Eva

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Acostado en la cama, con la pálida luz del alba entrando por una abertura en el cortinado, me sorprendí de que mi relación con Eva hubiera durado tanto tiempo. Ella había hecho todo lo que estaba a su alcance para destruir mis sentimientos hacia ella. Se había portado con increíble egoísmo e indiferencia brutal, y sólo por estar yo tan fascinado con ella la relación había durado el tiempo que había durado.

Apenas había logrado escaparme. Me aterraba pensar en lo que habría podido suceder en caso de continuar mi amistad con ella. Y, mientras pensaba en esto, me tomé tiempo para pensar en toda mi vida pasada, y comprendí que había sido imbécil, mentiroso y sin escrúpulos. Pensé en John Coulson. Pensé en Carol. Pensé en Imgram. Pensé en las muchas cosas mezquinas y crueles que había hecho en el pasado y, con algo semejante al pánico, busqué en la memoria alguna hazaña que anotar en la columna del haber en la página de aquel juicio sobre mí mismo. No se me ocurrió nada. A los cuarenta años no tenía una sola cosa de la que pudiera enorgullecerme… con excepción, quizá, de una. Había salido de la vida de Eva. Si había tenido la fuerza como para hacer esto seguramente todavía quedaba tiempo para recobrar el respeto por mí mismo y mi situación como escritor. Eso es lo que yo pensaba.

Pero comprendí que la tarea era demasiado abrumadora para emprenderla solo. Había una persona que podía ayudarme. Tenía que ver a Carol. Experimenté un súbito sentimiento de ternura y cariño por ella. La había tratado de una manera vergonzosa y estaba decidido a no herirla nunca más ni a hacerla sufrir. Era imposible que Carol se casara con Gold. Tenía que verla hoy mismo.

Toqué la campanilla llamando a Russell.

Él se presentó unos minutos después con el café matutino, que puso sobre la mesa de noche.

—Russell —dije apoyándome en el codo—, he sido un solemne idiota. Lo he pensado casi toda la noche y voy a arreglar las cosas. Esta mañana veré a Carol…

Él lanzó una larga mirada investigadora, levantó las cejas, y se dirigió a la ventana para correr las cortinas.

—¿Debo suponer que no se entendió usted anoche con la señorita Marlow, señor Clive?

Tuve que reírme.

—¿Cómo lo adivinó? —pregunté, encendiendo un cigarrillo—. Parece que usted lo sabe todo, Russell. Es cierto: la vi anoche. La vi como realmente es y no como he procurado imaginarla. La diferencia es enorme. Estaba borracha y… pero no importan los detalles. Caramba, Russell, me he escapado raspando… He terminado con ella y hoy empezaré a trabajar. Pero primero tengo que ver a Carol… —lo miré. Hubo un súbito brillo en sus ojos y comprendí que estaba contento y aliviado.

—¿Cree que querrá volver a tener algo que ver conmigo?

—Eso espero, señor —dijo él gravemente—. Todo depende de cómo usted proceda.

—Ya lo sé —tuve un brusco sentimiento de duda—. Después de la forma en que la traté no creo que la cosa sea fácil, pero, si ella me escucha, tal vez pueda hacerle entender.

Poco después de las nueve y media llegué a la sala de Carol.

Carol apareció en unos minutos. Estaba pálida y tenía ojeras.

—Me alegro de que hayas venido, Clive —dijo, y se sentó con las manos sobre la falda.

—Tenía que venir —dije, sin apartarme de la ventana pero volviéndome para mirarla, súbitamente aterrado de perderla—. He sido un imbécil atroz, Carol. ¿Quieres que hablemos de eso?

—Creo que sí —dijo ella impávida—. Siéntate, Clive, no es necesario que te sientas tan nervioso frente a mí.

Había algo inquietante en la chatura de su voz. Tuve la sensación de que no le importaba mucho lo que yo pudiera decir.

Me senté cerca de ella.

—Nunca podré decirte hasta qué punto lamento las cosas asquerosas que te dije. Estaba loco. No sabía lo que decía.

Ella levantó la mano.

—No es necesario hablar de eso. Te encuentras en un apuro, ¿verdad, Clive?

—¿En un apuro? ¿Te refieres a Gold…? Es verdad. Pero nada podría importarme menos que Gold. He pensado en todo, y, por eso, he venido a verte.

Ella me lanzó una mirada aguda.

—Creía… —empezó, pero se interrumpió y se miró las manos.

—Creíste que venía a pedirte que me ayudaras con Gold, ¿no es eso? Merle quería que lo hiciera, pero yo me negué. No se trata de eso. No me importa lo que Gold haga. No me importa que me compre el argumento o no. La verdad es que en este momento no creo que vaya a escribirlo jamás. He terminado con eso. He venido para decirte que te pido perdón por las cosas bestiales que te dije, y para comunicarte que empezaré a trabajar dentro de uno o dos días.

Ella suspiró y se revolvió el pelo con sus finos dedos.

—Quisiera poder creerte, Clive. Lo has dicho antes tantas veces…

—Me lo merezco. Me he portado asquerosamente en todo. Me he portado asquerosamente contigo. No sé qué me pasó, pero la cosa está liquidada definitivamente. Te pido perdón por lo de esa mujer, Carol. Fue una locura física, nada más. Su forma de vida es la que nunca podré entender y que no podría compartir con ella. Todo ha terminado, Carol. Anoche…

Ella me detuvo.

—No, Clive, te lo ruego. No quiero saberlo. Puedo imaginar lo que sucedió… —se levantó y se acercó a la ventana—. Si dices que la cosa ha terminado… te creo…

Me acerqué a ella y forzándola a darse vuelta, la atraje contra mí, pese a sus gestos de protesta.

—Perdóname, Carol —supliqué—. He sido indigno y asqueroso contigo. Te deseo tanto. Tú eres la única que representa algo para mí. ¿Podrás olvidar alguna vez lo que ha sucedido?

Ella me rechazó con suavidad.

—Estás en un lío, querido, y yo también lo estoy, ¿comprendes? Rex Gold sabe que te quiero. Quiere que me case con él. Cree que si te saca de en medio, tendrá alguna posibilidad. Hará todo lo que pueda para sacarte de en medio. Le tengo miedo. Es tan terriblemente inescrupuloso y su poder es tan inmenso…

La miré fijamente.

—¿Tienes miedo porque Gold me está apuntando? ¿Te importa de , entonces? Sé generosa, Carol… di que es verdad…

Súbitamente sonrió.

—Hace tiempo que te quiero, Clive —dijo—. Si has terminado con esa mujer, entonces… —se detuvo, me miró y prosiguió—: Bueno, me alegro de no haber podido creer jamás que una mujer de ese tipo iba a conservarte por mucho tiempo.

La tomé entre mis brazos.

—No puedo vivir sin ti, Carol —dije—. Estoy tan solo y tan poco seguro de mí mismo. Si me perdonas, no me importa lo que vaya a pasar.

Ella me pasó las manos por el pelo.

—Oh, eres un sonsito —dijo suavemente—, siempre te he adorado.

La sensación de aquel cuerpo esbelto y joven entre mis brazos fue una experiencia nueva y excitante.

Me controlé y, apartándola un poco, miré su cara, con ansiedad.

—He vivido una vida repugnante, Carol, y me he metido en una serie de líos, pero, si realmente me quieres, lo arreglaré todo.

—Te quiero.

Todo iba a arreglarse. Lo vi en su cara; la tomé entre mis brazos y la besé.

—Todo está arreglado entonces —dije. Ella me miró, con los ojos brillantes.

—¿Qué es lo que está arreglado?

—Nuestro casamiento.

—Pero Clive…

Volví a besarla.

—Vas a dejar el estudio y pasaremos juntos una semana maravillosa. Después volverás a enfrentar la orquesta, pero volverás convertida en la señora de Clive Thurston y, si Gold te despide, despedirá a una de las mejores guionistas de Hollywood, y cualquier otro productor se precipitará sobre ti.

Ella meneó la cabeza.

—No puedo hacer eso —dijo, mientras sus ojos danzaban—. Todavía no he dejado colgado a nadie y no pienso empezar ahora. Se lo diré. Le pediré una semana libre y le diré por qué.

Hasta que terminó de hablar no me di cuenta de que había aceptado.

—¡Carol! —exclamé, volviendo a abrazarla. La besé.

Después de un momento dije:

—No verás a Gold hasta que estemos casados. No quiero arriesgarme a que nos haga una mala pasada. Nos casaremos enseguida. De inmediato; puedes ir después al estudio y decírselo. Prepararé todo. Llevaremos a Russell. Seremos tú, yo… y Russell para que nos atienda. Iremos a Three Point. Todavía está vacío y yo puedo trabajar allí. Está bastante cerca como para que tú puedas ir al estudio en auto, te gustará el viaje, y estaremos lejos de todo el mundo.

Ella me sacudió un poco, sonriendo ante mi entusiasmo y excitación.

—Sé razonable, querido. No podemos casarnos hoy. Todavía no tenemos la licencia…

—Vamos a ir enseguida hasta Tijuana, donde no se necesita licencia. Lo único necesario allí son cinco dólares y una chica tan preciosa como tú. Nos casaremos y, la semana próxima, para que las cosas sean como deben ser, volveremos a casarnos en la Municipalidad; de este modo, te aseguraré dos veces.

Bruscamente rió.

—Estás loco, Clive, pero he perdido la cabeza por ti —se apretó unos segundos contra mí—. Desde la primera vez que te vi, tan nervioso y encantador en la oficina de Rowan, me volví loca por ti. Hace ya dos años. ¡Eres un canalla, Clive, en haberme hecho esperar tanto tiempo!

—He sido tonto y ciego —dije, besando su garganta—. Pero voy a compensarte ahora. Anda a buscar tu sombrero. Enseguida salimos para Tijuana.

Mi premura y excitación eran contagiosos y ella casi salió corriendo del cuarto. En cuanto se fue, tomé el teléfono y llamé a Russell.

—Le toca un día ocupado, Russell —dije, sin preocuparme por ocultar la excitación de mi voz—. Embale bastantes cosas como para que los dos podamos pasar una semana. Quiero que abra Three Point de nuevo. Arregle por teléfono con el agente. No pueden haberlo alquilado todavía. Además liquide el departamento. Johnny Newmann se lo sacará de las manos. Siempre lo ha deseado. De ahora en adelante, Russell, nuestro hogar estará en Three Point, y así estaremos lejos de las tentaciones de la vida nocturna. Voy a trabajar. En cuanto haga todo lo que le he dicho, tome un taxi, vaya a Three Point y ponga las cosas en orden para cuando lleguemos esta tarde. ¿Cree usted poder hacer todo eso?

—Naturalmente, señor —contestó, con una nota de triunfo y contenido deleite en la voz—. Ya he embalado sus cosas, señor. Había previsto lo que ha ocurrido y comprendí que debía darme prisa. Todo está en orden para usted y la señora Thurston cuando lleguen esta tarde… —tosió algo pomposamente y añadió—: Quiero ser el primero en felicitarlo, señor Clive. Deseo, de todo corazón, que ambos sean muy felices —y cortó la comunicación.

Yo miré el teléfono, atónito.

—Caramba —dije en voz alta—, creo que lo tenía planeado desde hace tiempo.

Salí del cuarto y grité a Carol que se apurara.

Permanecí sentado en el Chrysler, frente a las oficinas principales de la International Pictures. Extras, coristas, carpinteros y técnicos pasaban ante mí en una corriente continua. Algunos me miraban con curiosidad, otros estaban demasiado ocupados en sus charlas para notarme: algunos, con envidiosa admiración, observaban las líneas del Chrysler. Yo tamborileaba en el volante y esperaba, impaciente. Todo estaba listo. Nuestras valijas estaban en el baúl del Chrysler y estábamos en camino hacia Tijuana… pero Carol había insistido en ver a Gold antes que nos casáramos.

—No es nada —había dicho con seriedad—, le haré entender. Él se ha portado bien conmigo, Clive, y no quiero hacer nada a escondidas. Por el amor de Dios, no pongas esa cara. Rex Gold no puede impedir que nos casemos. No puede hacer nada para impedirlo y lo único que me exigirá es que vuelva al estudio lo antes posible.

Yo no podía creerlo.

—Va a hacernos alguna. Cuando un tipo tiene el poder que él tiene, su edad, y todo ese dinero, no le gusta que lo planten. Estoy seguro de que va a hacer alguna porquería.

Pero ella se rió de mí y fue a verlo. Hacía veinte minutos que estaba con él ahora, y yo empezaba a inquietarme.

Súbitamente tuve un abrumador sentimiento de duda. Si Carol perdía el empleo y yo no podía regresar a la primera plana, ¿qué iba a ser de nosotros? La idea de volver a la casi olvidada rutina de ir al trabajo todas las mañanas, las comidas baratas y el preguntarme si podría permitirme esto o aquello, me aterraba.

Deshice el pucho con un irritado encogimiento de hombros, diciéndome que no podía suceder una cosa semejante. Estaba seguro de poder escribir algo que valiera la pena si tenía a Carol a mi lado. Ella iba a ayudarme, yo la ayudaría. Unidos íbamos a ser invencibles.

—¿Todavía preocupado? —dijo Carol, apoyando su mano en mi brazo.

Me sobresalté, porque no la había oído bajar los pocos escalones de piedra que llevaban a las oficinas del edificio.

La miré ansiosamente. Parecía curiosa pero tranquila; enfrentó mis ojos con no desmedida serenidad.

—Todo está bien —dijo sonriendo—. Naturalmente, fue para él una sorpresa, pero no lo tomó a mal. Hubiera preferido que no me tuviera tanto cariño… —lanzó un pequeño y breve suspiro meneando la cabeza.

»Detesto hacer daño a la gente, Clive.

—¿Qué dijo? —pregunté, abriendo la puerta del coche—. ¿Te deja una semana libre?

Ella asintió.

—Sí. De todos modos la película está detenida. Jerry Highams está enfermo. Nada grave, pero representa cierta demora… y… naturalmente Frank no ha podido presentarse todavía… —miró hacia las oficinas, molesta por haber mencionado el nombre de Imgram— Clive… —se interrumpió incómoda.

—¿Qué pasa?

—Rex Gold quiere verte.

Mi corazón dio un inquieto salto.

—¿Quiere verme? —repetí, mirándola—. ¿Para qué?

Ella subió al coche y acomodó el vestido sobre sus rodillas.

—Quiso saber si estabas aquí y, cuando le dije que estabas, preguntó si podías verlo. No dijo para qué.

—Quiere romper el contrato —dije, súbitamente enojado—. Así es como se las quiere cobrar.

—Oh, no, Clive —dijo Carol rápidamente—. Rex Gold no es así. Estoy segura de que…

—Entonces, ¿para qué desea verme? ¡Por Dios! ¡Supongo que no creerás que quiere darme lecciones sobre la forma en que debo tratarte! ¡Eso no se lo voy a tolerar!

Carol pareció preocupada.

—Creo que debes verlo, Clive. Es un hombre muy importante y… —se detuvo y prosiguió—. Pero de ti depende. Si no quieres… bueno, haz como te dé la gana.

Salí del coche golpeando la portezuela.

—Está bien, lo veré. Espérame un minuto —y subí los peldaños hacia las oficinas del edificio.

La cosa no me gustaba. No es que le tuviera miedo a Gold, pero, cuando un hombre es tan arrogante y poderoso como él, domina automáticamente la situación.

Caminé por el largo corredor con el corazón golpeteando inquieto contra las costillas. Golpeé a la puerta de la oficina de Gold y entré. Una muchacha alta, preciosa, algo parecida a Verónica Lake, vestida con un bien cortado vestido de seda negra, me miró al entrar. Estaba sentada frente a un escritorio con cubierta de vidrio, sobre el que se desparramaban cantidad de papeles.

Me lanzó una mirada rápida, audaz y después sonrió.

—Buenos días, señor Thurston. ¿Quiere pasar? El señor Gold lo espera.

Le di las gracias, atravesé la oficina hacia la otra puerta y entré.

La oficina de Gold estaba amueblada como una sala. No había escritorio. Una gran mesa en la que cómodamente podían sentarse unas veinte personas ocupaba el lejano extremo del cuarto. Alrededor de la grande y antigua chimenea había sillones y un gran sofá. Sobre la chimenea había un Van Gogh auténtico, y ésta era la única nota de color brillante en el cuarto.

Gold estaba sentado en un sillón, enfrentando la puerta. A su lado había una mesita con unos pocos papeles, un teléfono y una gran caja de ébano, con cigarros.

Levantó la cabeza al verme entrar y su maciza cabeza se hundió aún más entre los hombros.

—Siéntese, Thurston —dijo, señalando con la mano el sillón que tenía enfrente.

Tuve la sensación de que el corazón me latía rápidamente y de tener la boca seca. Esto me fastidió, y procuré controlar los nervios, sin éxito. Me senté, crucé las piernas y miré a Gold tan tranquilamente como pude.

Por un momento él no me miró; aspiró su cigarro, lanzando una fina columna de humo hacia el techo. Después sus ojos dormilones, color dorado, enfrentaron los míos.

—Tengo entendido, Thurston —dijo, y su voz de impostación baja era blanda—, que usted y Carol van a casarse esta tarde.

Saqué la cigarrera, elegí un cigarrillo, lo golpeé una o dos veces en la uña del pulgar y lo encendí antes de contestar.

—Así es —dije brevemente, volviendo a meter la cigarrera en el bolsillo.

—¿Le parece que eso es correcto? —preguntó él, levantando las cejas. Un músculo de mi pantorrilla empezó a temblar.

—Eso es algo que Carol y yo debemos decidir, señor Gold —repliqué.

—Supongo que así es —dijo él—, pero conozco a Carol desde hace tiempo, y no quiero que sea desdichada.

—Comprendo sus sentimientos —dije, mientras mi furia luchaba contra el terror que me producía aquel hombre—. Le aseguro que Carol y yo seremos felices… —suspiré profundamente y proseguí, quizá con demasiado apresuramiento para ser realmente efectivo—. Carol será mucho más feliz, señor Gold, que si se hubiera casado con un hombre que le dobla la edad.

Él me miró.

—Lo dudo… —dijo, echando ceniza en el cenicero junto a la caja de cigarros. Meditó un momento, luego prosiguió—: No tengo mucho tiempo, Thurston; por lo tanto, perdone que vaya directamente al grano.

—Yo tampoco tengo tiempo que perder, señor Gold —repliqué— Carol me espera.

Él juntó las puntas de los dedos y me miró con dormilona indiferencia.

—Me sorprende que Carol haya podido enamorarse de alguien que vale tan poco como usted —dijo, con desconcertante precisión.

—Entonces… ¿vamos a discutir desde un punto de vista personal? —sentí que la sangre me subía bruscamente a la cara.

—Oh, creo que sí. Puede usted preguntarme por qué creo que usted no vale nada. Se lo diré. Usted no tiene base. Logró éxito por una extraordinaria casualidad. Llamémosla suerte, si quiere… consiguió cierta notoriedad, y ganó mucho más de lo que usted jamás creyó posible ganar. Fue, como quien dice, un golpe de suerte, quizá más extraordinario porque su primera obra era excelente, mientras que sus novelas son puro sensacionalismo. Muchas veces he pensado cómo pudo usted escribir esa obra. ¿Comprende, Thurston? Cuando me enteré de que Carol estaba enamorada de usted, pensé que me correspondía averiguar algo acerca de usted.

—No pienso seguir escuchándolo —dije, con los dientes apretados—, mi vida privada es asunto mío, señor Gold.

—Lo sería si no pensara usted compartirla con Carol —replicó él rápidamente—. Como usted ha cometido esa tontería, su vida ya no es privada, dentro de lo que a mí concierne… —miró su segundo cigarro y después levantó los ojos hacia mí—. No sólo usted es un mal escritor sin futuro, Thurston: usted también es una mala persona. Evidentemente, no puedo impedir que se case con Carol, pero puedo cuidar de los intereses de ella, y lo haré.

Me puse de pie.

—Esto ya no es broma —exclamé, mientras la nerviosidad vencía la rabia—. Usted quiere que Carol sea suya y se porta groseramente porque lo he derrotado. Puedo vivir sin usted, señor Gold. No quiero sus cincuenta mil dólares. Usted y su estudio pueden irse a la mierda en lo que a mí concierne.

Siguió mirándome con expresión ausente, indiferente.

—No vuelva a tener nada que ver con esa mujer, la Marlow, Thurston, o usted y yo tendremos otra charlita.

Lo miré sorprendido.

—¿De qué diablos está hablando?

—Vamos, no hay que perder el tiempo. Estoy enterado de que usted ha hecho el idiota por esa mujer. Al principio creí que se trataba de una de esas caídas que tienen los hombres que se hartan de las mujeres normales, o los hombres que sufren alguna debilidad que las mujeres normales no pueden satisfacer. Pero veo que usted no entra dentro de estas categorías. Usted ha sido lo bastante estúpido y débil como para enamorarse de esa mujer. Le aseguro que no puede haber mejor ejemplo de una degeneración sin médula. Cómo me enteré de esto, Thurston, no me sorprendió: pensé que usted correspondía exactamente al tipo.

—Bien —dije, furioso, turbado al percatarme de que Gold había descubierto tantas cosas acerca de mí—, ya ha terminado su discurso. Espero que esté satisfecho. Ahora voy a casarme con Carol. Piense en mí esta noche, Rex Gold, y repita: «Yo podía haber estado en su lugar».

—No dude de que lo pensaré —replicó Gold, mientras sus labios blandos se cerraban húmedos sobre el cigarro—. Seguramente pensaré en ustedes dos. La verdad es que no pienso olvidar a ninguno de los dos. Si Carol es desdichada por culpa suya, usted tendrá que lamentarlo. Se lo prometo, Thurston.

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