Eva

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2. El oro de la República

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2. El oro de la República

Dos semanas después, en Sevilla, bebió Falcó un último sorbo del segundo vermut, miró el reloj, dejó un billete de cinco pesetas sobre la mesa —el bar del hotel Andalucía Palace era muy caro— y tras coger el sombrero del sillón contiguo se puso en pie. Un camarero de cabello entrecano acudió en el acto, obsequioso.

—Quédese el cambio.

—Gracias, señor.

—Y arriba España.

Lo miró confuso el otro, intentando establecer si aquello era provocación o simple guasa. Era difícil relacionar a Falcó con quienes paseaban por la ciudad con pistola y correaje, camisa azul o boina roja, llevándose la mano a la visera de una gorra o alzando el brazo en saludo falangista. Para los ojos escarmentados del camarero, aquel individuo apuesto, vestido con elegante traje de color castaño, corbata de seda y pañuelo asomando por el bolsillo superior de la americana, no encajaba en el perfil patriótico a la moda.

—Arriba, claro —respondió prudente, tras un breve titubeo.

Quizá había visto encarcelar o fusilar a compañeros menos precavidos. El gato escaldado, pensó Falcó, hasta del agua fría huye. Observando la cautela del camarero, se preguntó cuántos rencores de clase habría acumulado aquel veterano de chaquetilla blanca en años de servir vermut a señoritos sevillanos o clientes con dinero. También se preguntó si conservaba el trabajo y la vida, casi ocho meses después de la sublevación militar, por haber roto a tiempo un carnet sindical y vitoreado oportunamente al bando ganador. Quizá hasta había delatado a alguien, que era la forma más sencilla de asegurarse uno mismo en una ciudad como aquella, donde la represión nacionalista en los barrios obreros y en los círculos republicanos había sido brutal: tres millares de fusilados desde el 18 de julio. Y es que Falcó no podía evitarlo. Siempre que se cruzaba con un superviviente —de algo, de lo que fuera—, se preguntaba qué clase de bajeza habría cometido para sobrevivir.

Sonrió cómplice al camarero, se ajustó el nudo de la corbata y anduvo hacia el vestíbulo junto a los bellos azulejos que cubrían las paredes, recorriendo dos de los laterales del patio central por cuyos ventanales penetraba un sol espléndido. Aquella luz lo envolvía en un gozoso optimismo. Sevilla alegraba siempre su corazón con una grata mezcla de pasado, presente y expectación ante el futuro. Había llegado aquella misma mañana, convocado por un telegrama del Almirante que lo había sacado a toda prisa de Lisboa: Liquida cuanto tengas en marcha. Stop. Urge presencia en Salamanca. Sin embargo, al llegar a Salamanca tras un día de viaje en automóvil y presentarse en la sede del SNIO, Falcó fue informado por Marili Granger, la secretaria del Almirante, de que este había tenido que ir a Sevilla para un asunto de importancia. Ha dicho que te reúnas con él allí, añadió ella. A toda prisa. Que te alojes en el hotel de Inglaterra hasta que te convoque.

—¿De qué se trata? —había preguntado Falcó.

—No tengo la menor idea. Ya lo sabrás cuando te lo cuente el jefe.

Falcó esgrimía ante Marili su mejor sonrisa, sin éxito. Esposa y madre ejemplar, vagamente bonita, casada con un oficial de la Armada que se había sublevado con los nacionales en El Ferrol, la secretaria del Almirante era inmune a cuanto no fuera el estricto cumplimiento de sus deberes conyugales, familiares y patrióticos. Incluso tratándose de Falcó. O precisamente por tratarse de él.

—¿No vas a contarme nada? —había insistido Falcó.

—Ni una palabra —ella tecleaba en la Royal como si no lo viera—. Ahora vete y déjame trabajar.

—Oye… ¿Y cuándo salimos a tomar un té con pastas?

—Acompañada de mi marido, cuando quieras.

—Eres una bruja piruja.

—Y tú eres un golfo.

—Eso son las malas lenguas, Marili.

—No me digas.

—Lo que soy es un osito de peluche.

—Ya.

Sin embargo, al llegar Falcó a Sevilla, el hotel de Inglaterra —que aún mostraba en la fachada huellas de los combates callejeros del año anterior— estaba lleno. Tampoco había habitaciones libres en el Majestic ni en el Cristina. Así que, aprovechando el pretexto, había ido a alojarse en el Andalucía Palace, el más caro y lujoso de la ciudad, 120 pesetas diarias, frecuentado por altos mandos militares, oficiales superiores de la Legión Cóndor y de las tropas voluntarias italianas que combatían junto a Franco, y también por hombres de negocios —mucho alemán en busca de mineral de hierro y wolframio— y gente relacionada con la oligarquía local.

A fin de cuentas, sus notas de gastos corrían por cuenta del SNIO; y el Almirante, al menos cuando estaba de buen humor, acostumbraba a cubrirle las espaldas. Ya sabe cómo es Falcó, solía decir al contable —un teniente de la Armada llamado Domínguez, miope, minucioso e incorruptible— cuando este iba a verlo agitando, escandalizado, un manojo de cuentas sin justificar. Un chulo desaprensivo, en efecto. Genio y figura. Pero a mí lo que me importa es su eficacia, ¿comprende? Y ese cabrón desalmado es eficaz como una navaja de afeitar afilada e inteligente. Así que vamos a considerarlo una inversión, si a usted y a sus malditas cuentas y balances no les importa. Inversión a fondo perdido, para entendernos. Y no ponga esa cara ni se haga el sordo, Domínguez. Lea mis labios, carallo. Es una orden.

Sonreía Falcó pensando en su jefe mientras pasaba junto a la escalera del hotel camino del vestíbulo, donde cambió un distraído saludo con el conserje —lo cuidaba con generosas propinas, entre otras cosas porque era un soplón de Falange—. Descendía los primeros peldaños bajo el porche de la fachada cuando se encontró de frente con una pareja cogida del brazo, vestido él de uniforme, que acababa de bajar de un Lincoln Zephyr con chófer y empezaba a subir la escalera.

Por instinto, pues no era lo mismo una retaguardia que un campo de operaciones, su mirada se dirigió primero a la mujer, de abajo arriba: zapatos de buena calidad, bonitas piernas en medias de seda, bolso caro, vestido oscuro bien cortado sobre un cuerpo esbelto. Un hilo de turquesas al cuello. Al final del recorrido, bajo el ala corta de un sombrerito de fieltro con pluma de faisán, lo miraban con sorpresa los ojos verdes de Chesca Prieto.

—Buenos días —dijo Falcó, neutro y prudente, tocándose el ala del sombrero.

Iba a seguir camino sin detenerse, pero vio que el acompañante había advertido el estupor de ella. Entonces lo miró con atención, reconociéndolo: Pepín Gorguel Menéndez de la Vega, su marido. Eso cambiaba las cosas.

—Qué sorpresa.

Se quitó Falcó el sombrero, y con mucho aplomo extendió la mano derecha para estrechar la de la mujer, enfundada en un guante de piel fina. Después se volvió al marido, presentándose.

—Lorenzo Falcó. Nos conocemos de vista, creo.

Sonreía cortés. Aquello era lo mejor de su repertorio de hipocresías adúlteras, aunque ese caso concreto aún estuviera verde para segar. Vio asentir al otro tras un momento de indecisión. Luego Pepín Gorguel estrechó su mano sin mucho entusiasmo.

—No recuerdo bien —dijo.

El tono era seco, altivo, propio del personaje. Conde de la Migalota y grande de España, recordaba Falcó. De Jerez, como él mismo —sus padres habían sido socios del mismo casino y del club de tiro de pichón—. Un tipo con influencias. Un arrogante y uniformado hijo de perra, paseando por Sevilla aquel espléndido trofeo de mujer colgado del brazo. Se habían cruzado en algunos lugares antes de la guerra —tablaos flamencos, casinos y burdeles de lujo— y sabía que Gorguel, que era rico, disipado, vicioso y cruel, estaba lejos de merecer la hembra que hoy llevaba al lado. Con suerte, se consoló, alguien le pegaría un tiro si la guerra duraba lo suficiente. Bang. Los regulares eran tropas de choque, carne de cañón. A Chesca debía de sentarle la viudez de maravilla, e imaginarla desnudándose con ropa de luto lo excitaba como a un muchacho: combinación de seda oscura y medias negras en aquellas piernas esbeltas y largas. Y una cadena con crucecita de oro entre los senos. Por Dios. Se preguntó a qué estarían esperando los rojos, con la de balas que disparaban cada día. Los muy torpes.

—Fui al colegio con su hermano Jaime —comentó Falcó—. Y alguna vez nos cruzamos en Madrid, en el restaurante Or-Kompon. Y también en Chicote.

—Puede ser.

Parapetado tras su laconismo, Gorguel lo observaba, suspicaz. También él debía de andar rumiando la relación de su esposa con aquel fulano apuesto cuya sonrisa parecía un anuncio de dentífrico Marfil. Gorguel vestía de verde y caqui militar, con botas altas tan lustradas y relucientes que parecían de charol. Era muy alto y delgado, de maneras elegantes, con un bigote negro coquetamente recortado a lo Clark Gable. Rostro tostado por el sol, tres estrellas de capitán en el pecho y plato rojo en la gorra. Cuidado con esa, había dicho el Almirante en Salamanca, refiriéndose a Chesca. En cuestión de amantes pica muy poco y elige muy alto. Sobre todo ahora, en esta nueva y católica España donde tanto guardamos las formas y hasta el divorcio se han cargado, estos meapilas. Además, el marido lleva pistola; así que modera tu inclinación a consolar a mujeres de guerreros ausentes. Con ese, las bromas tienen orificio de entrada y de salida.

—Tuve el gusto de conocer a su esposa en Salamanca —dijo Falcó, sereno, captando de reojo la mirada de advertencia de ella—. Nos presentó Jaime… ¿Qué tal está su hermano?

Se despejó un poco la expresión del otro. Jaime estaba bien, comentó. Al menos según sus últimas cartas. Lo habían retirado del frente de Madrid y ahora combatía cerca de Teruel.

—¿Y usted? —se interesó Falcó—. ¿Disfruta de un permiso?

—Una semana, por asuntos familiares. Después del Jarama.

Enarcó Falcó una ceja, interesado. El Jarama había sido una de las más duras batallas en lo que iba de guerra. Frente a los voluntarios comunistas de las brigadas internacionales, los regulares moros con sus oficiales europeos soportaron buena parte del peso de la lucha. Con bajas terribles.

—¿Estuvo allí?

Torció el otro el bigote, exageradamente desdeñoso.

—Sí.

—¿Y fue tan bestial como dicen los periódicos?

—Puede que más.

—Vaya. Celebro que pueda contarlo.

—Gracias —una chispa de recelo retornó a los ojos de Gorguel—. Usted viste de paisano… ¿No está movilizado?

Falcó sentía la mirada de Chesca fija en él.

—Ando en otras cosas. Negocios.

El recelo del otro se volvió desprecio.

—Ya veo.

—Importación y exportación —Falcó modulaba una deliberada mueca de cinismo—. Productos de alta necesidad y todo eso… No solo en las trincheras se defiende a España de la chusma marxista.

—Comprendo.

El de Gorguel era un desdén tan evidente que casi se podía tocar. Se había vuelto hacia Chesca, el aire satisfecho, como instándola a tomar nota de todo. Y eso significaba examen superado. Decidió Falcó que ahora podía mirar a la mujer con naturalidad. Los ojos claros seguían estudiándolo con atención, entre valorativos y cautos, pero la mujer recobraba por completo el control de sí misma. Había dispuesto de tiempo suficiente, gracias al aplomo de Falcó, mientras las apariencias quedaban a salvo. Lo singular del asunto, se dijo él, era que, de haber habido ya algo más serio entre ambos, Chesca habría mostrado, sin duda, una frialdad técnica impecable. Una mujer con algo serio que ocultar —sobre todo si era casada— solía reaccionar con más sangre fría que otra obligada a disimular un simple flirt. Así que dedicó a Chesca una mirada aprobadora y otra sonrisa.

—Enhorabuena —dijo—. Debe de estar orgullosa de su marido.

—Lo estoy.

Al decirlo, ella oprimió con más fuerza el brazo del otro. Si no murmurasen que ha tenido amantes, pensó cínicamente Falcó, me conmovería tan virtuosa actitud conyugal. El soldado y su perfumado reposo. Por un instante, en los límites de la prudencia, Falcó se deleitó en aquella piel morena de buena casta. Chesca olía a Amok, como la última vez, y un toque intenso de rouge resaltaba sus labios. Seguía siendo una mujer devastadoramente guapa, comprobó con dolor casi físico. Aunque lástima lo del marido inoportuno. Ella en Sevilla, pero con bicho. Mala suerte, en suma. Tan cerca y sin embargo tan fuera de tiro. Con aquella historia tejida a medias entre ambos que no había llegado a concretarse, meses atrás. Al menos, a concretarse del todo. Pero la vida daba más vueltas que un tiovivo.

Cuando apartó la vista de ella advirtió la mirada pensativa del marido. Pepín Gorguel lo estudiaba sombrío, como preguntándose qué hacían los tres parados aún en la escalera del Andalucía Palace. Era hora de ahuecar el ala.

—Ha sido un placer saludarlos —dijo Falcó, poniéndose el sombrero.

La calle Sierpes bullía de gente. Las zapaterías, las tiendas de sombreros, abanicos y bolsos, las relojerías, los comercios de estampas y santos mostraban sus escaparates tan bien provistos como si la vida no hubiese alterado su curso en la ciudad. La diferencia era que entre la multitud se veían muchos uniformes, mujeres vestidas de negro y hombres con brazaletes de luto; y también, frente a los sillones de mimbre reservados a los socios del Círculo Mercantil, los limpiabotas que recordaba Falcó, trianeros agitanados de mediana edad y manos encallecidas, habían sido relevados por chiquillos arrodillados junto a las cajas de betún. La razón era que sus padres o familiares estaban muertos o en prisión desde que los legionarios del general Queipo de Llano tomaron a sangre y fuego el último reducto fiel a la República, el barrio de Triana, que al otro lado del Guadalquivir se había opuesto con las armas al alzamiento militar del 18 de julio. Casi ocho meses después, en el cementerio de San Fernando y en las murallas árabes de La Macarena aún sonaban cada madrugada las descargas de los piquetes de fusilamiento. Y lo que iban a sonar. Como aquel mismo día titulaba en primera página el diario ABC —Falcó lo había estado hojeando durante el desayuno—, era necesario, aunque doloroso, amputar la parte enferma para salvar al paciente. O algo así.

Entró Falcó en el Círculo Mercantil, y tras cruzar un salón donde algunos socios bien trajeados conversaban sobre el precio del grano y otros jugaban al dominó o leían diarios —olía a café, coñac y madera encerada—, llegó al lugar que le había indicado el conserje: un saloncito con suelo de tarima y panoplias con herrumbrosos floretes de esgrima en las paredes. El mobiliario consistía en una mesa antigua de caoba, con sillas de cuero añejo alrededor, dos de las cuales estaban ocupadas.

—Llegas tarde —gruñó el Almirante.

El jefe del SNIO vestía de paisano, como acostumbraba; y ante él, sobre la mesa, tenía una vieja cartera de cuero cerrada. Falcó se retiró un poco el puño de la camisa para mirar el reloj. Solo pasaban dos minutos de la hora a la que había sido convocado.

—Lo siento, señor —dijo.

El Almirante emitió un nuevo gruñido bajo el bigote gris, sacó del bolsillo el hule del tabaco y una pipa, y se puso a llenar la cazoleta tras señalar con ella al hombre que estaba sentado al otro lado de la mesa.

—Lo reconoces, supongo. Por las fotos.

Asintió Falcó al primer vistazo. Era difícil no identificar a ese individuo de mediana edad, cabello escaso y gafas redondas de concha, vestido con un elegante traje cruzado de raya azul marino que Falcó, habitual de los sastres londinenses de Savile Row, situó en el rango de los abrumadoramente caros. La corbata color limón estaba fijada en los picos del cuello de la camisa por un pasador de oro.

—Creo que sí.

Tercer gruñido del Almirante, alias el Jabalí. Aquel, pensó Falcó, no era su más amable día.

—¿Crees?… Menudo espía de pacotilla estás hecho.

El otro hombre miraba a Falcó sin levantarse ni ofrecerle la mano, contemplándolo desde su silla con seca curiosidad. Había algo en él de gélido y pulcro, comprobó Falcó, y sus ojos tras los cristales gruesos de las gafas mostraban una penetrante calma. Eran los de alguien seguro de sí, capaz de comprar cualquier cosa que necesitara o ambicionase con solo un gesto o una palabra. Falcó había visto esos ojos en fotografías de prensa, en las páginas mundanas de revistas ilustradas, e incluso, antes de la República, junto al rey Alfonso XIII en reportajes sobre cacerías y carreras de caballos o automóviles. Pero nunca al natural. De cerca y en vivo, intimidaban.

—Tomás Ferriol —dijo.

El Almirante seguía llenando su pipa. Habló sin levantar la cabeza.

—Respuesta correcta —apuntó—. Ahora, olvida ese nombre y siéntate.

Obedeció Falcó mientras intentaba digerir aquello. Tomás Ferriol, nada menos. Devoto monárquico, inmensamente rico gracias a un pasado turbio —quiebras fraudulentas y contrabando a gran escala— que nadie tenía interés en remover, aquel pirata de cuello blanco, modales británicos y frialdad teutona había sido el principal apoyo financiero del golpe contra la República. Él había pagado el Dragon Rapide y al piloto inglés que el 18 de julio llevaron al general Franco de Canarias a Tetuán para hacerse cargo de las tropas sublevadas en Marruecos. También había avalado con un millón de libras esterlinas los doce Savoia comprados a Italia por los insurgentes; y mientras esos aviones volaban sobre el Mediterráneo rumbo a España, cinco petroleros fletados por una de sus compañías radicadas en Londres, cargados de combustible para la compañía estatal Campsa, habían cambiado de rumbo para dirigirse a la zona controlada por los militares rebeldes. Aunque discreto y en la sombra, Tomás Ferriol era el banquero oficioso de la España nacional.

—Este es mi hombre. Ya le hablé de él en Salamanca.

El Almirante se había dirigido a Ferriol. Ambos miraban a Falcó.

—Y me dijo que es fiable —dijo el financiero.

—Por completo, aunque a su manera.

—Que usted responde de su eficacia.

—Absolutamente.

—Y que tiene mundo.

—Sí… Nada que ver con esos rascapuertas que tanto se prodigan en estos tiempos —miraba el Almirante a Falcó con gesto crítico, como si lo estuviera insultando—. Conoce por su nombre a los conserjes, barmans y croupiers de los mejores hoteles y casinos de Europa y el Mediterráneo Oriental… Es un chico de buena familia en versión descarriada.

—Conozco el género.

Siguió un silencio. Después, Ferriol hizo un leve gesto de asentimiento con la cabeza y el Almirante puso la pipa sin encender sobre la mesa, abrió la cartera y extrajo unos documentos metidos en carpetas de cartulina. Frente a Falcó puso una hoja de papel en blanco.

—Anota ahora lo que te parezca oportuno, pero sin nombres, fechas ni lugares. Y luego me devuelves el papel. Ninguna nota debe salir de aquí.

—De acuerdo.

—Prefiero que digas a la orden. Este señor va a creer que me tomas por el pito del sereno.

Sonrió Falcó.

—A la orden.

—¿Cuándo estuviste en Tánger por última vez?

—Hace poco más de dos años. Invierno del treinta y cuatro.

El Almirante puso cara de recordar. Con la luz de la habitación, el ojo de cristal y el ojo sano adquirían tonalidades de color diferentes.

—¿Un servicio nuestro?

—Sí —Falcó dirigió un vistazo dubitativo a Ferriol, pero el Almirante lo animó con un gesto—. El asunto Collins.

—Ah. Ya recuerdo.

Falcó también recordaba. Tren de Ceuta a Tetuán y once días de tedio, tumbado en una cama del hotel Regina de esa última ciudad, esperando la orden de ir a Tánger y neutralizar a un ingeniero inglés que jugaba a dos barajas. Un asunto de venta de secretos mineros republicanos a la Alemania nazi, que finalmente se había resuelto a satisfacción de todos, menos del inglés.

—¿Estuviste en Tánger otras veces, antes de eso? —insistió el Almirante.

—Sí. Varias.

—¿Conoces bien la ciudad?

—Bastante bien.

—¿Contactos locales?

—Alguno me debe de quedar.

—Concreta.

—Negativo. Con el debido respeto, señor, son mis contactos y son buenos.

El Almirante cogió la pipa, sacó una caja de cerillas, se recostó en el respaldo de la silla y aplicó la llama a la cazoleta. Disimulaba su aprobación. Luego, entre las primeras bocanadas de humo, miró a Tomás Ferriol como si le cediera la vez. El financiero, que había permanecido silencioso e inmóvil durante la conversación, seguía estudiando a Falcó con una fijeza que hacía a este sentirse incómodo. Ojos de pez en un acuario. De escualo, para ser exactos.

—¿Conoce la historia del oro del Banco de España?

Parpadeó Falcó, sorprendido. No esperaba aquello.

—Sé lo que todo el mundo, supongo.

—¿Y qué sabe todo el mundo?

—Que el gobierno de la República lo mandó a Rusia a finales del año pasado, para garantizar el suministro de material de guerra y evitar que cayera en manos nacionales si tomábamos Madrid. Al menos eso se dice.

—Y es cierto.

Hizo Falcó una mueca.

—Pues me alegro por los rusos.

No le gustaba la sequedad de Ferriol. Este encajó el sarcasmo con apariencia impasible, pero el ojo derecho del Almirante dirigió a Falcó una mirada homicida.

—Tus alegrías o tristezas nos importan una mierda —dijo aquel—. ¿Comprendes?

—Comprendo.

La pipa despedía un humo furioso.

—Discúlpate, carallo.

—Me disculpo.

Un brillo divertido pareció asomar tras los cristales de las gafas de Ferriol. Tenía los labios, advirtió Falcó, finos y pálidos. Si fuera mujer, pensó, no me gustaría ser besada por una boca como esa.

—El oro salió en secreto de Madrid a partir de septiembre —comentó el financiero—, en varios envíos, con fuerte custodia de milicias y carabineros. Una pequeña parte fue enviada a bancos franceses, por vía aérea… Casi todo el resto, diez mil cajas que contenían oro en monedas antiguas y lingotes, se almacenó en los polvorines de La Algameca, en Cartagena, y de ahí fue embarcado en buques rusos rumbo al Mar Negro.

Alzó Falcó una mano con ademán de muchacho obediente.

—¿Puedo hacer preguntas?

—Claro —dijo Ferriol.

—Si no son impertinencias —apuntó el Almirante.

—¿De cuánto oro estamos hablando?

Ferriol se miró las uñas, displicente.

—Hemos calculado entre seiscientas y setecientas toneladas, como mínimo.

—¿Lo que supone, al valor actual del oro?

—Más de dos mil millones de pesetas.

—Vaya —se admiró Falcó—. No creo que a Stalin le falte con qué comprar vodka.

Ferriol se había vuelto hacia el Almirante. Su sonrisa era tan fría que no parecía una sonrisa.

—¿Siempre es así de insolente?

—Tiene virtudes que lo compensan.

—Tranquilíceme. Dígame alguna.

El Almirante lo pensó un segundo.

—El encanto es su segunda naturaleza.

—¿Y la primera?

—Es leal.

—¿A quién?

—A él mismo. Y a mí.

—¿Por ese orden?

—Por ese… Pero hay espacio suficiente para ambas lealtades.

Siguió un silencio. Humo de tabaco y el suave sonido del Almirante al chupar su pipa. Ferriol parecía sopesar en silencio lealtades, insolencias y eficacias, aunque su rostro impasible no desvelaba veredicto alguno.

—Volvamos al oro —sugirió el Almirante.

—No todo fue a Rusia —dijo el financiero, dirigiéndose de nuevo a Falcó—. Sabemos que una quinta parte se envió por barco a Marsella, destinado tanto a cuentas bancarias oficiales de la República como a cuentas de particulares. El ministro de Hacienda, Negrín, y el hijo del titular de Marina, Prieto, son dos de los beneficiarios… Como puede ver, los hay que toman precauciones por si todo acaba en espantada final.

—Los duelos con pan son menos —comentó Falcó, ecuánime.

—Hecho todo eso —prosiguió Ferriol—, aún quedó una cantidad importante de oro en La Algameca. Calculamos unas treinta toneladas… Cantidad apreciable.

Falcó había sacado la Sheaffer verde jade del bolsillo interior de la americana. Le quitó el capuchón e hizo un cálculo rápido sobre el papel que tenía delante.

—Cien millones —concluyó.

—En pesetas oro —confirmó el financiero—. O sea, unos cuatro millones de libras esterlinas.

—Buen pellizco. ¿Y sigue allí?

—No.

Siguió otro silencio. Ahora Ferriol miraba al Almirante.

—Hace diez días —intervino este—, de noche, con todo el secreto posible, esas últimas cajas se estibaron a bordo de un barco mercante.

—¿Ruso? —se interesó Falcó.

—Español.

—¿Es relevante que yo pregunte qué clase de barco?

—Se llama Mount Castle —el ojo derecho centelleó, burlón—. ¿Te suena el nombre?

Hizo memoria Falcó. La tinta invisible en el prospecto de la Norddeutscher Lloyd Bremen. Aquel hombre degollado en Lisboa, y el portugués al que habían tirado desde el mirador. El mundo, pensó, era un lugar pequeño.

—Originalmente fue inglés —apuntó Ferriol—. Yo mismo llegué a fletarlo en alguna ocasión, antes de la guerra.

Ahora el Mount Castle navegaba para la República, detalló el Almirante. Estaba registrado en Panamá por una naviera asturiana y llevaba tiempo burlando el bloqueo de la Armada nacional. Una especie de buque fantasma. El SNIO le atribuía varios viajes hechos con armas y suministros entre Valencia, Barcelona, Odesa, Orán y Marsella. En todos los casos había logrado esquivar las unidades de superficie nacionales y los submarinos italianos que echaban una mano a los franquistas en el Mediterráneo.

—¿Tripulación española?

—Eso parece. Al menos, en su mayor parte.

—¿Armado?

—Ligeramente.

—¿Y es seguro que embarcó el oro que quedaba?

—Sí. Pero esta vez no llegó a la Unión Soviética. Las circunstancias lo obligaron a tomar el rumbo opuesto. Hacia el estrecho de Gibraltar.

El Mount Castle, explicó el Almirante, había zarpado de Cartagena escoltado por el destructor republicano Lepanto; pero como protección, la escuadra roja, mandada por cabos y fogoneros tras el asesinato de casi todos los jefes y oficiales, no valía un salmonete frito. Tras decir eso, el Almirante abrió una de las carpetas y extrajo de ella una copia reducida de una carta náutica.

—Navegó pegado a tierra hasta el cabo de Gata, y de allí puso rumbo a la costa argelina. Su intención, suponemos, era continuar al amparo de las aguas jurisdiccionales francesas hacia el este.

Falcó estudió la carta que le ofrecía su jefe: el estrecho de Gibraltar. Una delgada franja de menos de quince kilómetros en su parte más angosta. La carta estaba marcada con dos círculos de lápiz rojo sobre Gibraltar y Tánger.

—¿Y cómo acabó en la dirección opuesta?

—Se topó con un barco nuestro. Y ahí se le acabó la suerte.

—O parte de ella —matizó Ferriol.

El Almirante completó el relato. Anochecía cuando uno de los dos destructores con que contaban los nacionales, el Martín Álvarez, avistó al mercante y su escolta al este de Alborán. Hubo un breve combate, el destructor republicano recibió un par de impactos y acabó batiéndose en prudente retirada. Pero eso dio tiempo al Mount Castle a huir hacia el oeste. Al día siguiente quiso hacerse pasar por inglés, arboló esa bandera y retomó el rumbo, aunque el destructor nacional, que andaba peinando la zona, no se dejó engañar. El Mount Castle intentó refugiarse en Gibraltar, pero el destructor se interpuso. Entonces, aprovechando la oscuridad, dio media vuelta y se escabulló a toda máquina.

—Estuvieron toda la noche jugando al gato y al ratón, cada vez más hacia el oeste, hasta que al amanecer, viéndose con el nuestro encima, el rojo se metió en Tánger.

—Ciudad con estatuto internacional —precisó Ferriol.

—Lo que es un factor decisivo —confirmó el Almirante—. Ni carne ni pescado.

Falcó pensaba con rapidez, haciéndose cargo de la situación. Asunto delicado. Tánger era un puerto neutral, donde nada podían hacer los nacionales hasta que el barco saliera de nuevo al mar abierto. Un refugio que era al mismo tiempo una trampa. Una ratonera.

—¿Y sigue allí, en Tánger?

—Sí. Amarrado en el puerto. Con el Martín Álvarez en la bocana, esperándolo… Y desde luego, no lo dejará escapar. Conozco al comandante del destructor: capitán de fragata Antonio Navia. En la Armada lo llaman Tambo… Tambo Navia. Un marino seco y capaz, de la vieja escuela.

—¿Cuánto tiempo puede quedarse el barco rojo?

—Llevamos un par de días presionando fuerte —intervino Ferriol—, tanto ellos como nosotros. Tira y afloja. Ellos, para que les permitan salir con garantías o protección… Nosotros, para que el barco y su cargamento se nos entreguen como presa legítima, en el puerto mismo o forzándolo a salir para que sea capturado.

—Hay una alternativa —comentó el Almirante—. Que lo internen y nos lo pasen cuando ganemos la guerra… Pero eso puede tardar un poco.

Se había quitado la pipa de la boca y apuntaba al círculo de lápiz rojo que rodeaba Tánger en la carta náutica.

—Y ahí es donde entras tú.

Se conocían lo suficiente para que Falcó adivinara que el Almirante disfrutaba con todo aquello: el financiero, la situación, la suave insolencia que solía darse entre ellos, jefe y subordinado. El estilo informal del Grupo Lucero, difícil de seguir por quien no estuviera en el ajo. Los códigos no escritos. No puedo permitirme bobadas con este individuo, decía el ojo sano, pero tú sí tienes margen. Cierto breve margen.

—Sé poco de barcos y de derecho marítimo.

Sin decir palabra, el Almirante extrajo un sobre y un libro de la cartera y los empujó hacia él sobre la mesa. El sobre contenía trescientas libras en cheques de viaje. El libro se titulaba El buque ante el derecho internacional. Falcó se guardó el sobre, miró el título del libro y alzó la vista hacia Ferriol, con mucho aplomo.

—Me expulsaron de la Academia Naval, ¿sabe?

El otro no se inmutó.

—Con deshonor, tengo entendido —dijo.

—Sí.

Inquisitivo, el financiero se volvió hacia el Almirante.

—Lo que no conozco es la causa exacta.

—Se zumbó a la mujer de un profesor.

—Oh.

—Con nocturnidad y alevosía.

—Vaya.

—Y luego se dio de bofetadas con el fulano en mitad de una clase.

—No me diga.

—Pues sí —envuelto en bocanadas de humo, el Almirante lo estaba pasando en grande con los apuntes biográficos—. Ahí donde lo ve, tan bien parecido y elegante, es capaz de vender la silla de ruedas de una madre inválida.

Ferriol estudiaba a Falcó aún con mayor interés.

—Es más ameno de lo que pensaba —comentó.

El Almirante se adornó con media verónica final.

—A veces, Dios escribe derecho con renglones torcidos.

—¿Tanto?

—No se hace usted idea.

—Ya veo. Pero le recuerdo que hay mucho en juego en este asunto. El cuartel general del Caudillo…

—No puede estar en mejores manos —lo interrumpió el Almirante, firme.

Sin esfuerzo, Falcó ataba cabos. Ferriol era íntimo del general Franco, y el hermano de este, Nicolás, tenía bajo su mando directo los servicios secretos nacionales, incluidos el Almirante y el SNIO. Estaba claro de dónde venía todo. Al Caudillo, siempre necesitado de financiación, le interesaba el oro de la República. Golpe de propaganda aparte, había muchos aviones, tanques y cañones alemanes e italianos por pagar.

—Mi hombre —el Almirante volvía a usar el caño de la pipa, ahora para señalar a Falcó— es preciso como un reloj suizo. Y cuando hace falta, letal como una guadaña.

El financiero emitió una risa corta y seca. Tan fría como su expresión.

—Lo creo.

Miraba con fijeza los ojos de Falcó. Escrutador. Apenas parpadeaba tras los gruesos cristales, observó este. Alguien acostumbrado de sobra a juzgar a los hombres. Y a comprarlos.

—Un sujeto peligroso —resumió el financiero, pensativo.

El Almirante respaldaba el diagnóstico.

—Incómodo en tiempos de paz —confirmó—. Pero adecuado para tiempos como estos.

Falcó miraba a uno y otro como si asistiera a un partido de tenis donde él fuera la pelota. Empezaba a aburrirse, así que alzó una mano.

—¿Puedo decir algo al respecto?

—No puedes —tras el paréntesis, el Almirante se había puesto de nuevo serio—. Tu opinión nos importa un carallo. Estamos en otra cosa.

Se irguió Falcó en la silla, formal.

—De todas formas, insisto en que la diplomacia naval me pilla lejos.

—Estoy al corriente de lo que te pilla lejos o cerca. Pero mientras sirvas conmigo eres teniente de navío.

—Solo nominalmente.

—Me da igual. Tienes una graduación de la Armada y unos galones, aunque sean postizos y no los uses. Suficiente para que te busques la vida como marino o como archipámpano de Ruritania. ¿Está claro?

—Sí.

—No te he oído bien.

—Está claro, señor.

—De todas formas —comentó Ferriol—, la misión en Tánger será menos naval que terrestre… Una combinación de la zanahoria y el palo. Mano izquierda y mano dura, según vayan las cosas —la boca pálida amagó una fea sonrisa—. Poca guadaña, al principio.

Se encogió Falcó de hombros. Miró otra vez el libro que tenía delante.

—¿Y qué se espera que haga?

—¿Lo prefieres resumido, o en detalle? —preguntó el Almirante.

—Podría empezar resumiéndolo, señor. Son ya demasiadas emociones.

—Que vayas a Tánger y te traigas esas treinta toneladas de oro.

Falcó se había quedado con la boca abierta.

—¿Así, por las buenas?

—Por las buenas, o por las malas.

En la puerta del cinematógrafo Salón Imperial, un cartel anunciaba Tango Bar, con Carlos Gardel, y Rumbo al Cairo, con Miguel Ligero. Cerca de La Campana, la calle Sierpes olía a café con leche. Civiles y militares desayunaban en las terrazas, y junto al puesto de periódicos unos muchachos voceaban diarios con noticias de la guerra: tras la toma de Málaga y la batalla del Jarama, el bando nacional consolida sus posiciones, etcétera. Nuestra aviación domina el frente de Vizcaya era uno de los titulares. La barbarie roja destruye iglesias y obras de arte era otro. La guerra seguía yendo para largo, pensó Falcó. Tras despedirse de Tomás Ferriol, él y el Almirante caminaban sin prisas entre la gente. Falcó llevaba el libro de derecho marítimo bajo el brazo.

—Para Ferriol es un asunto personal —decía el Almirante—. Como todo lo que tiene que ver con dinero y finanzas, sigue lo del Mount Castle con mucha atención. Hace pocos días tuvimos una reunión de alto nivel… El Caudillo está en Sevilla para diversos asuntos, y formamos parte del séquito.

—¿Quiénes están al corriente de lo de Tánger?

—A la reunión asistimos Nicolás Franco, Ferriol, Lisardo Queralt y yo.

El último nombre suscitó malestar en Falcó. Coronel de la Guardia Civil y viejo conocido. Miró el asfalto ante sus pies e hizo una mueca de desagrado.

—¿También Queralt mete baza en esto?

—También —el Almirante lo miró de reojo—. ¿No has vuelto a cruzártelo desde aquel asunto tuyo de Salamanca?

—No.

Se habían detenido ante el escaparate de una tienda de filatelia. Con ademán experto, el Almirante se inclinó a mirar los sellos expuestos. Uno de ellos le llamó la atención.

—Anda, mira… El Diez Shillings de Malta.

—¿Ese no lo tiene usted?

—No.

—Permita que se lo regale. Un día es un día.

—No seas pelota, coño. ¿Has visto lo que vale?… No es momento.

Después de mirar el escaparate un poco más, el Almirante alzó la cabeza.

—Mejor para ti que no te cruces con Queralt —añadió retomando el hilo—. Es un mediocre, pero no hay que dejarse engañar por eso… Jamás te perdonará que le quitaras a aquella rusa de entre las patas. Ni que te cargaras a tres de sus esbirros.

—Eso no ocurrió nunca, señor.

Meneó el Almirante la cabeza, caminando de nuevo.

—No estoy de humor, chico.

—Es que no sé de qué me habla —Falcó se tocó el ala del sombrero con aire despreocupado—. En serio.

El otro volvía a mirarlo, ácido.

—Espero que sostengas esa versión si algún día la gente de Queralt te echa el guante y te lo preguntan sin prisas en un sótano.

—No le quepa.

—Ya. De hecho, no me cabe. O me cabe poco. Te conozco demasiado… Más de lo que debería.

Se había parado otra vez, ahora ante el escaparate de una librería, y miraba los títulos con aire distraído. Falcó les dirigió una ojeada indiferente. No era aficionado a la lectura seria. Sus favoritos, cuando leía algo, eran los relatos de detectives y los seriales de las revistas ilustradas, con aventureras internacionales llamadas Margot y Edith, héroes ingleses con un mechón rebelde en la frente y chinos malvados en plan Fu-Manchú. Y alguna vez, más en plan formal, un libro de Blasco Ibáñez o Somerset Maugham durante los viajes largos, para matar el rato. Como mucho.

—En realidad —dijo el Almirante sin dejar de mirar el escaparate—, Queralt deseaba quedarse con la operación, pero Nicolás Franco tenía sus dudas. Y al final pude hacerme con ella. Tuve que garantizarle a Ferriol que iba a encargarse de todo mi mejor hombre… O sea, tú.

—Mi mamá me mima.

El otro alineó el ojo de cristal con el ojo sano, en una nueva mirada crítica.

—Era un farol. Ya sabes que soy proclive.

—Es usted mi padre, Almirante.

—Vete a pastar.

En La Campana, frente al bar Tropical, una banda militar tocaba Mi jaca con acordes marciales. La gente hacía corro. Un tranvía pasó con un enorme anuncio de matamoscas Flit en el costado. Para limpiar España de plagas nocivas, afirmaba el cartel, patriótico.

—¿Y cómo se lo tomó Queralt?

El Almirante se rascó el bigote.

—Como suele. Con muy mala sangre… Hemos de tener cuidado, porque ese animal con tricornio es capaz de reventarlo todo para fastidiarnos. Por eso Ferriol pidió verte la cara esta mañana.

—Para hacerme una foto, supongo.

—Claro. Quiere saber a quién crucificar si se tuerce el negocio.

—Y algunos clavos, supongo, los guardará para usted.

—Sin duda. Con Queralt poniendo gustoso el martillo —el Almirante emitió un resoplido de mal humor—. Aquí todo cristo conspira, calumnia y delata para situarse bien… ¿Crees que así hay forma de ganar una guerra?

—Peor lo tienen los otros, señor. Socialistas, comunistas, anarquistas…

—Lo mejor de cada casa, sí. Y los rusos dando por saco. Una república con cada uno de su padre y de su madre… Y es que solo se puede ser liberal en Inglaterra y republicano en Suiza. Si lo nuestro es un drama, lo de los rojos es un sainete. De Arniches.

—Es que esos fusilan sin método, Almirante. Al buen tuntún. No como nosotros, que ponemos sacerdotes para salvar las almas.

—No te pases —una mirada feroz—. Cierra el pico.

—A la orden.

—Estoy de tus chistecitos tontos hasta los huevos.

—Lo siento.

—Tú qué vas a sentir —el otro había sacado el reloj de un bolsillo del chaleco—. Invítame al aperitivo, anda. Que es la hora.

—Siempre invito yo, señor —protestó Falcó.

—Te pago bien, así que es lo menos. Invitarme a una manzanilla.

—Dicho con todo respeto, Almirante, gasta usted menos que los rusos en catecismos.

—No veo el respeto por ninguna parte.

—Iba en metáfora.

—Métete las metáforas por el ojete.

—A la orden.

—Yo ahorro para la jubilación, y tú eres joven —una risa entre dientes—. Además, es probable que no te jubiles nunca. Te matarán antes.

—Negativo, señor. No pienso dejarme.

—Nadie se deja. Y ya ves.

Dicho eso, el Almirante canturreó en falsete cuatro estrofas de una copla:

La vida del bandolero,

saltar tapias y bardales,

dormir en camas ajenas,

morir en los hospitales.

—Me encanta su delicadeza, señor —dijo Falcó—. Repito que es usted mi padre.

Soltó el otro una carcajada guasona.

—Que me invites, te digo. Es una orden. Lo que se han de comer los gusanos, que lo disfruten los cristianos. O sea, yo. Para eso me trajino a Domínguez con tus notas de gastos.

—Bonito refrán, el de los gusanos. ¿Es gallego, de su pueblo?… ¿De Betanzos?

—Yo qué coño sé. Me lo acabo de inventar.

Habían llegado a la terraza del Café de París. Desde el 18 de julio, al hilo de la actitud política de Francia y la solidaridad del Duce con la causa nacional, los dueños habían cambiado su nombre por Café Roma. Tomaron asiento en los sillones de mimbre, bajo el toldo de la marquesina. El Almirante puso la cartera en el suelo e hizo un signo negativo al limpiabotas que se acercaba.

—Tiene que salir bien lo de Tánger. ¿Me oyes?… Nicolás Franco sigue queriendo unificar todos los servicios secretos, y si le da el mando a Queralt estaremos bien jodidos. Él y sus puercos métodos.

—Tampoco nosotros somos monjas, señor.

—No seas bestia, hombre. No compares. Frente al carnicero de Oviedo, nosotros somos unos caballeros —miró a Falcó, dubitativo—. Bueno. Tú, menos… Yo sí soy un caballero. O lo era.

Se acercó un camarero de chaquetilla blanca y el Almirante pidió dos manzanillas de Sanlúcar. Frescas. Falcó seguía con la vista a una mujer bonita, enlutada, que acababa de salir de la droguería contigua. Taconeo firme y caderas gloriosas, pensó distraído. En las que nunca se ponía el sol. Como la España imperial y todo eso.

—En realidad no hay caballeros en este oficio nuestro —comentó el Almirante.

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