Eva

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En las dos semanas siguientes no vi a Carol. Yo telefoneaba todas las mañanas y todas las noches, pero siempre me decían que estaba en el estudio o en casa del señor Gold. Yo no sabía si me estaba evitando o si de verdad estaba muy ocupada con su guión. De no haber sido por la manera en la que se había ido, no habría pensado más en la cosa. Con frecuencia Carol desaparecía por una semana o más cuando estaba trabajando mucho, pero, ahora, yo estaba preocupado. Recordaba la expresión de sus ojos cuando había dicho: «Prefiero que no me acompañes». Por primera vez en dos años comprendí que la había herido y enojado.

Naturalmente, yo podía haber ido al estudio, pero, antes, deseaba encontrarla en el teléfono, donde ella no podría ver mi cara al hablar. Como ya he dicho, era difícil mentirle. Si quería convencerla de que no había nada entre Eva y yo, tenía que manejar la cosa con cuidado. Por eso seguí pasando de largo frente al estudio.

Yo había vuelto a establecerme en mi departamento, ante el enojo de Russell. Se había hecho ilusiones de que me quedara en Three Point por lo menos un mes más. Yo pensaba mucho en Eva. La tercera noche después de nuestro encuentro enfilé el coche hacia Laurel Canyon Drive, y pasé frente a su casa. No se veían luces y no me detuve; pero experimenté un curioso sentimiento de satisfacción nada más que al volver a ver la casa.

El cuarto día, inmediatamente después de almorzar, la telefoneé.

Contestó Marty, la mucama. Cuando pregunté por Eva, quiso saber quién hablaba.

Tras vacilar un momento, dije:

—Clive.

—Lo lamento —fue la respuesta—. La señorita está ocupada ahora. ¿Quiere dejarle un mensaje?

—No importa —dije—, volveré a llamar.

—Se desocupará pronto —contestó ella—, le diré que usted ha llamado.

Le di las gracias y corté. Permanecí varios minutos sin soltar el teléfono; después lo deposité sobre la mesa con una mueca. ¿Por qué me sentía mal? me pregunté a mí mismo. ¿Acaso yo no sabía lo que era Eva? Aquel día no volví a llamarla y no trabajé. Recordaba a Gold e intenté hacer un resumen del argumento que habíamos discutido. Pero no logré hacerlo. Hasta que no conociera mejor a Eva no podría hacer muchos progresos.

Debo de haber sido una carga para Russell, que estaba acostumbrado a que me fuera y lo dejara solo en el departamento. Permanecí el resto del día marchando por el gran salón, el dormitorio y el pequeño escritorio. Por la noche tenía una cita con Clare Jacoby, la cantante, y, aunque no tenía ganas de escuchar su charla incesante, no quedaba bien que cancelara la cita. Regresé a casa después de medianoche, un poco borracho e irritado.

Russell me estaba esperando y, después que me trajo un whisky, le dije que se acostara. Entonces telefoneé a Eva. Permanecí escuchando el continuo llamado de la campanilla, pero nadie atendió. Colgué el receptor de golpe y fui a mi cuarto a desvestirme. En pijama y salto de cama volví a la sala y llamé de nuevo. Era la una menos veinte.

—Hola —dijo ella.

—Hola, ¿eres tú? —sentí que la boca se me había puesto seca al oír su voz.

—Llamas muy tarde, Clive.

Dijo que iba a reconocer mi voz, pero yo no le había creído. Acababa de anotarse un tanto.

—¿Cómo estás? —pregunté, acomodándome en el sillón.

—Muy bien —dijo ella.

Esperé que dijera algo más, pero la línea permaneció en silencio. Ésta fue mi primera experiencia de los muchos llamados insatisfactorios que iba a tener con ella, y no estaba preparado para que sus respuestas fueran evasivas y monosilábicas.

—Hola… —dije después de un momento—. ¿Estás ahí?

—Sí —su voz sonaba remota y chata.

—Creí que se había cortado la comunicación —volví a acomodarme en el sillón—. ¿Te gustó el libro que te mandé?

Hubo una larga pausa, y después le oí decir algo, como si hablara con alguien que estuviera a su lado.

—¿Qué dijiste? —pregunté.

—No puedo hablar ahora —dijo ella— estoy ocupada.

Una salvaje, incontrolable furia me sacudió.

—Dios me valga —exclamé— ¿trabajas todo el día y también toda la noche? —pero hablaba a un teléfono muerto. Ella había cortado.

Permanecí casi una hora pensando. Empezaba a columbrar que Eva iba a ser un caso más difícil de lo que en principio había pensado. La verdad es que mientras meditaba sobre ella y sobre la propuesta de Gold, experimenté un leve pánico. Habían pasado cuatro días desde que la había visto y ni siquiera había raspado la superficie. El hecho de que hubiera cortado de este modo la comunicación significaba que todavía no se interesaba en mí. Ni siquiera se había disculpado. «No puedo hablar, estoy ocupada» y… ¡fuera con el receptor! Apreté los puños.

Pese a mi rabia, su indiferencia acrecentó el ansia que tenía por verla. En las dos semanas en las que no vi a Carol visité tres veces a Eva. No tiene interés recordar esos encuentros. Prácticamente repitieron la primera visita. Charlábamos incómodos sobre meras tonterías, y, tras un cuarto de hora, yo me iba, cuidando siempre de dejar dos billetes de veinte dólares sobre la cómoda. Todas las veces que la visité le llevé siempre un libro, que ella parecía agradecer sinceramente. Aunque yo procuraba quebrar su reserva, Eva seguía siendo desconfiada y como de madera. Comprendí que si quería llegar a alguna parte, tendría que usar una táctica más decisiva. Y decidí cuál sería esta línea de acción.

A la mañana siguiente, al bajar al comedor, encontré a Russell esperando para servirme el desayuno. Habían pasado diez días desde la última vez que había visto a Carol y yo sabía que esto preocupaba a Russell. Me daba cuenta por sus continuas miradas de desaprobación.

—Telefonée a la señorita Carol —dije, mientras echaba una ojeada a la correspondencia— para saber qué ha sido de ella. Si está en casa llámeme para que hable con ella.

Mientras él hacía el llamado yo eché una mirada a los titulares del diario. No había nada que pudiera interesarme y arrojé el diario al suelo.

Russell, tras murmurar algo en el teléfono, cortó la comunicación y meneó la cabeza.

—La señorita ha salido —dijo, la redonda cara caída de tristeza—. ¿Por qué no se hace una corrida hasta el estudio para verla?

—Estoy demasiado ocupado para hacerme una corrida hasta el estudio —contesté cortante—. ¿Qué le importa a usted, de todos modos?

Él permaneció frente a mí, poniendo las tostadas a mi alcance.

—La señorita Carol es muy simpática —dijo— y no me gusta que la traten mal, señor Clive.

—¿Entonces usted cree que yo trato mal a la señorita Carol? —dije, extendiendo manteca sobre la tostada y evitando su mirada desaprobatoria.

—Así es, señor. Creo que usted debería verla. Es una señorita muy bien y merece ser mejor tratada que las otras muchachas que usted conoce.

—Como siempre está usted metiendo la nariz en algo que no le concierne. Carol está muy ocupada y, por el momento, no tiene tiempo para hacer vida social. No la olvido y le ruego que recuerde que la llamo dos veces por día, desde hace dos semanas.

—Entonces, lo único que puedo decirle, señor, es que ella se está negando —contestó obstinado—. Es algo que usted no debería permitir.

—Es mejor que se ocupe de arreglar mi cuarto, Russell —dije con frialdad—. Por el momento no necesito nada más.

—Esa señorita Marlow —preguntó él— es una profesional, ¿verdad, señor?

Lo miré atónito.

—¿Cómo lo sabe?

En su cara hubo una expresión casi piadosa.

—Como soy mucamo de un caballero —dijo con leve pomposidad—, creo que forma parte de mis deberes conocer algunos aspectos mundanos de la vida. El nombre de esa dama, señor, permítame que se lo diga, es un poco obvio.

—¿Eso le parece? —dije, procurando conservar la seriedad—. ¿Y qué hay con que lo sea?

Sus tupidas cejas blancas subieron hasta lo alto de la cabeza.

—Sólo deseo prevenirlo, señor Clive. Ese tipo de mujeres nunca ha sido bueno para nadie. Y, si me permite que se lo diga, toda tentativa de establecer con ella alguna relación normal va a acarrear un desastre.

—Déjese de hablar como una gota continua y vaya arriba —dije, sintiendo que se había propasado—. Veo a la señorita Marlow porque deseo un tema para una película. El señor Gold me ha encargado que lo haga.

—Me sorprende oír eso, señor. Siempre he creído que el señor Gold era un hombre inteligente. Nadie que tenga un ápice de sentido común puede pensar en hacer una película con ese tema. Disculpe, señor, voy a arreglar su cuarto…

Su digna partida me inquietó. Pensándolo bien, Russell tenía razón, aunque Gold había prometido en serio filmar la historia. Recogí de nuevo la correspondencia, la abrí, con la esperanza de encontrar alguna carta que viniera del estudio. No había llegado y pensé que tal vez era demasiado pronto para que hubiera llegado. Fui al escritorio y controlé mi cuenta de Banco. Me sorprendió tener tan pocos fondos. Tras un momento de vacilación tiré las cuentas al canasto. Tendrían que esperar para que pagara. Después llamé a Merle Bensinger, mi agente.

—Oye, Merle —dije en cuanto ella vino al aparato—, ¿qué sucede con Seguro de lluvia? No he recibido los derechos de esta semana.

—Te iba a escribir al respecto, Clive —contestó ella. Merle tenía una clara voz metálica, que siempre sonaba un poco dominante en el teléfono—. Los actores se han tomado una semana de descanso. Creo que lo merecían, pobrecitos. Hace veinte semanas que no descansan.

—¿Entonces tengo que morirme de hambre mientras ellos descansan? —pregunté furioso—. ¿No hay nada más? ¿Qué pasa con mis libros?

—Ya sabes que no hay cobros hasta septiembre, Clive —parecía sorprendida—. La editorial Sellick no liquida cuentas hasta septiembre.

—Ya sé, ya sé… —dije cortante—. Bueno, si no puedes ayudarme, Merle, escucha por lo menos mis noticias. Gold me ha ofrecido un contrato. Tendría que habértelo dicho antes. Hace un par de semanas le hice el resumen de una historia y me ofrece por ella cincuenta mil dólares.

—¡Caramba, eso es maravilloso! —su voz sonó más brillante y metálica—. ¿Quieres que me ocupe de los contratos?

—Supongo que sí —dije, dudando un poco. El diez por ciento significaba perder cinco mil dólares, pero Merle conocía su trabajo y, en caso de que Gold quisiera trampearme, ella sabría lo que convenía hacer—. Sí, es mejor que te ocupes del asunto. Te enviaré la propuesta en cuanto me llegue.

—¿Qué tal marcha el nuevo libro?

—Olvídate del nuevo libro. Ahora sólo pienso en Gold.

—Pero Clive —su voz pareció alarmada—, Sellick espera tu libro para fin de mes.

—Entonces tendrá que esperarlo —contesté—. Ya te he dicho que estoy ocupado.

Hubo una pausa. Después ella dijo:

—¿Pero, todavía no lo has empezado?

—No. No he empezado. ¡Que se vaya a la mierda Sellick! Quiero ganar esos cincuenta mil dólares de Gold.

—Pero tendré que decírselo a Sellick. Va a quedar muy descontento. Ya han anunciado el libro, ¿sabes, Clive?

—Vete a otro con el cuento. Me importa un comino. Díselo al presidente si eso te tranquiliza, pero, por el amor de Dios, Merle, no me molestes con las jaquecas de Sellick —concluí, sintiéndome súbitamente irritado contra ella—. ¿Acaso la propuesta de Gold no vale más?

—Naturalmente hay más dinero que ganar —dijo ella lentamente—, pero hace tiempo que no escribes un libro, y debes pensar en tu nombre.

—Ya me ocuparé de eso —le aseguré—. No te preocupes por mi reputación.

Ella recordó algo.

—Oh, Clive —dijo—, tengo una oferta del Digest.

Quieren un artículo sobre «Las Mujeres de Hollywood». Tres mil dólares. Mil quinientas palabras. ¿Te gustaría hacerlo?

No era frecuente que Merle me pusiera algo en el camino. Quedé agradado.

—Claro —dije—. ¿Cuándo lo quieres?

—¿Puedes hacerlo hoy? Me he estado demorando y estoy segura de que ahora es urgente.

Esto arruinó un poco el ofrecimiento. Lo que realmente quería decir es que había estado buscando que alguien hiciera el artículo y que, hasta ahora, no lo había conseguido.

—Está bien. Déjalo por mi cuenta. Russell te lo llevará mañana temprano… —me despedí y corté la comunicación.

Russell entró en ese momento para levantar la mesa del desayuno.

—Debo hacer un artículo para el Digest —dije—. ¿Tengo algún compromiso hoy?

A Russell le gustaba que lo consultara acerca de mis compromisos.

—Prometió ver a las tres a la señorita Selby, señor; y esta noche tiene usted una invitación a comer con el señor Henry Wilbur y su señora.

—Bueno, la señorita Selby no es tan importante. La verdad es que me molesta bastante. Dígale que he tenido que irme de la ciudad. Si tengo la tarde libre podré arreglarme. Pero comeré con los Wilbur.

Lo dejé acomodando la sala y subí a vestirme. Cuando terminé, eran las doce menos veinte. Hora de telefonear a Eva.

La campanilla sonó un rato antes que contestara. Tenía voz de sueño.

—Hola —dije—, ¿te saqué de la cama?

—Así es, Clive —dijo ella—, estaba dormida como un tronco.

—Lo siento, pero mira la hora que es. ¿No te da vergüenza?

—Nunca me levanto antes de las doce. Ya deberías haberte dado cuenta.

De todos modos, noté un cambio: había unido una o dos frases.

Suspiré profundamente.

—Eva —dije—, me gustaría pasar contigo un fin de semana.

Hubo una larga pausa. Después ella dijo con voz chata, indiferente:

—Si lo deseas…

—Podríamos empezar yendo al teatro. ¿Qué te parece este fin de semana?

—De acuerdo.

Si por lo menos mostrara un poco más de entusiasmo, pensé, enojado.

—Perfecto —dije, ocultando el desagrado de mi voz—. ¿Dónde quieres que vayamos a comer?

—Elige tú… —hubo una pausa y añadió—: Pero que no sea… —y entonces nombró una serie interminable de hoteles y restaurantes, que me dejaron sin aliento.

—Pero no tenemos dónde ir si eliminamos esa cantidad de sitios —protesté—. Por ejemplo, ¿por qué diablos no quieres ir al Derby Brown?

—Porque no puedo —dijo ella. Pude imaginar cómo se ahondaban los dos surcos a los lados de la nariz—. Ni ahí ni a ninguno de los lugares que te he mencionado.

—Bien, de acuerdo —dije, sintiendo que si insistía, ella podría rehusar enteramente—. Te mandaré un mensaje. Entonces, ¿definitivamente nos veremos el sábado?

—Está bien —y cayó el receptor antes que pudiera decirle cuán feliz me sentía.

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