Eva

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Al recordar, mientras martilleo esta historia en un sórdido cuartito, con pedazos de papel colgando de las húmedas paredes y polvo sobre la mesa, donde únicamente hay una máquina de escribir, comprendo que los primeros cuatro días de mi matrimonio con Carol fueron las luces más altas de mi vida. En Carol yo había encontrado una compañera que me daba confianza y paz espiritual; que me divertía y que aparentemente me satisfacía, tanto sexual como mentalmente. Nos levantábamos a eso de las diez y desayunábamos en la veranda, con el valle extendido ante nosotros como una magnífica alfombra natural. Lejos, a la derecha, podíamos ver las tranquilas aguas de Big Bear Lake, reflejando los abetos y las perezosas nubes blancas que se deslizaban como balones de crema batida por el brillante cielo. Después del desayuno nos poníamos unas camisas, unos pantalones y nos íbamos con el coche al lago, donde Carol nadaba con un sencillo traje de baño blanco, mientras yo descansaba en el bote, con una caña de pescar en la mano, observándola. Cuando el sol picaba, yo la seguía al agua; luchábamos, corríamos carreras y nos portábamos como un par de chicos en su primera vacación. Después volvíamos, Russell nos servía el almuerzo en la veranda, charlábamos mirando el paisaje y volvíamos a charlar. Después hacíamos una larga caminata por el bosque, donde la pinocha se convertía en una alfombra sobre la que caminábamos, mientras la luz del sol, al atravesar el tupido follaje sobre nuestras cabezas, formaba diseños en el suelo. Por la noche escuchábamos el fonógrafo. Era espléndido estar solo con Carol, verla sentada en el gran sillón que habíamos arrastrado hasta la veranda, con la luna brillando sobre nosotros, las estrellas como polvo de diamantes, y el sonido de la música que provenía de la sala.

Le conté a Carol muchas cosas de mi vida pasada. No mencioné a John Coulson y no hablé de Eva, aunque le hablé del departamento de Long Beach, de cómo siempre había deseado escribir, y de mis primeras luchas como empleado en una oficina de embarques. Tuve que decirle algunas mentiras para que la historia fuera creíble, pero, como yo había aceptado la pieza de Coulson, como si fuera mía, no tuve dificultad en convencer a Carol de cómo había escrito Seguro de lluvia, ya que yo mismo estaba convencido de haberla escrito.

En el amplio y aireado dormitorio, con las ventanas abiertas y las cortinas corridas, cuando la luna formaba una brillante mancha de luz sobre la alfombra blanca, yo permanecía acostado, con Carol entre mis brazos. Ella se dormía con la cabeza apoyada en mi hombro y un brazo sobre mi pecho. Siempre dormía apaciblemente, y apenas se movía hasta que el sol la despertaba. Tenerla en mis brazos, escuchar su leve respiración y pensar en las cosas que habíamos hecho durante el día, me proporcionaba muchas horas de apacible satisfacción.

Sin embargo, pese a esta satisfacción y felicidad, yo era consciente de que me faltaba algo. En algún profundo recoveco de mi inconsciente, de vez en cuando, algo se agitaba. Experimentaba, de vez en cuando, una sensación de insatisfacción física. Al principio fue vaga e indefinida, después la sensación se hizo más fuerte y comprendí que el impacto físico de Eva en mis sentidos me había dejado una marca indeleble.

Mientras Carol estaba junto a mí, la nostalgia por Eva no me producía ninguna preocupación. La personalidad, el cariño y la bondad de Carol eran lo bastante fuertes como para derrotar la remota influencia de Eva, pero, si Carol iba al jardín y me dejaba solo, tenía que luchar contra la tentación de llamar a Eva por teléfono para oír nuevamente el sonido de su voz.

Tal vez a ustedes les resulte difícil entender por qué yo no podía apartar a Eva de mi mente. Ya he dicho que la mayoría de los hombres viven dos vidas… una vida normal y una vida secreta. De ahí se colige que la mayoría de los hombres tienen dos mentalidades. Y, si debo confesar la verdad, lo cierto es que, aunque Carol significaba tanto para mí, sólo podía satisfacer una parte de mi vida mental. La corruptora influencia de Eva era necesaria para que me sintiera realizado del todo.

No deben ustedes suponer que acepté débilmente esta situación, sin presentar batalla. En esos cuatro días y noches logré apartar a Eva de mi mente, pero sabía que estaba peleando una batalla perdida. Mi dicha sublime con Carol no podía durar. Creo que eso hubiera sido esperar demasiado, ya que nunca he sido capaz de resistir largo tiempo una tentación. El cambio llegó bruscamente y sin anuncio en la noche del cuarto día que pasábamos juntos.

La noche era perfecta. Una luna grande y brillante flotaba sobre las colinas, dibujando agudas sombras oscuras e iluminando el lago, que semejaba un espejo pulido. Había hecho calor todo el día e incluso en la terraza hacía demasiado calor para que pensáramos en ir a la cama.

Carol había sugerido que fuéramos a bañarnos a la medianoche, y así, fuimos con el coche hasta el lago. Permanecimos más de una hora en el agua tibia y, cuando volvimos a Three Point, era más de la una. Estábamos en el dormitorio, desnudándonos, cuando empezó a sonar el teléfono. Ambos nos interrumpimos y nos miramos sorprendidos. La campanilla sonaba aguda e impaciente en el silencio de la noche, y yo tuve una súbita sensación de sofocada excitación.

—¿Quién puede llamar a esta hora? —preguntó Carol.

Puedo verla aún ahora. Se acababa de quitar su ropa deportiva blanca y roja, y estaba sentada en el borde de la cama, en corpiño y bombacha; estaba preciosa, con la piel tostada en un tono dorado y los ojos brillantes.

—Seguramente es un número equivocado —dije, poniéndome la bata—. Nadie sabe que estamos aquí.

Ella me sonrió y siguió desvistiéndose, mientras yo iba corriendo a la sala y tomaba el teléfono.

—Hola —dije—. ¿Quién habla?

—Hola, porquería —dijo Eva.

Agarré el teléfono, consciente de un brusco sentimiento de tiesura y de algo gordo en la garganta.

—Hola, Eva —dije, bajando la voz y mirando por encima del hombro, en dirección al dormitorio.

Carol había pasado al cuarto de baño: pude oír el ruido del agua corriente. No había peligro de que me oyera.

—Oye, porquería —dijo Eva, con voz chata, sin expresión—. ¿Por qué me dejaste así plantada?

Apenas entendí lo que decía. La excitación y el deseo de ella se apoderaron de mí; la sangre golpeó en mis oídos.

—¿Qué? —dije, luchando para controlar mis sentimientos—. ¿Qué estás diciendo?

—Cuando me desperté y vi que no estabas me llevé la gran sorpresa. No sabía dónde te habías metido.

—¿Así que te he dado una sorpresa? —dije, riendo—. Bueno, tú me has dado una o dos sorpresas en el pasado de modo que estamos a mano.

Hubo una pausa, después ella dijo, enojada:

—¿Así que estamos a mano? Tengo que decirte una cosa, Clive. Te he devuelto tu dinero de mierda. No lo quiero. Me hiciste una trampa asquerosa diciendo que te ibas a quedar y escapándote después como lo hiciste.

—¿Has devuelto el dinero? —pregunté atónito, sin poder creer sus palabras—. ¿Por qué?

—Porque no quiero dinero que venga de ti. Puedes guardarte ese dinero de mierda.

—¿Por qué has hecho eso? —pregunté, sin saber lo que decía.

—Te repito: no quiero tu dinero de mierda. Me las arreglo muy bien sin ti, gracias. No tolero ser tratada de esa manera y, por eso, te mandé el dinero de vuelta.

—No te creo, Eva. No he recibido nada. Estás mintiendo y lo sabes.

—Te repito que lo mandé.

—¿Dónde lo mandaste?

—Lo puse en un sobre y lo mandé al Club de Escritores. Es el club al que perteneces, ¿verdad?

Me aflojé contra el respaldo de la silla, porque me sentía un poco mareado.

—¿Pero por qué hiciste eso? Ese dinero era para ti.

—Te digo que no quiero tu dinero —replicó ella—. Y no quiero verte más, Clive. No vuelvas a llamarme ni a visitarme. Le he dicho a Marty que no te deje pasar y que si llamas, te corte.

Las barreras que con tanto ánimo yo había procurado elevar contra su influencia se desplomaron; la belleza de los cuatro últimos días fue arrastrada en el torbellino de amarga depresión que me envolvió al oír esas palabras.

—No seas impulsiva, Eva —dije, apretando el teléfono hasta que me dolió la mano—. Quiero volver a verte.

—Pues no me verás, Clive. Estás haciendo el idiota. Te previne, pero parece que no lo tomaste en cuenta. Por eso no volveremos a vernos.

—No seas tan concluyente, Eva —dije, procurando que la febril desesperación de mi voz no me delatara—. ¿Quieres verme mañana? Quiero conversar de esto contigo.

—No, Clive, no quiero hablar más contigo. No quiero que me llames. Y, si lo haces, te colgaré. Tienes que terminar con estas tonterías. Has contado demasiado conmigo. Me has hecho perder mucho tiempo y eso es algo que no me gusta.

—Escucha, Eva, te pido perdón por haberme ido así. Te explicaré todo si me dejas. No quise ofenderte. Simplemente no podía dormir, estaba inquieto y no quise molestarte. Tenemos que volver a vernos. No podemos separarnos así… es demasiado importante. Eva, por favor, no me trates así…

—Estoy cansada y no pienso seguir hablando. No quiero volver a verte más. Adiós… —hubo una pausa, después repitió—: Adiós, Clive… —y cortó.

—Eva… —empecé a decir, y después permanecí muy quieto mirando el teléfono. Estaba enfermo de frustración. La historia no podía terminar de este modo. Dios mío, pensé, ¿qué clase de rata seré para que una prostituta me devuelva el dinero y no quiera verme más? Nunca me había sentido tan mal, tan profundamente humillado. Coloqué el receptor con mano temblorosa. Tenía que verla. Eva no podía hacerme esto. Había perdido la confianza en mí mismo y era presa de negra desesperación.

—¿Quién era, Clive? —preguntó Carol desde el dormitorio.

—Nadie… un tipo que conozco… —contesté, con voz ronca e incierta.

—¿Qué has dicho? —Carol apareció en la puerta y atravesó la sala, con su vaporoso camisón—. ¿Quién era?

Me acerqué al armario y me preparé una copa. No osé dejar que Carol viera mi cara.

—Un tipo que conozco. Creo que estaba borracho.

—Oh… —hubo una larga pausa. No me volví: bebí el whisky rápidamente.

—¿Quieres un trago? —pregunté, mientras buscaba un cigarrillo.

—No, gracias.

Encendí el cigarrillo y me volví. Nos miramos. Los ojos de Carol estaban cargados de interrogantes.

—Vamos —dije, forzando una sonrisa—. Es hora de ir a la cama. Estoy cansado.

—¿Qué quería ese hombre? —preguntó ella bruscamente.

La miré, frunciendo el entrecejo.

—¿Quién quería qué?

—Ese amigo… el que telefoneó.

—Estaba borracho. ¡Sabe Dios lo que quería! Lo mandé a la mierda… Perdón…

Sostuve su mirada, después aplasté el cigarrillo y me acerqué.

—Perdón por ser grosero. Pero me da rabia que un borracho venga de este modo a interrumpirnos.

Otra vez ella me miró de manera inquisitiva, pero yo aparté la vista y me quité la bata. Me metí en la cama junto a ella y apagué la luz.

Carol se acercó, puso la cabeza sobre mi hombro. La rodeé con mi brazo y permanecimos largo rato en la oscuridad, sin decir nada. Mentalmente me repetía: eres un imbécil, un imbécil. Estás rechazando la felicidad. Eres loco. Hace cinco días que estás casado y ya la estás engañando. La mujer que tienes entre los brazos, te ama. ¿Crees que Eva va a hacer algo por ti? Nada. Sabes muy bien que nunca hará nada por ti. Lo sabes.

—¿Pasa algo, Clive? —preguntó Carol.

—¿Qué quieres que pase?

—¿Seguro que no pasa nada?

—Seguro.

—¿Estás preocupado por algo? Si algo anda mal, dímelo, Clive. Quiero compartir las cosas contigo.

—No pasa nada, querida, de verdad. Estoy cansado y ese tipo me fastidió… duerme. Mañana estaré bien.

—Bueno —su voz sonó desconfiada y perturbada—. Quiero que me digas si alguna vez algo anda mal…

—Así lo haré…

—¿Me lo prometes?

—Te lo prometo.

Ella suspiró y se aferró a mí un momento.

—Te quiero, Clive. No vas a dejar que nada estropee nuestro amor, ¿verdad?

—Claro que no —dije, sintiéndome como un cerdo. Mentí: deliberadamente porque quería conservar las dos mujeres. Pero la cosa no podía ser… no podía ser—. Ahora deja de hablar pavadas y duerme. Te quiero. Todo está perfecto y no hay motivo para preocuparse.

Carol me besó y después hubo un silencio. Al fin comprendí, por su respiración, que dormía.

Los dos días siguientes pasaron con lentitud. Seguíamos yendo al lago. Nadábamos, charlábamos, oíamos el fonógrafo leíamos libros. Pero ambos sabíamos que algo faltaba, algo no andaba perfectamente bien; ninguno de los dos dijo nada. Yo, naturalmente, sabía qué era. No creo que Carol lo hubiera adivinado. Estoy seguro, pero estaba perturbada; a veces la descubría mirándome, con ojos intrigados, heridos.

Ahora que yo había dejado caer las barreras, Eva había entrado a la casa. Mientras yo leía su cara aparecía de pronto en la página del libro. Si escuchaba el fonógrafo, en lugar de música, oía su voz diciendo: «No quiero tu dinero de mierda», una y otra vez. Me despertaba en medio de la noche creyendo que la tenía entre mis brazos; percibía después, con una violenta sacudida en el corazón, que era Carol y no a Eva a quien abrazaba.

Empecé a desearla como ansía un aficionado a las drogas el «pinchazo» en el brazo. Empecé a contar las horas que faltaban para que Carol tomara su coche y se dirigiera al estudio, y, sin embargo, yo seguía amando a Carol. Era como si dos personas vivieran en mi cuerpo, una clamando por la fría indiferencia de Eva, la otra satisfecha con el amor que Carol le daba. Yo no tenía el control de esas dos personas.

Era sábado por la tarde y ambos estábamos sentados en el bote. Carol tenía una malla roja y estaba muy bonita, con su piel dorada y su pelo oscuro.

—Sería maravilloso poder ser siempre felices de este modo, ¿verdad, Clive? —preguntó.

Remé unos momentos antes de contestar:

—Siempre seremos felices, querida.

—No sé. A veces temo que suceda algo y que todo esto se eche a perder.

—Tonterías —sostuve los remos contra el pecho y contemplé la gran extensión de agua azul—. ¿Qué puede pasar?

Ella guardó silencio un momento, después dijo:

—No debemos ser nunca como esas parejas que conocemos, que se engañan y se mienten mutuamente.

—No te preocupes —dije, preguntándome si había adivinado lo que pasaba por mi mente—. Nunca seremos así.

Ella permaneció quieta unos momentos, jugando con los dedos en el agua.

—Si te cansas de mí, Clive, y deseas a otra, me lo dirás, ¿verdad? Lo soportaría mejor si me lo dijeras que si me engañaras…

—¿Qué cosas se te han metido en la cabeza? —pregunté, inclinándome hacia ella y mirándola fijamente—. ¿Por qué dices esas cosas?

Ella me miró y sonrió.

—Simplemente quiero que lo sepas. Si alguna vez me mientes, Clive, me iré y nunca más me verás.

Procuré convertir la cosa en una broma.

—Espléndido —dije—, ahora ya sé cómo hacer para librarme de ti.

Ella asintió.

—Sí: ahora ya sabes cómo librarte de mí.

Cuando regresamos a Three Point había estacionado en el camino un gran Packard negro. Frené y miré el coche.

—¿Quién puede ser? —pregunté.

Carol espió por encima de mí.

—Vamos a ver… ¡Qué fastidio que venga a vernos alguien cuando sólo nos queda un día más!

Conduje el coche hasta la entrada de la cabaña. Un hombre bajo, moreno y gordo estaba sentado en la veranda con un gran vaso de whisky sobre la mesa. Saludó a Carol con la mano y se puso de pie.

—¿Quién es? —pregunté a Carol en un murmullo.

Ella me apretó el brazo.

—Berstein —contestó—. Sam Berstein, de la International Pictures. Me pregunto qué ha venido a buscar…

Descendimos juntos y Berstein palmeó cariñosamente a Carol en el hombro antes de volverse hacia mí.

—¿Así que usted es Thurston? —dijo él, tendiéndome una mano blanda, gorda—. Pues me alegro y estoy muy feliz de conocerlo, Thurston. Contento y feliz… y esto es algo que no suelo decir a los escritores, ¿no es así, preciosa?

Carol lo miró, con ojos chispeantes.

—De verdad es algo que no sueles decir, Sam —contestó—. Por lo menos, a mí no me lo has dicho nunca…

—¡Y ustedes están en luna de miel! ¡Qué romántico…! ¿Son felices…? ¿Ambos…? Espléndido. Ya me doy cuenta. Caramba, caramba, a Carol le sienta la luna de miel… ¿Sabe, Thurston? Conozco a esta muchachita desde que llegó a Hollywood. Sabe escribir. Claro que sabe escribir, pero tenía algo congelado dentro. «Carol, preciosa», le he dicho una y otra vez, «lo que necesitas es un hombre. Un hombre, grande, fuerte, y entonces escribirás de verdad»… Pero ella no me hacía caso… —me tiró de la manga y murmuró—: Lo malo es que para ella, yo no era bastante importante… —rió, palmeando el hombro de Carol y rodeándola con el brazo—. Ahora Carol va a hacer grandes cosas.

Todo eso era muy lindo, pero deseaba saber qué había venido a buscar Berstein. Evidentemente no había hecho todo el recorrido desde Hollywood para decir que se sentía contento y feliz al verme y que Carol necesitaba un hombre grande y fuerte.

—Sentémonos —dijo Berstein, yendo hacia la mesa—. Tomemos todos una copa. He venido a hablar con tu inteligente marido, Carol. Tengo cosas muy graves que decirle, por eso me he atrevido a interrumpir esta luna de miel. Ya me conoces, ¿verdad, linda…? Soy romántico… enamorado… no estropeo una luna de miel a menos que se trate de algo importante…

—Vamos, Sam —dijo Carol, con los ojos chispeantes de excitación—. ¿De qué quieres hablar?

Berstein se pasó la mano sobre la gorda cara y casi dejó ñata su naricita picuda.

—He leído su obra, Thurston —dijo—. Me parece muy buena.

Una helada cosquilla me corrió por la espina dorsal.

—¿Se refiere usted a Seguro de lluvia? —pregunté mirándolo fijamente—. Bueno, claro que es muy buena…

Él resplandeció.

—¡Caramba, será una gran película! Quería hablar con usted de eso. Usted y yo, nosotros, vamos a convertir esa obra en una película…

Lancé una rápida mirada a Carol. Ella me tomó la mano y me la apretó.

—Te lo dije, Clive… te dije que a Sam iba a gustarle… —dijo ella, sin aliento.

Miré a Berstein.

—¿Habla usted en serio?

Él agitó las manos.

—¿Que si hablo en serio? ¿Para qué iba a hacer todo este camino si no hablara en serio? Claro que hablo en serio. Un momento… hay un detalle. No es nada… pero es algo…

—¿Así que hay una trampita? —dije, mientras la excitación moría en mí—. ¿De qué se trata?

—Usted dirá… —se inclinó hacia adelante—. ¿Qué tiene Gold contra usted? Explíqueme. Si puedo arreglar el asunto, haremos la película. Firmaremos un contrato. Todo estará en orden. Pero, primero, tengo que reconciliarlo con Gold…

—Hay pocas posibilidades —dije, amargamente—. Me odia a muerte. Está enamorado de Carol. ¿Comprende ahora lo que tiene contra mí?

Berstein me miró, después miró a Carol y estalló en carcajadas.

—Es muy gracioso —dijo, cuando se recobró lo suficiente como para hablar—. ¡No tenía ni idea! Yo también los odiaría a los dos, si estuviera en lugar de él… —Bebió la mitad del vaso y levantó un dedo corto, gordo—. Hay una manera. No demasiado buena, pero finalmente… —se encogió de hombros— todo se arreglará. Escriba el plan y yo lo llevaré a Gold y le diré que quiero hacer el filme. Gold hará lo que yo quiera, pero primero necesito el plan…

—Primero yo quiero el contrato.

Él frunció el entrecejo.

—No. Gold es quien hace los contratos. No puedo prometerle eso. Pero le conseguiré un contrato en cuanto haya hecho el plan. Se lo prometo —me tendió la mano.

Miré a Carol.

—Está bien, Clive. Sam siempre se sale con la suya. Si te promete un contrato, lo conseguirá.

Di la mano a Berstein.

—Perfecto —dije—. Le haré un plan y usted se lo venderá a Gold. ¿De acuerdo?

—De acuerdo —dijo él—. Ahora tengo que irme. Ya he robado demasiados minutos de esta luna de miel. Trabajaremos juntos. Su obra es muy buena, Thurston. Me gusta su espíritu. Me gusta la forma en que usted se expresa. Me gusta su drama. Es bueno. Usted hará un buen plan. Venga a verme al estudio el lunes, a las diez. Carol le enseñará el camino. Entonces nos pondremos a trabajar.

Cuando Berstein se fue, Carol se arrojó en mis brazos.

—¡Oh, estoy tan contenta! —dijo—. ¡Berstein hará una película maravillosa contigo! Ustedes dos, trabajando juntos, serán un equipo formidable. ¿No es extraordinario? ¿No estás excitado?

Yo estaba asustado y alarmado. La voz de Berstein resonaba en mis oídos: «Me gusta su espíritu. La forma en que usted se expresa. Me gusta su drama. Es bueno. Hará usted un buen plan»… Pero él no hablaba de mí. Hablaba de John Coulson. Comprendí que yo no podía escribir el plan.

Carol se apartó de mí y me miró con ojos perturbados.

—¿Qué pasa, querido? —preguntó, sacudiéndome un poco—. ¿Por qué tienes esa cara? ¿No estás contento?

Le di la espalda.

—Claro que estoy contento —dije, ocupando el sillón y encendiendo un cigarrillo—. Pero veamos bien las cosas, Carol. Yo no entiendo mucho de guiones. Preferiría vender la pieza y que Berstein consiguiera otra persona para hacer la adaptación. Yo… yo no creo…

—Tonterías —dijo ella, sentándose a mi lado y tomándome la mano—. Claro que puedes hacerlo. Yo te ayudaré. Hagámoslo enseguida. Empecemos en este mismo momento.

Salió corriendo para la biblioteca antes que yo pudiera detenerla, y la oí gritar a Russell que preparara unos sándwiches para la cena.

—El señor Clive va a convertir su obra teatral en una película, Russell —le oí decir—. ¿No es maravilloso? Empezaremos enseguida…

Regresó con una copia del manuscrito, nos sentamos y empezamos a revisarlo. En una hora o algo más, Carol había ideado el primer plan en bruto. Yo no hice más que asentir, porque la mente de ella era muy rápida, su experiencia muy segura, y comprendí que cualquier sugerencia que yo pudiera hacer resultaría inútil.

Hicimos una pausa para comer unos sándwiches de pollo, tomar una bebida helada, y Carol dijo:

—Tienes que hacer el guión, Clive. Es muy importante que seas tú quien lo haga. Con tu don para el diálogo… tienes que hacerla.

—Oh, no —protesté, levantándome y paseando por el cuarto—. No puedo. No sé cómo hacerla… No, es absurdo…

—Escucha… —Carol me tomó la mano—. Claro que puedes. Escucha este diálogo… —y empezó a leer la pieza.

Dejé de dar vueltas de arriba abajo, atraído por la fuerza de las palabras. Eran palabras que yo jamás hubiera podido escribir. Palabras que poseían belleza, ritmo, dramatismo. Mientras escuchaba las palabras parecían arder en mi cerebro, hasta que comprendí que debía arrebatarle la pieza si no quería volverme loco.

¡Qué imbécil había sido al suponer que podía meterme en los zapatos de Coulson! Pensé en lo que Gold había dicho: «Es, para decir lo mínimo, un relámpago de suerte, más extraordinario quizá porque su primera obra era excelente. Siempre me he preguntado cómo logró usted escribir esa obra».

Aquello era peligroso. Si me equivocaba, podían descubrirme. Ya Gold sospechaba algo. De no ser así, ¿por qué había dicho aquello? Si yo intentaba hacer el guión, de inmediato iban a darse cuenta de que jamás había escrito la obra. ¡Y Dios sabe lo que iba a suceder si me descubrían!

—¿No me oyes, querido? —preguntó Carol, mirándome.

—No trabajemos más esta noche —dije, llenando mi vaso—. Por hoy hemos hecho bastante. El lunes hablaré con Berstein. Tal vez a él se le ocurra alguien para hacer el guión…

Ella me miró intrigada.

—Pero, querido…

Le saqué la obra de las manos.

—Basta por hoy —dije con firmeza y me dirigí a la veranda, porque ya no podía soportar la mirada de Carol.

La luna estaba alta en el cielo. Podía ver el lago, el valle y las colinas. Pero, en aquel momento, no significaban nada para mí. Mi atención se concentraba en un hombre sentado en el banco de madera en el extremo del jardín. No pude ver sus facciones. Estaba demasiado lejos para eso, pero había algo extrañamente familiar en la manera de sentarse y en la postura, con los hombros agobiados y las manos juntas entre las rodillas.

Carol salió y se unió a mí.

—¿Verdad que es un paisaje precioso? —dijo, pasando su brazo sobre el mío.

—¿No ves…? —pregunté, señalando el hombre sentado en el asiento del jardín—. ¿Quién es ese hombre? ¿Qué está haciendo aquí?

Ella miró.

—¿Qué quieres decir, Clive? ¿De qué hombre hablas?

Una helada oleada de sangre me corrió por la espina dorsal.

—¿Acaso no hay un hombre en el asiento del jardín, allí, a la luz de la luna?

Ella se volvió rápida hacia mí.

—Allí no hay nadie, querido.

Miré de nuevo. Carol tenía razón: allí no había nadie.

—Es curioso —dije, estremecido de pronto—, debe de haber sido una sombra… parecía un hombre…

—Estás viendo visiones —dijo ella, con voz turbada—. Realmente, ahí no había nadie.

La estreché contra mí.

—Entremos —dije, volviendo a la sala—. Hace frío afuera.

Esa noche tardé mucho rato en quedarme dormido.

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