Eve

Eve


Capítulo 25

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Pisó aquel impresionante edificio diez minutos después de haber recibido las últimas instrucciones por boca de Jack Cornell, y de haber visto fotografías de François Pascaude y de su supuesto jefe, lord James Swodon. En su cabeza tenía muchos datos, pero lo prioritario era parecer tranquila y segura, lo demás vendría rodado, le insistió Cornell, así que respiró hondo y bajó del taxi, conducido por un colaborador francés, y entró cuadrando los hombros. Entregó su abrigo de visón en recepción y un segundo después tenía los ojos de todo el mundo encima, de hombres y mujeres a los que no conocía y que le regalaron sonrisas y suspiros de admiración sin atreverse a hablar con ella.

Madame —un camarero muy alegante le acercó una copa de champán y ella se lo agradeció, al tiempo que avanzaba hacia el piano de cola, que en ese momento tocaba un hombre de raza negra, para disimular un poco los nervios y oír despreocupadamente la música, aunque antes de llegar a su destino divisó por el rabillo del ojo a Pascaude, vestido de esmoquin. El hombre se quedó con la boca abierta mirándola. Ella le clavó los ojos y sonrió, luego llegó al piano y se enfrascó en los acordes ignorando a todo el mundo.

Madame… no tengo el placer de conocerla —le susurró a la espalda, en francés, y Eve se giró hacia él intentando asimilar que tenía delante a un exoficial de la Gestapo, un asesino, aunque la verdad es que fue incapaz de valorarlo de esa forma.

—Encantada. Me llamo Catherine Butler,

monsieur Pascaude, ¿cómo está?

—¿Que cómo estoy? Bendito sea Dios, la palabra es impresionado, señorita Butler, ¿o debo decir señora? —le miró la mano y Eve parpadeó al ver que no se había sacado los anillos de su mano izquierda, una verdadera y tremenda estupidez de principiante.

—Señora,

monsieur, qué observador es usted, ¿o se lo ha soplado mi jefe? —sonrió coqueta y le recorrió la pechera del esmoquin con los ojos.

—¿Su jefe?

—Lord James Swodon, me ha mandado en su nombre para saludarlo, lamentablemente está en cama con pulmonía.

—Oh, claro, es cierto, me imagino que su hija Isobel lo estará cuidando.

—Me temo que no,

monsieur.

Lady Isobel vive en los Estados Unidos desde hace unos años y no hemos querido alarmarla —trampa de manual. Sonrió para sí y volvió a fijar los ojos oscuros en ese hombre maduro tan elegante, que vivía de incógnito en París desde su liberación en agosto de 1944.

—Es cierto. ¿Quiere tomar algo? ¿Cenar conmigo?

—Me encantaría, pero me esperan en otra parte, solo me he escapado para saludarlo y pedirle la confirmación a lo de Versalles del mes que viene —sonrió y se acercó a él, el tipo bajó los ojos y le miró los pechos a punto de sufrir un infarto—. ¿O estoy siendo muy directa? Si es así, discúlpeme, pero tengo algo de prisa.

—No por Dios, es que me tiene impresionado, jamás había visto una mujer como usted.

—Se lo dirá a todas.

—No crea,

madame… en fin… —suspiró y se le acercó para susurrarle al oído—. Cuente con esa invitación y espero que pueda venir y cenar conmigo.

—No le prometo nada,

monsieur, pero lo intentaré.

—¿Y qué podría retenerla lejos de mí?

—Un millón de cosas…

—¿François? —la voz de una mujer los interrumpió y Pascaude se apartó de Eve de un salto. Ella levantó los ojos y se encontró con una mujer morena guapísima, muy elegante, vestida de plateado. Jamás había visto un vestido de ese color y se quedó un segundo hipnotizada observando su maravilloso aspecto—. ¿Qué haces, cariño? ¿Me has abandonado?

—No, Giovanna, amor mío, estaba saludando a la secretaria de lord Swodon, que tiene que marcharse enseguida.

—¿En serio? —la mujer la calibró de arriba abajo y le extendió la mano—. Giovanna Lopidato, me extraña que una mujer se ponga tan guapa para pasar como un suspiro por una fiesta.

—Es que me esperan en una cena, encantada —devolvió el saludo y miró cómo ella se abrazaba al cuello de Pascaude y le besaba la oreja para dejar claro que su relación con el individuo era íntima y personal—. Debería marcharme. ¿Todo solucionado,

monsieur?

—Sí… —Pascaude le guiñó un ojo, buscó el bolsito de su novia y de dentro sacó un sobre diminuto con un número, el 11, dibujado en su frontal. Se lo extendió y Eve lo sujetó sin mirarlo—. Instrucciones.

—Gracias,

monsieur, ahora, debería irme.

—Claro, encantado de conocerla.

—Adiós. Señora Lopidato.

Adiós susurraron los dos y Eve se vio de pronto obervada por varios pares de ojos escrutadores que la siguieron los metros que la separaban del

hall de salida, sin perderla de vista en ningún momento. Todo el mundo pareció guardar silencio para seguir su taconeo seguro hacia la salida y solo atinó a poner cara de mujer fatal y a seguir su camino como si no estuviera allí, sino en Edimburgo camino del parque con su hija.

—Bonito culo —susurró Giovanna acariciando la espalda de François Pascaude—, no me importaría meterla en nuestra cama, así que ya puedes dejar de babear e intentar que vuelva por aquí.

—¿Te gusta? ¿Has visto esos pezones?

—Sí.

—Jamás me cansaría de ellos… ¡Phillipe! —llamó y a su lado se materializó un tipo enjuto vestido de manera muy discreta—. Lord Swodon queda apuntado a lo nuestro y cuando hables con él, insiste en que se traiga a su preciosa secretaria.

—Sí, señor.

Eve llegó a la calle con el pulso acelerado, se cerró el abrigo hasta las orejas y miró hacia la oscuridad sin saber muy bien qué hacer, porque había tardado poquísimo. Tal vez no hubiera nadie esperándola y no podía coger cualquier taxi, así que miró la hora y en ese preciso momento un vehículo llegó a su lado y su conductor, Jack Cornell en persona, la animó a subir.

—¿Qué ha pasado? ¿Has tenido que abandonar?

—No, todo arreglado —se sacó el sobrecito del bolsillo y le sonrió. Cornell le guiñó un ojo a través del espejo retrosivor y ella soltó una risa nerviosa.

—Enhorabuena.

—No tardó ni dos minutos en abordarme, charlamos un ratito y no duró más porque tuve la gran suerte de que su novia nos interrumpiera, así que todo se aceleró…

—¿Novia? ¿Qué novia?

—Una mujer muy guapa, Giovanna Lopidato dijo que se llamaba.

—¿Giovanna Lopidato? —se le escapó la risa y ella lo miró ceñuda—. Lo siento, sabemos quién es, se la presentaron a Robert, bueno, a David Stevenson, los duques de Windsor y sabíamos que estaba bien relacionada ¿pero con Pascaude? ¿Cómo sabes que era su novia? Que yo sepa el tío tiene mujer en Alemania.

—Tendrá mujer en Alemania, pero Giovanna lo abrazó y besó de manera bastante íntima delante de mí.

—Vale, perfecto. ¿Cómo te has sentido, Eve?

—Nerviosa pero bien, ha sido emocionante, y solo se trataba de un tío salido y baboso…

—¿Salido y baboso? Buena definición, pero mejor si no la repites delante de tu marido.

Dieron varias vueltas por el centro de la ciudad y finalmente se encaminaron a la isla de San Luis donde entregaron el taxi a su legítimo dueño antes de subir corriendo las escaleras hasta el piso franco donde los esperaba el resto del equipo. Hacía un frío de muerte pero Eve estaba tan emocionada por lo que acababa de ocurrir, que cuando llegó arriba iba con las mejillas arreboladas y una enorme sonrisa en la cara.

Et voilà! —gritó Cornell abriéndo la puerta con una reverencia—. Ni quince minutos y ya lo tenemos.

—¡Bravo! —aplaudió Pearl—. ¿Ha ido todo bien?

—Genial —respondió Eve viendo entrar a Robert como un toro de lidia en el salón—. Muy bien.

—Vamos —la agarró del brazo y la metió dentro del dormitorio, cerró la puerta de un golpe y le arrancó el abrigo a tirones, luego agarró el vestido y desgarró la seda de un tirón dejándola desnuda en medio de esa habitación gélida y medio a oscuras.

—Vale, estás muy enfadado.

—Quítate eso de la cara —le puso una toalla en la mano y acabó de quitarle las medias y las ligas—, y ponte tu ropa.

—Rab… —le acercó la ropa y acto seguido salió dando un tremendo portazo—. Está bien…

Se vistió, se puso sus zapatos, se soltó el pelo y se limpió el maquillaje con bastante dificultad. No sabía si dormiría allí o si alguien la llevaría a su casa de huéspedes, así que esperó un momento para ver si Robert volvía y decía algo, pero como no apareció, finalmente se atrevió a salir al salón con el bolso en una mano y el sombrero en la otra. Abrió la puerta con precaución y miró al pequeño grupo que hablaba en torno a un hornillo con agua caliente. Todos se giraron para mirarla y entonces estallaron los aplausos.

—¡Bravo, Eve! Eres la bomba —Pearl se acercó y le dio un beso en la mejilla—. ¿Te dijo algo sobre el Mirlo Blanco?

—No, en realidad fue todo muy rápido.

—¿Y cuánta gente había allí?

—Alrededor de cuarenta o cincuenta personas.

—Perfecto, ¿quieres vino caliente? Te lo mereces —Jack Cornell buscó una jarrita para ella pero antes de hacer nada Rab apareció para abrazarla por los hombros.

—No, Eve se marcha.

—Bueno, un minuto para celebrarlo.

—No, gracias —la empujó a la salida y todos guardaron silencio. Eve se despidió con la mano y lo siguió hacia la parte trasera del edificio donde los esperaba Fred Livingstone con un coche. La empujó dentro de la parte de atrás y él se sentó al lado del conductor en completo silencio. Eve se arrebujó en su abrigo y decidió callarse hasta estar a solas, no pensaba montar un escándalo delante de nadie y, además, él tenía derecho a cabrearse, lo sabía, y no pretendía apaciguarlo.

—¿No te quedas? —encendió la lampara de la mesilla de noche y se giró para mirarlo. Él seguía con el abrigo puesto revisando el cuarto de baño, los armarios y mirando por la ventana hacia la calle cubierta de nieve—. ¿No piensas volver a dirigirme la palabra?

—Mañana coge tu vuelo de las diez, yo volveré a Londres por la noche y dentro de dos días estaré en Escocia.

—Rab…

—Alguien vendrá a las siete de la mañana para llevarte al aeropuerto.

—No te vayas así, por favor.

No se molestó ni en mirarla, salió del cuarto sin cerrar la puerta y ella se quedó escuchando sus pasos acelerados escaleras abajo. Suspiró y se echó a llorar. Sabía que había ignorado sus deseos, que había desobedecido sus órdenes, pero ella jamás había guardado obediencia a su marido y siempre actuaba según su criterio, así que tampoco podía ponerse así, se conocían, ambos eran huesos duros de roer y ella siempre le había perdonado todo, incluso cosas muchísimo más graves. El castigo no podía durar demasiado, no sería justo. Se metió en la cama vestida, helada hasta los huesos, comprendiendo que el silencio de Rab era la peor de las opciones, no lo soportaría mucho tiempo. Se derrumbó y se echó a llorar como una cría, sin acordarse ya de su actuación estelar frente a ese exoficial nazi al que le había costado tan poco engañar.

—¿Quién es? —unos golpes secos en la puerta la pegaron al techo del susto, se levantó y buscó con los ojos algún arma afilada con la que defenderse.

—Soy yo, abre.

—¿Has vuelto? —le abrió la puerta y quiso abrazarlo, pero él la esquivó y se tiró en la cama.

—El protocolo aconseja no dejar a un agente solo después de una misión y Pearl no puede venir a acompañarte.

—Gracias.

Se metió en la cama a su lado y se abrazó a su pecho. Olía a tabaco y cuando levantó los ojos se quedó embobada admirando su cara perfecta, la mandíbula marcada, la boca bien dibujada y las pestañas largas y oscuras que enmarcaban esos maravillosos ojos color turquesa que él mantenía cerrados. Se incorporó y lo besó en la boca, le separó los labios con la lengua y luego siguió besándole la cara sin que él dijera ni una sola palabra. Le arrancó el abrigo, la chaqueta, el jersey y al fin llegó hasta su pecho desnudo, cubierto por ese vello oscuro y suave que tanto le gustaba. Rab seguía sin emitir sonido alguno, así que Eve se desnudó con prisas y se montó encima de él quedando completamente expuesta al frío, pero no le importó porque el contraste era delicioso, el calor abrasador que le subía por todo el cuerpo contra el gélido aire de esa habitación oscura… Acarició su pene con la mano, se deslizó por su torso y lo lamió con suavidad, provocándole un escalofrío y cuando al fin llegó a su preciosa erección la besó y la acarició con cuidado, con los dedos y con la lengua hasta que él anunció con un gruñido que no podía más y solo entonces lo ayudó a penetrarla y a seguir el ritmo intenso de sus caderas, que no se detuvieron hasta que él se incorporó para abrazarla, mirarla a los ojos y llegar juntos al clímax con un quejido profundo.

—Esta es la mejor sensación del mundo —susurró contra la almohada. Robert la abrazó con todo el cuerpo y ella le sujetó las manos—, los dos aquí desnudos y calentitos, como si no hiciera un frío de muerte. Estoy agotada, Rab… ¿Cariño? —giró la cabeza y vio que se había dormido, le besó la mejilla y suspiró—. Buenas noches.

Llegó a la calle y comprobó que seguía nevando. Llevaba media hora despierta, después de que amaneciera sola y helada hasta los huesos en medio de esa enorme cama. Rab no estaba por ninguna parte y se levantó muy desorientada pensando en que cogería una pulmonía si seguía en esa habitación mucho más tiempo, hasta que él apareció, con Fred Livingstone, muy callado, pero al menos con una taza de café caliente que le reconfortó el cuerpo y que se tomó con prisas antes de coger su maleta y bajar a buscar el coche que la acercaría al aeropuerto.

—Dentro de dos días estaré en Edimburgo —gruñó Rab con el abrigo cerrado hasta las orejas. Eve se puso de puntillas y le acarició el pelo cobrizo y ondulado con ternura.

—Muy bien, dame un beso.

—No hables con nadie y coge inmediatamente el vuelo a Escocia, no te entretengas en Londres.

—Lo sé… ¿No me vas a mirar?, creí que anoche me habías perdonado —él se estiró y le clavó los ojos claros desde su altura, sin abrir la boca—. ¿Ah, no? ¿Y entonces por qué te acostaste conmigo?

—¿Sexo culpable? —susurró sin sonreír—. Nunca lo rechazo.

—¿Qué…? —parpadeó sin saber si echarse a reír y darle con el bolso en la cabeza y entonces fue Livingstone el que rompió la duda tocándole el brazo.

—Señora, podemos irnos.

—Gracias, Fred —lo miró un segundo y luego se giró para replicar a Rab, pero él ya le había dado la espalda y caminaba a buen paso en sentido contrario, alto y elegante, en medio de la gente atareada que llenaba el centro. Bufó muy enfadada y se metió dentro del coche mascullando toda clase de improperios—. Vamos, Livingstone, me muero de ganas de volver a casa.

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