasgaron el sobre para leer de una maldita vez la nota que Chelechenko había incluido en su inesperado regalo:

Espero noticias de Tamara, señor McGregor, y a cambio le doy un adelanto: el amigo de su mirlo blanco en París se llama François Pascaude, originalmente Kirchner, Hans Kirchner, alemán refugiado en París desde el gobierno de Vichy. Este individuo ha ayudado a huir de Europa a varios oficiales del ejército nazi y es la clave de lo que está buscando. Tiene mis datos. Ahora espero que usted cumpla su parte.

S.C

—¿Mirlo blanco? —susurró Eve.

—El maldito nombre en clave para el duque de Windsor. ¿Cómo demonios…?

—¿En serio?

—Esto es muy irregular, Eve, extremadamente irregular.

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