Eva

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2. El oro de la República

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Se había puesto la pipa vacía en la boca y la chupaba pensativo. Falcó lo observó de reojo. Su interlocutor había estado a punto de hacerlo matar sin complejos años atrás, cuando Falcó aún traficaba con armas y sus actividades en el Mediterráneo Oriental lo pusieron en el punto de mira de los servicios de inteligencia. Cierta mañana, en Estambul, Falcó se había dado cuenta de que lo seguían por la Grande Rue, entre los cambiadores de piastras y los harapientos refugiados rusos que vendían flores de papel, pisapapeles y dulces en bandejas colgadas del cuello; y eso lo libró de recibir la puñalada que un sicario turco, algo torpe en su oficio, intentó darle en el hígado cuando iba a entrar en el vestíbulo rojo y elegante del hotel Pera Palace. Desde entonces, Falcó procuró cuidarse más, poniendo difíciles las ocasiones. Por su parte, el Almirante era un sujeto práctico, admirador ecuánime de la eficacia profesional. Así que después de aquello, tras una primera entrevista algo tensa en la terraza del Jardín Taksim de Estambul —caviar, pez espada y cerveza— y una segunda, más relajada, en el puerto rumano de Constanza, Falcó había acabado trabajando para la joven República española.

Del mismo modo que ahora trabajaba para quienes la combatían.

—Tienes una avioneta Puss Moth —añadió el Almirante tras un momento—, con piloto inglés, esperándote a las cinco de la tarde en el aeródromo de Tablada. Si nada interfiere, estarás en Sania Ramel, el de Tetuán, esta noche. Y en Tánger por la mañana… ¿Lo has memorizado bien todo?

—Eso creo.

—No me fío de lo que tú creas. Cuéntame lo que sabes con certeza.

Falcó sacó la pitillera y cogió un cigarrillo.

—Llego a Tánger sin llamar la atención… Soy un simple y convencional hombre de negocios. Contacto con nuestro agente allí —se puso el pitillo en la boca—. ¿Qué tal es, por cierto?

—¿Nuestro hombre?… Pues no sé. Normal, supongo. Un catalán llamado Rexach. Bien situado.

—¿De fiar?

—Lo común en nuestro oficio… Sigue con tu programa. ¿Qué más harás cuando llegues allí abajo?

—Veré a nuestro banquero, un tal Seruya, que pondrá fondos de Ferriol a mi disposición. Con eso intentaré sobornar al capitán del Mount Castle. Si no lo consigo, haré la prueba con sus subalternos —miró al Almirante como un alumno aplicado a su profesor—… ¿Voy bien, señor?

—Ojo ahí —el Almirante alzaba la pipa, admonitorio—. A bordo va un comisario político llamado Trejo. Tipo peligroso. Comunista, claro. Un cabrón con balcones a la calle. Lo mismo hay que darlo de baja, llegado el caso.

Sonrió Falcó mientras, inclinada la cabeza, aplicaba la llama de su encendedor al cigarrillo. La suya era una mueca de indiferencia cruel. Se había quitado el sombrero, dejándolo en la silla contigua, y la luz del sol hacía relucir su cabello negro y endurecía el acero de sus iris grises. En jerga del Grupo Lucero, y del SNIO en general, dar de baja era un eufemismo equivalente a matar, del mismo modo que tratamiento equivalía a tortura. Y ninguno de esos dos conceptos le era ajeno.

—Bien —exhaló complacido el humo, recostándose en la silla—. Doy de baja a ese Trejo, si hace falta… ¿Puedo recibir refuerzos, en caso necesario?

—Puedes. ¿En quién estás pensando?

—En Paquito Araña. Siempre que no esté ocupado asesinando a alguien.

—No hay problema. Desde el momento en que lo pidas, estará allí en veinticuatro horas. Te lo facturo por vía aérea.

—¿Y qué hay de las comunicaciones?… No hemos hablado aún.

—No quería darle muchos detalles a Ferriol. En Tánger hay oficinas de teléfonos y telégrafos española, inglesa y francesa. Pero no te fíes. Te voy a mandar a un operador de radio desde Tetuán. Todo lo importante lo transmitirás a través de él —indicó el libro que Falcó había dejado sobre la mesa—. Usaremos esa edición como libro de claves.

Hizo el Almirante otra pausa pensativa. Habían llegado las manzanillas y un platito con dos croquetas de cocido a modo de tapa. Introdujo la pipa en un bolsillo, se llevó una croqueta a la boca y la retiró de inmediato, antes de morder. Quemaba.

—Carallo.

Se alivió con un rápido sorbo de manzanilla. Falcó reía entre dientes.

—No tiene gracia —dijo el Almirante.

Bebió otro sorbo y miró la calle. Dos moros de regulares, en alpargatas y tocados con turbantes, discutían con un vendedor ambulante de quincalla. Había un ramo de flores secas y una cruz de madera con un rosario colgado en el lugar donde, meses atrás, había caído un falangista durante la sublevación contra la República.

—Lo de dar de baja —añadió el Almirante tras un momento, como si lo hubiera estado pensando— puede incluir también al capitán del Mount Castle, si no hay manera de que se pase a nuestro bando.

Había atenuado un poco la voz. Falcó lo miró por encima del borde de su copa.

—¿Habla usted en serio?

—Claro… Tienes libertad completa para eso, aunque tampoco me llenes Tánger de fiambres.

—Recibido —bebió un sorbo—. Procuraré contenerme.

—Más te vale, chico —soplando, precavido, el Almirante volvía a intentarlo con la croqueta—. Recuerda que la ciudad tiene estatuto internacional, y que en el Comité de Control, además de España y otros, están Francia, Gran Bretaña y un representante del sultán marroquí… No queremos conflictos diplomáticos. Al Caudillo le dan ardor de estómago.

—Lo tendré en cuenta.

—Más te vale —repitió el Almirante—. Porque tú haces trampas hasta haciendo solitarios.

Lo miraba serio, de forma inusual. Le preguntó Falcó qué ocurría, y el otro hizo un gesto ambiguo. Ahora sonreía de modo extraño.

—No conozco a nadie, en el duro mundo en que vivimos, capaz de manejar lo cruel y lo oscuro con la naturalidad con la que lo haces tú. Eres un actor perfecto, un truhán redomado y un criminal peligroso… Hasta la sangre parece resbalarte por encima sin dejarte rastro, como sobre una tela encerada.

Se quedó un largo momento callado, cual si meditara sobre lo que acababa de decir.

—Una naturalidad casi simpática —añadió.

Había un timbre de admiración en su tono. Quizá hasta de afecto.

—Vives a tus anchas —concluyó— en lo que los griegos detestaban: la incertidumbre.

Falcó miró su copa con indiferencia. Aquella clase de reflexiones se las dejaba al Almirante. Alguna vez había leído en algún sitio, de pasada, o tal vez se lo oyó decir a alguien, que el análisis excesivo de las cosas acababa por alterarlas o destruirlas. Empezabas analizando lo de matar o no matar, morir o seguir vivo, y terminabas usando profilácticos con una mujer como Brita Moura. Y eso, o lo que simbolizaba, era imperdonable. Para Falcó, el mundo era un lugar sencillo: un equilibrio natural de adrenalina, riesgos, fracasos y victorias. Una larga y excitante pelea. Una breve aventura entre dos noches eternas.

—Me recuerdas a mi hijo muerto —dijo el Almirante.

No era la primera vez que el jefe del SNIO mencionaba aquello. Con un papirotazo del pulgar y el índice, Falcó arrojó lejos lo que quedaba del cigarrillo. Un hombre de chaqueta raída y sin afeitar, que cargaba un hato a la espalda, se agachó a recoger la colilla humeante. Tenía la marca violácea de un golpe en un pómulo. Por un momento, sus ojos y los de Falcó se encontraron. Incómodo, este apartó la vista.

—¿Puede contarme algo más de ese capitán del Mount Castle?

—Se llama Fernando Quirós, asturiano. Un marino con experiencia… Te mandaré el informe más completo de que disponemos, así como lo que hemos averiguado sobre el barco y la tripulación. Podrás estudiarlo durante el vuelo —señaló el libro—. Y de paso, leerte eso. Pasará a buscarte un coche a tu hotel a las cuatro. Así que vete para allá, y haz el equipaje… Antes, puedes zamparte tu croqueta. Están estupendas.

Obediente, Falcó se comió la croqueta. El hombre de la colilla lo miraba comérsela, y Falcó hizo una seña al camarero. Iba a ordenarle que le sirviera una ración y un vaso de vino al hombre, pero este volvió la espalda y se alejó calle abajo, en dirección opuesta a la banda que tocaba música militar. Caminaba, pensó Falcó antes de olvidarlo, como lo hacían los humillados y los vencidos.

—¿Alguna cosa más, señor?

—Sí, una —el ojo derecho brilló con luz casi malvada—. Eva Neretva está en Tánger… Y no te lo vas a creer. Esa perra bolchevique viajaba a bordo del Mount Castle.

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