Eva

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Antes de empezar a contarles la historia de mi relación con Eva debo hablar primero, lo más brevemente posible, acerca de mí y de los acontecimientos que produjeron nuestro primer encuentro.

De no haber sido por el extraordinario cambio que se produjo en mi vida cuando renuncié a la mediocre carrera de empleado en una oficina de embarques, no habría conocido a Eva y, en consecuencia, no habría sufrido una experiencia que, en último término, ha sido responsable de arruinar mi vida.

Aunque ya han pasado dos años desde la última vez que vi a Eva, me basta pensar en ella para sentir de nuevo la ansiosa urgencia y la furiosa frustración que me tuvo encadenado a ella en una época en la que todas mis energías y mi atención debían haberse fijado en mi trabajo.

No importa lo que hago ahora. Nadie había oído hablar de mí en esta ciudad de la costa del Pacífico a la que llegué hace casi dos años cuando comprendí que había estado persiguiendo una indigna y elusiva fantasía.

Pero ni el presente ni el futuro son importantes. Mi historia tiene que ver con el pasado.

Aunque estoy deseoso de presentar cuanto antes a Eva en el escenario, hay algunos detalles acerca de mí mismo, como ya he dicho, que deben ser contados.

Me llamo Clive Thurston. Tal vez ustedes hayan oído hablar de mí. Se supone que yo fui autor de una obra sensacionalmente exitosa, Seguro de lluvia. Y, aunque la verdad es que yo no escribí la obra, escribí tres novelas que fueron, a su manera, igualmente exitosas.

Antes que se representara Seguro de lluvia yo era, como soy ahora, un nadie. Vivía en Long Beach, en una gran casa de departamentos cerca de una fabrica de pescado en conserva donde trabajaba como empleado de embarques.

Hasta que John Coulson vino a vivir a la casa de departamentos, yo viví una vida monótona y sin ambiciones; la clase de vida que llevan centenares de miles de hombres jóvenes que carecen de perspectivas y que, dentro de veinte años, estarán haciendo el mismo trabajo que hacen ahora.

Aunque mi vida era monótona y solitaria, yo la aceptaba con apática resignación. No veía escape para la rutina de levantarse por la mañana, ir al trabajo, comer comidas baratas, calcular si podía gastar en esto o aquello, y tener alguna aventura ocasional con una mujer si el dinero lo permitía. No hubo escape hasta que conocí a John Coulson, e incluso entonces, sólo cuando él murió, vi que se me presentaba una ocasión y la aproveché.

John Coulson sabía que iba a morirse. Durante tres años había luchado contra la tuberculosis y ya no podía luchar más. Como un animal moribundo que se esconde, se apartó de sus amigos y de sus relaciones y se fue a vivir a la sórdida casa de departamentos de Long Beach.

Había en él algo que me atraía y él parecía sentirse a gusto en mi compañía.

Tal vez porque era escritor. Durante mucho tiempo yo había querido escribir, pero la tarea a realizar siempre me había descorazonado. Yo sentía que, si alguna vez lograba empezar, el talento en potencia que yo creía tener iba a darme fama y fortuna. Creo que muchos de nosotros pensamos del mismo modo y, como esos muchos, yo carecía de la iniciativa para empezar.

John Coulson me dijo que había escrito una pieza teatral que, según aseguraba, era lo mejor que había hecho en su vida. Yo lo escuchaba complacido y me enteraba así de algunas cosas sorprendentes sobre la técnica de escribir para el teatro y del dinero que se puede ganar con una buena obra.

Dos noches antes de morir me pidió que mandara la obra a su agente. Ya no se levantaba y se podía hacer muy poco por él.

—No creo vivir para verla representada —dijo tristemente, mirando fijamente hacia la ventana—. Dios sabe quién se beneficiará con ella, eso es algo que deberá arreglar mi agente. Es gracioso, Thurston, pero no tengo nadie a quien dejar nada. Me gustaría tener hijos ahora. Mi trabajo tendría entonces sentido.

Le pregunté, como al descuido, si el agente esperaba la pieza, y él meneó la cabeza.

—Sólo tú sabes que la he escrito.

Al día siguiente era sábado y se iniciaba la feria anual de Deportes Acuáticos en Alamitos Bay. Fui a la playa con los otros miles de personas que aprovechaban el fin de semana para ver la carrera de veleros.

Me desagrada mezclarme con la multitud, pero era evidente que Coulson agonizaba y sentí que debía alejarme de la atmósfera de muerte que empezaba a invadir la casa.

Llegué al puerto cuando preparaban los pequeños veleros para la carrera más importante de la tarde. El premio era una copa de oro, y la competencia era brava.

Un velero me llamó la atención. Era un soberbio barquito, con brillantes velas rojas, y estaba diseñado para alcanzar gran velocidad. Dos hombres trabajan en él. Uno, a quien sólo lancé una mirada de reojo, era un típico individuo de la costa; el otro, evidentemente, era el dueño. Estaba costosamente vestido con un pantalón deportivo blanco, zapatos de cabritilla y noté que levaba en la muñeca un pesado brazalete de oro. Su gran rostro carnoso tenía esa expresión arrogante que sólo proviene de tener mucha riqueza y poder. Estaba junto al timón, con un cigarro entre los dientes, observando cómo el otro hombre daba los últimos toques al barco. Me pregunté quién sería y llegué a la conclusión de que debía de ser algún director de cine o algún magnate del petróleo.

Tras observarlo unos minutos, me aparté, pero tuve que volverme al oír una pesada caída y un grito de alarma.

El marinero se había resbalado y yacía ahora en tierra, con una pierna malamente quebrada.

El accidente fue el responsable inmediato de mi extraordinario cambio de suerte. Tengo alguna experiencia en el manejo de veleros; me ofrecí para ocupar el puesto del marinero y, al hacerlo, compartí con el dueño el honor de conquistar la copa de oro.

Fue sólo después de la carrera que el dueño del velero se presentó. Cuando me dijo su nombre, no me di cuenta en el primer momento de la suerte que me caía encima. Robert Rowan era, en aquel tiempo, uno de los hombres más poderosos del Theatre Guild. Era dueño de ocho o nueve teatros, y contaba en su haber con una larga serie de éxitos teatrales.

Se puso contento como un niño por haber ganado la copa, y su agradecimiento hacia mí fue incómodamente excesivo. Me dio su tarjeta y prometió solemnemente que, si podía hacer algo por mí, lo haría.

Probablemente ustedes ya habrán adivinado la tentación que se me presentaba. Al regresar al departamento encontré a Coulson inconsciente; al día siguiente había muerto. Su obra, lista para ser enviada a su agente, estaba sobre mi escritorio. No tuve muchas dudas. Coulson había reconocido que no conocía a nadie que pudiera beneficiarse con la obra, y, en el momento, se me ocurrió que bien podía haber pensado en mí. Tardé sólo unos minutos en apaciguar las protestas de mi conciencia; después abrí el paquete y leí la obra.

Aunque entiendo poco de teatro, comprendí, al terminar de leerla, que la pieza era notable. Permanecí largo rato meditando sobre las posibilidades de ser descubierto, pero no vi peligro alguno; entonces, antes de acostarme, sustituí la primera página y la tapa del manuscrito. En lugar de Bumerang por John Coulson, el título era ahora Seguro de lluvia por Clive Thurston. Al día siguiente envié la pieza a Rowan.

Pasó casi un año antes que se estrenara Seguro de lluvia. En ese tiempo se hicieron muchas alteraciones en el escrito original, ya que a Rowan le gusta que su personalidad aparezca impresa en cada aventura teatral que financia. Pero, en ese tiempo, yo me había acostumbrado a la idea de que la pieza era mía y, cuando finalmente se estrenó con éxito inmediato, me sentí genuinamente orgulloso de lo que había logrado.

Es algo grande entrar en un salón repleto y que nos presenten y ver en la cara de la gente que uno representa algo para ellos. De todos modos, para mí eso representaba mucho. También representó mucho cuando empecé a recibir grandes cantidades de dinero, yo, que antes debía arreglármelas con cuarenta dólares por semana.

Cuando estuve seguro de que la pieza iba a representarse mucho tiempo, dejé Nueva York y me fui a Hollywood. Sentía que con mi reputación actual, probablemente iban a buscarme y quizá lograría colocarme como importante autor de libretos. Como estaba ganando casi dos mil dólares semanales por los derechos de la obra no vacilé en tomar un departamento en un edificio moderno cerca de Sunset Boulevard.

Una vez establecido decidí explotar mis oportunidades y, tras pensarlo y planearlo mucho, comencé a escribir una novela. Era la historia de un hombre que había sido herido en la guerra y no podía hacer el amor con la mujer que quería. Yo había conocido el caso y sabía que había sido de la muchacha. Era un tema explosivo, y a mí me había impresionado mucho. De algún modo logré que esa impresión se reflejara en el libro. Mi nombre ayudó, claro está, pero, de todos modos, la novela no estaba mal. Se vendieron noventa y siete mil ejemplares, y se seguía aún vendiendo cuando mi segundo libro apareció en el mercado. Éste no era tan bueno, pero se vendió. Fue la primera tentativa de hacer un trabajo creador, y la cosa resultó difícil. Mi tercera novela se basaba en la vida de un matrimonio que yo había conocido íntimamente. La mujer se había portado asquerosamente y yo había sentido mucho la separación final. Todo lo que tenía que hacer era sentarme ante la máquina. El libro se escribió por sí solo, y, cuando se publicó, logró un éxito inmediato.

Después de eso quedé convencido de que poseía la varita mágica. Me dije que podía haber tenido éxito sin la pieza de John Coulson. Me maravillé ante la estupidez de haber perdido tantos años de mi vida ante un taburete de oficina, cuando podía haber estado escribiendo y ganando mucho dinero.

Unos meses después decidí escribir una obra de teatro. Seguro de lluvia había dejado de representarse en Broadway, y recorría ahora el país. Todavía era un excelente negocio, pero yo sabía que, en poco tiempo, iba a cobrar menos derechos y no quería descender de mi nivel actual de vida. Además, los amigos preguntaban cuándo iba a volver a escribir para el teatro, y mis constantes excusas empezaban a ser débiles, perder credibilidad.

Cuando empecé a escribir la obra me di cuenta de que carecía de ideas que pudieran dramatizarse. Seguí luchando. Hablé con la gente, pero en Hollywood nadie regala ideas. Pensé, me angustié, y no se presentó nada. Finalmente mandé la obra al diablo y decidí escribir otra novela. Me senté a la máquina y la escribí. Simplemente me metí en ella y seguí adelante hasta terminar. Después la mandé a mi editor.

Dos semanas más tarde el editor me invitó a almorzar.

Fue sincero y dijo llanamente que el libro no era bueno. No tuvo que convencerme. En cuanto lo terminé me di cuenta de que era malo. Le dije que lo olvidara. Expliqué que lo había escrito apurado, que me habían interrumpido constantemente y que, dentro de un mes o dos, iba a llevarle algo de categoría.

Empecé a buscar un lugar donde poder escribir sin que me interrumpieran. Me dije que si podía alejarme de la muchedumbre que reclamaba mi tiempo y mi atención, si encontraba un sitio tranquilo con un lindo paisaje para apaciguar los nervios, iba a escribir otro best seller, o incluso una gran obra de teatro. Estaba tan seguro de mí mismo que estaba convencido de que en una atmósfera adecuada podría realizar realmente un buen trabajo. Eventualmente encontré un lugar que me pareció ideal desde todo punto de vista.

Three Point era una gran cabaña de un solo piso a unos centenares de metros del camino a Big Bear Lake. Tenía un amplio pórtico y una magnífica vista sobre las colinas. Había sido amueblada con todos los lujos imaginables, y contaba con muchos inventos modernos para ahorrar trabajo, incluso una pequeña, aunque poderosa, planta generadora. Me encantó alquilarla por el verano.

Yo esperaba que Three Point fuera mi salvación, pero la cosa no fue así. Me levantaba a eso de las nueve, me sentaba en el pórtico con una gran cafetera de café fuerte a mi lado y la máquina de escribir delante. Miraba el paisaje y no iba a ninguna parte. Pasaba la mañana fumando, mirando el paisaje; escribía unas líneas y después las rompía. Por la tarde iba en auto a Los Ángeles, donde vagaba charlando con los guionistas cinematográficos y observando a las estrellas de cine. Por la noche volvía a intentar escribir, me irritaba y terminaba yendo a la cama.

Fue durante esta crisis de mi carrera, en circunstancias en las que el éxito o el fracaso podían producirse por el menor disturbio mental, cuando Eva entró en mi vida. Su influencia llegó a ser tan grande que fui atraído por ella como un alfiler por un imán gigantesco. Ella nunca supo la verdadera extensión de su poder sobre mí, y de haberlo sabido, no le habría importado. Su arrogante indiferencia fue lo más duro que debí soportar. En cuanto estaba con ella sentía una abrumadora urgencia por someterla moralmente, hacer que me entregara la fuerza secreta que tenía. La lucha entre nosotros fue una obsesión infernal para mí.

Basta con esto. He preparado el escenario y la historia puede empezar. Hace tiempo que he planeado escribirla. Lo he intentado antes y he fracasado. Tal vez lo logre esta vez.

Es posible que si este libro se publica llegue alguna vez a manos de Eva. La imagino acostada, con un cigarrillo entre los dedos, leyendo lo que he escrito. Como su vida está poblada por tantos hombres no identificados —que forzosamente deben de ser figuras borrosas en su mente—, es posible que haya olvidado la mayoría, si no todas las cosas que hicimos juntos. O tal vez le interese releer los fútiles momentos de nuestra relación y quizás eso le dé confianza en su fuerza y habilidad para seguir estando sola. Por lo menos sabrá, si llega al final de la historia, que he penetrado más profundamente en su vida de lo que se imagina y que, al arrancarle algunos de sus disfraces, también me he desenmascarado a mí mismo.

Y al llegar a la última página puedo imaginarla, con aquella despreciativa y dura expresión como de madera en la cara, una expresión que le he visto tantas veces, arrojando el libro a un lado, con indiferencia.

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