Eve

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Capítulo 23

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Anne estaba feliz con su casa nueva, no había podido dar con un pisito más acogedor y mejor situado, y todo gracias a su madre, que después del enfado inicial por su decisión de independizarse, la ayudó a encontrar la casa perfecta para ella, en New Town, muy cerca de sus padres, de Eve y Rab, y del centro, pero lo suficientemente apartado de todos ellos como para sentirse de verdad independiente.

La casa, una antigua mansión victoriana, había sido dividida en tres plantas y ella alquiló la segunda, con dos dormitorios, un amplio salón, cocina, un moderno cuarto de baño y un despacho que pretendía convertir en biblioteca. Noventa metros cuadrados solo para ella y no podía sentirse mejor dentro de esas cuatro paredes que pretendía decorar con calma, sin prisas ni precipitación, para poder elegir los muebles y los detalles que verdaderamente le gustaran. La casa era estupenda y tenía dos vecinos, en la planta baja a su casera, la señora McFraser, una viuda de sesenta años a la que conocía de toda la vida, y arriba a los Miller, una pareja de ingleses, ambos maestros, que trabajaban en Escocia. No había niños, ni mucho ruido y en cuanto entró con Eve y su madre allí, sintió que había encontrado su hogar.

Estaba encantada, muy ilusionada y gracias a su inminente mudanza y los preparativos del cambio, apenas pensaba en Andrew Williamson y sus cuitas sentimentales, que seguía lamiéndose las heridas en casa de Robert, sin esperanza o voluntad para deshacerse de una vez por todas de su pasado, algo que empezaba a sacarla realmente de quicio.

—¿Hola…? —la voz de Graciella la hizo ponerse de pie de un salto y asomarse al salón con el ceño fruncido. Era la última persona que esperaba por allí y la miró muy sorprendida cuando ella, que iba vestida completamente de morado, se sacó el abrigo arrugando la nariz—. Así que este es tu caprichito.

—¿Caprichito? ¿Qué haces aquí?

—Hola, bienvenida, ¿qué tal? ¿No puedes saludar como la gente normal? Cada día te pareces más al impresentable de tu hermano. ¿Y tú? —miró a Victoria, que apareció gateando detrás de su tía, y dio un paso atrás—. ¿No estás sola, Anne?

—Solo con Vicky, he venido con ella para ordenar la biblioteca.

—¿Y sus padres?

—De viaje. ¿Qué quieres, Graciella? ¿Puedo ayudarte en algo?

—Quería conocer tu piso de soltera —lo miró todo con desprecio y luego volvió a fijar la vista en la niña, que la miraba con curiosidad con esos ojazos azules idénticos a los de su padre. Era muy guapa, muy despierta y pensó una vez más que debería ser suya y no de la bruja inglesa que había engatusado a Rab durante la guerra—. Hola, Vicky, ¿quieres darme un beso?

—No —contestó la niña tajante y Anne se echó a reír.

—¿Cómo que no?

—No.

—Por Dios, ya veo que ha heredado el encanto de su madre.

—¿Necesitas algo de mí? —Anne se agachó y cogió a Victoria en brazos.

—Quería ver tu nueva casa. ¿Cuándo te mudas?

—El 2 de enero.

—Es bastante agradable.

—A mí me encanta.

—¿Y dónde está Rab? ¿Otra vez con sus misterios?

—¿Qué necesitas de mí, Graciella? En realidad no tengo tiempo para tantos rodeos.

—Bueno yo —caminó por el salón y se sentó en una silla junto a la ventana— venía para pedirte un favor.

—Claro, pues tú dirás —agarró una galleta de una caja metálica y se la dio a su sobrina antes de dejarla otra vez sobre la alfombra—. Toma, cariño, espérame un segundo y seguimos con los libros, ¿quieres?

—Sí.

—Se parece mucho a Robert —reconoció Graciella observando su pelo oscuro, con ese brillo caoba tan característico de los McGregor y los ojos claros bordeados por unas pestañas muy espesas. Rab era el hombre más guapo del mundo, el más seductor, con esa sonrisa maravillosa y no podía negarlo, su hija había heredado todo eso y más.

—Sí, es como su padre, pero también tiene mucho de su madre.

—Bueno, de eso no pienso opinar.

—Me lo imagino, pero dime —se le puso delante—. ¿Qué quieres? Tengo mucho que hacer.

—Se trata de Andrew, venía a pedirte ayuda con él.

—¿Para qué?

—No quiero divorciarme, es la única persona en el mundo que de verdad me ha querido, y no quiero perderlo.

—Ah… —Anne sintió igual como si le dieran un puñetazo en el centro del pecho, pero reprimió el impulso de abofetearla y se sentó—. ¿Y tú lo quieres?

—Por supuesto.

—No mientas, Graciella, tu padre nos dijo que te había quitado tu asignación y que pensaba desheredarte si te divorciabas por tercera vez. Ya sabemos que no estamos hablando de amor.

—¿Por qué hablas de mis divorcios? Eso jamás existió.

—Claro que sí, en tu mente infantil los has borrado, pero resulta que el resto del mundo no nos olvidamos de todos tus maridos.

—Eres muy cruel.

—¿Cruel? ¿Por qué?

—Bueno, solo necesito que le hagas llegar un mensaje a Andy, es imposible verlo, no coge el teléfono y Rab, que debería meterse en sus asuntos y dejarnos en paz, no me deja acercarme… Tú eres mi única esperanza, podrías ayudarme a concertar una cita con él, aunque sea aquí. Nadie nos buscará aquí, y si lo tengo delante lo convenceré, sé manejar a Andy, dame cinco minutos a solas con él y asunto arreglado.

—Mejor será que te vayas de mi casa antes de que me levante y te dé una paliza.

—¡¿Qué?!

—¿Crees que te voy a ayudar a manipular a Andrew para que vuelvas ha hacerle daño? ¿De verdad lo crees?

—Tú eres como mi hermana, tienes que ayudarme.

—No soy como tu hermana, jamás hemos sido amigas, ni siquiera me caes bien, así que, por favor, vete de aquí ahora mismo y olvidaré lo que me has dicho y no se lo contaré a Andy.

—¿Estás celosa? —se levantó agarrando su bolso—. ¿Es eso? ¿Como tú no consigues un marido quieres amargarnos la vida a los demás?

—Yo seré soltera, Graciella, pero al menos no hago el ridículo constantemente babeando detrás del marido de otra mujer.

—¿Qué insinúas? Porque Rab… Robert… él y yo… jamás debió casarse, fue un error y por eso yo voy perdida cometiendo errores… tú lo sabes…

—Solo sé que eres lamentable y que no permitiré que vuelvas a dañar a Andy, no lo permitiré y haré todo lo posible para que siga alejado de ti, porque eres insoportable. Adiós —se acercó a la puerta y la abrió sonriendo a Victoria que observaba la escena muy atenta—. Fuera de mi casa y no te atrevas a volver por aquí.

—Se lo diré a tus padres…

—¿Se lo dirás a mis padres? Graciella, mírate —bufó indignada—. Acabas de cumplir treinta y siete años, ya eres una mujer madura, una mujer de mediana edad que debería asumir su edad y su realidad. ¿Cuándo vas a dejar de comportarte como una adolescente?

—Hija de puta —susurró ella roja como un tomate—. Tú y todos los demás. Ojalá hiervas en el infierno después de envejecer sola y amargada en un ridículo apartamento de soltera. Tú sí que eres lamentable, Anne, patética y envidiosa, mírate un poco.

Anne cerró la puerta y se sintió muy aliviada, casi feliz. Llevaba años enfrentándose a Graciella, pero nunca había podido ponerla de patitas en la calle porque en casa de sus padres era siempre bienvenida. Era la única hija del mejor amigo de su padre y por muy insufrible que fuera, siempre la recibían y le servían una taza de té, pero eso se había acabado, en su casa no volvería a entrar y el ánimo le mejoró de manera instantánea.

—¿Seguimos ordenando los libros, ángel mío?

—Sí —Vicky se agarró a un mueble y se puso de pie con su vestidito de

tweed beige, se giró hacia ella y le regaló una enorme sonrisa.

—No puedes ser más preciosa, ¿sabes Victoria? —le dio la mano y se la llevó andando al despacho—. Eres la mejor niña del mundo.

—¿Mamá?

—Mamá está en París, pero esta noche la llamamos por teléfono, ¿quieres?

—Sí.

—¡¿Dónde están mis chicas favoritas?! —gritó Andy desde la entrada y Anne se sobresaltó—. Deberías cerrar con llave, Annie.

—¿No te has encontrado a nadie en la escalera?

—Sí, ¿cómo lo sabes? —se acercó a la niña y la cogió en brazos para hacerla girar en el aire—. Con tu vecino William, Bill Miller nada menos, estuvo con nosotros en Duxford, casi me da un soponcio al verlo… Qué pequeño es el mundo, subí a su casa a conocer a su mujer y a tomar una taza de té.

—¿Ah, sí? —respiró aliviada y volvió a sus libros.

—Ya verás cuando se entere Rab, era de nuestra unidad.

—No sabía nada.

—¿Y que hacéis?, ¿cómo va la biblioteca?

—Muy bien, la señorita McGregor me ayuda mucho.

—Bueno, pues ahora te ayudo yo también —se sacó la chaqueta y se puso manos a la obra. Anne lo observó de reojo. Unos minutos y se habría encontrado a Graciella en la escalera, pensó. Luego sonrió al ver que Victoria cogía un libro muy pesado para ella.

—Cariño, déjalo, tú me traes los pequeñitos, ¿vale?

—¿Tenéis planes para la cena? Porque me gustaría llevaros a cenar, si me lo permitís.

—¿En serio?

—Claro, aún no hemos celebrado lo de tu piso nuevo.

—Bueno, perfecto, pero tengo que volver a casa de mis padres a las ocho y media porque Eve llamará para saber de Vicky.

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