Eve

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Capítulo 22

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—¿Qué ha pasado? —Rab abrió la puerta sin llamar y se la quedó mirando unos segundos. Eve estaba sentada frente a su escritorio, en la salita de juegos de Victoria, con la cabeza gacha, y cuando levantó los ojos oscuros hacia él, vio que estaba llorando, así que se sacó la corbata de un tirón y se acercó a ella cada vez más enfadado.

—Es esto… —le indicó la mesa llena de fotografías de los campos de concentración y se secó las lágrimas. Había al menos cincuenta y todas mostraban los estragos de la guerra, los supervivientes, las barracas inmundas, los hornos crematorios, eran espantosas.

—Te he dicho un millón de veces que no veas estas cosas, es recrearse en un dolor innecesario.

—Me ha llamado Frank McKenna. Me ha dicho que si iba ahora con mi cámara a Polonia y fotografiaba el Stalag Luft III y Auschwitz-Birkenau, me daba la entrevista, y le tuve que decir que no podía, así de simple, le dije no, lo siento, pero no puedo, porque en realidad no puedo, Rab, no puedo hacerlo y eso me parte por la mitad.

—Pero…

—Yo soy periodista, o eso pretendo, debería ir allí y hacer mi maldito trabajo, denunciar lo que esa gente hizo y no quedarme escondida en la comodidad de mi casa.

—Tus circunstancias…

—Mis circunstancias son que perdí a parte de mi familia en esos campos y que la única diferencia entre esas víctimas y yo es que yo tuve la fortuna de nacer en Inglaterra, porque si no habría caído con ellos, en esas condiciones inhumanas, porque se supone que era mi destino por ser judía.

—Un destino que marcaba una pandilla de asesinos a los que vencimos en la guerra.

—Lo sé, y ya que pasó, ya que es historia, debería comportarme como una mujer adulta, coger mi cámara e ir allí, pero no puedo, Rab, no puedo… —se echó a llorar y él se puso en cuclillas para abrazarla—. Odio ser tan débil.

—A veces reconocer la debilidad o nuestras limitaciones es un signo de valentía, Eve, venga, no llores —le apartó el pelo de la cara y le besó los ojos y la boca—. Eres la mujer más valiente que conozco, los dos hemos podido comprobarlo más de una vez. ¿O ya lo has olvidado?

—Dice que los campos están arrasados casi en su totalidad, que solo quedan vestigios porque los nazis los quemaron antes de huir, que no debería afectarme tanto, pero le tuve que contar lo de mi familia y dijo que lo comprendía.

—Porque es muy lógico.

—Así que me ofreció mandar a otro fotógrafo del Scotsman.

—Bien.

—Y se comprometió a darme la entrevista dentro de unos días en París. Tiene que acudir a una reunión con varios exmiembros de la Resistencia y ha prometido hablar conmigo y dejarme hacer un reportaje del encuentro.

—Bueno, esa es una gran noticia.

—¿No te importará que vaya? Seguramente será antes de Navidad.

—El 19 y 20 de diciembre hemos programado un dispositivo de vigilancia en París. Si coincide, podemos ir juntos.

—¿Un dispositivo de vigilancia?

—Pascaude.

—Bueno, sería perfecto… —se limpió la cara, suspiró y le sonrió acariciándole la mejilla—. ¿Has tenido un buen día?

—Bien hasta que me llamó mi madre para contarme tu «incidente» en la reunión con las Damas de Edimburgo. Pensé que estabas llorando por eso.

—¿Te llamó para contártelo?

—¿Qué pasó?

—Pues que la impresentable de Alison Fraser, la amiga íntima de Graciella Fitzpatrick, dijo alegremente mientras tomábamos el té que la columna de sociedad del periódico me la habían dado porque, y cito textualmente: «ningún jefe podía resistirse a mis modelitos, mis piernas y mi escote».

—¡¿Qué?!

—Lo juro por Dios —se levantó arreglándose el vestido y Rab se puso de pie con los ojos abiertos como platos—. Yo voy a esos dichosos encuentros por tu madre y por Katie, pero todo el mundo tiene un límite y el mío es cortito.

—Le diré un par de cosas a esa estúpida… —hizo amago de salir, pero Eve lo sujetó para abrazarlo.

—Ya le he dicho yo un par de cosas o tres, no vale la pena. Siempre hueles tan bien, Rab, me encanta —aspiró el aroma de su camisa y se apartó para mirarlo a los ojos—. Olvídate de esa gente, no vale la pena.

—¿Que no vale la pena? ¿Te faltan al respeto y tengo que quedarme quieto?

—No siempre tienes que actuar como mi caballero andante, mi amor.

—Pero, pero…

—Mira, si una mujer de treinta años pone en duda la calidad profesional de otra y se atreve a decirlo en público, derrochando ese machismo arcaico y recalcitrante sin una pizca de vergüenza, es que no merece ni medio segundo de mi tiempo, ni del tuyo. Ya le expliqué que las demás mujeres llevamos años estudiando, trabajando y ganándonos un prestigio profesional al márgen de nuestros padres y maridos, y que debería revisar sus criterios porque era obvio que seguía creyendo que las mujeres no somos más que un trozo de carne. Claro que en su caso a lo mejor es cierto…

—Oh, Dios —Robert se echó a reír a carcajadas y ella con él—. ¿En serio?

—Sí, y se lo dije gratis —le guiñó un ojo y Rab estiró la mano para abrazarla muerto de la risa.

—¿Tú eres idiota, Alison?

—¡¿Qué?! ¿Te pones de su parte, Graciella?

—No, pero la consigna no es atacar a esa mosquita muerta, es ignorarla, despreciarla, no ir contra ella para que Robert se ponga su brillante armadura y salga a defenderla. ¿No lo entiendes? ¡Joder! —tiró el abrigo con furia sobre el sofá y miró a sus cuatro amigas echando chispas por los ojos. Esa tarde no había ido al té de las Damas de Edimburgo y en su ausencia ellas la liaban parda contra la zorra de Rab, como si fueran estúpidas. Por eso las había citado en su casa para llamarlas al orden—. Os he dicho mil veces que la guerra es silenciosa: no se le habla, no se la invita a nuestras fiestas, no se la mira, se le hace el vacío, ¿queda claro?

—Eso es imposible si su suegra y sus cuñadas la invitan a todas partes.

—La llevan a actos de caridad, encuentros aburridos con nuestras abuelas, pero jamás podrán meterla en una de nuestras cenas o fiestas de cumpleaños, ni a ella ni a su mocosa, así de claro.

—Pero parece que no le importa. Tiene su trabajo…

—De momento no le importa, pero pronto se aburrirá la señorita de la capital y empezará a lamentarse. Solo lleva un año aquí, aún aguanta, pero dentro de poco se hartará y querrá volver a Londres.

—Y Robert con ella, ¿no?

—No, Alison, Rab se pasa la vida viajando así que pronto la cagará, se empezará a acostar con otras, si no lo está haciendo ya, y cuando la mosquita muerta lo descubra, tendrá que divorciarse, agarrará a la cría y se volverá a Inglaterra o se irá a los Estados Unidos con su familia. Fin de la historia. Él se quedará solo y entonces tendrá que buscar refugio en el cariño de sus amigos verdaderos, en los de toda la vida, en mí, que soy la única mujer que lo entiende y lo aguanta.

—Todo el mundo dice que se llevan muy bien.

—Eso es mentira, después del accidente se largó corriendo a Nueva York y Rab creyó que lo había abandonado. Andrew me lo contó, así que tan bien no les irán las cosas. Todo es cuestión de tiempo, hay que tener paciencia, no me preocupa esa zorra engreída, que se quede con su trabajo, sus reportajes y sus clases magistrales sobre el feminismo. A nosotras no nos llega ni a la suela del zapato y hay que tratarla con absoluta indiferencia, ¿de acuerdo? No quiero ni que la miréis, nunca más y se acabó el tema. ¿Vale?

—Vale —susurraron todas y ella sacó una botella de champán para compartirla.

—Lo que me importa ahora es que Andy vuelva a casa, necesito hablar con él y recuperarlo. Mi padre sigue empeñado en no darme dinero y se me está acabando el que tengo en metálico. Ya he mandado un par de gargantillas de esmeraldas a Londres para venderlas o no tendré ni para comer.

—No, Cillie, por Dios, no te dejaremos en la estacada.

—Gracias, pero no creo que podáis ayudarme a pagar ni a mi peluquera, así que mejor dadme ideas.

—Dile que estás embarazada.

—Eso es imposible, llevamos seis meses sin tocarnos.

—Habla con Rab. Si lo convences a él, hablará con Andrew.

—Rab no quiere saber nada, está muerto de celos por culpa de Percy —se rio coqueta—. Se encontraron en el club de campo y casi lo mata.

—Para evitar que Percy le pegara a Andrew, que fue quién lo enfrentó… —susurró Rosemary y enseguida se arrepintió de haber abierto la boca al ver los ojos de odio de Graciella.

—A lo mejor podrías empezar por pedirle a Percy que deje Edimburgo —intervino Susan—. Tu padre está enfadado por su presencia aquí, igual que Andrew y todos los demás. Pídele que se vaya y …

—Ya lo he hecho y se irá, aunque no muy lejos, es una fiera en la cama y no lo quiero perder.

—Conociendo a Andrew, tienes que llegar a él a través de sus amigos. Siempre ha sido muy manejable y hace caso a la gente que le importa, como los McGregor o ese Danny Renton, habla con él.

—¿Con ese obrero?, por el amor de Dios.

—Pues no quedan muchas opciones.

—Katie o Anne —dijo de pronto Graciella y se levantó más animada—. Las chicas me quieren muchísimo, son como mis hermanas, seguro que pueden interceder. Pero Anne mejor que Katherine que es más jóven, eso es, Annie me adora, ¿sabéis? De no ser por mí no hubiese superado jamás lo de Andrew McAboy…

—Claro —las cuatro se miraron sabiendo que aquello era absolutamente falso, pero como la hija del conde de Fitzpatrick era especialista en adornar la historia siempre a su favor, se callaron y asintieron sin querer.n contradecirla.

—Ya está, hablaré con Anne y ella convencerá a Andy, lo traeré a casa, lo mimaré un poco

et voilà, comiendo otra vez en mi mano y todo arreglado.

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