Eva

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5. Ojos como tazas de café

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5. Ojos como tazas de café

Era de noche cuando salieron cada uno por su lado, primero Navia y luego Falcó. Rexach estaba en la puerta de la tienda, expectante. Una sombra. En la negrura brillaba la brasa de uno de sus cigarros.

—¿Todo bien?

—Todo bien. Contácteme mañana, en mi hotel.

—De acuerdo.

Se despidieron allí mismo. Falcó estaba satisfecho. Se puso el sombrero y bajó hasta las luces del Zoco Chico. La mayor parte de las tiendas seguían abiertas, iluminadas por bombillas eléctricas y lámparas de queroseno. Había menos transeúntes, pero los cafés Fuentes y Central estaban más animados que antes.

Iba a seguir camino a su hotel cuando un grupo de media docena de hombres le llamó la atención. Hablaban español, ocupaban dos de los veladores redondos del Fuentes, vestían ropas civiles y algunos llevaban gorras y chaquetones negros o azules, delatando su profesión de gente de mar. En ese momento quedaba una mesa libre cerca de ellos, así que, por curiosidad y con buenos reflejos, se adelantó a una pareja bien vestida que, hablando en francés, se disponía a ocuparla. Arrebatándoles la silla en las narices.

—Disculpe —dijo a la señora—. No puedo estar mucho de pie. Una vieja herida, ¿sabe?… Verdún, año diecisiete. Pour la France.

Ignorando al hombre, que protestaba primero desconcertado y luego furioso, cruzó las piernas, se echó atrás el panamá, pidió un aguardiente de higos y observó al grupo sentado cerca.

Eran marineros, desde luego. Y a los pocos minutos confirmó que pertenecían a la tripulación del Mount Castle. Bromeaban con alguien a quien unos llamaban nostramo —eso significaba contramaestre— y otros Negus: un individuo de pelo gris muy crespo y ojos claros, curtido el rostro, que parecía tener cierto ascendiente sobre sus compañeros. La situación de su barco y el peligro que los amenazaba en el mar no parecía inquietarlos; en ningún momento oyó Falcó que se refirieran a eso. Todos estaban de buen humor, con la despreocupación característica del que baja a tierra en puerto extranjero. Hablaban de alcohol, comida y mujeres, planeando una incursión inmediata por los cabarets cercanos.

—¿Vamos al Tropicana después de cenar?

—De acuerdo.

—No, mejor al antro de la Hamruch.

—No jodáis, compañeros. Allí las tías son más bien sucias.

—Sí que lo son, pero la bebida es buena… Hay cerveza y coñac con los precintos vírgenes.

—Pues debe de ser lo único virgen que queda en Tánger.

Iba Falcó a marcharse cuando algo lo retuvo en su asiento: por la rue de la Marine, junto a la oficina española de telégrafos, se acercaba un pequeño grupo de hombres uniformados. Vestían el azul oscuro de la Armada española, con los característicos pantalones anchos, marinera, peto y tafetán. En las gorras blancas tipo Lepanto, la cinta no dejaba lugar a dudas: Martín Álvarez, en letras doradas.

Interesado, Falcó los vio acercarse a los cafés y detenerse indecisos entre uno y otro, buscando inútilmente mesa. Casi todos eran jóvenes, y un par de veteranos iban con ellos. Uno llevaba gorra de visera, y en un brazo la insignia de suboficial artillero.

—El de los fachistas es el de enfrente —les gritó uno de los marinos mercantes, coreado por sus compañeros.

—Estoy mirando a ver si está tu madre —respondió un uniformado.

El que había hablado primero hizo ademán de levantarse, pero el contramaestre al que llamaban Negus lo retuvo por un brazo.

—Tengamos la fiesta en paz —dijo con calma.

Por su parte, el suboficial artillero empujaba al otro, apartándolo de las mesas.

—No metas a las madres en esto, chico.

Unos y otros se miraban con ganas. Había puños cerrados y caras de pocos amigos. Uno de los que estaban sentados hizo sonar ruidosamente la garganta y escupió al suelo. En un momento, la guasa había dado paso a la hostilidad.

—No jodamos —dijo el suboficial, vuelto hacia el contramaestre republicano.

Sonaba a reconvención entre iguales, y el tal Negus pareció tomarlo de esa manera. Tras sostenerle la mirada, asintió levemente. El que había hablado primero en su grupo quiso decir algo, pero el contramaestre volvió a ordenarle que cerrara la boca.

—No es sitio —zanjó.

—Me cago en…

—Te digo que no es sitio, hostias.

Ahora fue el suboficial del Martín Álvarez quien asintió con la cabeza. De hombre a hombre. De modo casi instintivo, supuso Falcó, había alzado dos dedos como si fuera a llevárselos a la visera de la gorra, pero dejó el ademán a medias. Iba a seguir camino con su gente, cuando el contramaestre del Mount Castle le hizo una seña.

—¿Dónde vais a tomarlas? —preguntó muy tranquilo, desde su silla.

Dudó el otro un momento. Miró a los suyos y luego se volvió de nuevo hacia el marino mercante, las manos en los bolsillos.

—¿Por qué lo preguntas?

Hizo el contramaestre un gesto que incluía a los dos grupos.

—Por no coincidir… Ya ves que no está el horno para bollos.

Lo pensó el otro.

—Nos han hablado del cabaret Pigalle.

Algunos de los que estaban sentados movieron la cabeza.

—Mejor os recomiendo el Tropicana —dijo el contramaestre—. Está ahí mismo, en la calle de los Cristianos, a cien pasos… No hay pérdida: tiene un farol rojo y dos putas en la puerta.

Asintió el suboficial.

—¿Y adónde vais vosotros? —quiso saber.

—A la Hamruch, que está un poco más lejos. Podéis probar mañana.

Se miraron un instante en silencio.

—Si aún estamos aquí —dijo al fin el suboficial.

—Claro.

Ahora el otro sí llegó a tocarse, como al descuido, la visera de la gorra.

—Gracias —dijo.

—De nada.

—Arriba España.

Ambos sonreían a medias, atravesados. Zumbones.

—Salud —respondió el contramaestre, alzando el puño—. Y República.

Regresó a su hotel por la rue de la Marine, sin prisas, disfrutando del paseo. Estaba cómodo en Tánger. Tenía costumbre de moverse por territorios de límites imprecisos, y esa ciudad era uno de ellos. El ambiente local le era tan familiar como la frontera entre México y Estados Unidos o la línea turbulenta que separaba Europa Central y los Balcanes de la Unión Soviética. Se daba entre esos lugares un nexo evidente, un común denominador mestizo. Por azar, necesidad técnica o placer personal —ni él mismo tenía interés en determinarlo—, media vida de Falcó había transcurrido en sitios parecidos: cantinas sudamericanas, tabernas centroeuropeas, zocos y bazares del norte de África y el Levante mediterráneo. Atento siempre a los gestos, las palabras, las conversaciones. Aprendiendo lecciones útiles para la vida y la supervivencia. Por eso se movía con idéntica soltura en el Ritz de París o el Plaza de Nueva York que en el barrio chino de San Francisco, entre las cucarachas de una pensión de Veracruz o en un burdel de Alejandría. Incluidos ambientes en los que convenía averiguar dónde estaba la puerta de salida antes de pedir una copa, y bebérsela echando un vistazo prudente por encima del hombro.

Cuando caminaba junto al muro de la mezquita grande, comprendió que alguien lo seguía.

Primero fue el instinto profesional lo que lo puso alerta, y a los pocos pasos llegó la confirmación. Alguien venía detrás, de lejos, procurando hacerlo discretamente. Había algunos transeúntes por esa parte de la calle, así que Falcó zigzagueó entre ellos como al azar, se detuvo a comprar a un moro un manojo de palitos de regaliz, y tras confirmar de reojo que un hombre vestido a la europea seguía sus pasos, continuó adelante. Tenía práctica en situaciones anómalas; considerando, además, que un curso de adiestramiento de combate en Rumania y tres semanas de preparación en técnicas policiales con la Gestapo, en Berlín, le habían afinado hasta el automatismo todo lo afinable.

Al final de la calle, frente a la playa y la bahía negra donde brillaban, lejanas, las luces de los barcos fondeados, el viento estuvo a punto de arrebatarle el sombrero. Se lo quitó, llevándolo en la mano, y en vez de subir por Dar Baroud a la izquierda, como había sido su intención, tomó a la derecha, por la avenida cuyas palmeras agitaba furioso el levante.

Las farolas estaban apagadas. El rumor del viento y la resaca en la orilla próxima le impedían escuchar los pasos a su espalda, pero al volverse en una zona más oscura advirtió la presencia que se movía a unos veinte pasos. Así que procuró pensar rápido. No era cosa de utilizar la pistola; un disparo haría ruido, y no era momento para dar explicaciones o vérselas con la policía. Y, sobre todo, tenía que averiguar de qué se trataba. Quién era y qué diablos buscaba aquel fulano.

Siguió caminando a lo largo de las fachadas de los edificios situados frente a la playa, iluminado a trechos por alguna luz de estos. Al fin encontró una esquina con un lugar adecuado, recodo de sombras donde su traje claro no destacaría mucho en la oscuridad. Suspiró resignado mientras dejaba ir el sombrero con el viento —era un Montecristi de diez dólares— y se pegó a la pared después de quitarse la chaqueta y envolver con ella el brazo izquierdo.

Hombre prevenido, medio combatido, solía decir el Almirante.

Falcó ignoraba lo que llevaba su perseguidor en las manos o los bolsillos, y no era cosa de dar facilidades. De llevarse un navajazo en la tripa, por las buenas. Con un tajo en la femoral —puñalada del torero, la llamaban los habituales— no había torniquete posible, ni presión que lo tapara. Era un hola y un adiós. Y no su final favorito.

Al fin escuchó pasos, ya muy cerca de la esquina. Tres metros, dos, uno. La bolita saltaba por las casillas de la ruleta en movimiento. Estaba a punto de salir el número: rojo o negro, par o impar. Viejas sensaciones. Un día perderé, supongo, y me vaciarán sin piedad los bolsillos o el pellejo, pensó fugazmente antes de olvidar esa imagen y concentrarse en lo que hacía. Mejor no distraerse.

Tenso como una ballesta de acero, cerró los puños, se protegió el vientre con la chaqueta y aguardó metido en su cobijo, quieto como una estatua de sombra, mientras la tensión de lo que iba a ocurrir se acentuaba en su corazón y su cabeza.

Me iría bien una cafiaspirina, pensó. Ojalá todo acabe rápido.

El latido de la sangre en los tímpanos empezaba a ensordecerlo —ese era el problema de aguardar la acción en silencio—, pero para entonces ya no tenía importancia, pues el perseguidor había doblado al fin la esquina, pasaba sin advertir su presencia y daba unos pasos más allá, apresurándose al no ver a nadie delante de él. Se detuvo de pronto, desconcertado, e iba a volverse a mirar atrás, quizá adivinando la jugada, cuando Falcó le dio un puñetazo en la nuca.

Cuando el otro volvió en sí, Falcó lo había arrastrado hasta el rincón a resguardo del viento y las miradas inoportunas. Se había puesto la chaqueta y le registraba los bolsillos a la luz del encendedor: un plano plegado de la ciudad, dos preservativos, una pistola Star calibre 6,35 y una billetera con dinero francés y español. También un pasaporte a nombre de Ramón Valencia Hernández y un documento de identidad con la misma foto, este a nombre de Ramón Villarrubia Márquez, encabezado por las siglas SINA, fechado y sellado en Tetuán. El SINA —Servicio de Información para el Norte de África— era uno de los organismos nacionales de espionaje controlados desde Salamanca por el jefe de policía y seguridad Lisardo Queralt.

Un gemido. Una tos y un segundo gemido, más prolongado esta vez. El otro se incorporaba a medias, sobre un codo, frotándose la nuca dolorida. En cuclillas a su lado, antes de apagar la llama, Falcó le echó un último vistazo a su cara: menos de treinta años, cabello rubio, bigotillo recortado y ralo, peinado —o más bien despeinado, en ese momento— con raya en medio. Su sombrero también se lo había llevado la ventolera.

Al verse con la sombra de Falcó encima, el caído hizo un movimiento convulso, de alarma. Falcó lo agarró por la garganta, apretando fuerte, y le apoyó con violencia la nuca contra el suelo. Para reforzar las cosas le arrimó el cañón de la Star a la frente.

—Cuéntamelo todo, criatura.

No podía ver su cara en la oscuridad, pero lo sintió temblar. Un sonido pugnaba por abrirse paso en la garganta aprisionada por los dedos. Aguardó Falcó unos segundos para que la situación surtiera efecto, y luego aflojó la presión. Siguieron un nuevo gemido y una respiración ansiosa.

—Cuéntamelo, anda —insistió.

Apretó más la pistola en la frente, hasta hacerlo gemir de nuevo.

—Uno —empezó a contar, muy despacio—. Dos…

Manoteó el caído, medio asfixiado aún.

—Espera —dijo al fin.

—No espero —replicó Falcó—. Y solo voy a llegar hasta cinco. Tres, cuatro…

Era un farol, pero el otro no podía saberlo. Lo sintió manotear de nuevo mientras intentaba incorporarse.

—Espera, por Dios, espera… Estamos en el mismo bando.

—Lo dudo.

—Soy policía, coño.

—¿Qué clase de policía?

—Tu operador de radio. Vengo de la oficina del SINA en Tetuán… Me dijeron que te habían avisado de que estaría aquí… Que te contactara.

Emitió Falcó un resoplido de mal humor. Casi lo había olvidado, o más bien no lo esperaba de aquella manera. La sombra siniestra de Lisardo Queralt era alargada.

—Me previnieron —respondió—, pero nadie me dijo que ibas a seguirme por la calle jugando a películas de gangsters… Ni que fueras tan torpe que te dejases madrugar como un idiota.

—Buscaba la forma de abordarte discretamente.

—Pues el tiro te lo has dado en los huevos.

Siguió un breve silencio. Apartó Falcó la pistola. El caído aún respiraba con dificultad.

—Joder… Vaya golpe me has dado.

Falcó se retiró un poco, sentándose con la espalda apoyada en la pared. Arrastrándose mientras emitía nuevos quejidos de dolor, el otro hizo lo mismo. Quedaron sentados juntos, en la oscuridad.

—Me llamo Ramón Villarrubia.

—Sé cómo te llamas.

—¿Tienes mis papeles?

—Pues claro.

—Devuélvemelos.

Se los entregó, notando que el otro se palpaba la ropa.

—Esa pistola que llevas es la mía.

—Puede ser.

—Trae. Dámela.

—Luego te la doy, cuando me vaya. O a lo mejor no.

—Oye, no tienes derecho a esto.

—¿A qué?… ¿A sacudirle a un imbécil que me seguía?

Tras decir eso, Falcó se echó a reír. Una risa áspera, atravesada y cruel. Una risa muy suya.

—Daré parte de tu agresión —protestó el otro—. A ver si te has creído que…

—Vete a tomar por culo.

Por un momento, su interlocutor pareció no saber qué decir. Falcó se metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y comprobó que el tubo de cafiaspirinas seguía allí; pero tenía la boca demasiado seca para tragarse una. Necesitaba un vaso de agua, y pronto. Maldito fuera todo. El molesto latido en la sien derecha y el dolor intenso empezaban a producirle náuseas.

—Todo esto es ridículo —dijo al fin el otro—. He venido a Tánger a ponerme a tu disposición.

—Pues has empezado con la punta del cimbel.

—Lo siento, yo… Oye, en serio. Creí que era la mejor manera.

—No lo es. Además, tus jefes no me gustan nada. Ni un pelo.

—Yo soy un mandado. Cumplo órdenes… Ni siquiera soy agente de campo, solo un operador de radio.

Falcó se puso en pie, sacudiéndose la ropa.

—Pues voy a decirte una cosa, Villarrubia, o Villaconejos, o como te llames…

—Villarrubia es mi nombre de verdad.

Seguía sentado en el suelo. Falcó no podía ver sus facciones, pero se inclinó hasta acercar mucho su rostro al del otro.

—Me importa una mierda tu nombre de verdad —dijo con mucha frialdad—. Necesito un radiotelegrafista, y tú por lo visto lo eres. Pero voy a advertirte de algo… Si te veo donde no deba verte, si te cruzas en mi camino, perjudicas la misión o incumples una de mis órdenes, te juro por Dios y por su madre que te arranco la cabeza y la mando a Tetuán en una cesta… ¿Lo he explicado claro?

—Clarísimo.

—Pues toma tu pistola y quítate de mi vista. ¿Dónde te alojas?

—En una casa del bulevar Pasteur, en la ciudad europea. Un piso franco del SINA… Tengo allí el equipo de radio.

—¿Fiable?

—Alemán, Telefunken, cojonudo. Cabe en una maleta grande.

—¿El piso es seguro?

—Eso creo.

—¿Número y planta?

—Veintiocho, primero. La puerta de la izquierda.

—Te contactaré cuando haya algo que transmitir. Como control de seguridad, siéntate en el Café de París a las tres y a las seis de la tarde de cada día. ¿De acuerdo?… Y ni se te ocurra aparecer por mi hotel. Si hay algo importante, telefoneas y esperas en el café. Cuando aparezca, caminas sin hablarme hasta el piso franco y yo te sigo.

—Está bien. ¿Qué clave utilizas?

—Eso a ti no te importa. Una nueva, que no tienen los rojos… Con eso te vale.

Miró en torno Falcó, frotándose con los dedos la sien derecha. Se encontraban cerca del hotel Cecil, que estaba frente a la playa y tenía un bar. Allí encontraría agua para la pastilla. A pocos pasos, en el suelo y contra el muro, divisó la mancha clara de su panamá. Qué suerte. El viento no se lo había llevado lejos. Fue a por él. A la vuelta, Villarrubia se había levantado y era una sombra apoyada en la pared.

—Me previnieron —se lamentaba—. Me advirtieron de que eres un hijo de mala madre.

—Pues ya ves —Falcó pasó por su lado con el sombrero en la mano y se alejó en la noche—. Algo de razón tenían.

El analgésico había hecho su efecto.

Bastaron diez minutos en el bar del Cecil, dos cafiaspirinas y algo más tarde un sándwich de queso, un cigarrillo y una copa de coñac. Tiempo de sobra para reflexionar sobre lo ocurrido un rato antes y considerar, con más reposo, los pros y los contras de tener a un hombre de Lisardo Queralt, aunque solo fuese operador de radio —o eso dijera ser—, pegado a los zapatos. Ahora, aliviado al fin del dolor de cabeza, Falcó seguía reflexionando con calma. Había dado un corto paseo y fumaba un segundo Players apoyado en un quiosco de bebidas frente a la avenida de España, a resguardo del levante y con el rumor del mar a la espalda. Las farolas seguían apagadas y las copas de las palmeras eran sombras oscilantes entre las que silbaban, agudas y siniestras, las rachas de aire.

Se encontraba ahora frente al hotel Majestic, aunque poco tenía que hacer allí. Había pasado por delante cuando regresaba camino del Continental, a punto de tomar una de las calles interiores para evitar la molestia del viento; pero de pronto cambió de opinión y se detuvo.

Eva Neretva estaba allí, había dicho el gordo Rexach. Con sus camaradas el español Trejo y aquel comunista inglés o norteamericano llamado Garrison. Seguiría alojada, era de suponer, mientras el Mount Castle estuviera en el puerto, y Falcó sabía que los dos iban a acabar encontrándose de nuevo en aquella ciudad, tarde o temprano.

La recordaba de un modo nada común en él. Con melancolía. Y eso no contribuía a serenarle los sentimientos: caminando de su brazo por Cartagena con Caridad Montero —aquella pobre chica luego fusilada, como otros a los que Eva y el propio Falcó traicionaron—, y también la recordaba a ella torturada y violada a su vez, obscenamente desnuda, atada al somier de la casa de Salamanca donde él, vulnerando todas las precauciones, toda la sensatez y todas las reglas, había matado a tres hombres de Queralt para liberarla. Y recordaba, también y sobre todo, la mirada silenciosa que ella le dirigió en la estación de Coímbra cuando Falcó la devolvió a los suyos. Cuando él creía que sus caminos no iban ya a cruzarse jamás.

Miró las ventanas, pocas, que estaban iluminadas en el hotel. Quizá, se dijo, está ahora en una de esas habitaciones —acechó las luces por si veía pasar una sombra—, o tal vez en la ciudad, cenando con sus camaradas en ese restaurante caro del que habló Rexach, estudiando el modo de cumplir la misión que Moscú le ha encomendado y las circunstancias ponen tan difícil. Sin contar conmigo, que espero ponérselo aún peor.

Por un momento, situándose en lugar del adversario, o del jugador —sus vidas al límite tenían mucho de juego—, Falcó se preguntó qué iba a ocurrir si ella no lo conseguía. Pavel Kovalenko, asesor soviético de la República, jefe en España de la Administración de Tareas Especiales del NKVD, tenía fama de implacable criminal. Se decía de él, en broma pero no tanto, que había matado más gente en la retaguardia republicana que los fascistas en el frente. Era sabido que no le temblaba el pulso haciendo fusilar tanto a agentes propios como a brigadistas internacionales y españoles; a todo sospechoso de desviacionismo, trotskismo o cualquier tendencia ingrata a sus amos del Kremlin. Y cuando se trataba de comunistas destacados, a los que no era posible hacer desaparecer de la noche a la mañana, era habitual que los caídos en desgracia fuesen llamados a Moscú para acabar con un tiro en la cabeza, en la mejor tradición de los sótanos de la Lubianka. Todo dependía del grado de protección de que gozara cada cual. De su influencia en el aparato de los servicios secretos soviéticos.

Especuló Falcó, con curiosidad casi técnica, sobre el lugar que en esa jerarquía ocupaba Eva Neretva. Que Kovalenko le hubiera encomendado el oro del Mount Castle la situaba en buena posición. Trejo, el comisario político español, no debía de pintar gran cosa. La operación la llevaban entre Eva y el tal Garrison, claro. Pero ella, había dicho Rexach, parecía mandar. Y mucho.

Por un momento sintió el impulso casi feroz de cruzar con paso decidido la avenida, entrar en el Majestic, darle diez francos al conserje, preguntar por la habitación de la señora doña Luisa Gómez, llamar a su puerta y verla cara a cara sin más trámite.

Y que saliese el sol por Antequera. Pero el mundo en el que ambos vivían era otro. Así que sacudió la cabeza como para disipar una mala idea, arrojó el cigarrillo, se sujetó el sombrero y avanzó por la avenida con el viento de cara, de vuelta a su hotel.

Se preguntó si Eva sabría ya que él se encontraba en Tánger. Y si aún no era así, cuánto iba a tardar en averiguarlo.

También, por un momento y mientras caminaba entre las sombras, se preguntó cómo lo recordaría ella a él.

Cuando despertó a la mañana siguiente, el viento había cesado. Del furioso levante solo quedaba una débil brisa. El mar estaba en calma, el cielo era azul luminoso y la temperatura, agradable para esa época del año.

Después de fumar un cigarrillo en pijama y albornoz en la terraza, contemplando el puerto —el Mount Castle y el Martín Álvarez seguían amarrados uno cerca del otro—, hizo ejercicio, se afeitó cuidadosamente con jabón, brocha y navaja, y tomó un baño. Acababa de vestirse, todavía sin la corbata, cuando llamaron a la puerta. Abrió y encontró allí a una sirvienta mora que preguntaba si podía hacer la habitación. Tenía al lado un carrito con sábanas limpias y un cubo con agua y bayetas. Era de mediana edad, con un tatuaje en la frente y el pelo recogido bajo un pañuelo anudado tras la nuca. Atractiva. Ojos grandes y negros como tazas de café. Al ver a Falcó en el umbral sonrió entre obsequiosa y tímida.

—Pase —le franqueó la entrada—. Yo voy a desayunar.

Bajó por la escalera alfombrada en estilo bereber, eligió una mesa que le permitiera tener la espalda protegida por la pared y vigilar la entrada al salón —solo había un par de huéspedes más, un matrimonio de edad que discutía en voz baja, en italiano—, pidió al mozo español un huevo pasado por agua, tostadas y un vaso de leche, y echó un vistazo a la Tangier Gazette, que titulaba en primera página Impasse en el puerto. El barco republicano sigue esperando a que se decida su suerte.

Tras desayunar, subió de nuevo. La mora daba los últimos toques al arreglo del cuarto. Había abierto la ventana para ventilar la habitación y los visillos se movían ligeramente con la brisa. Al ver entrar a Falcó le sonrió con la misma timidez que antes, a modo de excusa por no haber terminado aún. En ese momento acababa de hacer la cama y extendía la colcha.

—No se preocupe —dijo él—. Continúe, por favor.

Se acercó a la cómoda para coger algunos objetos que había dejado allí y se anudó una corbata ante el espejo del armario. Después sacó veinte francos de la billetera y se los dio a la mora.

Uar —dijo ella, desconcertada—. No… Es mucho.

Insistió Falcó con una sonrisa, metiéndole el billete en un bolsillo de la bata que vestía, abotonada por delante.

—Hoy te la doy yo, otro día me la das tú.

Forcejeó un poco ella, divertida, hasta acabar aceptando.

Bárak Alóufik.

Tenía los labios carnosos y la piel oscura y suave. Buenas formas. El tatuaje de la frente era antiguo y tenía forma de cruz del sur. Los ojos oscuros como tazas de café miraban a Falcó con curiosidad. Había unos leves cercos de cansancio bajo los párpados.

Shukram, gracias… Nezrani —murmuró—. Mziwen.

Él soltó una carcajada. Conocía lo suficiente el árabe mogrebí para entender lo que ella había dicho. Cristiano guapo.

—Tú sí que eres guapa —respondió—. Mnóura yamila.

Se quedó contemplándola mientras ella, tras un momento de indecisión, se volvió de nuevo hacia la cama para acabar de alisarla. Al inclinarse sobre la colcha, la bata se le subió un poco sobre las corvas, descubriendo un palmo más de piel morena. Pensó Falcó que era deliberado.

Isték? —preguntó—. ¿Tu nombre?

—Karima —respondió sin volverse.

Él no dijo nada más y permaneció inmóvil en el centro de la habitación, mirándola mientras acababa su tarea. Se preguntó cómo sería la jornada de aquella mujer. Sin duda, poco envidiable. Nada que ver con las tangerinas elegantes que se sentaban en los cafés de la ciudad. La idea lo incomodó y le interesó al mismo tiempo.

La cama ya estaba hecha y la mora se había vuelto hacia él con aire indeciso. Se estiraba la bata mirando las bayetas y el cubo. Sacó Falcó la billetera, tomó doscientos francos y se los puso en la mano. Eso superaba, supuso, el salario de un mes. Lo miró suspicaz y pensativa. Él acentuó la sonrisa y, alzando una mano, le acarició el cuello a un lado, sintiendo la carne tibia de la mujer. Ella hizo primero ademán de retroceder, pero luego se dejó hacer.

Beslama, Karima… Adiós.

No pretendía otra cosa. Iba a marcharse cuando ella, inesperadamente, le cogió la mano antes de que la retirase, dio la vuelta a la palma y se la besó. Entonces él se acercó un poco más.

La mora olía, confirmó, a hembra cansada. Y era realmente guapa. Le puso una mano en la cintura, que se arqueó de forma animal al sentir el contacto.

Nezrani uld kaahba —la oyó murmurar.

Eso lo hizo sonreír. Cristiano hijo de puta, en traducción libre; no era una mala manera de definirlo, especialmente en un momento tan poco cristiano como aquel. Empujó con suavidad a la mujer hacia la cama, haciéndola tumbarse de espaldas, y ella se dejó hacer con docilidad secular, advirtiendo la excitación de Falcó. Aun así, parecía divertida con aquello. Los ojos grandes y negrísimos lo estudiaban con atención, burlones de pronto, y él supo lo que pensaba: llegados a cierto punto, todos los hombres sois fáciles de manejar, ricos o pobres, elegantes o vulgares, infieles o creyentes en el Profeta. Nezrani uld kaahba.

—Karima.

Uaja?

—Eres un pedazo de señora.

Lo hubiese entendido o no, ella rio complacida, superior, mientras Falcó empezaba a soltarle los botones de la bata, de abajo arriba, descubriendo poco a poco la piel morena de los muslos, por cuyo interior deslizó una mano para disfrutar la suavidad de su tacto. Aquella carne emanaba calor. Y había allí, al final del recorrido, unas deshilachadas bragas de algodón que retiró con suavidad sin encontrar resistencia, desnudando un sexo de vello rizado, negro, espeso y, en ese momento, adecuadamente húmedo. Al cabo, botones arriba y suelto el último al final de la bata, los senos aparecieron libres, sin nada que los sujetase, con areolas grandes de color chocolate y pezones muy enhiestos y oscuros.

Falcó se quitó la americana y empezó a soltarse la hebilla del cinturón.

Aafak… Por favor —pidió la mora—. No te vacíes dentro.

El resto de la mañana transcurrió con normalidad. En la rue Rembrandt, situada en la parte europea de la ciudad, Falcó visitó al banquero Moisés Seruya, elegido para respaldar la operación, y le mostró el cablegrama encriptado de Tomás Ferriol que le habían entregado al bajar de la avioneta en Tetuán.

—Pedro Ramos —se presentó.

—Ah, claro… Es un placer recibirlo.

El banquero era un hebreo joven, dinámico y agradable, tercera generación de los Seruya de Tánger, que acababa de hacerse cargo del negocio familiar. Atendió a su visitante con eficiente solicitud, lo hizo pasar a un despacho moderno y funcional, amueblado estilo Bauhaus, y le ofreció abierta una caja de habanos Partagás que Falcó rechazó con gesto amable.

—Prefiero mis cigarrillos, gracias.

—Como guste —el otro señaló una elegante silla tubular de acero y cuero—. Acomódese y disculpe un momento, por favor.

Sentándose tras su mesa de despacho, puso el cablegrama sobre una carpeta de piel repujada, sacó una libreta de la caja fuerte y empleó tres minutos, muy concentrado, en descifrar el mensaje. Después alzó la cabeza, adornada con la que Falcó supuso era la mejor de sus sonrisas comerciales.

—Todo en orden —confirmó—. A partir de este momento tiene usted disponible en esta casa un aval de medio millón de francos franceses.

—¿Convertibles a dólares o libras esterlinas?

—Por supuesto.

—Lo más probable es que le pida libras… ¿Cómo están cotizando estos días?

—A cinco dólares norteamericanos.

—¿Y en pesetas?

Movió ligeramente el otro la cabeza, dubitativo.

—¿Republicanas o nacionales?

—Nacionales.

—Sobre sesenta pesetas la libra, lo que equivale a ochenta y seis francos por cien pesetas —Seruya hizo una mueca significativa—. La peseta republicana vale tres veces menos que la del general Franco.

Tras decir aquello alzó un poco las manos, con las palmas hacia arriba. El ademán era indicio elocuente de a quién pronosticaban vencedor los banqueros y los mercados internacionales.

—¿Cómo haré cuando lo necesite? —preguntó Falcó.

—Bastará un mensaje escrito de su puño y letra para que, una hora después, la suma requerida esté en sus manos o en las de quien usted indique. Solo deberá detallar la cantidad y la moneda en que la desea.

Había cogido una cuartilla de papel, poniéndola delante de Falcó. También le acercó, solícito, pluma y tintero.

—Le ruego escriba algunas palabras, cualquier cosa, y firme. Así podré identificar su letra cuando llegue el mensaje.

Mojó Falcó la pluma en el tintero. Mi carta, que es feliz, pues va a buscaros, escribió. Firmó Pedro Ramos e hizo una rúbrica sencilla. Después de pasar por encima el secante devolvió la hoja al banquero, que sonrió al leerla.

¿El tren expreso?

—Me lo recitaba una abuela, cuando era pequeño.

—Oh —se acentuó la sonrisa amable del otro—. Es enternecedor.

—Sí. Mucho.

Seruya metió el papel en un cajón y cruzó los dedos sobre la carpeta.

—¿Hay algo más que pueda hacer por usted?

Falcó lo pensó un momento.

—Pues sí —había recordado a Moira Nikolaos—. Antes de los otros pagos, necesitaré seis mil francos en libras.

—¿Ahora?

—Sí.

—¿Prefiere talón o metálico?

—Un cheque contra su banco estará bien.

—¿Nominal?

—Garantizado al portador.

—Ningún problema. Se lo extiendo ahora mismo —Seruya abrió un talonario y puso sobre la mesa otra cuartilla en blanco—. Pero tendrá que hacerme un recibo —sonrió de nuevo—. Esta vez, sin poesía.

Falcó volvió a mojar la pluma en el tintero.

—Naturalmente.

Apoyado en la ventana de una oficina del puerto, Falcó miraba hacia el exterior.

La oficina era una dependencia comercial relacionada con el movimiento de mercancías, que Antón Rexach había alquilado dos días atrás. Desde allí podían verse muy bien el muelle y los dos barcos, el Mount Castle más atrás, con su casco y alta chimenea negros. Unos treinta metros delante, amarrado a los norays del mismo muelle por gruesas estachas, pintado de intimidante gris, amenazador con sus dos chimeneas y cinco cañones, estaba el Martín Álvarez.

—Esta madrugada entró en Tánger un destructor británico —comentó Rexach—. El HMS Boreas. Lo han mandado desde Gibraltar, a título de observador neutral. No puede verse porque está detrás, fondeado en la rada.

—Lo vi esta mañana, desde el hotel —respondió Falcó—. No creo que intervenga en esto.

—Yo tampoco lo creo. Se trata, como siempre, de guardar las formas. Los ingleses no harán nada que viole la no intervención, pero parecerá que garantizan algo, sea lo que sea… Es la típica hipocresía anglosajona.

Falcó miraba los barcos. Rexach le pasó unos voluminosos prismáticos Zeiss.

—Use estos. Son mejores que los gemelos de teatro de ayer.

Falcó se llevó a la cara los potentes binoculares de 7×50 y reguló la ruedecilla del foco. Eran de una nitidez asombrosa, y con ellos pudo recorrer detenidamente los detalles de ambos buques. El Mount Castle estaba amarrado por la banda de babor. Era feo y casi chato. Tenía el casco muy descuidado, con la pintura deteriorada y grandes manchas de óxido. No era un barco de aspecto simpático.

—Construido el año diez en Glen Yard, Escocia —dijo Rexach a espaldas de Falcó—. Noventa y cuatro metros de eslora y dos mil quinientas toneladas de registro bruto… Pequeño y viejo pero todavía fiable, si está gobernado por buenas manos. Como parece el caso.

—¿Qué velocidad alcanza?

—Once nudos a toda máquina, me dicen… No está mal, pero es insuficiente para escapar del destructor, que supera los treinta. Si este sale detrás cuando larguen amarras o lo espera fuera, el mercante no tendrá ninguna posibilidad.

Falcó siguió estudiando el barco a través de las lentes. Bajo las letras blancas del nombre visible en la proa se apreciaban las letras ilegibles de nombres anteriores, borrados y repintados encima. Era obvio que había cambiado de nombre, matrícula y camuflaje varias veces desde el comienzo de la guerra. Según Rexach, había entrado en Tánger llamándose Clan MacKinklay, y el nombre auténtico se lo habían vuelto a pintar apenas echó el ancla en la rada, horas antes de amarrar en el muelle.

—¿Cuánta tripulación lleva a bordo?

—En el rol figuran treinta y dos hombres. Por lo que sé, todos son marineros mercantes menos cuatro artilleros de la Armada roja que se ocupan del cañón —señaló hacia la popa del barco—. Está allí, mire. Un poco elevado, en la toldilla. Oculto bajo aquella estructura en forma de caseta.

Movió Falcó los prismáticos. No podía ver el Vickers de 76 mm del mercante, pero sí las cinco piezas de 120 mm de su enemigo: dos a proa del Martín Álvarez, una entre las dos chimeneas, otra detrás de los tubos lanzatorpedos y otra a popa. Se veían, además, armas antiaéreas. Que el mercante sobreviviera a un combate en alta mar con el destructor nacional era imposible. No duraría diez minutos a flote.

Dirigió los Zeiss al muelle. Había una valla de caballos de Frisia y alambradas bajo las grúas, frente al lugar donde estaba amarrado el Mount Castle, con una garita de guardia, y se veían centinelas provistos de fusiles.

Rexach había interpretado el movimiento de los prismáticos.

—Un piquete de gendarmes se releva cada ocho horas —dijo—. Nadie que no pertenezca a la tripulación puede pasar.

—¿Nacionalidad?

—Suelen ser franceses. El mando de la policía internacional de Tánger lo ostenta oficialmente un español, pero a efectos prácticos depende de un capitán francés. Eso nos conviene, porque el español es leal a la República; y el francés… Pues bueno. Es francés.

Falcó se apartó los prismáticos de la cara.

—¿Sobornable?

Rexach emitió una risa cínica.

—Claro. ¿No le digo que es francés?… No hasta el punto de que nos eche una mano, pero sí de que mire hacia otro lado cuando nos convenga —hizo una pausa significativa—… ¿Hay con qué animarlo a eso?

—Puede haberlo.

El otro se pasó la lengua por los labios.

—Colosal. Pero convendría que esa gestión la hiciera yo directamente —en los ojos gelatinosos brillaba un destello de codicia que ya le era familiar a Falcó—. Conozco mejor el paño.

—Está bien. Pero no se suban a la parra, ni el francés ni usted.

—¿Yo? —Rexach se llevó una mano al corazón, o a la cartera—. Usted se confunde conmigo.

—Seguramente.

Volvía Falcó a mirar por los prismáticos. Los dos círculos gemelos de las lentes, que se combinaban en uno ante sus ojos, enfocaron de nuevo el Mount Castle. Una pasarela iba a tierra desde cubierta, a la altura de la chimenea, y arriba había dos hombres apoyados en la borda. Sin duda se trataba de una guardia propia, independiente de la de tierra. Había otro hombre a proa, comprobó tras un momento, y otro a popa; y quizás habría uno más en la banda del barco opuesta al muelle. Era probable que estuvieran discretamente armados, y Falcó pensó que el capitán Quirós, además del buen marino que todos decían que era, resultaba también, en puerto, hombre precavido.

—¿De qué cantidad podríamos disponer? —se interesaba Rexach, atento a sus asuntos.

—Luego hablaremos de eso.

—Bien. Usted manda.

Seguía observando Falcó la estructura del puente de mando, las bocas de aireación, los dos botes salvavidas situados uno a cada banda, tras la alta y negra chimenea. De pronto le pareció ver movimiento en el puente y volvió a enfocar esa parte del barco. Un grupo de personas había salido al alerón de babor, conversando entre ellas, y con los prismáticos y a aquella distancia se podía ver bastante bien.

Cuatro hombres y una mujer.

Lorenzo Falcó era un individuo para el que los años vividos, las incertidumbres, los peligros y el adiestramiento fraguaban en un compacto bloque de reflejos útiles y rutinas defensivas. Su visión del mundo era simple en la forma y compleja en las causas: un mecanismo de relojería hecho de reacciones automáticas, egoísmo vital, realismo descarnado, sentido del humor oscuro y fatalista, y la certeza intelectual de que el mundo consistía en un lugar hostil, regido por reglas implacables y poblado por bípedos peligrosos, donde era posible, con voluntad y ciertas aptitudes, ser tan peligroso como cualquiera. Todo eso daba a su carácter una ecuanimidad cruel que su jefe el Almirante, ante terceros, solía denominar frialdad técnica. Eres, le había dicho en cierta ocasión, mientras tomaban un hupa-hupa y un escocés en el bar del Gran Hotel de Salamanca, una pistola metida en una barra de hielo.

Fue precisamente todo eso, o su resultado práctico, lo que permitió a Falcó regresar con calma del puerto al hotel Continental por la escalinata de la fachada, recibir de manos del conserje el mensaje que había llegado para él, leerlo despacio, telefonear desde el vestíbulo a Moira Nikolaos para confirmar que estaba invitado a cenar en su casa al anochecer, y luego ir al bar del hotel, pedir un Cinzano con un chorro de sifón y sentarse a esperar al camarero ante una de las ventanas por las que podían verse el puerto y la bahía.

Entonces, solo entonces, cuando llegó la bebida y mojó los labios en ella, se decidió a reflexionar, por fin, sobre lo que había visto a través de los prismáticos desde la oficina del puerto.

La había reconocido al instante, conversando con naturalidad entre los cuatro hombres. Apoyada en el alerón del puente del Mount Castle, movía las manos al hablar, afirmaba a veces con la cabeza y otras asentían los hombres que estaban con ella. Vestía una chaqueta de piel, un pañuelo al cuello y un sombrero de ala corta bajo el que asomaba su cabello rubio. Ya no lo llevaba casi rapado como un muchacho, sino un poco más largo. Quizá a causa del aumento de las lentes Zeiss o porque el tiempo había hecho su efecto, parecía menos delgada que la última vez, lo que modificó la imagen que Falcó conservaba de ella: un rostro demacrado por la humillación y la tortura, un labio partido a golpes, los ojos turbios y la inmensa fatiga que le abolsaba los párpados, anunciando —eso había pensado él entonces— el rostro de la mujer que sería dentro de veinte o treinta años. Ahora los pómulos se veían más redondeados. Su aspecto era sano, fuerte. No gruesa, pero sí más sólida. Aquella espalda atlética bajo la chaqueta.

Estamos en paz, recordó de nuevo. Eso había dicho Eva Neretva cuatro meses atrás, cuando él fumó el último cigarrillo junto a ella, al lado del coche detenido junto a la carretera, ya en territorio portugués, después de que Falcó hubiera conducido toda la noche mientras Eva dormitaba en el asiento de atrás, reposando su cuerpo torturado bajo el abrigo de uno de los policías a los que él mató para liberarla. Sí. Estamos en paz.

Pero eso no era cierto. Sentado ante la ventana por la que se veían el puerto y los barcos a lo lejos, obligándose a beber muy despacio, Falcó decidió que ella y él no estaban en paz en absoluto, ahora en nuevos paisajes y con diferentes personajes. No hay paz, resumió tras otro sorbo de vermut, entre tú y yo. No aquí, ni ahora. Y se preguntó de qué modo las cosas ocurridas, todo aquel tiempo de sucesos y distancia, habrían alterado el recuerdo que ella tenía de él. También se preguntó si conservaría la fe comunista convencida y fría, casi religiosa, en la causa a la que dedicaba su vida. Si seguiría siendo soldado sin quebranto de una guerra que ella misma describió como inmensa, justa e inevitable. Arriba parias de la tierra, en pie, famélica legión: lucha internacional del hombre contra el hombre, para liberar al hombre incluso a pesar de él mismo. Causa despiadada, feroz, sin concesiones ni sentimientos.

Miró el reloj, apuró el resto de la copa, cogió el sombrero y se puso en pie abotonándose la chaqueta. Antes de salir del bar echó un último vistazo a los barcos amarrados en el muelle y recordó que un rato antes, mientras espiaba a la mujer desde la oficina comercial del puerto, la había visto volverse y dirigir de pronto hacia él una mirada detenida y penetrante. Falcó sabía que era imposible que lo hubiera descubierto; estaba demasiado lejos y tras el cristal de la ventana. Pero la sensación fue incómoda, tan intensa que bajó bruscamente los prismáticos.

Sé que estás aquí, en la ciudad, había creído leer en aquella mirada. Sé que estás cerca, en algún lugar, y que tal vez me estés observando en este momento. Y sé que no tardaremos en vernos cara a cara.

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