Eva

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13. Entre perro y lobo

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13. Entre perro y lobo

Pasó Falcó la noche en casa de Moira Nikolaos, pues no se fiaba del hotel: lo mismo podían caerle encima los rojos que la policía internacional. Aun así, en la habitación que ella le cedió, dejándolo a solas y tranquilo tras desinfectarle la herida de la muñeca con tintura de yodo, estuvo más tiempo despierto que dormido. Fumó un cigarrillo tras otro, con la pistola y el maletín al alcance de la mano, y la compañía de la botella de coñac que el capitán Quirós y el comandante Navia habían dejado intacta al entrevistarse allí dos días atrás.

La luz color ceniza del amanecer iluminó su rostro asomado a una ventana, fatigado y sin afeitar, mirando la extensión gris del mar tras la que se perfilaba poco a poco la línea oscura de la costa española. No era esa la hora que le traía los recuerdos más agradables: muelles sombríos, estaciones de ferrocarril, martilleo de ruedas de tren en andenes brumosos, carreteras bajo la lluvia, fronteras cruzadas a pie sobre la nieve, culatas de fusiles golpeando el suelo mientras los aduaneros revisaban pasaportes falsos. Momentos de incertidumbre y de peligro, a menudo. Incluso de miedo.

Y todo lo empeora el fracaso, concluyó.

Pensaba en el Almirante. Y al hacerlo, el nuevo día se tornaba aún más sombrío y más gris.

Por fin, cuando los primeros rayos de sol empezaron a dorar la línea de tierra lejana, Falcó se apartó de la ventana y fue al cuarto de baño de los invitados. La dueña de la casa conservaba allí los objetos de aseo de su difunto marido, así que pudo lavarse y afeitar la mandíbula cuadrada donde le azuleaba la barba. Se peinó hacia atrás el reluciente pelo negro y contempló los cercos de fatiga que oscurecían su rostro bajo los párpados. Ninguna mujer lo habría llamado guapo esta mañana, pensó. Había tenido amaneceres mejores que ese. Después cambió el vendaje de la muñeca izquierda, se puso la camisa del día anterior y se anudó la corbata. Un momento más tarde estaba listo para irse.

Cuando salió al pasillo, un olor a café recién hecho lo condujo hasta el salón donde Moira desayunaba. Estaba sin maquillar, sentada ante una mesa bien provista. Un turbante blanco le recogía el cabello, y bajo el kimono asomaban sus piernas desnudas y bronceadas. Sin decir una palabra, Falcó fue a sentarse frente a ella y se sirvió un vaso de leche tibia.

—¿Qué vas a hacer ahora? —preguntó la mujer.

Tardó un momento en responder a eso, mientras sacaba el tubo de cafiaspirinas del bolsillo. Realmente no disponía de una respuesta clara.

—No lo sé —se metió un comprimido en la boca, masticando el sabor amargo, y lo tragó con un sorbo de leche—. La misión ha sido un fracaso.

—¿Completo?

Falcó mordió una tostada.

—Casi.

Moira miraba el maletín que él volvía a llevar sujeto con los grilletes a la muñeca vendada.

—¿Hay algo que puedas contarme?

—No mucho —bebió otro sorbo de leche—. Solo que juzgué mal al hombre inadecuado.

—¿Te refieres a ese marino barbudo que utilizó la escalera de la playa?

—Entre otros… Sí.

—Vaya. Lo siento.

—Con él me pasé de listo.

Moira lo observaba, interesada, por encima del borde de su taza de café.

—Siempre hay alguien más listo que uno —dijo tras un instante.

—Siempre.

—Sobrevivirás… Tú sueles hacerlo.

—Supongo que sí.

—¿Necesitas que te devuelva el dinero que me diste?

—No digas bobadas.

Ella dejó la taza y con su única mano le pasó un sobre cerrado.

—Ese hombrecillo horrible con el que viniste anoche volvió hace un rato… Dejó esto para ti.

Falcó rasgó la solapa del sobre con un cuchillo. El mensaje era breve, escrito con la letra inglesa, clara y casi femenina de Paquito Araña:

Novedades interesantes. Te espero en mi pensión. No te retrases.

Moira miraba el rostro de Falcó. Cuando este se metió el papel en el bolsillo, ella sonrió un poco.

—Conozco esa expresión, querido.

Ahora le llegó a él el turno de sonreír. Lo hacía por primera vez aquella mañana.

—¿Y qué te dice ahora mi expresión?

—Que en realidad el éxito o el fracaso te dan igual. Siempre te lo dieron… Lo que de verdad te importa es que nunca falte un sobre por abrir.

—Adelante —dijo Paquito Araña—. La puerta está abierta.

El alojamiento del pistolero respondía al muy español nombre de pensión Carmencita y estaba en la rue de la Tannerie, cerca del túnel que comunicaba el puerto con la medina, próximo al hotel de Falcó. Cuando este cerró la puerta a su espalda, Araña estaba en el cuarto, sentado sobre la cama junto a una lata abierta de galletas Crawford. Había sustituido la chaqueta por un batín color burdeos con botones de nácar y cuello de seda. A su lado, sobre la colcha, destacaba el acero pavonado de la Astra del 9 largo. Se estaba barnizando las uñas.

—Rexach —dijo apenas entró Falcó.

—¿Qué pasa con él?

Delicadamente, Araña puso el frasco de barniz junto a la pistola.

—Tiene cositas.

Intrigado, Falcó se apoyó en la ventana. Estaba abierta y por ella se veía la muralla que se alzaba enfrente, un trozo de cielo y una pequeña parte del puerto. Araña observó su muñeca izquierda, libre del maletín.

—¿Qué has hecho con el dinero?

—Antes de venir a verte se lo he devuelto a Seruya, el banquero. No es cosa de seguir paseándolo por Tánger.

—Prudente medida.

—¿Qué hay de Rexach?

Alzó Araña índice y corazón de una mano.

—El gordo juega a dos barajas.

—A más de dos, imagino. Es su trabajo.

—Ya, cielo. Pero en lo que a nosotros se refiere, el asunto huele raro.

Falcó, que había sacado la pitillera, se detuvo, intrigado.

—¿Cómo de raro?

—Rarísimo.

—Detalla.

Y Araña lo hizo. Después de lo de Juan Trejo —ciertos episodios unían mucho, matizó— había mantenido el contacto con Kassem, el colaborador moro: una relación aceitada con dinero suficiente para asegurar su lealtad temporal mientras se resolvían los asuntos en curso. Kassem era un tipo despierto y capaz, así que Araña le había encomendado misiones de vigilancia para asegurarse la retaguardia. También le había preguntado muchas cosas, obteniendo ciertas respuestas.

—¿Sabías que Rexach tiene buena relación con el responsable del SIM rojo en Tánger?

Asintió Falcó. Un médico llamado Istúriz, dijo. El propio Rexach se lo había contado. Se pasaban asuntos en plan vive y deja vivir. Se llevaban bien.

—Demasiado bien, me parece —opinó Araña.

Falcó le dirigió una mirada alerta mientras encendía un cigarrillo.

—¿A qué te refieres?

—Kassem me estuvo contando cosas interesantes sobre el vive y deja vivir de esos dos. Así que ayer, mientras tú y yo preparábamos el asunto del capitán Quirós, le dije que no quitara ojo al gordo.

Dejó Falcó salir el humo entre los dientes. Muy despacio.

—Podías habérmelo dicho.

—No quería preocuparte más. Pero tenía curiosidad… ¿Recuerdas que Rexach dijo que deseaba mantenerse fuera de toda la operación, para no quemarse? ¿Que iba a quedarse todo el día y la noche encerrado en su casa, esperando noticias?

—Perfectamente.

Sonreía el pistolero, mefistofélico. Sacó una galleta de la lata, cuidando no estropearse el barnizado fresco de las uñas, y volvió a sonreír.

—Pues no lo hizo, chico. Para nada. Al contrario, estuvo sorprendentemente activo. Salió a la calle y se vio dos veces con el tal Istúriz.

—¿Estás seguro?

—Kassem lo está —tras mordisquear la galleta, Araña se pasó la lengua por los labios—. Y yo me fío de ese barbián, por ahora… Le pago lo suficiente para fiarme.

Falcó imaginó brevemente pagos y compensaciones. Aquel no era asunto suyo, de todas formas. Sí lo era, en cambio, la información obtenida. Araña no era de los que se dejaban embaucar con facilidad, ni por un moro vigoroso ni por la madre que lo parió.

—Pudo ver a Istúriz para hablar de otras cosas —aventuró.

—Claro. Y también para hablar de lo nuestro. Para cambiar cromos.

—Eso no lo vincula forzosamente con lo de anoche… Mi impresión es que a Istúriz lo dejaron un poco de lado en todo esto.

Parpadearon los ojos de rana del pistolero.

—¿Te refieres a tu putita comunista y al otro?

—Sí.

Araña lo pensó un momento.

—¿Crees que la rusa y el yanqui estaban anoche con la gente de Quirós, cuando te cayeron encima?

—No tengo ni idea. Puede ser.

—Quien disparó no lo hacía nada mal.

Hizo Falcó un ademán indiferente.

—Pudo ser el americano.

—Claro… O ella.

Con aire pensativo, Araña se puso en pie, cogió la pistola y la metió en una funda que colgaba del perchero. Luego fue hasta la ventana, junto a Falcó, y se empinó un poco sobre las puntas de los pies para mirar mejor hacia el puerto.

—He hecho averiguaciones —dijo—. El comandante Navia volvió al destructor nacional sin problemas. La cosa no iba con él.

—¿Y qué hay de la policía?

—Cuando llegaron los gendarmes, ya se habían largado todos.

Permanecieron callados, mirándose ahora. Se conocían bien y pensaban lo mismo.

—Es posible que Rexach sepa algo —admitió Falcó—. O que al menos pastelee con Istúriz por su cuenta, y haya informaciones que circulen de esa parte.

Araña se mostró de acuerdo.

—Pues claro —dijo—. Después de todo, cuando tú y yo nos vayamos, Rexach seguirá aquí. Y esta guerra puede ganarse o puede perderse. Él tiene que cuidar el paisaje y al paisanaje.

Siguió otro corto silencio.

—¿Crees que estaba metido en la faena? —inquirió Falcó tras un momento—. ¿Que sabía lo de la trampa que me iban a tender anoche?

No era una pregunta, sino una reflexión en voz alta. Con las manos en los bolsillos del batín, el pistolero sonrió, cruel.

—Yo no creo nada. Pero podríamos preguntárselo.

Falcó seguía reflexionando, entornados los párpados por el humo del cigarrillo que sostenía entre los labios. Acababa de ocurrírsele una idea.

—Incluso —dijo— podemos hacer más que preguntar.

Tras observar durante un rato las ventanas de la oficina de Antón Rexach, Falcó dejó atrás la fachada del hotel Minzah y cruzó la rue du Statut. Por el rabillo del ojo vio venir por la acera a Paquito Araña con aire de transeúnte casual, pero cuando se metió en el zaguán oyó detrás sus pasos cortos y rápidos. Subieron juntos por la escalera, sin despegar los labios. Todo estaba hablado ya.

Los ojos gelatinosos de Rexach los estudiaron un momento, desconcertados, al abrir la puerta. Verlos juntos, en su oficina y a esa hora, contravenía las normas de seguridad. Tras un instante, se apartó para dejarlos entrar. Tenía un habano humeando entre los dedos.

—Un desastre lo de ayer, tengo entendido —dijo con pesar.

—Sí.

Miró a Araña con algún recelo y se dirigió a Falcó.

—Esperaba que me contara hoy los detalles, pero no los esperaba a los dos aquí.

—Hay cierta urgencia.

—Ah.

El despacho seguía oliendo a colillas de cigarro rancias, cual si su propietario no hubiese abierto las ventanas desde la última vez. Falcó miró la foto aérea de Tánger, el calendario de la Trasmediterránea y el reloj de cuco, y fue a sentarse en la silla que le ofrecía Rexach. Araña permaneció en pie, apoyado en la puerta.

—¿Qué pasó exactamente anoche?… ¿Le tendieron una trampa?

—¿Cómo se ha enterado?

Después de una leve vacilación, dirigiendo otra mirada de extrañeza a Araña, Rexach fue a sentarse tras la mesa. Estaba en tirantes y mangas de camisa. La papada le desbordaba el cuello duro y tapaba medio nudo de su corbata.

—La gendarmería. Tengo mis contactos, como le dije. De cualquier manera, lo sabe ya toda la ciudad.

—¿Y qué es lo que sabe?

—Que anoche hubo un tiroteo cerca del Zoco Chico entre agentes republicanos y nacionales.

—¿Lo relacionan con el Mount Castle?

—Oficialmente no, que yo sepa. Tampoco los rojos han aireado el asunto. No les interesa complicar más las cosas.

—El capitán Quirós ha estado jugando con nosotros —expuso Falcó—. Conmigo, para ser exacto… Nunca tuvo intención de entregar su barco.

Rexach preguntó cómo había ocurrido todo y Falcó se lo contó. Desde la cita en la tienda de alfombras hasta el tiroteo y la fuga.

—Podía haber sido peor —opinó Rexach—. Si hubieran denunciado a la policía internacional un intento de soborno, ahora estarían detenidos usted y el comandante Navia. Pero prefirieron ajustar cuentas en privado.

—Y quitarme el dinero.

—También, claro.

—¿Qué sabe de Navia?

—Oh, no lo molestaron demasiado… Tampoco es cosa de maltratar al comandante de un buque de guerra, aunque sea enemigo, en un puerto neutral como Tánger. Quirós lo trató con mucha consideración, dentro de lo que cabe. Lo dejó irse con solo unas palabras duras entre ellos… A quien querían era a usted, y su dinero.

—¿Y cómo sabe todo eso?

—Vi al comandante Navia a primera hora. Estaba con nuestro cónsul, intentando acallar lo de anoche… Preguntaron por usted, muy inquietos. Les dije que no tenía noticias, pero que eso eran buenas noticias. Que pudo escapar y que estaría escondido en alguna parte.

Tras decir eso se los quedó mirando, a la espera de algún comentario. Pero ni Falcó ni Araña dijeron nada. Rexach dio una chupada al puro mientras dirigía una ojeada vacilante al pistolero. Impasible, apoyado en la puerta, este se contemplaba las manos.

—Navia necesita verlo —dijo Rexach a Falcó después de un momento—. El plazo para el Mount Castle acaba mañana a las ocho, y él soltará amarras antes, para esperarlo afuera.

—¿Qué novedades hay del barco?

Rexach hizo un ademán ambiguo.

—Ninguna en especial… Ahora iba a ir al puerto, a echar un vistazo. He sabido que hoy cargan carbón y los últimos suministros.

—¿Van a salir al mar? ¿Intentarán forzar el bloqueo?

—Eso parece. Se prevé niebla en el Estrecho, y pueden aprovecharla. Quirós es hombre tozudo, y el Gobierno republicano ha ordenado evitar el internamiento en Tánger… No le queda sino cumplir.

—¿Y qué hay de los agentes comunistas? ¿La rusa y el otro?

—De esos no sé nada.

Tras decir aquello se quedó mirando a Falcó con mucha atención, como si intentara descifrar su expresión y su silencio. Este siguió callado un poco más, deliberadamente. Preparaba la siguiente fase del asunto.

—Háblenos de su amigo Istúriz —sugirió al fin.

Parpadeó el otro, sorprendido. La mano que sostenía el habano estaba inmóvil en el aire.

—No es mi amigo. Es…

—Sé muy bien quién es —Falcó lo interrumpió con equívoca suavidad—. Cuénteme de qué charlaron ayer. De qué han hablado estos últimos días.

—Eso es ridículo. Yo…

Se calló de pronto cuando Falcó se puso en pie y fue a sentarse muy cerca de él, en el borde de la mesa. La ceniza del puro le había caído a Rexach sobre la barriga.

—Mire, Rexach, yo soy un hombre comprensivo —señaló a Paquito Araña—. Y mi compañero también puede serlo, si está de buenas… Podemos entender que usted asegure su posición en Tánger. Cada cual se organiza como puede. Pero hay cosas en su manera de organizarse que nos afectan, o que me afectan a mí.

Palideciendo, Rexach se había echado un poco hacia atrás en su silla. Parpadeó de nuevo. Tres veces. Era obvio que en su vida había tenido momentos más felices que ese.

—No sé a qué se refiere.

—Me refiero a que se ha ido de la lengua. Y sospecho que demasiado.

El otro abrió mucho los ojos.

—Eso es absurdo. Nunca…

Plaf. La bofetada restalló con sonido seco, haciéndole volver con violencia la cara a un lado. El habano escapó de entre sus dedos y fue a parar al suelo. Y cuando alzó hacia Falcó los ojos aterrados, este lo abofeteó de nuevo. Plaf, volvió a sonar. Luego pasó al tuteo.

—Escucha, imbécil… A mi operador de radio, cuya existencia y domicilio solo conocíamos tú y yo, lo secuestraron, torturaron y asesinaron. Y al poco rato, en el piso franco del bulevar Pasteur, me tendieron una emboscada en la que casi pierdo el pellejo. Por no hablar de lo de anoche.

Azorado, rojas ambas mejillas, Rexach miró un cajón de su escritorio. Falcó le dirigió una mueca carnicera mientras se levantaba el faldón de la chaqueta para mostrar la Browning.

—Si tocas ese cajón —susurró con voz helada—, te mato.

Vio al otro encogerse como una almeja viva que recibiese un chorro de limón.

—Con lo de anoche no tengo nada que ver —balbució—. Se lo juro.

—Eso puedo creerlo, más o menos. Háblame de lo que no me creo.

Siguió una pausa, en la que los ojos de Falcó encontraron brevemente la mirada divertida de Araña. El tuteo hacía aún más efecto que la bofetada, sabían ambos. El tono. La forma de mirar, acercando el rostro al del hombre sentado y humillado.

—Istúriz y yo hablamos de vez en cuando —dijo débilmente Rexach.

—Cuéntame algo que no sepa.

El otro hundió la cabeza y miró el cigarro que humeaba en el suelo, quemando el linóleo.

—Es posible que se me hayan escapado algunas confidencias… Y también a él. Hay informaciones de los rojos que nos han sido útiles.

—No me cabe duda. Sigue.

—Puede que yo cometiera algún error. Pero esto es Tánger.

La mueca de Falcó era cualquier cosa menos simpática.

—Te comprendo. ¿Qué más?

—Nada más —a Rexach le temblaba ligeramente la papada—. Comentarios, pequeñas informaciones… Eso es todo.

—Que él transmitió a los agentes comunistas y le costaron la vida a Villarrubia.

Se agitó el otro con un sobresalto.

—Yo no podía saberlo —protestó—. Y tampoco Istúriz fue responsable de eso. Se limitaría a contarlo. No es de los que se complican la vida.

—A ti te gusta el dinero.

—Como a todos. Pero este no es el caso.

—¿Cuánto te pagó tu compadre rojo?

—No me paga nada… Tampoco yo a él. Lo juro.

—Juras demasiado.

Resonó otra bofetada, y Rexach soltó un gemido de angustia. Sus ojos húmedos giraban en las órbitas como los de un animal acorralado. Intercambió Falcó otra mirada con Araña. Dice la verdad, apuntaba el silencio del pistolero, y él estuvo de acuerdo. Se levantó de la mesa, fue hasta la ventana y miró la calle mientras encendía un cigarrillo.

—Si todo esto se conoce en Salamanca, estás muerto… Lo sabes, ¿no?

Rexach guardó silencio. Apoyaba las manos gordezuelas en la mesa, abatida la cabeza. Las mejillas parecían arderle, aunque tenía la frente pálida y la cara se le había cubierto de sudor.

—Es más —añadió Falcó—. Nada nos impide encargarnos nosotros mismos del asunto. Tengo libertad operativa para eso.

El otro alzó la cabeza. El miedo parecía darle una súbita energía.

—No lo creo —dijo con relativa firmeza—. Sigo siendo necesario aquí, y más estos días. Ustedes no iban a…

Falcó volvió a acercar su rostro a Rexach.

—Mírame la cara, anda —señaló a Araña con los dedos donde sostenía el cigarrillo—. Y mira la de ese caballero… ¿De verdad no crees que puedes estar muerto de aquí a un rato?

Se intensificó el temblor de la papada del otro. Un cerco de sudor le mojaba el borde de la camisa y el nudo de la corbata. En ese momento, el reloj suizo emitió un pequeño chasquido y el pajarito asomó por la puertecilla e hizo cucú.

—¿Qué quieren de mí?

La voz parecía salir de una caverna. Sonaba lejana y temerosa. Falcó sonrió, siniestro.

—Tu compadre Istúriz.

—¿Qué… pasa con él?

—Que vas a hacerle otra de tus confidencias a ese rojo hijo de puta.

Rexach los miraba boquiabierto.

—¿Qué clase de confidencia?

—La manera fácil de que sus tovariches me atrapen esta noche.

Era entre dos luces: el momento del crepúsculo en que las cosas cercanas parecían alejarse entre las primeras sombras. La hora que los franceses llamaban entre chien et loup. Entre perro y lobo. Cuando, según el Corán, para la oración, apenas podía distinguirse un hilo blanco de uno negro.

Falcó estaba de espaldas contra el pie de la muralla, bajo el fuerte de Dar Baroud, y en la grisura creciente veía al otro lado de la bahía, más allá del puerto, los destellos lejanos del faro de punta Malabata. No había brisa y el aire era húmedo. Parecía anunciarse niebla por el halo que enturbiaba los reflejos del faro y el resplandor de la luna, que ya asomaba en el cielo como un ojo a medias entornado y ambarino.

Aquella luna se asemejaba a una mueca pálida, pensó. Una sonrisa peligrosa.

A unos metros, al final de la cuesta que arrancaba del puerto, el hombre que atendía el quiosco de pinchitos y sardinas, hecho de tablas y chapa de bidones, recogía los enseres a la luz sucia de una lámpara de petróleo, limpiando las mesas forradas de hule grasiento. Era un moro desdentado y viejo, vestido de chilaba, que había mirado a Falcó con indiferencia después de que este negara con la cabeza cuando le ofreció comer algo. Ahora terminaba de recoger, cubría el fogoncillo apagado y se iba al fin, cuesta abajo, en dirección al puerto.

Falcó aplastó bajo la suela del zapato el cigarrillo que había estado fumando, se desabotonó la chaqueta para tener libres los movimientos y se quitó la corbata. Después orinó contra la muralla. Siempre lo hacía antes de entrar en acción, pues no era lo mismo recibir un tiro o un navajazo en el vientre con la vejiga llena. Se ahorraba uno cantidad de infecciones. De cosas así.

Miró alrededor, las manchas oscuras de las buganvillas aferradas a las piedras viejas de la muralla, las chumberas apenas visibles con aquella última luz, los troncos esbeltos de las palmeras cercanas, más negros que el cielo aún azulado. Todo seguía tranquilo, sin viento. De la orilla del mar llegaba un rumor distante de oleaje.

Arriba, entre las formas todavía blancas de las casas situadas sobre la muralla, sonó el ladrido solitario de un perro. Luego solo hubo silencio y el batir lejano del mar.

Falcó plegó un poco los párpados, buscando indicios hostiles en el paisaje. No vio nada, pero supo que unos y otros estaban allí, aguardando el momento. Cumpliendo con las reglas del oficio y de la vida, como era su obligación y su destino. Sacó de la funda la Browning y de un bolsillo de la chaqueta el supresor de sonido alemán, y dio los primeros pasos cuesta arriba mientras atornillaba este con tres vueltas en el cañón. Luego se quitó la chaqueta y la puso doblada sobre el brazo, ocultando el arma. Esta no podía verse demasiado en la creciente penumbra, pero era mejor no correr riesgos. Confiar a quienes acechaban.

A media cuesta quitó con disimulo el seguro de la pistola, manteniendo el índice apartado del gatillo. Aquel peso en las manos, la tensión de los músculos de todo su cuerpo, la atención de los sentidos afinada al extremo, le hacían sentir algo semejante a la felicidad tranquila. Una calma serena, consciente. La impresión de no dejar nada atrás ni aguardar nada al otro extremo del recorrido.

Caminaba solo a través de un mundo vacío.

Transcurrió un minuto de silencio semejante a un minuto de muerte aplazada. Solo sus pasos y el rumor vago del oleaje en la orilla.

El portillo de la escalera que ascendía hasta la casa de Moira Nikolaos quedaba a unos treinta metros, casi al final de la cuesta. Aún podían distinguirse los objetos. Falcó observó de soslayo, con atención, los arbustos y las rocas que quedaban a su derecha, sombras cada vez más confusas entre la muralla y el mar. Seguramente ellos vendrían de aquella parte.

Intentarán cogerme vivo, pensó. O eso espero.

Encendió otro cigarrillo recurriendo a la mano libre. No le apetecía fumar, pero quería mostrarse despreocupado. Se detuvo para hacerlo, dejando que la llama del encendedor le iluminase el rostro en apariencia tranquilo. Luego reanudó el paso.

Para engañar, recordó, era importante no olvidar lo que el adversario sabía. Al menos durante unas horas, para Eva Neretva y el americano Garrison valía más vivo que muerto. Tenía demasiado que contar, si lograban arrancárselo, y nadie en su sano juicio, nadie que no estuviera cegado por la furia o el ansia de venganza, iba a desaprovechar la oportunidad de darle un rato largo de conversación antes de cortarle el cuello o meterle una bala en la cabeza. Esa era su baza principal en aquel crepúsculo. Su póliza de vida. La red que lo animaba a hacer semejante acrobacia, en la esperanza de que cuando soltara el trapecio, si le fallaban las manos, la red seguiría estando allí.

Si se había equivocado, se limitarían a pegarle un tiro. Bang. Fin de la historia y de los problemas. Hora de emprender un largo sueño.

No me hagas daño, había dicho ella. Sonrió vagamente, para sí, antes de olvidar por completo a esa mujer y concentrarse en la otra. La que en ese momento podía quitarle la vida.

Estaba a diez pasos del portillo cuando atacaron.

Y sí. En apariencia, pretendían cogerlo vivo. Nada de disparos que alertasen sobre lo que ocurría y convocaran a curiosos inoportunos. Era un ajuste de cuentas privado.

Tiró el cigarrillo mientras veía destacarse de pronto las figuras sobre el contraluz de la luna y su reflejo en el mar lejano, bultos moviéndose con rapidez y sigilo en la penumbra de grises y azules donde aún podían distinguirse los objetos.

El rastro del día conservaba una vaga claridad agonizante. Contó media docena de enemigos acercándose entre las piedras y los arbustos, y dos segundos después oyó el ruido de sus pasos todavía cautelosos.

Uno de ellos llevaba chilaba y susurró «Ialah», como alentando a los suyos. Al menos ese era moro, pensó Falcó. Dos o tres de ellos lo eran, comprobó. Mano de obra mercenaria y barata, como el otro caribe al que le había tajado la cara en el bulevar Pasteur. Toda esa gente, concluyó, que no sabe que va a morir por veinte pesetas diarias. Y que de pronto, muere.

Dejó caer la chaqueta, levantó la Browning y le pegó un tiro al de la chilaba, casi a bocajarro. La pistola saltó en su mano derecha como el mordisco de un crótalo, escupiendo algo semejante a un buen taponazo de champaña tras agitar mucho la botella. Apenas hubo fogonazo, apagado por el supresor; el casquillo eyectado resonó metálico entre las piedras del suelo, y Falcó vio cómo el moro se desplomaba sin despegar los labios, en la claridad oblicua de la luna. Apuntaba a los otros —quedaban cinco en pie, confirmó— cuando a su espalda, viniendo del portillo, escuchó una sucesión de pasitos cortos y rápidos, y supo que Paquito Araña entraba en acción.

Tampoco Kassem andará muy lejos, o así lo espero. Eso fue lo último que pensó antes de dejar de pensar. Buscaba de modo instintivo, pistola en alto, un segundo blanco: moro, moro, europeo alto, moro, mujer. Sin duda la quinta era una mujer, aunque vestía ropa masculina. Obligándose a apartar los ojos de ella, Falcó eligió al europeo alto, que en realidad no era europeo sino norteamericano y respondía al nombre de Garrison. Antes de apretar el gatillo apuntándole al pecho, observó un doble reflejo de cristal en un rostro que la penumbra hacía más flaco y anguloso que en la escalera del 28 del bulevar Pasteur, y en el que podían apreciarse los cardenales y huellas de la anterior pelea. Esta vez no se había quitado las gafas. Quizá veía mal con poca luz.

En ese instante se interpuso un segundo moro. Falcó tuvo tiempo de ver que este vestía a la europea y le brillaba un cuchillo en las manos, antes de meterle en el vientre el tiro que iba destinado a Garrison. El moro dobló las rodillas y cayó hacia adelante mientras soltaba el cuchillo, estorbando las piernas de Falcó. Y eso permitió al norteamericano arrojarse sobre él. Pese a la cara tumefacta seguía fuerte y en forma, soltando puñetazos como una máquina bien adiestrada, el maldito cabrón. Pero también Falcó estaba en forma. Rodaron sobre las piedras mientras en torno a ellos peleaban los demás.

Nadie disparaba. Solo golpes, cuchilladas y gemidos. Todos se hallaban demasiado ocupados para gastar saliva hablando. Se preguntó Falcó, fugazmente, cómo les estaría yendo a los otros. A los suyos.

A esa distancia, aferrado a Garrison como estaba, la pistola con el supresor de sonido resultaba tan inútil como si fuera de madera. La soltó y agarró por el pelo a su adversario. Gruñía este, debatiéndose mientras intentaba morderle la muñeca. Falcó no estaba dispuesto a dejarse zurrar como la vez anterior, así que reunió fuerzas para un golpe de los que situaban las cosas en su sitio. Las gafas del otro habían desaparecido; y era una lástima, pues habría sido útil llenarle los ojos de cristales rotos. Aun así, intentó lo que pudo. Liberando una mano, hizo sobresalir el nudillo del dedo corazón del puño cerrado y le asestó a Garrison un golpe bestial en un ojo.

Un momento de pelea, había dicho alguna vez el Almirante, descubre más sobre la naturaleza esencial del ser humano que siglos de cultura, educación y paz.

Quizá fuera cierto.

Aulló Garrison, gutural, como si tuviera dentro una sirena de fábrica, y se llevó una mano a la cara. Eso bastó para que Falcó se incorporase a medias sobre él, dándole la vuelta boca abajo, le pusiera una rodilla contra la columna vertebral y, superando el forcejeo y los manotazos que su enemigo daba en el suelo, agarrándole fuerte con las dos manos la mandíbula y la cabeza, hiciera girar esta con violencia a un lado.

Croc, hizo.

Sonó como un chasquido seco y violento, siniestro, igual que si se partiera una rama gruesa. Entonces el americano emitió un breve quejido y se quedó rígido y quieto, como un buen chico. Falcó respiró tres veces para recobrar el aliento y se incorporó sobre el cadáver mirando alrededor. Buscaba la pistola, sin encontrarla.

—Puta roja —oyó decir a Paquito Araña.

Casi todo eran ya sombras; pero el halo de la luna, ambarina e inmóvil como un ojo muerto, se había adueñado del cielo y proporcionaba la claridad suficiente para ver varios cuerpos tendidos en el suelo. Entre ellos, a contraluz, había una silueta menuda, medio incorporada, y una segunda de pie frente a ella.

—Guarra —insistía Araña, no sin estilo.

La segunda silueta, la que estaba de pie, alzó una mano sin decir palabra, brilló en ella un fogonazo, y un estampido —pequeño calibre, tal vez 6,35— lo ensordeció todo. Aquello era un ruidoso punto final a la discreción y al guardar las formas. Paquito Araña cayó hacia atrás, o se tiró. Imposible saberlo. No hubo tiempo para comprobaciones, pues la silueta que había disparado se volvió hacia Falcó, quien sintió en el cogote el aliento frío y familiar de la Parca. La vida tenía momentos ineludibles, resumidos en los actos de vivir y morir; pero a veces lo de morir contenía malentendidos, y el interesado deseaba seguir viviendo. En ese momento concreto, era su caso. Así que, antes de que Eva Neretva apretase otra vez el gatillo, se arrojó contra ella.

Sintió el segundo fogonazo y el estampido del arma cuando esta ya estaba a su costado, bajo el brazo derecho. La bala se perdió en la noche, rozando su camisa con una desagradable sensación de calor y proximidad mientras su cuerpo chocaba con el de la mujer.

Los dos cayeron al suelo.

Había sido un impacto violento contra una constitución musculosa y tensa. Más bien sólida. Ella vestía pantalones de hombre y una canadiense. Espaldas de nadadora, recordó. Aquello nada tenía que ver con la carne desnuda y suave que Falcó recordaba de dos noches atrás, en la habitación 108 del hotel Continental. Ahora se trataba de un cuerpo duro, adiestrado. Dispuesto a pelear.

A matarlo, comprendió en seguida.

El primer golpe lo recibió al incorporarse, dolorido por la caída sobre los guijarros. Una mano y una rodilla las tenía resentidas, así que perdió un par de valiosos segundos en hacer amago de frotárselas mientras se levantaba, aunque no llegó a consumar el movimiento. Una sacudida violenta le azotó la cara como un latigazo, a partir de la sien izquierda, y la penumbra se llenó de locas luminarias. Tuvo tiempo de ver los ojos de la mujer, muy desorbitados y muy brillantes en la claridad pálida de la luna, antes de recibir un segundo golpe. Esta vez fue en la garganta, y llegó con tanta fuerza que, de haberlo alcanzado un poco más a la derecha, le habría hundido la nuez sobre la tráquea. Manoteó ahogándose, en busca de aire.

Me va a liquidar, pensó fugazmente, desconcertado. Me va a liquidar.

Boqueaba con desesperación, igual que un pez fuera del agua. Impotente, o casi. Estaba de rodillas y vio cómo Eva se erguía sobre él, serena y poderosa. Aturdido, se preguntó por qué ella no le pegaba un tiro, y de pronto comprendió que había perdido la pistola en el forcejeo. Tenía las manos desnudas. Y una de aquellas manos, convertida en puño, lo alcanzó por tercera vez, de nuevo en la sien. Se tambaleó Falcó —la falta de aire lo debilitaba mucho—, pero reuniendo fuerzas pudo incorporarse del todo. Entonces, al fin, consiguió colocarle a ella un golpe en la cara que le arrancó un quejido de furia y la hizo retroceder tres pasos, trastabillando.

Me toca a mí, se dijo yéndole encima. Ahora es la mía.

Eso no era del todo exacto. Ella era ya una sombra en el contraluz brumoso de la luna cuando lo recibió con un rodillazo en los testículos que lo frenó en seco. Se dobló sobre el vientre, encogido por el dolor y la sorpresa, intentando todavía llevar aire a sus pulmones, y vio que la mujer giraba despacio en torno a él, metódica, buscando otro lugar preciso de su cuerpo para golpear. Pareció decidirse de pronto, pues emitió un grito breve y seco, tomó impulso, y Falcó recibió una patada en los riñones que le hizo aspirar el aire de la noche como si aspirase tinta espesa. El dolor llegó de inmediato, paralizante y bestial. Centenares de agujas parecían clavarse en su médula y su cerebro mientras caía de espaldas, desmadejado, dándose un buen golpe. Entonces sintió el cuerpo de la mujer echársele encima, intentando inmovilizarlo.

Lo está haciendo bien, pensó, aturdido y ecuánime. Tenía los ojos cerrados, y una extraña y peligrosa lasitud parecía querer adueñarse de todo. Esta hija de puta lo está haciendo muy bien.

Nunca se había sentido así en una pelea. Tan resignado e indiferente, de pronto. Tan fatigado. Tenía ganas de quedarse quieto y descansar durante siglos.

Es así como se muere, pensó.

Las manos de la mujer, crispadas y duras como garras, se cerraban en torno a su garganta, apretando inexorables. Hombre y mujer tenían los rostros muy juntos, y el aliento agitado de ella, sus gruñidos de furia, el soplo de su respiración entrecortada por el esfuerzo de matar, estaban apenas a unos milímetros de la boca de Falcó.

En ese momento, él tuvo una erección.

No podía creerlo, pero estaba ocurriendo. Bajo el cuerpo de la mujer que intentaba estrangularlo, exactamente en el ángulo obtuso que formaban los muslos de ella abiertos sobre los suyos, inmovilizándolo contra el suelo, la carne de Falcó, a punto de viajar a la orilla oscura, despertaba recia e inequívocamente.

Creo, se dijo de pronto lúcido, que moriré otro día.

Se habría echado a reír, de haber tenido tiempo y resuello para hacerlo. En vez de eso, recordó que un buen punto vulnerable en el cuerpo de una mujer eran los pechos. Las tetas, en más prosaico.

Eva, como todas, tenía dos.

Eligió la derecha, que le pillaba más a mano, y concentrando fuerzas aplicó allí una serie de violentos puñetazos, uno tras otro, hasta que sintió aflojar un poco los dedos en su garganta. Lanzó entonces un cabezazo contra el rostro de la mujer, que falló en acertar la nariz pero dio en el mentón. Sonó como un crujido y la oyó gritar, dolorida. Había, al fin, soltado la presa. Entonces se la quitó de encima con un rodillazo en la pelvis, rodó sobre sí mismo y pudo ponerse en pie. Muy cerca todavía, repuesta en el acto, ella se incorporaba como un resorte peligroso; pero ahora Falcó era dueño de sí y controlaba, al fin, la coreografía del asunto.

—Déjalo ya —dijo, cansado. Casi conciliador.

No podía verle el rostro. Solo el relucir de los ojos. Ella se había quedado repentinamente inmóvil, como si intentara permitir que esas palabras penetraran en su cabeza. Considerar lo escuchado. Tras un instante, su sombra emitió un gruñido áspero y se lanzó de nuevo al ataque.

Falcó le pegó en la cara, luego en el plexo solar y al fin volvió a pegarle en la cara. Eva cayó de rodillas, y cuando él se pasó la mano por el rostro, queriendo despejarse un poco antes de volver a golpear, la sintió viscosa de sangre. Suya o de ella. Con tan poca luz no había forma de saberlo.

—Acabemos con esto —sugirió.

Eva resopló gruñendo de nuevo, furiosa, mientras procuraba ponerse en pie. Entonces él le dio una patada en la cabeza que la dejó inmóvil en el suelo.

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