Eva

Eva


3. Té con pastas

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3. Té con pastas

Pensaba en ella cuando, de regreso en el Andalucía Palace, pasó junto a un grupo de oficiales alemanes que conversaban en el vestíbulo; y también cuando subió por la escalera hasta el primer piso y, tras mirar instintivamente a uno y otro lado, anduvo sin ruido sobre la alfombra del largo pasillo, camino de su habitación.

«Estamos en paz».

Eso había dicho Eva la última vez.

Nunca lo habían engañado antes, recordó absorto. Nunca una mujer, y nunca de esa manera. Eva Neretva, alias Eva Rengel, alias sabía Dios qué. Se había revelado maestra indiscutible en el juego turbio, arriesgado, que jugaban ambos. Con su frialdad tan soviética. Casi inhumana.

Por un instante, sin esfuerzo porque esas imágenes acudían con frecuencia a su memoria, la vio iluminada por el fogonazo al disparar en la nuca del falangista Juan Portela. También en la ventana de la casa de Cartagena mientras se abrazaban semidesnudos, las bombas iluminaban la plaza y la artillería antiaérea acribillaba la oscuridad sobre el Arsenal. O la noche en que todo se fue al diablo, recortada en el contraluz nocturno de la última duna junto al mar, arrodillada para disparar con la Luger, impasible y serena, cuando le cubría la fuga.

Siguió pensando en ella mientras preparaba el equipaje: objetos de aseo, trinchera Burberry, sombrero panamá, dos trajes, seis camisas almidonadas y mudas interiores, pijama, tres corbatas, unos gemelos de plata, unos zapatos de vestir y otros de sport con suela de goma. Una vez colocado todo en la baqueteada maleta Vuitton, encendió un cigarrillo y permaneció inmóvil ante la luz que entraba a raudales por la ventana, todavía recordando. Al cabo de un instante advirtió que los dedos que sostenían el cigarrillo temblaban ligeramente. Eso le suscitó un seco malestar. Una cólera suave, tranquila y oscura.

Sacudió la cabeza, aplastó el cigarrillo en un cenicero y sacó de los cajones y de encima del armario los objetos que completaban el equipo, entre ellos dos tubos de cafiaspirinas —en uno ocultaba una cápsula de cianuro—, una lata de Players, la Browning FN modelo 1910 de 9 mm, el supresor de sonido Heissefeldt canjeado por cocaína a la Gestapo, dos cargadores y una caja con treinta cartuchos. Material adecuado para dar de baja con plena eficacia, habría dicho el Almirante. Herramientas propias del oficio. Envuelta en un trapo, limpia y aceitada, la pistola tenía un peso casi agradable cuando la sostuvo en la mano por un momento. Al hacerlo se le endureció la mirada, y un pliegue sarcástico y cruel pareció hendirle de pronto, como una cuchillada seca, un extremo de la boca. Cuatro meses atrás, con aquella pistola había matado a tres hombres en Salamanca para salvar la vida de Eva Neretva.

Estamos en paz, se repitió.

Entonces llamaron a la puerta, y el mundo exterior siguió su curso. Un botones traía un sobre cerrado con su nombre escrito, sin remitente. Falcó le dio una propina, cerró la puerta, rasgó el sobre y un golpe de calor suavizó el gris plomizo de sus ojos.

Esta tarde la pasaré en casa de mi amiga Luisa Sangrán, calle Rafael de Cózar, número 8. Quizá le apetezca tomar un té o un café sobre las seis.

La nota iba sin firma, pero a Falcó no le cupo duda ninguna: tinta azul, letra de mujer, inglesa, a plumilla, con trazo fino y cuidada caligrafía. Se adivinaban allí un colegio de monjas muy caro y otros detalles por el estilo. Así que Eva Neretva, el pasado y el más que probable futuro localizado en Tánger quedaron por el momento atrás, o a un lado, o fuera de escena, alejándose despacio como un bote que se abandonara a la deriva. Por lo demás, comprobó Falcó, Chesca Prieto no había podido resistirse al cliché —las novelas y el cine hacían estragos, incluso entre las mujeres inteligentes— de verter una gota de perfume en el papel antes de doblarlo y meterlo en el sobre. Era Amok, por supuesto. Una locura de Oriente.

Eso lo hizo sonreír. Acentuaba esa sonrisa el recuerdo de ella y el marido, por la mañana, en la puerta del hotel. Pepín Gorguel con sus botas relucientes de héroe de guerra, la franja roja en la gorra y las estrellas de capitán. El estirado cabrón. Todo frío, altivo, receloso y atravesado, mirándolo como si olfateara amenaza. Y con razón. No era cosa de reprochárselo, con una mujer tan hermosa como aquella —el Almirante le atribuía dos aventuras, aunque Falcó no estaba seguro de eso—, que Gorguel anduviese con la mosca tras la oreja. Y más pasando como pasaba la mayor parte del tiempo en el frente, salvando a la patria de las hordas sin Dios mientras en España empezaba a amanecer y demás poesía.

La idea arrancó a Falcó un suspiro al tiempo risueño y melancólico. Ahora, con el marido de por medio, el envite le apetecía más que antes. Y aquella luminosa Sevilla, con casas de amigas y otros elementos útiles, era más adecuada que la casta, gris, estrecha y meapilas Salamanca, donde hasta el Caudillo tenía su cuartel general en el palacio episcopal. Sin embargo, y por desgracia, no había tiempo para bromas ni veras. Faltaban tres horas para las seis de la tarde, y entonces él estaría a bordo de un avión, volando hacia el norte de África. Adiós, muchachos, como en el tango. Por segunda vez, aquella mujer se le escapaba de entre los dedos. Viva y coleando. Perra suerte la suya.

Por acto reflejo, simple hábito profesional, fue hasta el lavabo, sacó del bolsillo el encendedor y quemó allí el mensaje. A Chesca Prieto y a él, pensó mientras dejaba ir las cenizas por el desagüe, los había mirado un tuerto. Entonces se acordó del ojo de cristal del Almirante y se echó a reír de su propio chiste malo. Luego se miró en el espejo, sacándose burlón la lengua. Resignado a lo que había, y también a lo que no. Divertido, incluso. Como había dicho o escrito alguien —ni recordaba quién, ni le importaba—, lo que no podía ser no podía ser, y además era imposible.

Cuando acabó de disponer el equipaje, bajó a comer algo. El avión se movería al sobrevolar el Estrecho y era mejor no viajar con el estómago vacío. Quedaba tiempo y el día seguía siendo agradable, así que dio un paseo hasta la Casa de la Viuda, en la calle Albareda. Bajo un cartel de Pida siempre Domecq —sonrió; los Domecq eran primos suyos— y un aviso que decretaba multas para quienes incumplieran las nuevas normas patrióticas —No saludar brazo en alto a la bandera, 30 pesetas—, se hizo lustrar los zapatos y comió un poco de jamón y queso, perdiz estofada y dos vasos de vino tinto, y regresó despacio por el río, tras detenerse a enseñar la documentación en un retén junto al puente.

Los soldados, reclutas jóvenes de gorrillo cuartelero y requetés barbudos con boina roja y crucifijo al pecho, todos con Mauser y bayonetas caladas, fueron amables. Solo estaba prohibido, dijeron, ir y venir del barrio de Triana, la ex Sevilla roja, sin un permiso sellado por la autoridad militar. Siguió Falcó adelante, disfrutando de la buena temperatura y de la vista espléndida de la otra orilla del río. Silbaba La cumparsita y estaba de buen humor. Aquella noche iba a dormir en Tetuán, y a la mañana siguiente estaría en Tánger, ocupado con el Mount Castle y el oro de la República.

Volvió a pensar en Eva Neretva y sintió que el pulso le batía acompasado, algo más rápido que los sesenta latidos por minuto que solía tener. Como de costumbre, la cercanía de la acción inyectaba en sus venas una intensa y satisfecha lucidez. Una expectación casi feroz. El mundo era un lugar apasionante donde ocurrían cosas, y él ayudaba a que ocurrieran. De hecho, él mismo era parte de las cosas. Y mientras caminaba con las manos en los bolsillos, el sombrero echado para atrás y una sonrisa distraída en la boca, la sombra que se movía desde sus zapatos se asemejaba a la de un lobo tranquilo. Un lobo peligroso y feliz.

—Lo esperan en el bar, señor Falcó.

Dio las gracias al conserje y se encaminó hacia allí. Eran las cuatro y media de la tarde. Junto a la gran cristalera que rodeaba el patio central, varios corresponsales extranjeros bebían y charlaban en voz muy alta, quejándose de la censura y de las dificultades para visitar el frente. Reconoció de reojo a un par de ellos: un tal Cardozo, del Daily Mail, y un inglés llamado Philby. Este último hizo ademán de saludarlo —se habían conocido meses atrás en el Bar Basque de San Juan de Luz—, pero Falcó siguió adelante sin detenerse. Al fondo, conversando con tres hombres vestidos de paisano, estaba sentado el Almirante. Al ver acercarse a Falcó, se puso en pie y fue a su encuentro.

—Hay problemas con tu avioneta —dijo—. Una avería.

—¿Seria?

—Tienen que cambiar una pieza y no estará lista hasta mañana.

—¿Afecta eso a la misión?

—Espero que no. Dudo que importen unas horas más o menos.

—¿Y qué hago mientras?

—Esperar. Te quedas en tu habitación y aguardas a que vengan a buscarte.

Hizo Falcó cálculos rápidos, pros y contras, horas por delante, mientras Chesca Prieto le retornaba a la cabeza. Aquel aplazamiento inesperado ofrecía interesantes posibilidades.

—¿Puedo salir a dar una vuelta?

El Almirante lo miró unos segundos con recelo. Al fin relajó el gesto.

—Puedes. Pero evita lugares demasiado públicos y mantente localizable. Nada de dejarte caer por la Alameda.

Sonrió Falcó. Iluminada con neón pese a la guerra, con nueve dancings y cabarets en menos de cien metros, la Alameda era el lugar de diversión nocturna de Sevilla, allí donde la nueva y católica España aún dejaba cierto margen a la vieja. Todo debidamente regulado, por supuesto: al Florida iban los soldados y al Maipú los suboficiales, mientras que los alemanes del Andalucía Palace, los italianos del Cristina, los señoritos falangistas de camisa azul y pistola al cinto, los oficiales de requetés, regulares y el Tercio bebían champaña y bailaban pasodobles y tangos en el Excelsior.

—Descuide, señor… La Alameda no son mis pastos.

—Me alegro —el otro lo miraba con curiosidad—. ¿No te dejas caer por Jerez, a ver a la familia?… Está solo a media hora en automóvil.

Inexpresivo, Falcó se tocó el nudo de la corbata.

—No tengo intención.

—Ya sé que no es asunto mío… ¿Cuánto hace que no ves a tu madre?

—Con todo respeto, señor, estoy de acuerdo con usted. No es asunto suyo.

El Almirante se lo quedó mirando. Al cabo hizo un gesto de asentimiento.

—Tienes razón —le pasó un sobre con documentos—. Ahí tienes los informes sobre el Mount Castle y los salvoconductos para el aeródromo de Tablada. Hay tres controles en la carretera… La nueva hora prevista para el despegue son las siete de la mañana. En punto.

—Allí estaré, señor.

—Más te vale.

Se guardó Falcó los documentos en el bolsillo interior de la chaqueta. Tras mirar alrededor, el Almirante lo cogió por un brazo, llevándoselo a un rincón desierto del bar.

—Hay una última hora —bajó la voz—. El gobierno de la República ha conseguido cinco días más de plazo para el Mount Castle. Durante ese tiempo podrá permanecer amarrado en el puerto mientras se llevan a cabo las gestiones diplomáticas.

—Vigiladísimo, supongo.

—Claro. Lo custodia la policía internacional. Lo pintoresco es que también nosotros hemos conseguido permiso de amarre para el Martín Álvarez. Así que allí están los dos, en el mismo muelle y a pocos metros: nuestro destructor y el mercante rojo… Con las tripulaciones vigilándose mutuamente mientras consignatarios, cónsules y agentes deciden su suerte.

La idea de los republicanos, siguió explicando el Almirante, era conseguir un acuerdo internacional que permitiera al Mount Castle seguir viaje bajo protección neutral, con un destructor británico enviado desde Gibraltar, o ganar tiempo a fin de que unidades republicanas llegaran a Tánger para escoltarlo. El problema era que la escuadra roja no era partidaria de arriesgarse fuera de los puertos. Faltaban oficiales competentes porque en su mayor parte habían sido fusilados —Falcó sabía que el hijo del Almirante se contaba entre ellos—, y la marinería no se fiaba de los que tenía a bordo. Todo se hacía mediante comités, asambleas y votaciones, y nadie estaba dispuesto a jugársela por un cargamento de oro que iban a disfrutar los rusos.

—Además —añadió—, en tal caso nosotros mandaríamos al crucero Baleares, que está cerca, en Ceuta… Y ahí llevan las de perder.

—¿Cree que intentarán hacerse a la mar? —se interesó Falcó.

—Todo es posible. Pero la verdad es que no tengo ni idea. Para eso vas, entre otras cosas. Para despejar incógnitas. Nuestro cónsul en Tánger y el comandante del Martín Álvarez han sido informados de tu llegada.

Arrugó Falcó el entrecejo, inquieto.

—¿Con detalle?

—No, hombre. Faltaría más. Lo imprescindible para que te dejen trabajar.

—¿Y quién dirige la operación?… ¿El cuartel general de la Armada o nosotros?

—Nosotros. Por eso actúas con toda libertad.

—¿Y el comandante del destructor?

—Tiene instrucciones de colaborar contigo, pero no te pases. Cada cual posee sus competencias y su orgullo. No creo que le guste ver aparecer por allí a un intruso, pero cumplirá las órdenes. Así que sé buen chico y procura ponérselo fácil. ¿Entendido?

—Sí, señor.

De nuevo miró el Almirante alrededor. Parecía dudar sobre añadir algo.

—Otra cosa —se decidió al fin—. Te dije esta mañana que Lisardo Queralt quería hacerse con la operación pero Nicolás Franco nos la dio a nosotros… ¿Recuerdas?

—Perfectamente.

—Bueno, pues hay un cambio. Ese tío cochino ha conseguido que le permitan tener un observador en Tánger.

—¿Y qué significa eso?

—Que el operador de radio que vamos a mandarte ya no será nuestro, sino de Queralt… Un agente suyo.

—Pero eso significa que estarán enterados de cuanto yo transmita…

—Sí, es la idea —el Almirante hizo un ademán de impotencia—. Queralt acepta no intervenir en el asunto, pero exige estar al tanto de la operación. Esto se lo garantiza, y de cara a la galería le da un toque conjunto… Oye, no me mires así. Yo también tengo jefes.

—¿Y a quién me van a mandar?

—A uno de allí, del SINA de Tetuán.

Torció Falcó el gesto.

—Un policía.

—Eso es. Aunque me han garantizado que es el mejor radio que tenemos en la zona.

Reflexionó Falcó sobre las implicaciones de aquello.

—No me gusta —concluyó.

—A mí tampoco, pero no hay otra.

—¿Y qué opina Tomás Ferriol?

—Él no se mete en esas cosas. Le da lo mismo jota que bolero.

Falcó pensaba a toda prisa, malhumorado.

—¿De verdad Queralt puede reventarlo todo?

El Almirante se rascó el bigote.

—No creo que llegue a tanto. El Caudillo quiere ese oro, y Queralt no se atreverá a hacer que lo perdamos. Directamente, al menos. De lo que no te quepa duda es de que hará cuanto pueda por dejarnos mal.

—¿Y quién es su pájaro de Tetuán?

—Ni idea. Te contactará él.

Se quedaron un momento mirándose cual si no se hubieran dicho todo. El efecto de luz de la vidriera daba un ligero estrabismo al ojo de cristal del Almirante.

—También hay algo más —añadió este al fin— sobre esa mujer, Eva Como Se Llame…

Se detuvo un instante, acechando la reacción de Falcó. Pero este se mantuvo en silencio, sosteniéndole la mirada tan impasible como si estuviera viendo girar una ruleta o le hubieran hablado de una desconocida.

—Ahora ella ha bajado a tierra y participa en las gestiones sobre el Mount Castle. Se aloja en el hotel Majestic… ¿A cuál irás tú?

—Al Continental, como siempre. Frente al puerto.

El Almirante dirigió un rápido vistazo a los hombres sentados en los sillones del fondo.

—Por lo visto, ella manda mucho en todo esto. Es la persona de confianza que Pavel Kovalenko, jefe del NKVD en España, mandaba a Odesa para supervisar la entrega… Por lo que hemos averiguado, después de Portugal volvió a la zona republicana, donde ocupa un puesto importante en la Administración de Tareas Especiales. Sabemos que intervino activamente en la detención, interrogatorio y ejecución de elementos trotskistas… O sea, que sigue siendo una fulana de cuidado.

Otra vez se detuvo, atento a Falcó.

—¿No tienes nada que decir?

—Nada.

—Pues deberías, carallo.

—No veo por qué.

—Pusiste en libertad a una enorme hija de puta.

—Yo no puse en libertad a nadie.

El ojo derecho miró a Falcó con evidente hosquedad.

—Esta tarde ya no estoy para bromitas ni juegos… ¿Me oyes?

—Lo oigo. Pero no es mi intención.

—Señor.

—Señor.

El otro emitió un suspiro melancólico mientras volvía a mirar en torno.

—Mentiría si te dijera que no tengo curiosidad —dijo al cabo de un momento—. Daría cualquier cosa por estar presente si de nuevo os veis las caras.

Cuando posó otra vez la vista en Falcó, este seguía impertérrito. Inexpresivo. Escuchaba erguido y tranquilo, atento como un soldado. Eso arrancó al Almirante una risa áspera.

—Ten mucho cuidado con eso, o con todo —sacó el reloj y consultó la hora—. Y recuerda: después de lo de Salamanca, Queralt y su gente te tienen en la mira, como dije. No olvidan tus tres fiambres… Un resbalón y serás suyo.

—¿Y usted, Almirante?

El otro ya hacía ademán de regresar con los que aguardaban en los sillones. Se detuvo y miró a Falcó casi por encima del hombro.

—Yo te sacrificaré, claro. Te lo dije otras veces. Sintiéndolo mucho, te echaré a los leones sin dudarlo… En este juego soy un alfil, y mi trabajo me ha costado. Tú eres un simple peón. Tales son las reglas, y lo sabes.

Todo había transcurrido según las normas rigurosas de la decencia. Falcó removió la cucharilla en la taza de té inglés, probó un sorbo, encendió un cigarrillo y dirigió una mirada tranquila a las dos mujeres. Estaba sentado, como ellas, en una silla de mimbre bajo la montera acristalada de un patio sevillano con azulejos en las paredes y macetas con helechos y geranios. En Andalucía era la hora de las visitas. Se había presentado en la cancela a las seis y tres minutos, llamando a la campanilla después de ajustarse el nudo de la corbata y alisar el pelo peinado con fijador, tras quitarse el sombrero. Recién afeitado e impecable.

—¿Y dice usted que viaja mañana? —preguntó Luisa Sangrán.

—Sí. Negocios.

—Relacionados con esta espantosa guerra, supongo.

—Claro.

La dueña de la casa rondaba los cuarenta años. Ni guapa ni fea, apreció Falcó, pero distinguida. La vivienda era buena, con cuadros valiosos en las paredes y objetos antiguos en el recibidor. El marido era un abogado de prestigio, muy relacionado con el bando nacional. Al padre, un conocido empresario cordobés, lo habían fusilado los rojos en los primeros días de la sublevación militar. Por eso Luisa Sangrán vestía un bonito vestido de crepé negro, medias ahumadas y zapatos a juego. Su maquillaje era discreto. En un broche de oro, sobre el corazón, llevaba el retrato en miniatura del hijo de diecinueve años que tenía en el frente.

—Mi marido también está fuera. Viaja continuamente.

—Lo siento —Falcó había captado el mensaje—. Son tiempos difíciles.

—Al contrario. No lo sienta. Está bien descansar de un marido de vez en cuando.

Rieron los tres, y los ojos de Falcó encontraron los iris verdes de Chesca Prieto: una mirada pensativa, fija e intensa. Ella llevaba un elegante tailleur oscuro de rayas grises y azules que al estar sentada se le ceñía a las caderas, ajustándose de forma espléndida a la longitud de sus piernas, cruzadas en ese momento, con el borde de la falda un palmo por debajo de la rodilla, exactamente donde debía estar. Tacón atrevido y medias negras. Unas piernas rotundas, absolutas y por completo canónicas, decidió tras una breve y muy discreta ojeada. Las piernas de una hembra perfecta.

—¿Un poco más de té?

—No, se lo agradezco… Es suficiente.

No había habido exceso de presentaciones ni explicaciones superfluas. Buenas tardes, gracias por aceptar la invitación, es un placer recibirlo. Chesca dice que tiene usted noticias interesantes sobre los últimos acontecimientos. Que viaja mucho. Todo se iba desarrollando con naturalidad, visita de cumplido, confianza entre amigas, hora adecuada, tarde libre para el servicio, absoluta corrección social. Un hombre apuesto, desde luego, aunque a todas luces un caballero, y dos señoras, amigas íntimas desde el colegio, con las que tomar el té y charlar sobre los acontecimientos que desgarraban España. Todo era irreprochable.

—¿Así que fueron juntas al colegio?

—Sí. A los Sagrados Corazones… Punto de cruz, disciplina de señoritas y mes de María.

—Delicioso.

—¿Y usted?

—Colegio de religiosos en Jerez. Hasta que me expulsaron.

—Vaya —Luisa Sangrán sonreía, interesada—. Lo dice con ese cuajo. ¿Lo han expulsado de muchos sitios?

—De algunos.

—De casi todos —apuntó Chesca.

Rieron otra vez los tres. De vez en cuando, Falcó sorprendía una mirada cómplice entre las dos mujeres que traslucía una singular afinidad, tan característica de su sexo. No está nada mal, tu amigo. Comprendo que te arriesgues tanto, hija mía. Yo también lo haría de estar en tu lugar. Etcétera. Pero no era cierto, o no del todo. Falcó sabía de mujeres lo bastante para advertir que Luisa Sangrán difícilmente habría dado para ella misma un paso como aquel. No era su registro. Su tono. Esa era solo una complicidad de carácter vicario. Muy femenina, también. Como los seriales de la radio. Vivir emociones ajenas y disfrutarlas. Afecto, recuerdos de infancia o juventud, solidaridad, viejos códigos forjados en siglos de amarguras domésticas y tristes silencios. Mujeres asociadas con mujeres, rehenes tradicionales de guerreros, sacerdotes y tiranos, saboreando de aquel modo su íntima venganza.

Admiración por la amiga audaz, capaz de llegar donde otras o una misma no se atreverían.

Aquello, y de eso no cabía duda a Falcó, iba a ser materia de numerosos cuchicheos futuros entre ambas. De largas confidencias en voz baja.

—¿Es usted de Jerez, entonces?… ¿De los Falcó de allí?

—Vagamente.

—Conozco a un Alfonso Falcó… ¿Le suena?

Una chupada lenta al cigarrillo. Una mirada distraída a las volutas de humo azulado. Aquel Alfonso era su hermano mayor. Desde la muerte del padre dirigía el negocio familiar —fino Tío Manolo, coñac Emperador—, las bodegas y lo demás. También cuidaba de la madre viuda. Después del Alzamiento había recuperado la propiedad de todo, tras la fuga o fusilamiento de los sindicalistas que convirtieron el negocio en una caótica cooperativa de trabajadores. Lorenzo Falcó y su familia llevaban más de diez años sin verse las caras. Sin escribirse, siquiera. El episodio del hijo o hermano pródigo contenía inexactitudes: cierta clase de ovejas negras nunca volvía a casa. Tampoco Caín se enfrentaba siempre a Abel. Para ti los corderos y las hortalizas, querido. Que te aprovechen. A veces, Caín se limitaba a hacer las maletas.

—Me suena de lejos.

—Tiene dos hermanas, creo. Lolita y Pitusa. Y está casado con una Gordon.

—Es posible.

—¿Y de veras no es usted de la familia?

—No —la cara de inocencia de Falcó habría ganado un concurso—. En absoluto.

—Está fingiendo —dijo Chesca.

—No me digas.

—Sí te lo digo.

Siguieron diez minutos de conversación superficial y agradable. Falcó las hizo reír en varias ocasiones, contando anécdotas que inventaba sobre la marcha: chismes sobre moda y cinematógrafo, viajes, hoteles, lugares, personajes. Era brillante en eso. A veces, a medio narrar algo, miraba con más fijeza a Chesca, y esta eludía esa mirada. Otras, sin dirigir la vista hacia ella, sentía sus ojos fijos en él. Verde líquido con tonos de esmeralda. Óleo viviente de Julio Romero de Torres, pensó una vez más. Aquella piel satinada, morena con el suave tinte de la abuela gitana que tal vez, en el pasado, cruzó su destino y su sangre con el artista que la pintaba desnuda. El recuerdo del marido, con sus botas relucientes y su pistola al cinto, suscitó en Falcó una sonrisa interior. Una mueca traviesa y malvada.

En ese momento, Luisa Sangrán miró el reloj que llevaba en la muñeca derecha con una pulserita de oro y dijo Dios mío, olvidaba que debo acercarme un momento a El Salvador, a entregarle un dinero al párroco. Una colecta que hemos hecho las damas del Santo Ropero de Jesús Nazareno. Para los huérfanos.

—Te dije en Salamanca que eras un hijo de puta.

—Y yo respondí que sí. Que lo soy.

Un día moriré, pensó Falcó, o envejeceré, y esto no volverá a ocurrir jamás. Así que más vale que lo registre bien en mi memoria, para el tiempo de la sequía y el ineludible final. Permanecía inmóvil mirándola, aún con el botón superior de la chaqueta abotonado, las manos en los bolsillos, el último pitillo humeándole en la comisura de la boca. Ella misma se había quitado la ropa con ademán casi desafiante, sin permitirle que la tocara, en la alcoba de luz tamizada por las cortinas de la ventana. Y ahora estaba desnuda, a excepción de los zapatos de tacón y las medias negras que dejaban un espacio vulnerable de piel y carne hasta el liguero, cuyas presillas ya estaban sueltas en torno a la cintura. Los senos eran menudos, enhiestos, firmes como el resto del cuerpo esbelto, perfilado de escorzos en la penumbra que acentuaba el triángulo fascinante del vello púbico, mientras kilómetros más arriba los ojos verdes relucían hipnóticos, cual si tuvieran dentro bujías encendidas. Y él sintió una pena inmensa, sincera, solidaria, por los millones de hombres que nunca habían estado ni estarían cerca de una mujer como aquella.

—Quédate donde estás —la oyó decir.

Volvía Falcó en sí, lentamente. Casi con pereza, retornó a la conciencia de su propio cuerpo. Ni siquiera estaba excitado, aún. O no demasiado. Lo suyo, de momento, era más curiosidad expectante que otra cosa. Más admiración que deseo. No había espectáculo en el mundo, concluyó, que pudiera compararse con aquello. Nada tan perfecto. Tan soberbio.

—No pienso quedarme donde estoy —respondió con suavidad.

Sonreía tranquilo, seguro de sí. La mujer volvió a ordenarle que no se moviera, y entonces él sacudió ligeramente la cabeza, apagó el cigarrillo entre la suela del zapato y las losas de barro vidriado y dio un paso hacia ella. Sin retroceder, Chesca le dio una bofetada. Restalló muy fuerte, haciéndole volver la cara hacia un lado. Plaf. Un golpe doloroso —las uñas largas le arañaron ligeramente la cara— que hizo arder su mejilla. Cuando Falcó volvió a mirarla, el verde de los ojos se había enturbiado pero los dientes muy blancos destacaban, casi fosforescentes, tras los labios entreabiertos. Podía escuchar su respiración honda y pausada, así como el latir del pulso, o el corazón. Tan cercano. Bum, bum. Bum, bum. Eso hacía. Entonces la tomó de la mano —ella la había alzado de nuevo para golpear, aunque no concluyó el movimiento— y la hizo volverse despacio, girando sobre sí misma, de cara a la cama sin deshacer, sobre la colcha intacta, instándola a apoyarse con las dos manos en ella.

—Estás loco.

Más allá de las medias y el liguero negros, las caderas, la cintura, la espalda y la nuca de la mujer eran un paisaje de líneas prolongadas, sinuosas y curvas, de satinada calidez. Sin apresurarse, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, Falcó recorrió con los dedos, muy despacio, el surco tibio de la espina dorsal y se detuvo al final de esta. Entonces, arrodillándose, vestido como estaba, se aflojó el nudo de la corbata y acercó allí la boca.

—Amor mío —murmuró ella.

Sin distraerse de lo que estaba haciendo, Falcó moduló una sonrisa interior. Era cierto. Ellas siempre tomaban la precaución de enamorarse antes.

Pasaban las diez de la noche cuando regresó al hotel silbando Amparito Roca. Se había detenido a cenar algo ligero, de pie ante el mostrador de una taberna, y ahora caminaba sin prisa. Había bajado la temperatura, y la humedad del río cercano le dio frío. Al dejar atrás la catedral y los Reales Alcázares se subió el cuello de la chaqueta. Estaba fatigado y tenía sueño. Con el equipaje casi hecho en la habitación, sus planes inmediatos eran tomar un baño caliente y dormir antes de que fueran a buscarlo para ir al aeródromo.

Había pocas luces encendidas, en previsión de ataques aéreos de la aviación republicana. La luna era creciente y aún se encontraba baja, casi todo seguía en tinieblas y la calle Reyes Católicos era un ancho vacío negro. Cruzó el pórtico exterior de ladrillo y azulejos del Andalucía Palace y se encaminó a la entrada, donde una única bombilla encendida iluminaba los peldaños bajo el porche. Antes de llegar allí oyó abrirse la portezuela de un automóvil que estaba parado, casi invisible en la oscuridad, y dos sombras se interpusieron entre la luz y él. Una linterna de mano le iluminó la cara, deslumbrándolo.

—¿Lorenzo Falcó?

No dijo nada en el primer momento. Se le habían quitado las ganas de silbar. Ahora estaba tenso, alerta, dispuesto a pelear si la situación se tornaba hostil. No era tranquilizador que una sombra pronunciase su nombre en la oscuridad. Ni siquiera en Sevilla. El hombre que empuñaba la linterna la enfocaba ahora hacia sí mismo, iluminándose la solapa de la chaqueta. Con la otra mano la había vuelto, y mostraba allí una chapa de policía.

—¿Qué quieren?

—Tiene que acompañarnos para una formalidad.

—¿Bromean?

—Ni pizca.

Falcó señaló la entrada del hotel.

—Prefiero hablar de formalidades ahí dentro, con luz. Viéndoles la cara.

—No hay tiempo.

Mientras el hombre de la linterna hablaba, el otro, que se había puesto al costado de Falcó, le hundió el cañón de una pistola en la cintura.

—Suba al coche.

—No pueden hacer esto.

Oyó reír quedo al de la pistola. El de la linterna la apagó y cogió a Falcó por un brazo, conduciéndolo hacia el automóvil. Lo hizo con mano firme pero sin violencia. Casi persuasivo.

—Claro que podemos —dijo.

Se dejó llevar. Qué remedio. El cañón del arma apoyada en su costado delataba un calibre respetable, suficiente para reventarle el hígado a quemarropa. Parecía una 45. Lo hicieron instalarse en la parte de atrás, a la izquierda, con el de la pistola a su lado y sin dejar de apuntarle. El otro se sentó al volante y encendió el motor.

—Quédate tranquilo —dijo el de la pistola—. No sea que se me escape un tiro.

El paso del usted al tuteo no pintaba bien. Aquello se torcía de mala manera. Falcó se quitó el sombrero y, disimuladamente, tanteó la badana en busca de la cuchilla de afeitar; pero el de la pistola le arrebató el sombrero y lo echó delante, en el asiento junto al conductor.

—Deja quietas las manos.

Respiraba despacio e intentaba pensar deprisa. Con policías de por medio, la imagen del coronel Queralt se definió con mucha lógica. Además de Jefe de la Guardia Civil, el carnicero de Oviedo era jefe de policía y seguridad. La secreta, como la llamaban. Eso significaba un poder casi absoluto, equivalente al que en el otro bando ejercían las checas, o comisarías del pueblo: vigilancia, interrogatorios, palizas y tortura. Métodos habituales. La diferencia era que en el lado republicano cada grupo, milicia, facción o partido actuaba a su aire, sin dar cuenta a nadie, y a este lado todo se centralizaba con implacable eficacia militar. Queralt era el hombre, y el hombre era el estilo; o tal vez era el estilo el que siempre acababa por encontrar al hombre adecuado. Naturalmente, como había dicho el de la pistola, a los esbirros se les escapaba de vez en cuando un tiro. O varios. Sin jueces, ni fiscales, ni papeleo. Así se purgaba, a este lado de las trincheras, la España nacional.

—¿Adónde me llevan?

—A comisaría.

—¿A cuál?

No hubo respuesta. Por aquellas fechas, según había dicho el Almirante, Queralt se encontraba en Sevilla y estaba al tanto del asunto del Mount Castle. Falcó reflexionó sobre él. Era improbable que pretendiera reventar la operación, pues eso lo habría enfrentado directamente al SNIO y enfurecería a Nicolás Franco y al Caudillo; a fin de cuentas, cien millones de pesetas en oro suponían mucho oro. Sin embargo, aquel individuo era un cerdo retorcido y cruel. No podía descartarse alguna maniobra oscura por su parte. Y además, estaba el asunto de Eva Neretva. Eso era lo que más preocupaba a Falcó. Cuatro meses atrás, en Salamanca, había asesinado a los hombres de Queralt para liberarla y hacerle cruzar la frontera de Portugal. Y este había jurado hacerse, tarde o temprano, un llavero con sus pelotas.

—¿A qué comisaría me llevan? —insistió—. Vamos hacia las afueras.

—Cierra la boca.

Los faros alumbraban casas cada vez más bajas. Aparecieron los primeros descampados, y Falcó se preocupó en serio. Me van a matar, pensó. Me están dando el paseo.

—Metéis la pata —dijo—. No sabéis a quién…

El cañón de la pistola se hundió más en su cintura.

—Cállate.

Obedeció, resignado. Intentaba ordenar las emociones desde el miedo hasta la supervivencia, a fin de concentrarse en esta última. De pie, fuera del coche, con un arma tan cerca del cuerpo, habría intentado girar con brusquedad mientras golpeaba y librarse de ella, a la desesperada. Cara o cruz. Zafarse de aquellos tipos. Sabía bien cómo intentarlo, y lamentó no haberlo hecho delante del hotel. Ahora, sentado como estaba, arrinconado contra la portezuela y el asiento, moverse resultaba imposible. O suicida.

—Tranquilo, hombre —dijo el que conducía—. Ya falta poco.

—¿Para qué?

El de la pistola volvió a emitir una risa desagradable. Habían cruzado un puente y tomado la carretera de Jerez, pero al poco rato abandonaron esta para meterse por un camino de tierra, traqueteando entre cañaverales. La luna había subido un poco más, y libre de edificios que la ocultaran recortaba en su claridad lechosa un paisaje siniestro. Falcó consideró la posibilidad de abrir la portezuela y tirarse del coche en marcha, pero eso no iba a llevarlo muy lejos. Podía romperse algo, y quedaría indefenso. Mientras tanto, la pistola seguía clavada en su costado. No había manera de golpear ni protegerse, pues bastaba un movimiento para que el fulano a su lado apretase el gatillo, bang, y angelitos al cielo. O al infierno. Estaba claro que era un elemento concienzudo. No lo había sentido distraerse ni un momento.

—Ya estamos —dijo el que conducía.

Falcó miró el camino. La luz oscilante del automóvil iluminaba un muro medio derruido, ramas de higueras y un techo de tejas rotas. Una casa abandonada, en ruinas. Ante el muro había un Bentley Speed Six con los faros apagados y un hombre apoyado en el capó.

—Venga. Sal del coche.

Se habían detenido, con el motor en marcha. El conductor estaba fuera y abría la portezuela. Bajó Falcó, obediente, la pistola del otro pegada a la espalda.

—Como hagas algo que no me guste, te achicharro —dijo este.

Sonaba a diálogo de película de gangsters, pero la presión del arma —era una Colt americana enorme, confirmó— no tenía nada de cinematográfica. Dejaron encendidas las luces del coche y anduvieron los tres por el terreno iluminado, acercándose al hombre que aguardaba. La doble luz horizontal alargaba sus sombras sobre el camino, que era irregular, pedregoso. Falcó tropezó, tambaleándose un poco, y el que le apuntaba le golpeó la espalda con la pistola.

—Ándate con ojo —escupió—. Hijoputa.

Al acercarse más, Falcó reconoció al que estaba junto al otro coche, y cuanto había imaginado se vino abajo. Aunque eso no significaba que las cosas fueran a mejorar, sino todo lo contrario. El sujeto vestía de paisano, tenía una mano metida con ademán elegante en un bolsillo de la chaqueta, y con la otra hacía visera sobre los ojos para no verse deslumbrado por el resplandor de los faros. Bajo un bigote fino y recortado sonreía feroz, siniestramente prometedor. Y Falcó pensó, estremeciéndose, que un chacal habría sonreído de ese modo —si los chacales sonrieran, de lo que no estaba seguro— ante una presa indefensa y fácil.

Era Pepín Gorguel, capitán de regulares, conde de la Migalota. El marido de Chesca Prieto.

—¿Conoce usted el décimo mandamiento?

—Remotamente.

—No desearás a la mujer de tu prójimo.

—¿Y?

—Chesca es mi mujer.

Se encogió Falcó de hombros con mucha sangre fría, pero aquello tenía mala pinta.

—A mí qué me cuenta.

Gorguel lo miraba con odio infinito, altivo el rostro, torcida la boca en un rictus de desprecio. Estaban rodeados de oscuridad, en el cono de luz de los faros del otro automóvil.

—¿Sabe por qué una bofetada es tan ofensiva?

—No caigo en este momento.

—Porque en la Edad Media se daba a quien no llevaba celada ni casco… A un bellaco que no era un caballero.

Tras la última palabra lo golpeó en la cara, con la mano abierta. Una bofetada recia y seca. Falcó contrajo las mandíbulas, tenso todo el cuerpo, sintiendo el cañón de la pistola apretarse más contra su espalda.

—Sé dónde estuviste esta tarde, puerco.

Otro que pasa al tuteo, pensó. Mal asunto. Se empezaba siendo cornudo y al final se perdían las maneras. La educación. Todo se ponía más negro por momentos, y él llevaba la mayor parte de las papeletas. No iba a ser, intuía, su noche de suerte.

—Esta tarde no ha ocurrido nada que deba molestarlo.

—Te pasas de listo… ¿Qué hacías en casa de Luisa Sangrán?

—La conozco hace tiempo —improvisó Falcó—. Soy amigo de su marido.

El otro dudó un instante, perplejo. Luego movió la cabeza.

—Mientes.

—No. Fui de visita.

—¿Y qué hacía mi mujer allí?

—Es amiga de Luisa.

—Ya sé que es amiga de Luisa. La cuestión es qué hacías tú allí, con ellas.

—Tomar el té. Hablar de cosas. Contarles…

Lo interrumpió otra bofetada más fuerte que la anterior. El tímpano izquierdo de Falcó zumbaba como si vibrara dentro un diapasón. Zuuuum. Le ardía la cara.

—¿Me tomas por un idiota? —Espumajeó Gorguel—. ¿Por un cabrón idiota?

—Esto es un disparate. Usted se ha vuelto loco.

Gorguel miró a los otros como si los pusiera por testigos, y alzó la mano para golpear de nuevo.

—¿Quién diablos eres?… ¿A qué te dedicas de verdad?

—Ya se lo dije esta mañana. Hago negocios.

—Yo te voy a dar a ti negocios —la mano seguía en alto, cerrada ahora en un puño amenazador—. Voy a arrancarte los huevos y a metértelos en la boca, como hacen mis mojamés con los rojos.

—Oiga, esto es un malentendido. Deje que me vaya de aquí. Conozco a Luisa y a su marido desde hace mucho, le digo.

—¿Ah, sí?… ¿Y cómo se llama el marido?

Falcó solo vaciló un instante.

—Sangrán.

—Me refiero al nombre de pila.

Titubeó, intentando ganar tiempo. Pero el tiempo se terminaba. No había salida. Esta vez la reacción no fue otra bofetada, sino una señal de Gorguel a los esbirros. El de la pistola golpeó con ella a Falcó en el cuello, bajo la nuca. Sintió este una punzada de dolor intenso y le flaquearon las piernas. Cayó de rodillas, lastimándose con los gruesos guijarros que cubrían el suelo. Gimió en voz alta, dolorido. Eso pareció complacer a Gorguel.

—Traed el aceite de ricino —ordenó.

Uno de los hombres abrió la portezuela del Bentley y buscó en el interior. El de la pistola mantenía encañonado a Falcó.

—Te moleremos los huesos —dijo Gorguel— hasta dejarte como si fueras de goma… Y después, lo que quede de ti va a cagar las tripas.

—Por favor —gimió Falcó.

Su expresión era temerosa y humillada, casi servil. Un hombre viniéndose abajo. Eso arrancó una sonrisa de placer al otro. Se inclinó hacia él, riendo.

—Repite eso —dijo, triunfal.

—Por favor —suplicó Falcó.

Seguía de rodillas e intentaba abrazar las piernas de Gorguel.

—Miradlo —el aristócrata torcía el bigote, desdeñoso—. No me lo puedo creer… Este sujeto no tiene vergüenza.

—Yo no he hecho nada —siguió implorando Falcó—. Le juro que no he hecho nada. Nunca fue mi intención…

—Miserable… Cobarde miserable.

Gorguel lo alejó con un puntapié. Falcó lloriqueaba, arrastrándose. El otro esbirro había sacado del coche la botella de aceite de ricino.

—Levantad a este mierda y abridle la boca.

El de la pistola la apartó un momento mientras se inclinaba para agarrar a Falcó por el cuello de la chaqueta. Entonces este cerró la mano en torno a la piedra que había elegido: grande, gruesa, pesada. Y en el mismo movimiento, aprovechando el tirón del de la pistola, se incorporó como un resorte, estrellándosela en la cara. Sonó un crujido de huesos y dientes, el otro soltó el arma y cayó de espaldas sin decir esta boca es mía, y para entonces Falcó ya estaba de pie, arrojando la piedra a la cabeza del que traía la botella. Todo ocurrió muy deprisa. Se llevó este las manos a la frente mientras la botella se hacía pedazos a sus pies. Entonces Falcó derribó al estupefacto Gorguel de un puñetazo en la cara, y sin comprobar el resultado fue a por el de la botella, que se le antojaba más peligroso: seguía sobre sus pies, tambaleándose pringado de aceite y con las manos en el rostro. Falcó le dio una patada en la entrepierna que lo hizo caer con un aullido, y luego, ya en el suelo, otra para asegurarse. Más valía un por si acaso. La prudencia era una virtud. Y madre de la ciencia, o algo parecido.

—Hijo… de… puta —mascullaba Gorguel.

Tirado contra una de las ruedas del Bentley, el aristócrata intentaba ponerse en pie. Ahora Falcó reía entre dientes. Empezaba a disfrutar de la velada.

—No te quepa duda —dijo, festivo.

Con Gorguel aún tenía medio minuto de margen, más o menos. Tiempo de sobra para asegurar la retaguardia. Mientras se frotaba la mano dolorida, con una ojeada determinó la situación: la luz de los faros del otro coche iluminaba al que primero había caído, inmóvil boca arriba, y a su compañero que se retorcía de dolor en el suelo. Se agachó sobre este último y lo cacheó hasta encontrarle una pistola. Tras cerciorarse de que estaba puesto el seguro y no iba a salir un tiro, lo golpeó con ella en la cabeza hasta que dejó de moverse. Al terminar arrojó el arma lejos, a la oscuridad. Después cogió la Colt del otro, que estaba en el suelo, y se acercó con calma a Gorguel. Aún aturdido por el puñetazo, este conseguía al fin ponerse en pie mientras se buscaba algo en el bolsillo trasero del pantalón. Empujándolo contra el automóvil, Falcó le sacó de allí una pequeña pistola niquelada y también la arrojó lejos. Entonces obligó a Gorguel a abrir la boca y le metió el cañón de la Colt dentro. A medida que recobraban la lucidez, los ojos del otro pasaron del estupor al miedo. Ahora, pensó Falcó con salvaje regocijo, es tu turno. Héroe de guerra de mis cojones.

—Escucha, imbécil. He visto a tu mujer tres veces en mi vida, y ninguna de ellas le he tocado un pelo de la ropa. Ya me habría gustado, porque es una hembra de bandera. Pero no se deja… ¿Está claro?

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