Eva

Eva


14. Mírame a los ojos

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14. Mírame a los ojos

Había que irse de allí, pensó Falcó echando un vistazo alrededor. Demasiados tiros, demasiado ruido. Demasiado llamar la atención. La policía internacional podía aparecer de un momento a otro, y el panorama no estaba para dar explicaciones. Ya era completamente de noche, pero la claridad brumosa de la luna permitía ver algo. El faro de punta Malabata seguía destellando a lo lejos, y más allá de la muralla y el fuerte se veían algunas luces del puerto.

Contó seis o siete cuerpos inmóviles, o casi. Uno de ellos se arrastraba despacio y emitía un quejido prolongado y rauco. Se acercó a él, comprobando que era un fulano vestido con ropas europeas, de pelo rizado, hirsuto, con apariencia de moro: uno de los caribes que habían traído consigo Eva y Garrison. La luz oblicua y pálida arrancaba reflejos a la sangre que lo cubría. Falcó pensó en una cuchillada de Paquito Araña o de Kassem. Buenos soldados, atentos a no armar escándalo, habían peleado al arma blanca, igual que los otros. Solo Eva, al final, había roto la baraja. Ellas siempre lo hacían.

Matklachi —le dijo al moro herido—. Estate tranquilo… Ahora te van a curar.

La voz le salió con dificultad, pues aún le dolían la garganta y los riñones. Buscó entre los caídos hasta encontrar a Kassem. Estaba boca arriba, con otro enemigo muerto encima. Le puso los dedos en el cuello, sin encontrar pulso. Empezaba a enfriarse. Algo más allá estaba el cadáver de Garrison. Lo registró, quitándole la billetera y algunos papeles que llevaba doblados en un bolsillo. Al tantear, muy cerca, encontró la Browning con el silenciador puesto. Se incorporó con ella en la mano, echó un vistazo al cuerpo de Eva, que seguía inconsciente, fue hasta el moro herido y lo remató de un tiro en la cabeza.

—No me hagas eso a mí, encanto —oyó decir a Paquito Araña.

Sonaba débil. Dolorido. Falcó lo encontró a un par de metros, recostado en una piedra.

—Menudo desastre —murmuró el pistolero.

—¿Cómo estás?

—Jodido. ¿Cómo voy a estar?… Esa puta me madrugó bien.

—¿Te acertó?

—Pues claro.

Falcó se había puesto en cuclillas a su lado, palpándole con suavidad la ropa. Bajo la chaqueta, en su funda sobaquera, el otro llevaba la Astra del 9 largo que, cumpliendo órdenes, no había utilizado. Su navaja abierta estaba cerca, en el suelo. Falcó la cerró y se la puso en un bolsillo.

—¿Dónde te ha dado?

—Aquí, en este lado del pecho. Justo encima de la pistola… La parte buena es que no me duele mucho. Respiro bien, y tampoco sangro demasiado.

—Calibre pequeño. Tuviste suerte.

—Dentro de lo que cabe —Araña miraba los bultos inmóviles en el suelo—. ¿Cómo está Kassem?

—Muerto.

—¿Seguro?

—Sí. Muerto del todo.

—Lástima… Era un buen mozo.

Lo incorporó un poco Falcó, buscándole la herida a tientas. Araña se quejó entre dientes.

—Ha salido por detrás, sobre la axila —dijo Falcó—. Parece solo en carne, sin tocar el pulmón ni las costillas… ¿Te duele el hueso?

—No sé, cielo. Creo que no, pero no sabría decirte.

—A ver, tose.

—Cof, cof.

—¿Te duele más al toser?

—No.

—El pulmón está bien. Si no se infecta, de esta no te mueres.

—Pues no sabes, cof, lo que me alegro.

Improvisó un vendaje de urgencia con un pañuelo suyo y otro de Araña y se puso en pie.

—Hay que largarse… ¿Podrás andar?

—Creo que sí. ¿Me ayudas?

—Solo a levantarte —Falcó señaló hacia los cuerpos caídos—. Tengo que llevármela a ella.

—¿Has dejado viva a esa comunista?

—Sí.

—Pues remátala, hombre. ¿A qué esperas?

—Negativo. Nos la llevamos.

Araña se había puesto en pie. Apretaba los pañuelos sobre la herida del pecho.

—¿Adónde? —inquirió asombrado.

—Arriba —Falcó señaló el sendero que conducía al portillo, bajo la muralla—. A casa de Moira.

—Tú eres idiota.

—Puede.

—En nuestras guerritas no hacemos prisioneros, cariño.

—Esta noche, sí.

Buscó su chaqueta y se la puso. Después fue hasta Eva, que empezaba a removerse en el suelo. Se inclinó sobre ella, escuchando su débil gemido. Respiraba con relativa normalidad, comprobó aliviado, y el pulso era lento pero constante. Le palpó la cabeza, encontrando una buena contusión bajo el cabello. También advirtió que le sangraba la nariz.

Araña se había acercado a mirar. Tocó el cuerpo caído con un pie, sin aproximarse demasiado.

—Os estuve mirando mientras os sacudíais. Menudo peligro tiene la bolchevique.

—Casi me mata.

—Ya.

—Ayúdame a levantarla, venga —le pidió Falcó.

—Ni hablar. Anda y que la jodan… Deberíamos liquidar a esta tía cochina.

—Que me ayudes, te digo.

Refunfuñando, quejándose por la molestia de su herida, el otro lo ayudó a cargársela encima, sobre los hombros. Pesaba mucho.

—¿Qué le has hecho? —se interesó Araña mientras subían trabajosamente la cuesta a la luz de la luna.

—Le di en la cabeza.

—En el coño, tenías que haberle dado.

—Ahí también le di.

A Moira Nikolaos no la hacía feliz aquella visita nocturna. Saltaba a la vista. Ni siquiera tratándose de Falcó, exhausto tras subir las escaleras peldaño a peldaño, con una mujer inconsciente sobre los hombros y en compañía de un hombre herido, los tres sucios y manchados de sangre propia y ajena. Pese a todo, la dueña de la casa no iba a rechazarlos. No podía hacerlo. Los viejos afectos seguían pesando, y Falcó lo sabía. Jugaban a su favor. Hombre precavido, la tarde anterior había puesto a Moira sobre aviso, sin rodeos. Sus arrebatos de calculada sinceridad eran siempre eficaces, tanto con hombres como con mujeres; en especial con ellas. Y llevaba toda una vida perfeccionándolos. Seguramente voy a necesitarte, dijo sentado a su lado en una corta visita, fumando en la terraza y con un vaso de Pernod en las manos. Con cara de buen chico. Si se tuercen las cosas, tu casa será el único lugar de Tánger donde acogerme. No tengo otro. Mi única vía de escape eres tú, etcétera.

—No me dijiste que se trataba de esto —dijo ella ahora, al verlos entrar.

Era menos un reproche que una manifestación de sorpresa. Lógica, por otra parte. Había ido a recibirlos apenas llamaron a la puerta de la muralla, vestida con un caftán bordado bajo el que llevaba los pies desnudos con ajorcas de plata. Sobre una mesita había un cenicero lleno de colillas de kif y un vaso a medias de licor amarillento-verdoso, y en el gramófono sonaba Édith Piaf. Moira había estado todo el tiempo allí, dedujo Falcó, a la espera de noticias. Buena y fiel amiga. Sensualmente maternal, o viceversa. Por Esmirna, Atenas, los viejos tiempos y todo eso.

—No podía saberlo —dijo—. Cómo iba a terminar.

Moira los miraba a los tres, asombrada.

—¿Quién es ella?

—Una rusa… Espía republicana.

—Estás loco.

—Sí. Va por días.

—¿Tiene que ver con lo del barco?

—Tiene. Y hay algo más —Falcó seguía cargando a Eva, con la cara de ella caída a un lado de su cabeza—. Necesito una habitación donde encerrarla mientras mi compañero la vigila.

—¿Aquí, en mi casa?

—No se me ocurre otro sitio.

El asombro dio paso a la estupefacción. La boca de Moira se había abierto casi medio palmo.

—¿La habéis secuestrado?

—Más o menos. Cuando ella intentaba secuestrarme a mí.

Junto a su oreja derecha, la boca de Eva había vuelto a quejarse muy bajito. Pesaba un horror, y Falcó estaba deseando quitársela de encima, pues empezaban a flaquearle las fuerzas. Miró en torno y la dejó caer sin miramientos sobre un diván turco: tenía los ojos cerrados, un enorme chichón junto a la sien izquierda, bajo el cabello rubio sucio de tierra, y la sangre coagulada de la nariz le cubría con una costra parda los labios y el mentón. Seguía murmurando un gemido apenas perceptible, sin recobrar aún el conocimiento.

Moira se acercó a mirarla más de cerca y le puso una mano en la frente. Por fin se volvió hacia Falcó.

—Estás loco, muchacho —repitió.

Él se frotaba el cuello y los riñones, dolorido.

—Sí —asintió de nuevo.

—Debería verla un médico.

—A todos debería vernos un médico —cogió el vaso mediado de la mesita y lo apuró de un solo trago, notando en la garganta la quemadura del Pernod—. Pero no es momento.

—¿La golpearon en la cabeza?… ¿Quién lo hizo?

—Lo hice yo —Falcó señaló a Paquito Araña—. Después de que ella le disparase a él.

Moira estudió al pistolero con gesto crítico. Araña se dejaba mirar mientras sus ojillos saltones y enrojecidos observaban curiosos la casa. Su habitual pulcritud había desaparecido. Tenía un aspecto inequívocamente infame: menudo, sucio de tierra; los pañuelos ensangrentados que se sujetaba en la herida, bajo la chaqueta rota por un codo; la pajarita torcida y el pelo teñido, despeinado y revuelto sobre el cráneo. Miserable y cabizbajo, parecía un traidor de película momentos antes de la palabra fin. Un cruce de Adolphe Menjou y Peter Lorre.

—¿Y este?

Moira lo señalaba con el muñón y la manga vacía del caftán. Falcó sonrió fatigado mientras sacaba de un bolsillo el tubo de cafiaspirinas.

—Este es mi amigo, y tampoco baila.

Orinó sangre apoyado contra los azulejos del cuarto de baño, sobre la taza del inodoro: un chorro rosáceo procedente de sus riñones doloridos. No parecía demasiado serio, pensó, aunque aquello tardaría en normalizarse. O eso esperaba. Además, aún le costaba tragar saliva. Lo cierto era que Eva le había dado fuerte y bien. Eficiencia casi mortal, la suya. Y el casi, en esta ocasión, había estado a punto de rebasar la línea. La gente desconocía, a menudo, la escasa distancia que mediaba entre estar vivo y morir. Apenas unos milímetros.

El espejo le devolvió la imagen de un rostro fatigado, maltrecho, por donde goteaba el agua con que acababa de lavarse la suciedad de la cara. Permaneció así mientras respiraba lentamente, intentando reconocerse en esas facciones que retornaban despacio a la normalidad. La línea de sus labios seguía crispada, y las pupilas como limaduras de hierro no habían perdido su dureza. Era aquella la expresión seca, distante, de quien acababa de verle el blanco de los ojos al diablo, ayudándolo de paso en su tarea.

Siguió mirándose, inmóvil, un poco más. Al cabo de un momento sacudió la cabeza como si despertara de algo muy desagradable y acabó de secarse la cara. Después salió al pasillo y caminó lentamente hasta el salón. Moira estaba allí, tumbada en el diván turco, con una botella cerca y fumando kif. Falcó fue a sentarse a su lado y ella le pasó el cigarrillo. Aspiró solo una bocanada y se lo devolvió. El humo lo hizo toser, arañándole la garganta irritada.

—No puedes dejarla aquí —dijo Moira.

Tardó unos segundos en comprender a quién se refería. Y no fue fácil. Retornaba muy despacio de un lugar remoto y peligroso.

—Solo necesito unas horas —dijo al fin.

La voz ligeramente ronca de Moira sonó más seca que de costumbre.

—Esto no es una cárcel, es mi casa… No puedo complicarme de esta manera.

—Bastará un rato más. Te lo prometo.

Intentaba escudarse tras la sonrisa de buen chico, pero Moira le dirigió una mirada escéptica.

—Me estás haciendo saldar todas nuestras deudas en una sola noche.

—Lo sé.

—Vivo en Tánger.

—Te compensaré.

Ella lo miraba ahora con desdén.

—Vete al infierno.

—Cerca anduve, te lo aseguro.

—No me hagas frases, muchacho… A mí no me hagas frases.

—He dicho que te compensaré.

—No necesito que compenses nada —bajo la manga medio vacía, el muñón hizo un movimiento impaciente—. Lo que quiero es que saques de aquí a esa pandilla tuya. Cuanto antes.

—Estoy en ello.

—Pues ya tardas.

Moira bebió un sorbo de Pernod, apurando el vaso. Al cabo de un momento volvió a ofrecerle el cigarrillo, pero él negó con la cabeza.

—¿Qué vas a hacer con la mujer?

Hizo Falcó un ademán de indiferencia.

—Nada, en realidad. O no lo sé todavía —se quedó callado—. Hablar con ella, supongo.

Moira se echó a reír sin humor ninguno.

—No parece que hayáis hablado mucho hasta ahora.

Todavía rio un poco más, esquinada y sagaz. Solo una mujer, pensó Falcó, podía reír así hablando de otra mujer. Era el único punto donde determinadas lealtades rozaban su límite.

—¿De verdad os puso ella así, a ti y al bajito de los ojos de rana?

No respondió Falcó a eso. Recordaba el brillo de los ojos de Eva en la penumbra, peleando bajo la muralla. Su aliento entrecortado cerca del suyo mientras intentaba estrangularlo, resoplando como una fiera.

—Una chica dura, por lo que veo —añadió Moira al cabo de un momento—. Aunque no debe de tener mal aspecto limpia y vestida de persona.

Tampoco ahora Falcó dijo nada. Con el cigarrillo humeándole entre los dedos, ella lo miró largamente, con curiosidad.

—¿La conocías de antes?

Siguió callado. Moira, pensativa, dio una última chupada y dejó la diminuta colilla en el cenicero.

—¿Por qué será que no me sorprende, querido?… A todas las mujeres que nos cruzamos en tu vida parece que nos conocieras de antes.

Falcó se había puesto en pie.

—Voy a hablar con ella —dijo.

Sin mirarlo, Moira había cogido la botella y llenaba otra vez el vaso.

—Sí, anda… Habla y llévatela de aquí antes de que llame a mi puerta la policía.

Eva Neretva estaba tumbada en la cama de una habitación para invitados. Tendida boca abajo sobre la colcha, tenía las manos atadas a la espalda con tres vueltas de alambre. No era Falcó quien la había atado así, de manera que se volvió inquisitivo hacia Paquito Araña. El pistolero se hallaba sentado en una silla con la chaqueta sobre los hombros, el torso semidesnudo, un vendaje limpio cubriéndole la herida del pecho y la Astra en el regazo.

—No me fío de ella —dijo, respondiendo a la interrogación silenciosa de Falcó.

Iba este a decirle que le soltara las manos, pero lo pensó mejor. De gente confiada estaban llenos los cementerios, y en España las cunetas. Así que, sin decir nada, se acercó a la cama.

Eva aún tenía puesta la canadiense, y los pantalones arrugados estaban sucios de tierra y manchados de sangre, como las zapatillas de lona que calzaba. El pelo, sucio y apelmazado, se le pegaba a la frente y los ojos con el sudor. La giró a medias y ella quedó de costado. Estaba despierta y miraba a Falcó entre las cortas greñas rubias.

—Déjanos solos —dijo este a Araña.

—¿Seguro?

—Sí.

—Estaré ahí afuera. Llama si me necesitas —se detuvo un momento el pistolero, una mano en el pomo de la puerta—. Y no te fíes de esa zorra.

Salió, cerrando tras de sí. Falcó se había sentado en el borde de la cama y contemplaba los estragos de la pelea en la cara de la mujer: el chichón de la sien seguía hinchado, varias contusiones violáceas le deformaban los pómulos y el lado izquierdo de la mandíbula, tenía un ojo algo más cerrado que el otro, y la costra de sangre seca y parda se cuarteaba desde la nariz hasta el mentón. Pero el brillo de los ojos seguía siendo inquietantemente homicida.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Falcó.

No respondió. Continuaba mirándolo, hosca y dura. Él acercó una mano para apartarle el pelo de la cara, pero ella retiró el rostro con brusquedad. Ahora la oía respirar fuerte. Despacio.

—Casi lo consigues —dijo Falcó.

Aún lo miró un momento sin despegar los labios, con mucha fijeza. Luego parpadeó y volvió a mirarlo.

—¿Dónde están los otros? —murmuró al fin.

Sonaba ronca, dolorida. Falcó se encogió de hombros.

—Muertos —dijo con naturalidad.

—¿También Garrison?

—También. Todos lo están.

Observó que desenfocaba un instante la mirada, vuelta hacia su propio interior, o lejos de allí. Volvió a intentar apartarle el pelo de la cara, y esta vez no se opuso, dejándose hacer. Con las yemas de los dedos, suavemente, Falcó le tocó las magulladuras.

—No es nada serio —concluyó.

—Me duele la mandíbula.

Falcó recordó el cabezazo que él le había dado. Palpó con delicadeza el maxilar de la mujer. No parecía haber nada roto.

—Me diste fuerte —dijo Eva.

—Los dos nos dimos fuerte… Sabemos cómo hacerlo.

Se inclinó sobre ella para mirarle las manos. Estaban amoratadas por la presión del alambre. Araña había apretado a conciencia. Aflojó un poco la ligadura para que la sangre circulase mejor.

Eva no dejaba de mirarlo.

—¿Qué vais a hacer conmigo?

—Todavía no lo sé.

—Debo ir al Mount Castle.

—Ni lo sueñes.

—Tengo órdenes.

—A la mierda tus órdenes.

Ella se echó a reír con desprecio.

—Os salió mal lo del soborno a Quirós —dijo, triunfal.

—Sí —admitió Falcó—. ¿Fue cosa vuestra?

—No. Dijo que era asunto suyo, entre vosotros y él. Que se bastaba con su gente. El contramaestre y algunos más.

—¿Quién me disparó cuando huía? ¿Fuiste tú?

—Fue mi camarada.

—¿El tal Garrison?

—Sí. Estábamos abajo, al extremo de la calle, por si las cosas se torcían. Quirós se enfadó mucho. Es mi barco, dijo. Y de mi barco me ocupo yo… Su intención era capturarte y entregarte a la policía por intento de soborno.

—¿Solo eso? —Ahora fue Falcó el que emitió una risa metálica—. Qué considerado, con sus prejuicios burgueses… Supongo que Quirós es uno de los compañeros de viaje que soléis fusilar en la segunda fase revolucionaria, cuando dejan de ser necesarios. Esos a los que luego torturáis y matáis cuando os lo ordena el padrecito Stalin. Cuando no tragan.

—Como hacéis vosotros —casi escupió ella.

—¿Nosotros?… Me sobra el plural. Yo no tengo fe como tú, ni camaradas de lucha, ni creo en la redención del proletariado…

—Desde luego. Tú crees en los generales fascistas y en los piquetes de ejecución rociados con agua bendita… En los asesinos del Tercio, los moros violadores de mujeres, los nazis y los italianos.

Falcó la miró con sorna.

—¿Debería creer en vuestras checas de retaguardia?… ¿En los pilotos de caza y los tanquistas rusos? ¿En esa idílica República donde los comunistas gastáis más balas en matar trotskistas y anarquistas que soldados de Franco?… No digas simplezas. Yo cazo solo, y me gusta.

—Eres un sucio esbirro.

—Sí.

—Nunca serías un buen comunista.

—Ni siquiera uno malo.

Se quedaron en silencio. Eva se removía, molesta, intentando acomodarse mejor. Falcó la observaba sin intervenir.

—El Mount Castle va a hacerse a la mar, ¿verdad? —preguntó.

Eva lo miró con más hosquedad que antes. Apartó la vista, se mordió los labios cubiertos de sangre seca y volvió a mirarlo.

—No te quepa duda —dijo al fin—. Por eso tengo que ir allí.

—Sería un suicidio. El destructor lo echará a pique. No tiene ninguna posibilidad.

—Quirós es testarudo, como pudiste comprobar. Y además tiene órdenes de no dejarse internar aquí.

—¿Y su gente?

—Irán con él al infierno, si lo ordena. Y va a hacerlo.

—¿Todos? ¿Una tripulación de héroes?… Me sorprende mucho.

No conoces a Quirós, repuso ella tras un momento. La relación con su gente. A bordo del Mount Castle, la República era lo de menos. Incluso comunistas y anarquistas, que también los había a bordo, lo obedecían ciegamente, desde el contramaestre al último fogonero. Todo aquel tiempo, todos los viajes y peligros, habían tejido lazos especiales entre ellos. No se trataba de ideas, sino de lealtad. Había hombres capaces de suscitar eso a su alrededor, y el capitán Quirós era de esa clase.

—Además —añadió—, permitirá desembarcar a los que deseen quedarse en Tánger.

—¿Cuántos?

—No lo sé. Pero con veinte hombres que permanezcan a bordo será suficiente.

Falcó escuchaba atento. Haciendo cálculos de probabilidades.

—¿Y qué pintas en todo eso? —inquirió al fin—. Sabes que el Mount Castle nunca llegará al Mar Negro.

—Te lo he dicho antes. Me han ordenado ir.

—¿Quiénes?… ¿El Komintern? ¿El NKVD? ¿Pavel Kovalenko?

Lo miró sin despegar los labios. Oscuramente, de pronto. O más aún.

Movía Falcó la cabeza con desaprobación. Pensaba en los juicios iniciados en Moscú el año anterior, con los que Stalin afianzaba su poder. La mayor parte de la vieja guardia leninista había sido juzgada y ejecutada por desviacionista y contrarrevolucionaria. La Unión Soviética y sus servicios secretos se convertían en un infierno de detenciones y torturas, con todo el mundo delatando para sobrevivir. Y cuando alguien caía en desgracia, arrastraba con él a subalternos, familiares y amigos. La Lubianka ya no tenía espacio suficiente para aquella supresión colectiva.

—No imaginas lo que te espera en Rusia, si llegas allí —objetó—. O quizá no quieras saberlo… Las purgas también alcanzan a los agentes en el extranjero. Los hacen ir con cualquier pretexto, y pocos se libran. Incluidos los que estáis en España.

—No sabes lo que dices.

—Te equivocas. Lo sé muy bien. Fuera del partido no existe nada, ¿verdad?… Es vuestra familia, el hogar espiritual de los que creéis en la liberación de los parias de la tierra y los esclavos sin pan. Dime si me equivoco, anda. Dímelo.

—No comprendes nada… ¿Cómo te atreves?

—Abandonar esa certeza os parece inconcebible —prosiguió como si no la hubiese oído—. Quitaría sentido a cuanto habéis hecho y sufrido. Y así, después de haberos jugado la piel, de conocer cada prisión y cada frontera, admitís ahora crímenes imaginarios, disciplinados como autómatas, mientras los emboscados que nunca se la jugaron os ofrecen en sacrificio.

—Eso es absurdo.

—Al contrario. Resulta de una coherencia repugnante ese papel que también tú estás dispuesta a asumir, igual que los antiguos cristianos asumían el circo y los leones… Hasta el tiro en la nuca aceptarías, si fuera necesario, como aceptas hundirte con el Mount Castle. Todo con tal de no afrontar la realidad, ¿no es así?

—No tienes ni idea de lo que hablas.

—Te equivocas. Puede que yo sea un bruto y no crea en nada, pero he estado dentro de ti… Y no me refiero solo a tu coño.

—Hijo de puta.

Se quedaron en silencio, mirándose. Ella, con desafío. Con reflexiva admiración, él. A su pesar.

—Nunca vi tan heroica cobardía —murmuró.

Ella no respondió a eso. Siguieron callados un momento, sin apartar la mirada uno de otro. Después Falcó movió la cabeza.

—No irás en ese barco.

—¿Vas a matarme?

No alcanzó a detectar ironía en la pregunta. Eva lo miraba grave, cual si la hubiese formulado en serio.

—Aún no lo sé —respondió él—. Hay alternativas intermedias.

Ella hacía esfuerzos por incorporarse. La dejó hacer sin impedírselo ni ayudarla.

—Dime una cosa —dijo—. Cuando dormiste en mi habitación, ¿sabías que a mi operador de radio lo estaba torturando tu gente?

No hubo respuesta. Ella había logrado sentarse en la cama, el rostro cerca del suyo. Mirándolo con dureza.

—Entiendo —dijo él—. La orden la diste tú.

—Dudo que entiendas nada.

La vio hacer un movimiento con las manos a la espalda, concluido en un rictus de dolor.

—Suéltame las manos —pidió—. Me duelen.

—No te voy a soltar.

El cabezazo lo pilló desprevenido. Lo alcanzó en la frente, y un poco más abajo le habría roto la nariz. Se tambaleó por el impacto, sentado aún en el borde de la cama, y ella lo empujó con todo su cuerpo, tirándolo al suelo. Pese a tener las manos atadas a la espalda, se lanzó en seguida contra él, procurando alcanzarle con las rodillas los testículos y la cabeza. Jadeaba con furia, igual que un animal que luchara por su vida. Se defendió Falcó con un golpe que la hizo caer de bruces sobre él, y entonces Eva intentó morderle la cara.

Ya está bien, pensó Falcó. Acabemos con esto.

La agarró por el pelo y tiró bruscamente hacia atrás, haciéndola gruñir de dolor, y con la otra mano le dio un puñetazo que la levantó dos palmos de encima. Rodó liberándose, y un momento después estaba sobre la mujer, que se debatía queriendo incorporarse. Volvió a pegarle, haciéndola caer de espaldas sobre las manos trabadas.

Pataleaba y se debatía, irreductible. Feroz.

Se quedó un momento mirándola, sus ojos centelleantes bajo el cabello apelmazado y revuelto, la costra parda sobre la boca y el mentón. Las piernas que aún intentaban golpearlo desde el suelo.

Dios mío, pensó admirado. Si esta mujer fuera ternera, pariría toros bravos.

Se inclinó sobre ella, precavido, lo justo para darle una resonante bofetada que la hizo girar sobre un costado. Entonces se arrodilló encima, colocó los dedos pulgares uno a cada lado de su cuello y presionó, muy fuerte, sobre lo que su instructor en Tirgo Mures llamaba glomus carotínicus: la bifurcación de la arteria carótida —quince segundos, desmayo, recordad; un minuto, la muerte—. Contó hasta quince, sin dejar de apretar, y cuando retiró las manos Eva estaba inconsciente.

Oyó abrirse la puerta a su espalda. Paquito Araña estaba en el umbral, arma en mano.

—No puedo dejarte solo —dijo el pistolero, asombrado y sarcástico—. Menudo calzonazos estás hecho.

Se puso en pie Falcó, frotándose la frente dolorida.

—Quédate con ella… Atibórrate de café, si hace falta, pero no le quites ojo hasta que yo regrese. Tengo cosas que hacer.

—Esto es una tontería —protestó el otro meneando la cabeza—. Deberíamos liquidarla de una vez… Si a ti te da reparo, puedo ocuparme yo. Lo haré con mucho gusto.

Falcó se acercó a él. Lo hizo lentamente, y pronunció las palabras del mismo modo. Muy seco y muy despacio.

—Te mataré si le pasa algo. ¿Comprendes?… Mírame a los ojos. Te mataré.

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