Eva

Eva


2

Página 4 de 25

2

En una estación de servicio de San Bernardino, me dijeron que se preparaba una tempestad.

El encargado, que vestía un elegante mameluco blanco con una insignia roja en el bolsillo delantero, me aconsejó quedarme en San Bernardino para pasar la noche, pero yo no le hice caso.

Cuando llegué a las colinas empezó a soplar el viento. La tempestad siguió su marcha; una milla después, las estrellas se borraron y una lluvia torrencial cayó como una cortina de acero negro, cerrando la noche con niebla y agua.

Por el espacio en forma de media luna que formaba el limpiador en el parabrisas podía ver sólo el agua que saltaba en la carrocería del coche y unos escasos centímetros del brillante camino negro iluminado por los focos.

El ruido del viento y de la lluvia contra el auto me hicieron sentir como un prisionero en un tambor gigantesco, donde un loco tamborileaba constantemente. A mi alrededor se oía el ruido de los árboles que caían, de rocas que se deslizaban y, por encima de esto, el ruido del agua sobre las ruedas del coche. La lluvia se desparramaba por las ventanas y reflejaba mi cara, iluminada por la luz amarilla del tablero. Después casi salí del camino. Tenía las colinas a la izquierda, un declive en picada hacia el valle a la derecha. El corazón palpitaba acelerado; me aferré al volante, lancé más nafta hacia la máquina. El viento era tan feroz que apenas hubo aumento en la velocidad del coche. La aguja de velocidades flotaba entre las diez y las quince millas por hora, y esto parecía ser toda la velocidad que se podía arrancar a la máquina.

Al doblar despacio en la siguiente curva, vi dos hombres en medio del camino. Llevaban linternas y usaban unas camperas negras que brillaban con la lluvia a la luz de las linternas.

Detuve lentamente el coche cuando se acercó uno de ellos.

—Buenas, señor Thurston —el agua que chorreaba de su sombrero me mojaba la manga—. ¿Va a Three Point?

Lo reconocí.

—Qué tal, Tom —dije—. ¿Podré pasar?

—No digo que no pueda hacerlo —su cara había tomado un color de carne moreteada a causa del viento y de la lluvia—. ¡Pero va a ser bravo! Es mejor que se vuelva.

Puse en marcha el motor.

—Me arriesgaré. ¿Cree que el camino está libre?

—Un gran Packard pasó hace unas dos horas. No ha vuelto. Tal vez todo ande bien, pero tenga cuidado. Allá el viento es infernal.

—Si ese Packard pudo pasar, también podré pasar yo —dije, cerrando la ventanilla y avanzando.

Di vuelta en la siguiente curva, bordeé la colina, manteniéndome junto a la ladera de la montaña. Unos minutos más me llevaron al estrecho sendero montañoso que conducía a Big Bear Lake.

El bosque se interrumpía bruscamente al pie del sendero y, fuera de algunos retorcidos peñascos en la ladera, el resto del camino hacia Big Bear Lake estaba desnudo y abierto.

El viento se estrelló contra el coche cuando dejé la protección de los árboles. Sentí que el auto se bamboleaba. Las ruedas delanteras se elevaron unas pulgadas antes de volver a caer en el camino. Eché maldiciones. Si eso hubiera sucedido en una curva, habría sido arrojado al valle. Puse en primera disminuyendo la velocidad. Dos veces el coche tuvo que detenerse por una súbita ráfaga de viento. En ambos casos la máquina pareció ceder y tuve que actuar rápidamente para no ser arrastrado hacia atrás.

Mis nervios estaban de punta cuando llegué a la cresta de la colina. La lluvia golpeaba contra el parabrisas, y tenía que sacar la cabeza por la ventanilla para ver dónde iba. El camino tenía unos veinte pies de ancho y pasé la próxima curva más por suerte que por habilidad, mientras el torbellino golpeaba el coche, lo sacudía y lo levantaba. Una vez fuera de la curva encontré protección. La lluvia seguía tamborileando en el techo del auto, pero me sentí mejor, porque el resto del camino era barranca abajo y estaba protegido del viento.

Faltaban sólo unas millas para Three Point, y aunque sabía que había hecho ya la peor parte del viaje, seguí manejando con cuidado. Hice bien, porque, sin aviso, súbitamente apareció ante los focos un coche parado, y apenas si tuve tiempo de aplicar los frenos. Las ruedas temblaron; por un desagradable momento, creí que iba a salirme del camino. Después mis paragolpes chocaron con la parte trasera del otro coche y el impulso me arrojó sobre el volante.

Diciendo palabrotas contra el imbécil que había dejado allí parado el coche, sin luces, me puse de pie, tanteando en busca de la linterna. La lluvia me empapó y, antes de bajar, encendí la luz para ver dónde iba. El agua llegaba hasta la mitad de las ruedas y, al iluminar el otro coche con la linterna, comprendí por qué lo habían dejado así. El agua cubría las ruedas delanteras y probablemente había penetrado en el distribuidor.

No podía entender por qué se había formado un pequeño lago en un camino que, yo sabía bien, marchaba cuesta abajo las próximas millas. Con cuidado me metí en el agua, que me llegó a las pantorrillas. Un barro pegajoso chupó mis zapatos mientras me abría paso, chapaleando, hasta el otro coche. El agua había convertido mi sombrero en un irritante trapo empapado. Impaciente, me lo quité y lo tiré lejos.

Cuando me acerqué al coche parado, espié por las ventanillas. Estaba vacío. Me trepé sobre el auto como pude y logré llegar al frente, de modo que pude ver el camino. El rayo de mi linterna me mostró que el camino ya no existía. Los árboles, los peñascos y el barro cerraban enteramente la huella, formando una especie de represa.

El coche era un Packard: comprendí que se trataba del auto del que había hablado Tom.

Lo único que podía hacer era caminar. Volví a mi coche y recogí la más pequeña de mis dos valijas. Cerré las dos puertas, trepé sobre el Packard para pasar al otro lado y marché entre el agua en medio de la jungla de árboles y rocas que bloqueaban el camino. Tras salir del agua seguí trepando sin dificultad. Pronto llegué a lo alto del montículo y pude ver el camino que quedaba abajo, dentro de lo que pude ver, libre de toda otra obstrucción.

El descenso fue muy difícil y una vez casi perdí pie. Tuve que soltar la valija y aferrarme frenéticamente a las raíces de un árbol para salvarme; luego me demoré buscando la valija. Finalmente logré llegar al camino.

Pasada la obstrucción el progreso fue fácil y, en diez minutos más o menos, llegué ante los portones blancos de Three Point. Apenas había empezado a marchar por el sendero de entrada cuando vi una luz en la sala. De inmediato pensé en el conductor del Packard y me pregunté, un poco enojado, cómo había logrado entrar en la cabaña.

Me acerqué cautelosamente, deseoso de echar una mirada a mi visitante antes que él se enterara de mi presencia. Bajo la protección del pórtico dejé la valija y me arranqué la empapada chaqueta, que acomodé en el banco de madera contra la pared. Fui lentamente hacia la ventana y miré el cuarto iluminado. Fuera quien fuese la persona que había entrado en la cabaña, lo cierto es que había encendido un fuego que ardía alegremente. El cuarto estaba vacío, pero, mientras yo seguía allí vacilando, salió un hombre de la cocina, con una botella de mi whisky, dos vasos y un sifón.

Lo observé con interés. Era bajo, pero su pecho y sus hombros parecían poderosos. Tenía unos mezquinos ojos azules y los brazos más largos que he visto en alguien que no sea un orangután. Me desagradó a primera vista.

Se plantó frente al fuego y sirvió dos whiskies puros, a la medida. Puso un vaso sobre la chimenea, se llevó el otro a los labios. Probó la bebida como si fuera un conocedor y dudara sobre la calidad de la marca. Vi cómo hacía buches con el whisky, meneaba la cabeza y miraba atentamente la bebida. Después asintió, aparentemente satisfecho, y se tragó el resto de golpe. Volvió a llenar el vaso y se sentó en el sillón junto al fuego, con la botella ante la mesa que tenía a su alcance.

Me pareció que debía de andar en el mal lado de la cuarentena. No parecía el tipo de hombre que es dueño de un Packard. Su traje estaba algo usado y su gusto en cuanto a camisas y corbatas, a juzgar por lo que yo podía ver, era más bien violento. De todo corazón me desagradó la idea de pasar la noche en su compañía.

También me inquietaba el segundo whisky sobre la chimenea. Sólo podía significar que el intruso tenía un compañero, y decidí quedarme donde estaba, hasta que apareciera esa otra persona. Pero el viento y la ropa empapada me hicieron cambiar de idea. Ya no podía seguir allí más tiempo. Recogí la valija y me dirigí a la puerta principal. La puerta estaba cerrada. Saqué las llaves, abrí la puerta sin ruido y entré en el vestíbulo. Puse la valija en el suelo y vacilé un momento, preguntándome si debía ir a la sala y darme a conocer, o si convenía ir al cuarto de baño. El hombre apareció en la puerta de la sala.

Me miró fijo, con una fea sorpresa.

—¿Qué carajo busca? —su voz era ruda y raspaba.

Lo miré de arriba abajo.

—Buenas noches. Espero no molestarlo, pero sucede que ésta es mi casa.

Creí que se iba a desinflar como un globo pinchado, pero se puso todavía más agresivo. Sus mezquinos ojitos parpadearon y dos venas de las sienes empezaron a hincharse.

—¿Quiere usted decir que esta cabaña es suya? —preguntó.

Asentí.

—No se moleste por eso. Sírvase una copa. Hay más whisky en la cocina. Voy a darme un baño, y vuelvo enseguida.

Lo dejé allí con la boca abierta, fui a mi dormitorio y cerré la puerta.

Entonces realmente me enfurecí.

Por el cuarto, como baldosas sueltas, había desparramadas varias prendas femeninas; un vestido de seda negro, ropa interior, medias y, finalmente, ante la puerta del cuarto de baño, un par de zapatos de cabritilla negros, cubiertos de barro.

Una valija de cuero de chancho yacía sobre la cama y, de allí, surgían otras prendas femeninas. Un salto de cama azul, de manga corta, estaba colgado en una silla frente a la estufa eléctrica.

Permanecí contemplando este desorden, furioso más allá de las palabras; antes que pudiera hacer nada —estaba a punto de meterme en el cuarto de baño y expresar mi opinión acerca de aquellos modales— se abrió la puerta del cuarto y entró el hombre.

Me volví hacia él.

—¿Qué significa esto? —pregunté, indicando con la mano la ropa desparramada en el suelo y la confusión de la cama—. ¿Se han creído ustedes que esto es un hotel?

Él se arregló la corbata, incómodo.

—Vamos, no se enoje. Encontramos la casa vacía y…

—Está bien, está bien —exclamé, luchando contra mi rabia. Realmente era inútil hacer una escena. Habían tenido la mala suerte de que yo volviera—. De verdad ustedes saben ponerse cómodos —proseguí—, pero no importa. Estoy empapado y eso me irrita. Es una noche infernal, ¿verdad? Perdón, usaré el otro cuarto de baño… —Lo aparté a un lado y me dirigí al corredor, hacia el cuarto de huéspedes.

—Voy a prepararle un trago —me gritó él.

¡Estaba bueno! ¡Que un desconocido me ofreciera mi propio whisky realmente era algo grande! Cerré de un portazo la puerta del dormitorio y me saqué la ropa empapada.

Después de un baño caliente me sentí mejor. Tras afeitarme, me sentí bastante humanizado como para preguntarme qué tal sería la mujer. Pero mi mente retrocedía al pensar en el hombre. Si ella se le parecía, yo iba a tener que enfrentar una velada indescriptible.

Me puse un traje de pana gris, me peiné, me miré en el espejo. Realmente no representaba mis cuarenta años. Casi todo el mundo suponía que apenas pasaba los treinta. Esto me halagó. Soy tan humano como cualquiera. Miré mi mandíbula cuadrada, mis pómulos prominentes, el hoyo de mi mentón. Quedé satisfecho con lo que vi. Soy alto, más bien delgado, pero el traje me caía de maravilla. Podía presentarme como un distinguido novelista y autor teatral, aunque éste era un calificativo que aún faltaba me fuera otorgado por algún periódico.

Me detuve antes de abrir la puerta de la sala. La voz del hombre llegaba débilmente a través de los paneles de la puerta, pero no pude entender lo que decía. Irguiendo los hombros, con una expresión casual y desinteresada en la cara —la expresión que reservo para las conferencias de prensa—, giré el picaporte y entré.

Ir a la siguiente página

Report Page