Eva

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No tiene interés que les cuente la historia de Eva tal como la conocí por boca de la pelirroja, mientras estaba echada en el sofá, apestando a alcohol y ansiosa de ganar el dinero que yo agitaba ante ella. Al principio, para halagarme, mezcló la realidad con la ficción, y tuve que hacerle muchas preguntas y volver sobre el mismo tema antes de enterarme de suficientes detalles que unidos a lo que yo ya sabía, me permitieron hacerme una idea precisa de lo que yo supongo había sido la vida de Eva.

Fue sólo después que la pelirroja se quedó dormida —con el billete de cien dólares bien guardado en lo alto de la media— cuando salí a la terraza y di vueltas en la cabeza a lo que me había dicho, que finalmente la historia cobró forma. Había sido como solucionar un rompecabezas difícil y algunas de las piezas sólo aparecieron cuando pensé la cosa y recordé cosas que Eva había dicho, otras que había sugerido y algunas que había negado.

Yo estaba enterado, naturalmente, de que la clave del extraordinario comportamiento de Eva hacia mí estaba en su fuerte complejo de inferioridad. Yo había adivinado, desde el comienzo, que ése era el pivote psicológico sobre el que giraba su comportamiento, pero hasta ahora, no había comprendido por qué sufría un complejo de inferioridad tan intenso. Cuando me enteré de que había sido hija ilegítima y que cuando niña siempre le habían reprochado ese hecho, empecé a entender cosas que primeramente me habían intrigado.

El estigma de la ilegitimidad puede ser aún más dañino para la constitución psicológica de un niño, si los padres muestran, de alguna manera, que el niño no ha sido querido. No hay golpe más abrumador para la sensibilidad de un niño, que el de pensar que su nacimiento es distinto al de otros chicos. Sus compañeros —los niños son pequeños salvajes— pescan enseguida cualquier alusión a la ilegitimidad, y el niño puede ser muy desdichado por su brutal persecución.

Los padres que la criaron —Eva era hija de su padre con otra mujer— no eran pacientes con ella. La madrastra la detestaba, porque Eva era la prueba viva de la infidelidad de su marido y, cuando Eva era chica, le pegaba; cuando Eva fue demasiado grande para que la golpeara, la dejaba horas enteras encerrada en un cuarto oscuro.

Cuando Eva cumplió doce años la mandaron a un convento, donde la madre superiora creía que la vara exorcizaba a los malos espíritus, y Eva había sido azotada prácticamente todos los días, en una tentativa de quebrar su espíritu rebelde. Pero la madre superiora no era únicamente sádica: era también mala psicóloga. Ese trato sólo sirvió para brutalizar la mentalidad de Eva, que hubiera podido fácilmente ser salvada con una palabra bondadosa.

Cuando tenía dieciséis años se había escapado del convento y se había empleado como camarera en una casa de comidas, en el Eastside de Nueva York.

Hay un blanco en su historia en los cuatro años siguientes, pero vuelven a recogerse los hilos en un sucio hotelito de Brooklyn, donde había empezado a trabajar como recepcionista. Los últimos cuatro años habían sido duros para Eva. Estaba harta de ser pobre y, cuando se presentó Charlie Gibbs, de inmediato se casó con él.

Charlie Gibbs, un chofer de camiones sin mayor ambición, apenas comprendió por qué se casaba con ella. El carácter de Eva y su alma dura lo destrozaron, tan efectivamente como si hubiera pasado por una pulverizadora. Eva pronto se cansó de vivir con él, y tras una serie de escenas de pesadilla, que atormentaron a Charlie por largos años, Eva hizo las valijas y volvió al hotel de Brooklyn.

Poco tiempo después se convirtió en la querida de un próspero hombre de negocios, que le puso un departamentito y que la visitaba cuando iba a la ciudad. Pronto el hombre empezó a lamentar su elección. Eva era demasiado rebelde para ser llevada del pico y estar a la disposición de un hombre de edad, que suponía, equivocadamente, que aún era físicamente atractivo. Eva se había vuelto insoportable, y por la cosa más mínima, enfurecida, deshacía todo lo que estaba al alcance de su mano. Finalmente el hombre de negocios se cansó de aquel carácter inestable y, tras darle una generosa suma de dinero, se libró de ella.

Sin base, sin ancla, sin idea alguna de la ética, naturalmente Eva se inclinó hacia el mal. La prostitución fue un antídoto para su complejo de inferioridad. Si los hombres venían a ella, ella podía imaginar que no era tan aburrida y estúpida como imaginaba serlo. Todavía fingió que buscaba trabajo, pero, con el correr del tiempo, empezó a depender más y más de los hombres para ganarse la vida, hasta que finalmente, alquiló una casita en Laurel Canyon Drive, y se estableció en el negocio, como profesional.

Hasta aquí la historia de Eva, que no tiene especial interés, como no sea con referencia a su complejo de inferioridad. Es la historia que puede contar cualquier mujer de la calle, aunque, en el caso de Eva, adquiere especial interés debido a su reacción psicológica ante la vida.

Es obvio que pese a los efectos brutalizadores del castigo, la vida de convento había instalado en Eva una pizca de respetabilidad, de la que nunca se había liberado enteramente. Vivía —y, dentro de lo que sé, todavía vive— en dos mundos: la sórdida existencia de su profesión, y la existencia mitómana que su secreto deseo de ser una mujer respetable le hacía desear como verdadera.

Jack Hurst, de quien ella pretendía ser esposa, no era un ingeniero de minas. Era un jugador profesional, que vivía de su ingenio y de su habilidad en las cartas. Eva y él se habían conocido en una fiesta y de inmediato se habían sentido atraídos. Esto había ocurrido uno o dos años después de la llegada de ella a Laurel Canyon Drive. Hurst estaba casado con una mujer que se había hartado de su continua afición al juego y de su carácter sádico y dominante. Lo había dejado unos meses antes que él conociera a Eva. Hurst no era tipo capaz de molestarse por las complicaciones de un divorcio y, aunque se hubiera tomado la molestia de librarse legalmente de su mujer, no creo que se hubiese casado con Eva. Un hombre tiene que estar muy seguro de sí mismo para casarse con una prostituta y, aunque la encuentre interesante y mantenga con ella largas relaciones, nunca está ansioso por convertirla en su esposa.

Aun en estos momentos no entiendo por qué Hurst fue, durante tanto tiempo, amante de Eva. Era, naturalmente, un sádico. Lo comprendí, cuando Eva me habló de su comportamiento la vez que ella se había torcido el tobillo. Haberla dejado sentada en la vereda y haberla arrojado de la cama a la mañana siguiente, cuando ella apenas podía caminar para que le trajera el café, era, evidentemente, la acción de un sádico. En otras ocasiones, según me dijo la pelirroja, había tratado a Eva de una manera abominable, pero, cuando peor se comportaba, más parecía ella admirarlo. Hiciera lo que hiciere Hurst, Eva nunca se ponía contra él. Era su esclava. Era apenas creíble que Eva, pese a su rudeza y fuerza de carácter, fuera masoquista bajo su apariencia de madera. De cualquier modo, era dudoso que otro hombre que no fuera Hurst pudiera despertar en ella la retorcida herencia de su infancia brutalizada. Que Hurst lo hubiera logrado explica la continuidad de la relación.

Fuera de Hurst, ningún hombre tenía nada que hacer con Eva. Eva era una cáscara vacía, desprovista de sentimientos, excepto ante las torcidas emociones que le inspiraba Hurst. Hacía diez años que vivía de los hombres. Conocía todas las tretas, los subterfugios masculinos, todas las debilidades. Esa existencia había matado sus instintos femeninos de la misma manera que el arsénico mata los hierbajos. Su instinto de amar estaba muerto. No creo siquiera que amara a Hurst. Se sentía atraída hacia él porque era el único hombre que la dominaba y creo que a veces lo detestaba de verdad. Lo sorprendente es que Eva no mostraba en su cara la vida brutal que llevaba, aunque, no cabe duda, habían quedado cicatrices en su alma. Tampoco ella tenía nada que esperar, ningún pasado que la sostuviera. No era pues raro que hubiera querido construir a su alrededor un mundo de ilusión. Le gustaba pensar que estaba casada con un profesional. Le gustaba creer que no vivía en dos cuartos, sino que tenía una casa en Los Ángeles. Le gustaba imaginar que todos los lunes iba al Banco y economizaba la mitad de sus ganancias para cuando ella y Hurst compraran una posada en El Camino. Aunque estas fantasías nunca se materializaban, hacían tolerable su existencia, y suavizaban la llaga abierta de su complejo de inferioridad.

No pude averiguar si efectuaba este despliegue de fantasía ante sus otros clientes. Sin duda debía de ser así. Comprendí ahora que el fin de semana que habíamos pasado juntos había sido un fin de semana de mentiras. Eva mentía hábilmente y, ni por un momento, yo había sospechado que no me estaba diciendo la verdad. Quizá la más artística de sus mentiras había sido cuando me hizo la lista de los restaurantes de lujo en los que no quería ser vista, por miedo a que los amigos de su «marido» le contaran que ella salía con desconocidos.

Mientras permanecía sentado en la terraza, con una botella de whisky a mi lado, y la luna, como la cara de un hombre muerto lanzaba su débil y plateada luz sobre las colinas, procuré reconstruir el carácter de Eva, ahora que sabía tanto acerca de ella.

Había construido tan bien sus telones de fondo que incluso en este momento me pregunté si la pelirroja me había dicho la verdad. Eva había afirmado con demasiado énfasis que Jack Hurst ignoraba la existencia de la casa en Laurel Canyon Drive, que él ignoraba cómo ella se ganaba la vida. Recordé que había dicho: «Me mataría si lo supiera. Pero supongo que lo descubrirá algún día. Siempre pienso que tendré que pagar por mis pecados. Entonces tendré que ir a pedirte protección».

¿Había mentido al decir esto? Sería fácil pescada ahora. Bastaba con telefonear a la casa en Laurel Canyon Drive, para saber si seguía siempre allí.

Me serví otro whisky, lo bebí y miré mi reloj pulsera. Eran las doce y cuarto.

Me puse de pie. Mis piernas vacilaban aún, pero mi cerebro estaba claro. Atravesé la terraza en dirección a la biblioteca, abrí las puertas y encendí la luz. Había olvidado que la pelirroja estaba en la sala, hasta tal punto que había quedado absorto despojando a Eva de la cortina de secreto que la rodeaba. Me senté ante el escritorio y marqué su número. La campanilla resonó largo rato; ya estaba a punto de cortar, pensando que me había equivocado y que la casa estaba vacía, cuando se oyó un súbito clic; Eva dijo:

—Hola…

—¿Te he despertado? —pregunté.

—Oh, Clive, ¿no puedes dejarme cinco minutos en paz? —su voz era espesa, confusa.

—Estás borracha —dije.

Ella rió.

—Lindamente borracha. Esta noche he tomado todo el alcohol del mundo.

—Me pareció muy bien tu marido…

—A todo el mundo le parece bien. Pero vete, Clive, ahora no puedo hablar.

—¿Está él ahí?

—Hum… sí, está aquí…

—Creí que ignoraba que tenías esa casa —dije.

Hubo una pausa y no pude dejar de sonreír para mí mismo. Me hubiera gustado verle la cara. Seguramente se había dado cuenta de que había hablado de más.

—Estoy borracha… lo traje aquí sin pensar… —dijo al fin, casi como si quisiera convencerse a sí misma—. Está furioso… creo que todo ha terminado entre nosotros.

Casi solté la carcajada.

—Eso no es posible, Eva —dije, procurando poner una nota de ansiedad en mi voz—. ¿Qué vas a hacer entonces?

—No lo sé —procuró parecer preocupada, pero no lo logró—. Corta por favor, Clive. Me duele mucho la cabeza y las cosas andan mal…

—¿Tu marido piensa quedarse mucho tiempo?

—No… no… no después de esto. Se irá mañana.

—¿Entonces ya está enterado de todo? —pregunté, decidido a no darle tregua.

—No puedo hablar ahora —su voz se había agudizado y pude adivinar que las dos arrugas a los lados de la nariz se profundizaban en una mueca—. Tengo que irme… Jack me llama… —y cortó.

—Te he estado buscando por todas partes —dijo la pelirroja desde la puerta.

Me puse de pie.

—Te llevaré de vuelta —dije, decidido a librarme de ella enseguida—; adelante, vamos.

Ella me miró atónita.

—¿Estás loco? —preguntó—. Me voy a acostar. ¡A la mierda si voy a rehacer todo ese camino! Estoy cansada. Me dijiste que querías que me quedara toda la noche y pienso quedarme.

Ahora que me había dicho lo que yo deseaba saber acerca de Eva, no veía el momento de librarme de ella. Traer esta mujer a mi casa era la locura más grande que había hecho.

—Oh, no te vas a quedar —dije, cortante—. En primer lugar no debí haberte traído aquí. Te llevaré a tu casa en una hora. Vamos.

Ella se sentó pesadamente en un sillón y, a patadas, se quitó los zapatos.

—No me voy —dijo obstinada.

Permanecí junto a ella, con fría rabia y alarma.

—No seas puta —dije—, no debí haberte traído aquí.

Ella sonrió.

—¿Por qué no lo pensaste antes? —dijo, bostezando. Tenía muchos arreglos de oro en la boca—. Y no pongas esa cara. Sé defenderme y no te tengo miedo.

Súbitamente tuve ganas de rodear con mis manos su gordo cuello, pero me contuve.

—¿Puede saberse qué te pasa? —preguntó, observándome llena de desconfianza—. ¿No quieres pasar un buen rato? ¿Por qué te has enojado de pronto?

La enfrenté.

—He cambiado de idea —dije, hablando en voz baja y deliberada—. Te daré una oportunidad más. ¿Te vas a ir de buena gana o quieres que te eche a la fuerza?

Nos miramos un largo rato y después ella se encogió de hombros.

—Está bien… —y me dijo una palabrota—. Dame un trago y me voy.

Salí a la terraza para traer la botella de whisky.

John Coulson estaba sentado en el banco de madera en el extremo del jardín. Mientras lo miraba, se dio vuelta y la luna iluminó su cara: se reía de mí.

Llené un vaso de whisky y lo bebí, de pie.

—No tienes de qué reírte —dije—. Tal vez creas que no es así, pero no hay motivo. Te ríes, pero eres un pobre gato y ni siquiera lo sabes.

Volví al estudio, pero la pelirroja ya no estaba allí.

Miré unos minutos el cuarto vacío. Los vapores del whisky me ensombrecían la mente y empecé a preguntarme si no había imaginado que la pelirroja había estado en el cuarto. Tras tomar otro trago empecé a dudar de que en realidad la mujer hubiera estado en la cabaña y, tras unos momentos, se presentó la idea obstinada de que no iba a volver a verla.

Al atravesar el cuarto, hacia el sillón, tropecé contra una mesa y la mandé al suelo con un crujido. Un cenicero de vidrio y un gran jarrón con claveles se hicieron trizas sobre la alfombra.

—¿Dónde estás? —grité—. ¡Sé que te has metido en alguna parte!

Casi perdí el equilibrio en el vestíbulo, y grité de nuevo: ¡Sal, estés donde estés! ¡Vamos, fuera!

Esperé, pero la cabaña estaba en silencio. Después comprendí dónde estaba. Sólo por estar borracho no lo había comprendido antes. Estaba en el cuarto de Carol. Sentí que una oleada de sangre caliente me llenaba la cabeza; atravesé el corredor hasta el cuarto y moví el pestillo. La puerta estaba trancada por dentro.

—¡Sal de ahí! —grité, golpeando los paneles—. ¿Me oyes? ¡Sal de ahí!

—¡Fuera! —gritó ella—. Déjame dormir.

—Si no sales te mato —dije, con una nota maligna, desesperada en la voz.

—Voy a dormir —gritó en respuesta la pelirroja—. No pienso salir por ti ni por ningún otro borracho hijo de puta…

Continué golpeando la puerta varios minutos, hasta que las manos palpitaron y me ardieron.

Entonces tuve una idea.

—Te doy quinientos dólares si te vas a tu casa —dije, con la cabeza contra el panel de la puerta.

—¿De verdad? —Oí su revoltijo al salir de la cama.

—De verdad…

—Mételos bajo la puerta y te creeré.

—Ahí tienes —dije, empezando a meter a la fuerza los billetes por la estrecha ranura entre la alfombra y la puerta.

No pudo esperar a que todo el dinero pasara de este modo y abrió la puerta de golpe.

Retrocedí, mirándola horrorizado. Había logrado meter su gran cuerpo blando en uno de los pijamas de Carol; sobre los pesados hombros, estaba el tapado corto de armiño.

Dejé que el resto del dinero se deslizara entre mis dedos, y permanecí allí, incapaz de moverme o decir nada. Ella se inclinó y empezó a recoger el dinero. Al hacer esto sus rodillas reventaron la delicada seda del pijama.

Se rió.

—Tu mujer debe de ser una perrita flaca —dijo, sin detenerse, mientras recogía el dinero.

Entonces hubo algo que me hizo dar vuelta.

Carol estaba de pie en el vestíbulo, mirándonos. Sus ojos eran como dos grandes agujeros cortados en una sábana. Lanzó un suspiro agudo, estremecido y la pelirroja miró. Miró atónita a Carol, después me miró a mí.

—¿Qué diablos buscas? —exclamó, poniéndose de pie y procurando cubrir sus pesados pechos con el tapado de armiño—. Yo y mi novio estamos comprometidos…

Nunca olvidaré la expresión de la cara de Carol. Di unos pasos hacia ella, pero, dándome rápidamente la espalda, Carol corrió por el corredor y oí el portazo de la puerta de entrada.

Corrí tras ella.

Cuando abrí la puerta pude oír el ruido de su coche que arrancaba y tuve tiempo de ver la roja luz trasera relampagueando por el largo sendero tortuoso.

Salí trastabillando a la luz de la luna, y empecé a correr tras el coche.

—¡Vuelve, Carol! —grité tras ella—. ¡Vuelve… no me dejes, Carol! —seguí gritando—: ¡Vuelve!

La luz roja trasera desapareció en la esquina, cuando el sendero desembocaba en el camino.

Corrí hasta la tranquera y quedé sin aliento en medio del camino que lleva a San Bernardino. El camino era recto por una milla y después giraba bruscamente siguiendo la curva de la montaña.

Pude ver la luz roja trasera moviéndose como un rubí de fuego lanzado por un fusil. Carol guiaba a toda velocidad… demasiado rápido. Yo conocía mejor que ella el camino y, súbitamente, volví a correr de nuevo, gritando.

—¡Vas demasiado rápido! —aullé—. ¡Oye, Carol, mi amor, corres demasiado! ¡No podrás dar la vuelta… más despacio! ¡Carol, no podrás…!

Incluso a la distancia oí el chirrido de los neumáticos en el camino cuando bruscamente se tendió ante ella la curva de la montaña, desde la oscuridad. Vi que los faroles delanteros se balanceaban hacia la izquierda y después oí el ruido de las piedras dentro de los guardabarros mientras los neumáticos se deslizaban. Dejé de correr y caí de rodillas. El ruido de los neumáticos llegó a ser como un chillido agudo y después, súbitamente, el coche saltó del camino y atravesó directo la empalizada blanca. Un ruido de choque, de desgarramiento, vi el coche pendiente medio segundo en el aire, después cayó hacia la oscuridad del valle…

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