Eva

Eva


11. Era un sombrero nuevo

Página 16 de 23

11. Era un sombrero nuevo

—La escuadra republicana se ha vuelto atrás —dijo el cónsul.

Se llamaba Luis Fragela de Soto. Pasaba de los cincuenta años, tenía el rostro bronceado y vestía bien, con ligeros toques británicos. Pelo entrecano, bigote recortado, manos nerviosas y ojos inteligentes. Ingeniero en la vida civil, había construido presas y saltos de agua durante la dictadura de Primo de Rivera. Desde hacía cinco meses era el representante oficioso en Tánger de la España franquista.

—Los han dejado solos —añadió.

Falcó cruzó las piernas y bebió un sorbo de té con hierbabuena que le quemó los labios. Sosteniendo el vaso entre el pulgar y el índice, volvió a ponerlo sobre la mesa.

—¿Hubo combate?

—No. El Baleares los interceptó al sur de Málaga; un crucero y dos destructores. En cuanto lo divisaron, tendieron una cortina de humo y se retiraron.

Falcó miró hacia la calle. Estaban en un saloncito del piso situado sobre el Café Central, con Antón Rexach de guardia en el pasillo para que nadie los molestara. Desde el balcón, entre macetas de helechos y albahaca, se veía el bullicio matutino del Zoco Chico. La gente sentada enfrente, en la terraza del Fuentes. Un cartel anunciando la película Tres lanceros bengalíes y otro de aceite Giralda.

—No siempre Iberia parió leones —bromeó el cónsul.

Se lo había dicho al capitán de fragata Navia, que estaba sentado con ellos. El comentario de Iberia y los leones no pareció ser del agrado de este, pues miraba al cónsul con demasiada fijeza. Una especie de educada censura.

—No tienen jefes —señaló el marino—. Los asesinaron a todos.

—Claro.

—Ahora su escuadra la mandan oportunistas e incompetentes.

—Por supuesto.

—Y criminales.

El comandante del destructor Martín Álvarez seguía vistiendo ropa civil, cuyo desaliño delataba el uniforme ausente. Llevaba una corbata de punto y un holgado traje cuya americana seguía pesando más del bolsillo derecho que del izquierdo. También él, observó divertido Falcó, tomaba sus precauciones.

—En cualquier caso, esto simplifica la situación —opinó el cónsul—: el Mount Castle no puede esperar ayuda exterior… Queda abandonado a sus propios recursos.

—¿Y son? —preguntó Navia.

—Casi ninguno. Operacionalmente, su capitán está atrapado en la ratonera por usted y su barco… Diplomáticamente, no hay vuelta atrás. Deberá abandonar Tánger pasado mañana, o ser internado con su carga.

—¿Y qué pasa con el oro, en tal caso?

—Quedaría en depósito aquí hasta el final de la guerra, bajo custodia del Comité de Control.

—Y acabarán entregándonoslo —dijo Falcó.

—Por supuesto —el cónsul los miraba con sonrisa ladina y triunfal—. Sería un golpe propagandístico contra la Unión Soviética… Un maravilloso escándalo.

Toqueteaba su taza de café. Después se puso a juguetear con la cucharilla.

—Pero el golpe será mayor si nos hacemos antes con él —añadió—. El final de la guerra puede tardar, pues Franco no tiene prisa. Su estrategia es la de una boa constrictor: irá estrangulando poco a poco, tomándose su tiempo. Ya han visto lo del Jarama. Aunque esos rojillos se pasan la guerra corriendo…

Falcó sintió deseos de ser insolente. Iba con su naturaleza.

—Rojos —corrigió.

—¿Perdón?

—Nada de rojillos. En el Jarama no corrieron… Pelearon con bravura y cayeron a centenares, como los nuestros. Y en Madrid tampoco corren.

Desconcertado, el cónsul miró a Navia como si esperase apoyo por su parte; pero el marino no dijo nada. Parecía divertido por el comentario de Falcó.

—Nos apartamos de la cuestión —repuso el cónsul, incómodo.

—Pues no deberíamos.

Asintió el otro, inseguro. Costándole un poco retomar el hilo.

—En cuanto al barco —dijo al fin—, el Caudillo quiere mostrar firmeza y que no parezca que el oro está por encima de todo… Al fin y al cabo, somos gente de honor.

—Hidalgos españoles —apostilló Falcó con aire neutro.

El cónsul lo miró indeciso de nuevo, barruntando la ironía. Después volvió a manosear la cucharilla.

—La esperanza de la República es que estalle pronto la guerra en Europa, aunque eso no ocurrirá hasta que acabe lo nuestro. Somos un excelente aperitivo para unos y otros… Luego pasarán a los platos principales.

—¿Se han podido interceptar las comunicaciones del capitán enemigo? —quiso saber Navia.

Respondió negativamente el otro. Lo que sí estaba comprobado era que había debate en Valencia. Al gobierno republicano le horrorizaba que el Mount Castle fuera capturado. Incluso preferían verlo internado en Tánger. Pero los soviéticos apretaban mucho; habían hecho del barco cuestión de reputación y presionaban para que se hiciese a la mar. En realidad, el oro lo daban por perdido. Ahora buscaban que hubiera agresión abierta, y explotar internacionalmente el asunto. Sus agentes a bordo habían recibido órdenes de embarcar a toda costa y mantener la disciplina.

—De suicidarse —resumió objetivo Navia.

El cónsul hizo una mueca desdeñosa.

—Si caen en nuestras manos, fuera del territorio internacional de Tánger, me temo que los tres serán fusilados —era obvio que no lo temía, sino todo lo contrario—. Incluida la rusa, naturalmente —miró a Falcó como si este poseyera claves que él ignoraba—… ¿Qué diablos hará una mujer metida en esto?

—Las rojillas son así de imprevisibles —dijo fríamente Falcó—. Quizá se cansó de lavar y planchar.

El cónsul se lo quedó mirando, entreabrió la boca para decir algo, pero pareció pensarlo mejor. Fue Navia quien habló ahora.

—Si echo el barco a pique, quizá se hundan con él —dijo.

Falcó tardó tres segundos en hacer la pregunta.

—¿Y si sobreviven y los rescata del mar?

—Tengo instrucciones. Los tripulantes, a prisión para ser juzgados. Los dos hombres y la mujer, pasados por las armas.

—¿Y lo hará, si llega el caso?

Navia lo miró con dureza.

—Ese no es asunto suyo.

Movía el cónsul la cabeza con exagerado aire de lamentar todo aquello.

—No me gustaría estar en el lugar de esos tres —se dirigió a Falcó—. ¿De verdad cree que seguirán hasta el final la suerte del barco?

Lo pensó Falcó un momento. O hizo como que lo pensaba. Por la ventana abierta llegaba el rumor de la gente en la calle.

—Creo que sí —asintió al fin—. Después de todo, el americano y la rusa son agentes del NKVD. Gente disciplinada y dura. Se atendrán a las órdenes recibidas, sean cuales sean.

—¿Quiere decir que si lo de esta noche se malogra, presionarán al capitán Quirós para que salga y lo intente?

—Estoy convencido.

—¿Y qué hay del español?… Ese comisario de la flota. El tal Trejo.

Falcó se recostó en el asiento, se quitó una mota de polvo del pantalón y dirigió un vistazo sereno al exterior. Entornaba los párpados como un halcón que dejara atrás los despojos de su presa.

—Oh, ese cuenta poco —respondió con cautela—. Creo que ha desembarcado y no está muy por el asunto… No me extrañaría que se negara a subir a bordo, o que desertara antes de que el desenlace sea inevitable.

—¿Desertar?… Hum. ¿Usted cree?

—Todo puede ser.

La cucharilla bailaba en las manos del cónsul.

—¿Tiene alguna información concreta al respecto?

—Ninguna.

—Lo supone, entonces.

—Sí.

Tras un breve titubeo en demanda de certezas, el otro se volvió hacia Navia.

—Sus órdenes no han cambiado, ¿verdad?… Así que supongo que su intención, tampoco.

—No —respondió el marino—. En cuanto el Mount Castle esté fuera de las tres millas, le haré señales de parar máquinas. Si no obedece, abriré fuego. Si responde al fuego, lo hundiré.

Había mencionado cada eventualidad con calma profesional. Sin inflexiones. El cónsul dejó quieta la cucharilla para inclinarse hacia él, interesado.

—¿Y a qué profundidad será eso?

—Entre cuarenta y sesenta metros de sonda, según la carta náutica. Lo dejaría en posición rescatable por buzos, cuando llegue el momento.

Al cónsul le brillaban los ojos. Todo a pedir de boca, decía su gesto de alivio, sin que él tuviera que arriesgar gran cosa. En cualquier caso, en puerto o fuera de él, la responsabilidad iba a ser de otros. Podría seguir yendo al Country Club sin que los demás cónsules se le echaran encima.

—Tenemos los triunfos y el capitán rojo lo sabe —dijo, animado—. Esta noche se juega la mano decisiva. La más pacífica y razonable.

Señaló Falcó al capitán de fragata.

—Quirós exige que también esté allí nuestro comandante.

—Claro —sonrió tolerante el cónsul—. Entre marinos todo es más llevadero. ¿No?

—Puede ser —dijo Navia.

—Tienen mi apoyo, por supuesto. Mi colaboración entusiasta. Pero comprendan que no debo mezclarme de modo público… Si sale mal y hay escándalo, el consulado nacional no puede verse envuelto. Es misión de ustedes —miraba a Falcó entre suspicaz y esperanzado—. De usted, en especial, ¿no?… Supongo que lo tienen todo previsto.

—Lo tenemos.

—Para garantizar que vaya bien —señaló Navia—, hay dispuesto un trozo de abordaje…

El cónsul se mostró desconcertado. Enarcaba las cejas.

—¿Un trozo?

—Me refiero a un grupo de asalto.

El otro se tocó el bigote.

—Dios mío… ¿Habrá disparos?

—No necesariamente.

Acto seguido, el marino detalló el asunto. Veinte hombres armados con un oficial de confianza abordarían el Mount Castle desde el lado opuesto al muelle, apenas el capitán Quirós firmara un documento de entrega voluntaria del barco a la Armada nacional. Se le había solicitado una lista con los tripulantes más peligrosos, para neutralizarlos. A los que no desearan seguir a bordo se les daría opción de bajar a tierra y ser evacuados a donde quisieran ir.

—De eso sí debe encargarse el consulado —aclaró Falcó.

Asintió el cónsul, más tranquilo. Se miraba las manos como para comprobar que seguían limpias.

—Por supuesto. En esa fase puedo intervenir abiertamente. Se tratará ya de una acción humanitaria, sin duda.

—Con especial atención al capitán Quirós.

—Pues claro. Ahí seré todo lo humanitario que me sea posible.

—¿Ha dado usted instrucciones para que se ocupen de su familia?

—Estoy en ello. Pueden reunirse en Portugal o Francia, como él prefiera.

Asintió Falcó.

—Se lo diré.

—Le estoy preparando un pasaporte… ¿El dinero está listo?

—Lo recibirá en cuanto firme la entrega del barco.

El cónsul parecía darle vueltas a algo. Había dejado la cucharilla para cogerla de nuevo. Falcó se sintió tentado de arrebatársela y tirarla por la ventana.

—Y si firma, ¿qué harán ustedes con los agentes comunistas? —preguntó al fin el cónsul, remarcando lo de harán ustedes—. ¿Van a estar esta noche a bordo?

—No creo. Suelen dormir en el hotel donde se alojan.

—¿Y qué piensan hacer con ellos?

Cambió Falcó una mirada con Navia, que permanecía callado e inescrutable. Mójate tú, decía aquel silencio. La parte más sucia es asunto tuyo. Yo me limito a mandar un barco.

—No lo sé todavía —Falcó aparentaba pensarlo un poco más—. O no del todo.

—Matarlos, supongo —dijo por fin el cónsul, como decidiéndose—. O algo así.

Había hablado en voz baja, en el tono escandalizado de una solterona puritana fascinada ante un seductor. Falcó le sostuvo la mirada un momento, y luego cogió el vaso de té que estaba sobre la mesa. Pensaba en la impavidez profesional de Paquito Araña; en el chorro de sangre de Juan Trejo a punto de salpicarle los zapatos; en el latido de la arteria carótida de Eva bajo sus labios.

—Claro —murmuró—. Algo así.

El té estaba frío, comprobó. También sabía amargo.

El día era templado, de nubes y sol. Tras despedirse del cónsul y del comandante Navia, atajó por las callejas cubiertas y estrechas del mercado, camino del apartamento del operador de radio. A esa hora había allí mucha gente: vendedores con chilaba que pregonaban su mercancía, mujeres europeas con sombrero y moras de rostro cubierto, cargadas unas y otras con cestas de la compra. Olía a carne cruda, pescado, verduras frescas, dátiles maduros y especias morunas.

Al pasar junto a un puesto de carne, vio cómo el encargado degollaba una gallina para su comprador, sosteniendo por las patas el cuerpo aleteante mientras se desangraba en un cuenco. Falcó no necesitaba de esa clase de recordatorios, pero la escena le hizo dirigir un vistazo instintivo alrededor. Se hacía pocas ilusiones sobre la visita de Eva Neretva a su habitación y el resto de la jornada que tenía por delante. Iba a ser un día difícil; y en su mundo, los días difíciles solían ser días peligrosos.

En este oficio, pensó con una cínica mueca interior, el único día fácil es cuando estás muerto.

Aquello, para él, no tenía nada de malo. Al contrario, le gustaba esa forma de vida. Las subidas de adrenalina en la sangre, la sequedad de la boca ante cada nuevo desafío, la incertidumbre de moverse por lugares donde las reglas del juego eran ritual de vida o muerte, le inspiraban una claridad de juicio extraordinaria; una sensación de bienestar semejante a la de los analgésicos cuando, diluyendo el dolor y acompasando los latidos en las sienes, le permitían mirar el mundo con serena distancia.

Paradójicamente, el riesgo, la tensión, el miedo, colmaban a Falcó de vida y conciencia de sí mismo: coches blindados que disparaban en Budapest, embarques ilegales de armas en el Mar Negro y el Egeo, redadas policiales en Sofía, Belgrado o Barcelona, falsas identidades, fronteras nocturnas de aquella Europa convulsa y fascinante… Todo eso suscitaba en él sensaciones próximas a la felicidad, por encima de otros placeres convencionales como el confort, el reposo, la comida o el sexo. Para Falcó, peligro era una palabra con interesantes sinónimos. Nada lo estimulaba tanto como sentirse inmerso en él, utilizando para sobrevivir las mejores facultades propias: carácter, instinto y adiestramiento. Nada tan satisfactorio, tan incitante, como que lo quisieran matar y no pudieran.

Y así, con esa sensación despierta y cauta, con los gestos automáticos que una larga vida clandestina había impreso en sus sentidos, al salir al Zoco Grande se detuvo ante un puesto de periódicos, compró La Dépêche y, aparentando hojearlo, dirigió un vistazo a los coches de caballos y taxis parados en su lugar habitual, a la gente sentada junto a los puestos de sardinas y pinchos morunos, a los vendedores acuclillados bajo la sombra de los árboles y los toldos de los bacalitos. Buscando enemigos ocultos que confirmaran aquella forma de vida.

Se lo había dicho el pasado verano el Almirante, al regreso de una infiltración en el Madrid rojo en la que había estado a punto de dejar la piel —fue a matar a dos hombres y lo hizo, aunque el segundo estuvo a punto de matarlo a él—. Te encaja de maravilla la palabra que ahora está de moda y de la que todo el mundo abusa: psicópata. Porque eso eres tú, muchacho, no te quepa duda. Te lo dice uno de Betanzos: un puñetero psicópata. En otras guerras se mata, desde luego; pero en esta se asesina. Lo hacemos tanto los de un lado como los del otro, y el verdugo puede convertirse en víctima en un abrir y cerrar de ojos. O a la inversa. Por eso resulta una guerra tan adecuada para nosotros los españoles, y en especial para ti. Es perfecta para criminales sin conciencia, sin decencia y sin gloria.

Villarrubia no estaba en el Café de París, y Falcó se sorprendió al comprobarlo. El operador de radio era un joven disciplinado y nunca se había retrasado antes. Se quitó el sombrero y tomó asiento con la pared a la espalda, junto a una mesa desde la que podía vigilar la entrada y la calle, pidió un vaso de leche y permaneció un rato a la espera mientras un limpiabotas le lustraba los zapatos. Diez minutos después se puso en pie y salió del café. Algo iba mal.

Caminó despacio por la acera derecha del bulevar, lo más lejos posible del bordillo y de los automóviles que venían desde atrás, mientras reflexionaba sobre aquella novedad. El instinto aconsejaba estar alerta, o más bien le inducía ese estado de modo maquinal, por simple reflejo. El recorrido hasta el número 28 lo hizo con naturalidad aparente, pues no sabía si estaba siendo observado, aunque en realidad se movía con una tensión interior casi felina, atento al menor matiz, a cualquier indicio que sugiriese amenaza. A medio camino volvió sobre sus pasos, cual si fuera a mirar el escaparate de la agencia de viajes Cook —un anuncio turístico del casino de Montecarlo y otro de las pirámides de Egipto—, con lo que pudo dirigir una mirada atenta a la calle que había dejado atrás, y también, reflejada en el cristal, a la acera opuesta. Pero nada vio de sospechoso.

Al entrar en el zaguán sombrío se aseguró de que había una bala en la recámara de la Browning y volvió a meterla en la funda del cinturón. Luego ascendió con precaución por la escalera hasta la puerta, que estaba cerrada. Siguió subiendo hasta el último piso para comprobar que no había nadie arriba y bajó de nuevo. Tenía una llave, y la introdujo en la cerradura procurando no hacer ruido. Abrió despacio con la mano izquierda mientras empuñaba la pistola con la derecha, y revisó la casa habitación por habitación. No había nadie.

Mientras guardaba la pistola advirtió un detalle inusual. El aparato de radio no estaba sobre la mesa del comedor con el cable de la antena colgado de la lámpara, como siempre. Así solía disponerlos Villarrubia cada día antes de acudir a la cita del Café de París; sin embargo, comprobó al abrir la puerta de un armario, todo el equipo seguía guardado en su maleta. En el dormitorio, la cama estaba sin deshacer; y tampoco quedaban restos de desayuno en la cocina. Eso parecía indicar que el joven había estado ausente desde la noche anterior. Falcó lo revisó todo de nuevo con mucha atención en busca de algo más revelador, pero no encontró nada. Anduvo hasta la ventana, y atisbando entre los visillos observó la calle. Tampoco allí advirtió nada inquietante.

No era que algo fuera mal, se dijo. Es que saltaban todas las alarmas. Permaneció un momento inmóvil, analizando con calma la situación. Los pasos a dar. Eva Neretva había pasado la noche con él, en el Continental. Y mientras tanto, el operador de radio no había dormido en la casa. Era una curiosa coincidencia, teniendo en cuenta que en un trabajo como el suyo las coincidencias no existían y las casualidades formaban parte mínima de la trama. El azar era una explicación que solo tranquilizaba a los idiotas.

Con esa idea en la cabeza, cavilando inquieto, se dirigió a la puerta, la abrió y salió a la escalera. Seguía pensativo, y quizá por eso cometió el error. El descuido.

Porque entonces se le echaron encima.

Eran dos, comprobó apenas recibido el primer golpe. Y no pretendían matarlo, sino capturarlo vivo. O intentarlo, al menos. Esa fue su primera suerte, dentro de lo malo. La segunda, que al recibir el impacto, consciente un segundo antes del peligro y queriendo evitarlo, se echó a un lado con desesperada rapidez, y eso lo hizo pisar en falso, un pie en el vacío del primer peldaño de la escalera, haciéndolo rodar por ella. Aquello puso tres metros de distancia entre él y sus atacantes, suficiente para que, incorporándose desde abajo, dolorido y maltrecho pero libre para pelear, pudiera verlos abalanzarse sobre él desde el rellano.

Uno parecía moro y el otro, europeo. Pareja mixta.

El moro fue el primero en llegar —era un tipo fuerte, de pelo rizado y negro—, y Falcó lo recibió con un golpe en el plexo solar, tan científico que el otro, cuya nariz aplastada y corpulencia delataban tal vez a un boxeador, quizá lo habría apreciado en circunstancias diferentes. El caso es que gruñó, se detuvo y cayó sentado, como si le faltaran de pronto el aire y las fuerzas. Falcó habría querido sacar entonces la pistola, pero no tuvo tiempo porque el segundo atacante pasó sobre el caído con sorprendente agilidad y fue contra él.

Era un fulano rubio, alto y delgado, pero fuerte. Entrenado y con abundantes dosis de mala leche. Le sacaba casi una cabeza y tenía los brazos largos y los puños a punto. Sabía pegar, y lo demostró colocándole a Falcó un buen derechazo en la cara que lo aplastó contra la pared. El cerebro de este pareció conmoverse dentro del cráneo mientras aquello sonaba como el parche de un tambor. Por otra parte, empezaba a sentir el dolor de la caída por la escalera, que le entumecía las piernas. Mal asunto.

Si me coloca uno más como ese, pensó, me voy al suelo. Fuera de combate.

Así que no tuvo otra, de momento, que abrazarse al tipo alto y delgado y procurar darle un rodillazo en la entrepierna —la ropa del adversario olía a tabaco y naftalina—. Sentía la respiración entrecortada en la oreja y sus manos fuertes buscándole la garganta. Aquel hijo de puta conocía el oficio.

No voy, pensó atropelladamente, a dejarme estrangular como un imbécil.

Con la espalda contra la pared, aferrado al otro, siguió intentando lo del rodillazo. Una, dos, tres veces. Pero su atacante se zafaba. Por el rabillo del ojo vio Falcó levantarse al moro y comprendió que, si no resolvía aquello pronto, estaba visto para sentencia. Apaga y vámonos.

Tump.

Esta vez hubo suerte. Dio en carne, y eso lo animó a insistir.

Tump, tump, tump.

Al cuarto rodillazo, el tipo alto soltó la presa y le flojearon las piernas. Dejó escapar una enorme cantidad de aire de los pulmones y se dobló sobre sí mismo, llevándose las manos al vientre. Falcó tuvo tiempo de verle al fin los ojos —claros, tal vez miopes— y la piel pálida del rostro, que de repente se había cubierto de sudor como si le hubieran salpicado agua encima.

Entonces se olvidó de él por un momento para ocuparse del otro.

El moro se había puesto en pie, y algo le relucía en la mano derecha.

Siempre que estaba ante un acero desnudo, a Falcó le corría un escalofrío por las ingles. Le ocurría desde niño; era inevitable y poco grato. Eso no entorpecía las operaciones evasivas o agresivas pertinentes, sino todo lo contrario. Impulsaba la urgencia de actuar con rapidez. Protegerse o atacar, según el caso. Evitar, en fin, los perniciosos efectos —desaconsejados por cualquier médico— de medio palmo de ese acero dentro del cuerpo, con hemorragias y tal.

Rutina de supervivencia.

Falcó había realizado el ejercicio medio millar de veces en Tirgo Mures.

Estaba a la distancia adecuada y podía elegir la forma de abordar el asunto, así que puso sus reflejos en modo automático. Tensó los músculos. Luego ofreció un costado para protegerse el vientre, alzó el brazo izquierdo, dio un seco golpe oblicuo, dobló un poco las rodillas, y con la mano derecha agarró el brazo armado del otro, casi bajo la axila. Por un instante oyó el ruido del cuchillo rasgando algún lugar de su ropa, pero no sintió nada. Para entonces ya había proyectado al moro sobre el hombro y la espalda, arrojándolo escaleras abajo.

Ahora organicémonos un poco, se dijo más aliviado.

A su lado, a media escalera, el individuo alto y flaco se incorporaba despacio, recobrando el resuello. Pensó Falcó en sacar la pistola, pero aquello habría limitado el placer de la cosa. Y ahora era el turno de disfrutar. O procurarlo. Durante un momento estudió a su adversario, reteniendo sus rasgos. Era bien parecido. Rostro ligeramente caballuno, aunque de proporciones regulares. El pelo pajizo despeinado por la pelea le caía en mechones sobre la frente. Llevaba una camisa de sport bajo la chaqueta, zapatos blancos de tenis y pantalones holgados de pata ancha, a la moda. Era el suyo un aspecto poco español. Anglosajón, más bien.

Aquel era Garrison, comprendió de pronto. El agente bolchevique. El colega norteamericano de Eva Neretva.

Se hurgaba la ropa. Seguramente iba armado, pero Falcó no estaba dispuesto a darle oportunidad de manejar herramientas nocivas. Así que le largó una patada al pecho que lo puso contra la pared, arrancándole un gemido. Se acercó un paso más, dispuesto a darle otra —esta vez apuntaría a la cara—, mas para su sorpresa el otro reaccionó con sangre fría, hurtó el cuerpo a tiempo y se puso en pie con los puños dispuestos. Era un chico duro, sin duda. Tanto que, antes de que Falcó decidiese el modo de sacudirle de nuevo, le colocó a este un puñetazo que llenó sus retinas de lucecitas de colores.

Joder, pensó. Vuelta a empezar.

Maldiciendo en su interior no haber sacado la pistola cuando aún podía hacerlo, tomó aire, esquivó casi de milagro un segundo puñetazo y, en vez de retroceder, como había esperado el otro, volvió a abrazarse a él. Forcejearon, queriendo cada uno derribar al contrario, y al fin rodaron más peldaños abajo, hasta caer junto al moro que, por fortuna, seguía allí tirado e inmóvil. Ahora había conseguido Falcó, al fin, pasar el brazo izquierdo por detrás del cuello del otro, y apretando fuerte liberó la mano derecha y empezó a pegarle puñetazos en la cara, buscándole la base de la nariz y los ojos.

Gruñidos y sangre saliendo de las fosas nasales.

Cloc, cloc.

Luego, gemidos y más sangre.

Cloc, cloc, cloc, sonaba al pegar sobre los huesos de la cara.

No iba mal la cosa. Falcó empezaba a estar muy cansado, pero no iba nada mal.

Cloc.

El tal Garrison, o como se llamara, escupió un diente. Debilitaba su presa en torno a Falcó. El rostro, duro y tenso al principio, se ablandaba con cada golpe.

Cloc, cloc.

Falcó martilleaba, sistemático. Entonces, de pronto, el otro soltó un aullido inhumano, y como si reuniera para sobrevivir cuantas fuerzas le quedaban, arqueó con violencia el cuerpo, golpeó a Falcó con un cabezazo en la frente —que volvió a disparar en este una verbena de chispas de colores— y rodó a un lado, poniéndose en pie.

Ya está bien, pensó Falcó. A tomar por saco.

Echó mano a la cintura y sacó la pistola. Pero cuando fue a apuntar, el otro ya no estaba allí. El rectángulo de luz del zaguán se había cerrado tras él como una cortina.

Vaya mañana llevo, concluyó Falcó.

Se incorporó con dificultad, despacio, tomándose su tiempo. Le dolía desde el pelo hasta las uñas de los pies. El moro seguía tumbado boca arriba. Ahora se removía un poco, recobrando lentamente la consciencia. Emitía un quejido bajo y ronco.

El cuchillo estaba en el suelo, a unos pasos. Falcó se acercó a cogerlo. Tenía una buena hoja, de más de un palmo. Doble filo. Eso le hizo recordar el sonido de su ropa al rasgarse, así que se palpó el costado izquierdo bajo la chaqueta y retiró la mano manchada de sangre propia. No le dolía, ni escocía, ni nada. Tampoco parecía un tajo profundo. Apenas un pinchazo.

Su sombrero también había rodado escalera abajo. El moro había caído sobre él, aplastándolo. Falcó lo empujó un poco a un lado, para recuperarlo. El Stetson de 87,50 francos estaba deformado y hecho una lástima.

El moro seguía quejándose. Tenía los ojos semiabiertos y aspecto de boxeador noqueado. Falcó se inclinó sobre él, mostrándole el sombrero. Mirándolo de cerca con sus ojos duros y grises.

—Era nuevo, cabrón.

Después le asestó un tajo con el cuchillo que le cortó en diagonal la cara.

Tras componerse la ropa y devolverle la forma al sombrero lo mejor que pudo, se lo puso y salió a la calle. Había un bar-tabac bulevar abajo. Entró en los lavabos y se miró al espejo.

La verdad era que podía haber sido peor, comprobó.

Aparte el dolor por todo el cuerpo —y eso no quedaba a la vista—, la refriega le había dejado un moratón bajo un ojo y unos verdugones en el cuello. También tenía los nudillos despellejados, con manchas de sangre propia y ajena, y algunas salpicaduras en las mangas de la chaqueta. Nada espectacular, en términos generales. El blanco de los ojos mostraba derrames rojizos, y el rostro seguía crispado por la tensión. Se lavó la cara con agua fría y aplastó hacia atrás el pelo hasta conseguir un aspecto más civilizado. Luego se quitó la chaqueta, la corbata y la camisa para comprobar las contusiones y la herida. Tenía cardenales, pero el cuchillo solo había dado un pinchazo superficial en el costado izquierdo. Coagulaba bien y solo escocía un poco. Tampoco el roto en la chaqueta era grande. Disimuló las salpicaduras de sangre frotándolas con un pañuelo mojado, se puso de nuevo camisa y chaqueta, y anudó la corbata. Antes de salir del baño, sacó el tubo del bolsillo e ingirió dos cafiaspirinas, poniendo la boca bajo el chorro del grifo.

La cajera era una francesa vivaracha, madura y rubia oxigenada hasta las cejas. Miró el rostro magullado de Falcó con curiosidad cuando este pidió una ficha para el teléfono, pero la sonrisa espléndida que recibió a cambio eliminó su reserva.

—Una novia celosa —dijo él, guiñando un ojo.

—Yo también lo estaría —comentó ella.

—Con usted cerca, no habría motivo para mirar a otra.

La cajera siguió observándolo, halagada, mientras él iba hasta la cabina del teléfono, introducía la ficha y marcaba el número de Antón Rexach.

—«¿Dónde está?» —preguntó el otro apenas descolgó.

Había ansiedad en su voz, y Falcó supo que algo tampoco iba bien por ese lado.

—Cerca de la casa del amigo al que suelo ver a estas horas —respondió.

El otro se quedó callado un momento. Era un silencio tenso. Inquietante.

—«¿Ha tenido usted algún problema?» —preguntó Rexach al fin.

No era un modo optimista de proseguir la conversación. Sin llegar a encender el cigarrillo que se había puesto en la boca, Falcó sintió que una sombra oscurecía el futuro inmediato. Pensó en el presunto Garrison y en el moro de la cara cortada.

—Algún problema hubo, en efecto… ¿Por qué lo pregunta?

—«Porque su amigo también los ha tenido».

A Falcó se le pegó la lengua al paladar: seca de pronto, como tapizada de arena. Se removió incómodo en la cabina. Los nudillos le blanqueaban de la fuerza con que aferraba el auricular.

—¿Se refiere a problemas serios? —aventuró, temiendo la respuesta.

—«Bastante serios».

Procuraba pensar a toda prisa, imaginando las formas de un posible mal paso. Y no le gustaba lo que imaginaba. Nada en absoluto. Se preguntó si los agentes comunistas habrían actuado por su cuenta, o si el ataque tendría relación con la cita prevista esa noche con el capitán del Mount Castle. En el primer caso, Falcó solo se enfrentaba a un problema. En el segundo, a un posible desastre.

—Tenemos que vernos ahora mismo —dijo.

Rexach pareció emitir un suspiro de alivio.

—«Precisamente iba a proponerle eso».

—Pues dígame dónde.

—«Delante del consulado de Francia, en diez minutos».

Colgó Falcó el teléfono, salió de la cabina y aún tuvo temple para dirigir otra sonrisa a la cajera. Pero una vez en la calle se sintió profundamente cansado. Se detuvo un momento, el ala arrugada del sombrero sobre los ojos, el cigarrillo aún sin encender colgando en la comisura de la boca. Ojalá las cafiaspirinas hagan efecto pronto, se dijo. Sospecho que no son las últimas que voy a necesitar hoy.

Ir a la siguiente página

Report Page