Eva

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9. Necesidades operativas

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9. Necesidades operativas

Lloviznaba de nuevo cuando Falcó salió a la puerta para despejarse. Iba en mangas de camisa, y esta se le pegaba al torso con el sudor. Eran las cuatro y media de la madrugada y estaba fatigado.

Encendió otro cigarrillo y se quedó un rato casi inmóvil, apoyado en la pared, mirando las pocas luces lejanas que en la ciudad estaban encendidas a esa hora. De la playa cercana llegaba el rumor suave del mar en la orilla.

De vez en cuando, en el interior de la casa —una choza de adobe y ladrillo situada en el camino de Tanya-el-Balia, más allá de la antigua fábrica de tabacos— se oían gritos de dolor. Eran alaridos muy agudos, penetrantes, y casi siempre terminaban en un chillido y un estertor sofocado. Agónico.

Torturar es un trámite incómodo, pensó Falcó, dando otra chupada al cigarrillo.

No le gustaba hacerlo. Conocía por experiencia propia ambos lados del procedimiento; y aunque el papel de víctima era más desagradable que el otro, ni siquiera ejercer como verdugo hacía sentirse a salvo.

Volvió a chupar su cigarrillo. El humo en las fosas nasales le hacía olvidar el otro olor. Los torturados olían mal, a miedo agrio y desesperación. Detestaba sobre todo la parte fisiológicamente animal del asunto; los resultados inmediatos: carne maltratada, lágrimas, temblores, súplicas, hacérselo todo encima. Y gritos como los que ahora sonaban dentro de la casa. Alaridos que podían desgarrar la garganta de un ser humano hasta hacerlo enronquecer.

Había quien disfrutaba con todo eso, como Paquito Araña. Este solía aplicar su retorcido sentido del humor a la tarea con eficaz crueldad. Pero no era el caso de Falcó. Él no era un hombre cruel, aunque a menudo sus comportamientos lo fueran. En su caso se trataba solo de un instrumento operativo. Una herramienta técnica. Para su trabajo, del que buena parte estaba orientada a la supervivencia, ser cruel era tan práctico como tener una pistola o saber matar con las manos desnudas. Un arma objetiva, utilizada sin remordimientos, pero tampoco por placer o instinto. Simple necesidad táctica.

Como tantas otras cosas, eso formaba parte de las reglas del juego.

Arrojó la colilla y regresó al interior. La choza tenía una sola habitación, cruzada por una gruesa viga de madera que sostenía el techo. Una lámpara de petróleo puesta en el suelo alumbraba a medias. Juan Trejo estaba colgado de la viga por ambas manos atadas juntas, los pies a un palmo del suelo, de modo que apenas podían rozarlo con las puntas. Estaba desnudo.

—¿Cómo va? —preguntó Falcó.

—Bien —dijo Araña.

También estaba en mangas de camisa, desabrochado el chaleco, el resto de su ropa cuidadosamente doblado en el suelo, en un rincón. Tenía en la mano un vergajo seco de toro, cuyas marcas cárdenas y moradas según riguroso orden de antigüedad —llevaba Trejo cuatro horas de tratamiento— surcaban el cuerpo del prisionero en todas direcciones. Las había en pecho, piernas y espalda, pero también en el vientre y entre los muslos. Cosa de medio centenar de golpes.

Colgado de la viga, el comisario político parecía un saco de boxeo donde se hubiera entrenado durante horas un púgil psicópata.

—¿Ha dicho algo más que sea interesante?

—Nada, de momento. Se desmayó apenas saliste… Ahora se ha vuelto a espabilar un poco.

Miró Falcó a Kassem. El moro estaba acuclillado en un rincón, inmóvil, observando. Debía de ser para él un espectáculo curioso ver a dos nezrani desollando a un tercero.

—¿La bas, Kassem?… ¿Todo bien?

La bas.

Se acercó Falcó a Trejo. Este era delgado, poco musculoso. Nariz ganchuda, mejillas hundidas y oscurecidas por la barba incipiente, pelo negro apelmazado por el sudor y la sangre coagulada de la brecha que el golpe con la pistola le había abierto en la cabeza. La postura, con las manos sujetas arriba, le marcaba mucho las costillas bajo la piel maltratada, tan pálida que parecía amarilla. Su desvalida desnudez lo hacía aún más flaco y miserable.

Todos lo somos, se dijo Falcó, puestos en esta clase de situación. O podemos serlo, cuando toca. Yo mismo lo fui no hace mucho, y hoy le toca a él.

—¿Puedes hablar, camarada comisario? —preguntó Falcó.

El otro, que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, la alzó débilmente para mirarlo con ojos atormentados, oscuros y violáceos bajo los párpados. La luz trémula de la lámpara le enflaquecía más el rostro.

—Ya está bien de pegarte, me parece… Acabemos con esto. Termina de contarnos cuanto sepas y vámonos todos a dormir.

El tono era amistoso. Durante toda la sesión, Falcó y Araña se habían turnado con razonable eficacia, cada uno en su papel de bueno y malo. Esa noche, Falcó era el bueno. Aquel en quien el torturado debía o podía confiar. La tentación para relajarse. El que frenaba, o lo parecía, la violencia del otro.

—Ya no merece la pena, nos lo has contado todo —insistió—. Solo faltan algunos pequeños detalles… ¿Entiendes lo que te digo?

Asintió Trejo, muy débilmente. Tras la indignación por su captura, primero, y el miedo, después, había aguantado sólido treinta minutos. Una heroica disposición, por su parte. Arrogancia, insultos a los captores y refugio personal en las ideas políticas y la certeza, o al menos así lo expresó vigorosamente, de que la causa del pueblo era justa, la agresión contra la República era intolerable, y aquel atropello fascista en territorio neutral lo iban a pagar muy caro. Después, poco a poco, a medida que los golpes se sucedían y sus bravatas e insultos daban paso a los gritos de dolor para transformarse en súplicas, había empezado por contar cosas sin importancia, aunque más interesantes a medida que Araña aumentaba la dosis y que Falcó, atento a los momentos oportunos, hacía como que contenía a su compañero y apelaba al sentido común del prisionero, invitándolo a ahorrarse dolor.

—He dicho… todo… lo que sé —dijo Trejo con una voz débil que parecía provenir de sus entrañas.

Movió Falcó la cabeza con ademán paciente.

—No, camarada. Quedan flecos. ¿En qué habitación del hotel estás?

—En la trescientos ocho… Tercera planta.

—¿Y los otros? Todavía no has hablado de tus compañeros de viaje. El hombre y la mujer.

Era cierto. En aquellas cuatro horas de tratamiento, Trejo había dado información valiosa sobre las gestiones diplomáticas del gobierno de Valencia ante el Comité de Control, y también sobre el Mount Castle —describió con detalle su interior, armamento y tripulación— y lo que llevaba a bordo: 512 cajas de madera selladas y estibadas en la bodega: lingotes y monedas antiguas de oro con un peso exacto de 30 649 kilos, y una caja extra con joyas y dinero. Todo había sido embarcado en Cartagena por tropas de élite de la 46.ª división —Partido Comunista español— bajo supervisión de agentes soviéticos. El papel de Trejo en la operación era limitado: asegurar la presencia formal de un enviado de la República y certificar que el oro era entregado a los rusos. También había detallado los planes originales de ruta, que preveían ganar las aguas territoriales argelinas y navegar pegados a la costa norteafricana hacia levante, cruzar el Bósforo y amarrar en Odesa. En cuanto al capitán Quirós, teóricamente este habría debido acatar las órdenes de Trejo y de los agentes soviéticos a bordo, pero en realidad no había hecho caso de ninguno de ellos. Y lo mismo ocurría con la tripulación, que le era adicta aunque había en ella algunos comunistas y anarquistas. Desde el momento en que el destructor nacional los descubrió cerca de Alborán, el marino mercante había tomado sus propias decisiones. Sin embargo, en Tánger todo era distinto. Quirós volvía a acatar órdenes y estaba pendiente de lo que se resolviera diplomáticamente, sin participar en otra cosa que no fuera procurar garantías para su barco y sus hombres.

—Garrison está en la planta de abajo, habitación doscientos uno. Y ella…

Se detuvo Trejo, titubeante o tal vez fatigado, y un vergajazo de Araña le arrancó un grito de angustia. Miró Falcó al sicario, ordenándole calma. Estaban en la fase amistosa del asunto. La del chico bueno.

—El hombre y la mujer —insistió casi con dulzura—. ¿En qué habitación está ella, camarada?

—La doscientos diez… Al otro lado del pasillo, con ventana a la calle. Pero no hay nada allí que os interese, ni en la de Garrison… Son muy cuidadosos.

—¿Y en la tuya?

—Tampoco. Solo algunos documentos… Y dinero.

—¿Qué documentos?

—Los que deben firmar los rusos a la entrega del cargamento. Ahí se detalla todo.

—Muy bien. Háblanos ahora de tus colegas, anda. Acabemos ya con esto… ¿Quién es Garrison?

Con voz débil, haciendo largas pausas pero sin necesidad de que Araña recurriese al vergajo, Trejo contó lo que sabía: William Garrison, norteamericano, comunista de línea dura, había llegado a España en agosto del año pasado bajo la cobertura de corresponsal de prensa; pero en realidad venía enviado por el Komintern desde París. Era rubio, alto, miope. A menudo usaba gafas de concha. Había pasado tres meses infiltrado en las brigadas internacionales, purgándolas de trotskistas, de sospechosos y de tibios, y luego actuó en los interrogatorios y ejecuciones de la checa de La Tamarita de Barcelona. Un hombre poco simpático, de acción. Despectivo hacia todo lo español. Su relación con el capitán Quirós era correcta, pero no buena.

Falcó lo dejó descansar un momento.

—¿Y qué hay de ella? —inquirió tras la pausa.

Lo miraba aturdido el otro.

—La mujer —insistió Falcó.

Trejo se pasó la lengua por los labios secos y con grietas.

—Se lleva bien con Quirós —dijo al fin, con dificultad—. Lo respeta, y él la respeta a ella… Cuando apareció el destructor fascista, permaneció en el puente… Muy serena, por lo que dicen.

—¿Lo que dicen?

—Yo no estaba allí… Estaba ocupado abajo, animando a la tripulación.

—Claro. Animándola.

—Es mi trabajo… Soy comisario de la flota.

Y no precisamente un héroe, pensó Falcó. Un combate naval no era como matar a jefes y oficiales indefensos. El aspecto patético del prisionero, su cuerpo torturado, no le causaban satisfacción, pero tampoco compasión alguna. Recordó lo que le había contado Antón Rexach: siete meses atrás, siendo segundo maquinista y miembro de la Guardia Roja del acorazado Jaime I, Juan Trejo había participado en la matanza de los ciento cuarenta y siete jefes y oficiales de la Armada y el Ejército prisioneros en el transporte España n.º 3. Los detenidos fueron obligados a salir de la bodega uno por uno, y les habían disparado en la nuca antes de arrojarlos al mar con parrillas de hierro atadas a los pies. Algunos de ellos, todavía vivos.

—Háblame de esa mujer.

—No sé mucho de ella… Solo que se llama Luisa Gómez.

Restalló un golpe de vergajo. El prisionero se contrajo y soltó un aullido. Falcó miró con reproche a Paquito Araña y encontró la sonrisa insolente del otro. Inmovilizó a Trejo, que por efecto del golpe giraba lentamente suspendido de la cuerda. Al tocarlo, comprobó que de pronto se le había cubierto el cuerpo de un sudor muy frío. Era sorprendente, pensó, que aún le quedara a aquel tipo algo de líquido en el cuerpo.

—Pues te conviene saber más, camarada comisario.

Abrió este mucho la boca, como si le faltara el aire, y luego emitió un sonido desgarrado, ronco y seco. Falcó hizo una señal a Kassem y el moro se puso en pie, vertió agua de una damajuana en un pichel de hojalata y se lo llevó a Falcó. Este lo acercó a los labios agrietados, que sorbieron con ansia.

—No se llama Luisa, sino Eva —dijo Trejo después de un momento, recobrando con dificultad el habla—. Ignoro su apellido… Tampoco es española, sino rusa.

Falcó hizo caso omiso de la mirada de asombro que le dirigía Paquito Araña.

—¿Experimentada?

—Mucho. Y con autoridad… Garrison es solo un subalterno. Ella toma las decisiones.

—¿Por encima de ti?

—Viene amparada desde arriba… Es la responsable de la operación.

—¿Quiénes son sus superiores?

Un susurro apenas audible. Falcó se acercó más a la boca del otro.

—¿Quién, dices?

—Un ruso importante… Se hace llamar Pablo.

Asintió Falcó. Eso encajaba. Pablo era el alias de Pavel Kovalenko, jefe del NKVD en España.

—¿Lo has visto alguna vez?

—Supervisó el embarque. Es fuerte, calvo, con bigote… Todo el rato estuvieron aparte, hablando… Ni siquiera Garrison se les acercaba.

—¿Cómo se comunica ella?

—A través del consulado… Hay un aparato de cifra ruso que desembarcó en una maleta… También utiliza las oficinas de telégrafos francesa e inglesa.

—¿Y Garrison?

—No se comunica con nadie, que yo sepa… Es Luisa, o Eva, quien se encarga de todo.

—¿Sabe que estoy en Tánger? ¿Me ha identificado?

Tardaba Trejo en responder, y Falcó tuvo que hacer un gesto para que Araña no volviera a golpearlo. A espaldas del detenido, el otro moduló una mueca decepcionada.

—Lo sabemos desde hace dos días —confirmó al fin Trejo—. Ella conoce incluso tu nombre auténtico… Lorenzo Falcó.

—¿Ha comentado algo sobre mí?

—Que eres agente franquista… Y muy peligroso.

—¿Eso dijo?

—Eso mismo… Es Garrison quien por orden suya se encarga de controlarte, pero no sé hasta qué punto, ni a quién utiliza para eso.

—¿Dijo ella algo más?

—Sí… Que tal vez haya que matarte.

Seguía lloviznando afuera. Apoyado junto a la puerta, Falcó contemplaba la noche. Se había puesto la chaqueta y fumaba otro cigarrillo. Paquito Araña salió a reunirse con él.

—Vaya sorpresa, lo de la rusa —apuntó el sicario—. ¿Estabas al corriente?

—Sí.

—El mundo es un pañuelo.

Se quedaron callados.

—¿Qué hacemos con ese rojo de ahí dentro? —preguntó Araña por fin.

—Estaba pensando en eso.

—No podemos dejarlo así. Si acude a un hospital o a la policía, acabaremos en la cárcel.

—Lo sé.

—¿Entonces?

Ni siquiera se trataba de una pregunta. Los dos eran profesionales.

—En este oficio no se hacen prisioneros —añadió Araña tras un momento.

Antes de hablar, Falcó dio otra silenciosa chupada al cigarrillo.

—Debemos hacer que crean que ha desertado —dijo al fin—. Nada de rastros.

—Yo me ocupo —propuso Araña.

—¿Y qué hay del cuerpo?

—He hablado con Kassem, y él se encarga. Cerca hay un pozo seco, dice.

Asintió Falcó. Miraba la brasa del cigarrillo. Se lo llevó a los labios, aspirando el humo por última vez, y dejó caer la colilla al suelo mojado.

—Bájalo de la viga y que descanse.

—Bien.

Entró Araña y Falcó se quedó contemplando las pocas luces lejanas de Tánger. Había otros puntitos luminosos mar adentro, en la bahía. Pesqueros que faenaban allí.

Las reglas del juego, pensó.

Todos jugaban según las mismas reglas. No había otras. La diferencia era que unos las asumían y otros no; sobre todo cuando llegaba el momento de abonar el precio. Sorprendía tanta cantidad de malos pagadores.

Entró en la choza. Araña y Kassem habían bajado a Trejo de la viga. El prisionero estaba en el suelo, aún con las manos atadas a la cuerda: desnudo y pálido, surcado de vergajazos, quebrantado y sin fuerzas. Emitía un quejido rauco, dolorido. El de un animal en el matadero.

Falcó se detuvo ante él y Trejo miró hacia arriba. En sus ojos vidriosos brilló una lucecita de comprensión.

—No me iréis a matar, ¿verdad?… Lo he dicho todo, cabrones.

Su balbuceo era casi un llanto. Una súplica.

—Pensadlo, por favor… Os soy más útil vivo. Yo iba a irme a Francia… No pensaba seguir adelante con este disparate.

Araña se inclinó hacia él por detrás, metiéndose una mano en un bolsillo del pantalón. Sonreía.

—No podéis hacerlo… Tengo familia… Tengo una familia…

Todos tienen algo, pensó Falcó: hijos, una esposa, una madre. Todos tienen a alguien por quien vivir. Todos creen ser necesarios, y eso los hace más vulnerables todavía. A fin de cuentas, es un privilegio pasar por la vida sin otros afectos. Sin nada que perder. Pasar como yo lo hago, hasta que llegue el momento de que un Paquito Araña, sea quien sea, se incline a su vez sobre mi espalda. Llegar hasta la orilla oscura sin otras posesiones que las necesarias para sobrevivir hasta entonces en campo enemigo. Sin otros bienes que mi sable y mi caballo.

Una vez, de jovencito, Falcó había leído aquello en un libro de aventuras, y le gustaba. No lo había olvidado nunca. Su sable y su caballo.

—Esperad —suplicaba Trejo—… Por favor… Por favor.

En la mano derecha del sicario relució la navaja. Un poco aparte, cruzados los brazos sobre el pecho, el moro lo miraba todo con pasmada curiosidad.

Fascinado, Falcó observó la expresión de Araña. Un ser humano en el acto de matar. No había emoción aparente, ni deleite, ni repugnancia. Había dejado de sonreír. Ahora solo mostraba concentración en la tarea exacta. La luz de petróleo le dejaba parte del rostro en sombra, y entre esa sombra relucían sus ojos de sapo, muy brillantes y muy fijos.

Y así, con esa mirada, Araña agarró por el pelo a Trejo, le echó hacia atrás la cabeza y le cortó limpiamente el cuello tres centímetros bajo la mandíbula, con un solo y firme tajo de izquierda a derecha.

Falcó dio un paso atrás para que el chorro de sangre no le manchara los zapatos.

A las ocho menos veinte de la mañana, cruzó con naturalidad el vestíbulo del hotel Majestic, sonrió al conserje de noche y siguió hasta el saloncito de lectura. Tomó asiento en un sofá desde el que podía vigilar la escalera y la puerta de la calle, y durante diez minutos hizo como que leía revistas ilustradas. Al fin, tras un último vistazo distraído a un relato de Eduardo Zamacois —El excelentísimo señor— y otra mirada al vestíbulo, se puso en pie, dirigiéndose a la escalera.

No tuvo ningún encuentro molesto. Dos sirvientas, mora y cristiana, limpiaban el rellano de la segunda planta, y en la tercera el pasillo estaba vacío y silencioso, con algunos zapatos recién lustrados ante las puertas. La habitación 308 se encontraba al fondo, en la parte del edificio cuya fachada daba al mar. Una pequeña ganzúa, que manejó con rapidez y habilidad, bastó para abrir la cerradura. Miró hacia el pasillo, comprobó que no había nadie, y entró cerrando la puerta tras de sí.

La habitación olía a aire cargado, a ropa sucia y ambiente de fumador. El balcón con barandilla de hierro daba al paseo marítimo. Había junto a la cama un cenicero con media docena de colillas, una maleta grande y otra pequeña. La cama estaba revuelta, con una camisa y unos calcetines sucios encima. También había un impermeable colgado en el armario, y Falcó lo palpó minuciosamente, revisándolo. Después fue hasta la cómoda y abrió todos los cajones. Había allí documentos con sellos oficiales de la República —uno de ellos, el manifiesto de embarque del oro del Banco de España— que metió en la maleta pequeña. Añadió todos los objetos personales de Trejo, útiles de aseo, una camisa limpia, ropa interior, el impermeable. Todo cuanto el comisario político hubiera podido llevar consigo en caso de viaje urgente. De deserción.

Durante el interrogatorio, Trejo había confesado dónde escondía dinero y pasaporte. Falcó lo encontró todo sin dificultad en el lugar señalado: el dinero sobre el armario y dos pasaportes, uno francés con nombre falso, tras el espejo sobre la cómoda. También había un pasaje Tánger-Marsella en el Maréchal Lyautey, de la compañía marítima Paquet, para dos días después. En cuanto al dinero, era una cantidad sorprendente; dos gruesos fajos de francos y libras esterlinas sumaban una cifra considerable. Un buen seguro de viaje y de vida.

Mientras se metía el dinero en los bolsillos, Falcó moduló una mueca sarcástica. Entre las muchas cosas que Trejo había dicho antes de morir, aquella era cierta. Era evidente que el comisario político de la flota republicana no tenía intención de volver a embarcarse para correr la suerte que esperaba al Mount Castle en el mar. La suya no era vocación de mártir por la causa del pueblo; ni lo de desertar, fantasía inventada para congraciarse con sus verdugos. Juan Trejo tenía intención real de tomar las de Villadiego. Y había estado a punto. Mala suerte, la suya.

Cerró Falcó la maleta, miró alrededor, tiró cosas a la papelera y dispuso algunos detalles para reforzar la impresión de que el ocupante de la habitación la había abandonado voluntaria y discretamente. Después meditó sobre el recorrido que debía hacer desde la habitación a la calle, y en la posibilidad de algún encuentro inoportuno. Pensó en qué ocurriría si se topaba en la escalera con el tal Garrison y este lo reconocía; o, lo que también era posible, con la propia Eva Neretva. Ambos ocupaban habitaciones en la segunda planta. Con esa idea en la cabeza, comprobó una vez más que la Browning tenía una bala en la recámara antes de coger la maleta y salir al pasillo.

Caminó tenso hacia la escalera, con la maleta en la mano izquierda. Las limpiadoras ya no estaban en el rellano de la segunda planta. Bajó procurando que no sonaran sus pasos y se detuvo un instante a mirar hacia las habitaciones 201 y 210. Seguramente ella estaba en la última, pensó. Aún dormida o recién despierta.

Sentía una punzada extraña, hecha de recuerdos y de sensaciones. O tal vez eran sentimientos, pese a que el Almirante solía decir —y no del todo en broma— que no era que Falcó tuviera buenos o malos sentimientos, sino que, simplemente, carecía de ellos. Sin embargo, el pasillo, la puerta de la habitación 210, aquella extraña e invisible cercanía, lo desasosegaban mucho, o lo suficiente. Alteraban su ecuanimidad de juicio, tan necesaria.

Y aquella inquietud le crispó los músculos y el pensamiento, porque supo que todo eso lo hacía vulnerable. Lo ponía en peligro.

Paradójicamente, la palabra peligro le devolvió la serenidad. El cálculo frío. De pronto se le ocurrió que, ya que estaba allí, de haber llevado consigo el supresor de sonido Heissefeldt podía haber aprovechado la ocasión para ir a la habitación de Garrison y matarlo. Toc, toc, un mensaje para usted. Bang. Un problema menos, y más despejado el paisaje. Dos enemigos fuera de juego en pocas horas. Pero algo le decía que las cosas no serían tan fáciles con aquel fulano como lo habían sido con Trejo. Por más que la fortuna favoreciera a los audaces, las improvisaciones podían salir bien, o podían salir mal. En menos de doce horas no convenía tentar demasiado a la suerte.

Siguió bajando hasta el vestíbulo, dispuesto a mano, en un bolsillo, un billete de cien francos —su arma favorita según con quién—, por si al conserje se le ocurría formular preguntas. Y así sucedió.

—Disculpe, señor… ¿Está alojado en el hotel?

No era el mismo de antes. A las ocho habían hecho el relevo, supuso Falcó. Se blindó con su mejor sonrisa, acercándose al mostrador. La tensión, invisible, se le anudaba por debajo. Aquello no se resolvía con pistolas.

—Un buen amigo, el señor Trejo, ha pedido que venga a recoger algunas cosas para él —mostró la pequeña maleta—. Aquí se las llevo.

El conserje era un francés calvo y flaco, de mediana edad. Llevaba las dos llavecitas de oro en las solapas de un chaqué no demasiado limpio.

—¿Qué habitación?

—La trescientos ocho.

Miró el conserje el casillero. La llave estaba allí, colgada de un gancho.

—Fue su compañero del turno de noche el que me abrió la puerta —añadió Falcó, inalterable la sonrisa.

El conserje miró la maleta con una desconfianza que se disipó en el acto cuando Falcó interpuso, entre ella y su mirada, el billete de cien francos.

—Dele esto de mi parte al compañero cuando lo vea, por favor… Fue muy amable.

Los cien francos desaparecieron con rapidez en un bolsillo del conserje.

—Muchas gracias, señor.

—No, hombre —Falcó ensanchó la sonrisa—. Gracias a ustedes.

Se deshizo de la maleta en unos depósitos de basura junto a la tapia del puerto y subió hasta el Continental. Empezaba a dolerle la cabeza, así que lo primero que hizo fue ir al comedor y encargar al camarero una jarra de leche caliente, pan tostado y aceite, y mientras llegaban ingirió una cafiaspirina con un sorbo de agua. Desayunó sin prisas, hojeando los periódicos.

El mercante republicano, en su plazo final. La tragedia parece inevitable.

Así titulaba L’Écho de Tanger en primera plana, y los otros lo hacían de modo parecido. El Porvenir y La Dépêche mencionaban, además, las presiones diplomáticas que el Comité de Control estaba sufriendo por parte de las autoridades nacionales y republicanas. Falcó dejó a un lado los diarios, y como el analgésico empezaba a hacerle efecto, encendió un cigarrillo.

Reflexionaba sobre los pasos siguientes a dar. Hipótesis más probables, hipótesis más peligrosas, ataque y defensa. Tenía que enviar un mensaje al Almirante dando cuenta de lo ocurrido durante la noche y planear una reunión con Rexach y el comandante del destructor Martín Álvarez a fin de tener previstas las eventualidades, incluido un asalto al mercante republicano si las cosas se torcían o había resistencia de la tripulación. Siempre y cuando, claro, el capitán Quirós aceptase entregar el barco. Lo que aún estaba por ver.

También debía prepararse, pensó luego, para la reacción de la mujer y el norteamericano. En cuanto comprobaran que el comisario político había desaparecido, la idea de una posible deserción los mantendría despistados durante algún tiempo, quizá solo unas horas; pero tarde o temprano iban a atar cabos. Tampoco el conserje del Majestic tardaría en hablar del amigo enviado por Trejo a recoger sus cosas. El que se había ido con una maleta.

Eva. La imagen vista a través de los prismáticos, en el puerto, seguía dando vueltas en su cabeza. Ella, desenvuelta, segura de sí, conversando con los hombres en el alerón del Mount Castle. Y aquella mirada dirigida hacia el lugar desde el que él la espiaba. Un gesto penetrante, como motivado por la intuición o la certeza de que estaba cerca, observándola.

Dijo que tal vez haya que matarte, había contado Trejo. Y Falcó sabía que era verdad.

Durmió casi tres horas después de encargar a Yussuf, el conserje, que lo despertase a las doce. Lo hizo con una silla bloqueando la puerta y la pistola bajo la almohada, pues ahora estaba en guerra abierta y no era momento de poner fáciles las cosas.

Tras lavarse, estuvo un buen rato trabajando con El buque ante el derecho internacional como libro de claves. Al terminar la cifra del mensaje se puso una camisa limpia y un traje gris de entretiempo —el otro se había ensuciado con la caída en la rampa—, escondió el dinero de Trejo detrás de la cómoda, metió la pistola en la funda de la cintura, cogió gabardina y sombrero y bajó por la escalera.

Paquito Araña estaba sentado en el vestíbulo, limándose las uñas. Su aspecto era tan fresco, pulcro y bien afeitado como si acabara de salir de la peluquería. Solo los ojos tenían cercos de cansancio. Esta vez no olía a pomada ni a perfume. Al ver a Falcó se levantó y vino a su encuentro.

—Asunto arreglado —dijo.

—¿El pozo?

El sicario esbozó una sonrisa ajena a la piedad.

—Buen muchacho, ese Kassem —se pasó la lengua por los labios—. Eficiente y machote.

Falcó le miraba los párpados abolsados de fatiga.

—¿Has descansado algo?

Araña encogió los hombros.

—Pasé un momento por la pensión a refrescarme. Ahora iré a dormir, si no me necesitas.

—No te he dejado respirar desde que llegaste anoche.

El sicario compuso una mueca siniestra.

—Valió la pena. Tuvo su encanto lo del rojo flaquito —miró a Falcó con curiosidad—. ¿Has informado a Salamanca?

—A eso voy. Tenemos un operador de radio, un tal Villarrubia.

—Me lo dijeron.

—Es gente de Lisardo Queralt.

—Ah. Eso no me lo dijeron.

—De todas formas, los mensajes son cosa mía.

—Claro —Araña le guiñó un ojo, guasón—. Tú eres el jefe, cielo… Para ti son la gloria o el oprobio.

—¿No te ibas?

—Abur, guaperas.

Se separaron en la calle Dar Baroud. No lloviznaba, pero el cielo tenía un aspecto opresivo y ceniciento. Falcó miró el reloj y entró en el Rif, donde comió sin prisa un guiso de pescado. Después de fumar un cigarrillo pagó la cuenta, fue hasta el Zoco Chico, y de allí atajó por el mercado de carne y verduras hacia la ciudad europea. Dos veces se detuvo a comprobar si lo seguían; y una tercera, ya cerca del consulado de Francia, desanduvo camino una veintena de metros, estudiando los rostros que estaban detenidos o venían en su dirección. Por fin, tranquilizado sobre eso, cruzó la calle, eludió un tranvía, pasó junto al policía que regulaba el tráfico de carruajes y automóviles, y entró en el Café de París, dirigiéndose a la caja como si fuera a hacer una llamada telefónica.

Villarrubia estaba sentado en una de las primeras mesas. Vestía informal, con pantalones de golf y camisa de cuello abierto sobre las solapas de la chaqueta. Parecía un estudiante. Apenas vio entrar a Falcó se puso en pie, y este le fue detrás. Caminaron por la acera izquierda del bulevar Pasteur, manteniendo la distancia. Y cuando frente al número 28 el operador de radio cruzó la calle, Falcó dirigió una mirada precavida a uno y otro lado y cruzó a su vez.

Lo alcanzó en la escalera y llegaron juntos ante la puerta.

—¿Todo en orden? —preguntó el joven.

—Todo.

Villarrubia hizo girar el llavín en la cerradura y se detuvo, formal, para que Falcó entrase primero.

—Anoche cené en un sitio estupendo —dijo en tono ligero—. Se llama Bretagne, frente a la playa… Te lo recomiendo.

—Tomo nota.

El otro se mostraba locuaz. Parecía con ganas de agradar.

—La ciudad tiene un ambiente colosal, ¿verdad?… No se creería uno en África. Comparado con esto, Tetuán es más triste que un ciprés. Y qué señoras, oye.

—Sí.

Pasaron al comedor. Como de costumbre, el aparato de radio estaba sobre la mesa, con el cable de la antena cruzando de lado a lado el techo, sujeto a la lámpara. Villarrubia colgó su americana en el respaldo de una silla y conectó la fuente de alimentación.

—Lo desmonto cada noche y lo guardo, por seguridad —miró a Falcó, inquisitivo—. ¿Qué tenemos hoy?

Le pasó este el mensaje cifrado, y el joven lo leyó por encima con mirada profesional. Para él, aquello no eran más que grupos de letras y números que otros debían convertir en palabras, y que se limitaba a transmitir, indiferente a si contenían informes rutinarios o detalles sobre la muerte de un hombre. Nada de lo que enviaba era asunto suyo. Al menos, en principio.

—Dos minutos —dijo.

Se había quitado el reloj de la muñeca. Fue a sentarse ante el equipo y lo puso todo a la vista, junto al manipulador Morse. Después se colocó los auriculares.

—Treinta segundos.

Me cae bien, concluyó Falcó. Respetuoso, disciplinado, competente en su trabajo. Consciente de lo que corresponde a cada cual. Por un momento se preguntó qué clase de información estaría pasando por su cuenta a la gente de Lisardo Queralt. Cuáles serían los informes privados que, sin duda, le pedían. A fin de cuentas, a Villarrubia no lo habían mandado a Tánger solo para echar una mano al SNIO en la operación del oro. Era una forma de seguir al corriente de todo, y Falcó estaba lejos de hacerse ilusiones sobre eso. No le cabía la menor duda de que el mensaje que estaban a punto de transmitir llegaría de forma simultánea a manos del Almirante y a manos de su rival político. En el sucio mundo de los espías, todos mojaban en la misma salsa. Aquel chico era tan peligroso como cualquiera.

—Conexión —dijo Villarrubia—. Ahí vamos.

Ti, ti-ti. Ti, ti, ti-ti, ti… Punto, raya. Punto, punto, raya, punto. El joven había empezado a pulsar con rapidez el manipulador, y Falcó fue siguiendo mentalmente el envío de cada una de las palabras en clave:

Necesidades-operativas-impusieron-dar-café-tercer-viajero-stop-Obtenido-material-valioso-stop-Cambio-guardia-posible-stop-Respuesta-inminente-stop-Coordino-modalidades-fuerzas-locales.

—¿Algo que añadir? —preguntó Villarrubia.

—Nada.

Pulsó el otro un punto, una raya y tres puntos. Permanecieron en silencio, mirando el radiotransmisor.

—No hay respuesta —dijo el joven, tras un momento.

Pulsó tres puntos, raya, punto, raya. Fin de la transmisión. Después se quitó los auriculares, recuperó su reloj y apagó el aparato.

Falcó quemaba el papel del mensaje con la llama de su encendedor.

—Mañana no salgas del Café de París —ordenó—. Puedo necesitarte en cualquier momento del día.

El otro le dirigió una sonrisa entre excitada y cándida.

—¿Estamos llegando al final?

Falcó pulverizaba minuciosamente las cenizas en un cenicero.

—Casi.

Al terminar, sacó la pitillera y se puso un Players en la boca. Villarrubia señaló el cigarrillo.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Depende.

—¿Por qué los enciendes siempre por el lado opuesto?

—Para quemar la marca, y que no quede en la colilla. Pueden identificarte por cosas como esa.

El joven lo contemplaba, admirado.

—Joder —dijo.

Cuando regresó al hotel, tenía en el casillero del conserje un sobre cerrado con un mensaje. El sobre no llevaba remite, pero el mensaje iba firmado con las iniciales de Moira Nikolaos:

El marino te contactará esta noche entre ocho y nueve. Pide que estés atento al teléfono.

Todavía eran las siete y cuarto. Falcó entró en la cabina telefónica del hotel, llamó a Antón Rexach a su oficina, y con toda clase de precauciones lo puso al corriente. Había que tomar medidas preventivas, señaló, tanto si el capitán Quirós decidía aceptar la oferta y entregar el barco, como si se negaba. También pidió a Rexach que informase al comandante del Martín Álvarez y preparase una reunión por la mañana temprano, a fin de poner a punto la táctica a utilizar según saliera cara o cruz. Tampoco estaría de más, añadió tras pensarlo un momento, que a esa reunión asistiera el cónsul nacional en Tánger. Rexach se mostró de acuerdo, asegurando que todo estaría dispuesto a primera hora.

Tras colgar el teléfono, Falcó le dijo a Yussuf que estaría en el bar marroquí. Fue allí, pidió un gin-fizz y se sentó en un diván, hojeando números de Voilà y Estampa de antes de la guerra —Notas de Hollywood: Claudette Colbert combina los films históricos con la comedia psicológica—. Por un rato pudo concentrarse en un artículo sobre la moda masculina en Londres, que incluía calzado rematado en punta que el zapatero —salía su risueña foto— llamaba a la española. Y al terminar, dejando a un lado la revista, Falcó concluyó que alguien capaz de llamar a la española en 1937 a unos zapatos de hombre acabados en punta merecía sufrir la misma suerte que el comisario político Juan Trejo. Incluido el pozo de Kassem como final de fiesta.

A las ocho y diez apareció Yussuf en la puerta del bar. Lo llamaban al teléfono. Falcó se quedó inmóvil un instante, vaciando la cabeza de todo cuanto no fuese a decir o escuchar en los próximos minutos. Después se levantó y fue hasta el vestíbulo. Antes de cerrar la puerta acristalada comprobó que el conserje, al que podía ver desde allí, no estaba pendiente de la centralita.

—Dígame.

—«He estado considerando su oferta. Sobre todo lo que se refiere a mi familia… ¿Se mantiene en lo que dijo?».

La voz del capitán Quirós sonaba lejana y fatigada, pensó Falcó. No estaban siendo días fáciles para nadie, pero mucho menos para él.

—Lo mantengo completamente —respondió.

—«¿También la parte… económica del acuerdo?».

—Claro.

Siguió un silencio. El marino parecía debatirse con algunos escrúpulos.

—«Lo quiero en metálico» —señaló al fin.

—Por supuesto —Falcó sentía ganas de aullar de júbilo—. ¿Qué divisa prefiere?

El otro aún pareció dudar un instante.

—«Libras esterlinas» —dijo.

—¿Algún problema en su territorio?

—«Ninguno insoluble, por ahora».

—¿Necesita ayuda?

Nuevo silencio, esta vez más largo.

—«Podría necesitarla».

Un ramalazo de inquietud. Falcó intentaba calcular los posibles problemas, y la lista era enorme. El estado de ánimo de la tripulación, por ejemplo, cuando se enterara.

—¿Quiere darme detalles?

—«No por teléfono».

Falcó se pasó una mano por la frente. Intentaba pensar a toda prisa. No cometer errores, sobre todo. Y no espantar la caza.

—Mañana a última hora estará todo dispuesto… ¿Le va bien?

—«Eso creo».

—¿En el puerto?

—«Mejor en la ciudad —esta vez Quirós pareció pensarlo mucho rato—… ¿La misma casa de arriba?».

También lo meditó Falcó. En aquella etapa, con todo a punto de hervir en la olla, prefería dejar fuera a Moira Nikolaos. No deseaba comprometerla más de lo que ya estaba.

—Hay una tienda de alfombras cerca del Zoco Chico —sugirió—. La calle casi hace esquina con la oficina francesa de correos. El dueño se llama Abdel… ¿Le parece bien a las diez?

—«Me parece bien» —dijo Quirós tras un silencio.

—¿Alguna indicación especial?

—«Sí… Me gustaría que estuviera presente ese caballero con el que conversé la vez anterior».

El comandante Navia, pensó Falcó, sin poder evitar una sonrisa. Debía haberlo pensado antes, claro. De marino a marino. Eso facilitaría las cosas.

—Cuente con ello… ¿A usted lo acompañará alguien?

—«Puede que sí. Tal vez alguien de confianza».

—Como guste.

—«No… Le aseguro que no hay nada de gusto en esto».

Sonó un clic y se interrumpió la comunicación. Falcó se quedó mirando el auricular del teléfono y luego lo colgó despacio. Seguía sonriendo por un lado de la boca, despectivo y cruel. Todos tenemos un precio, pensaba. Más alto o más bajo, aunque no siempre se trate de dinero. También lo tienen, muy a su pesar, los viejos marinos tenaces y cansados.

Hacía frío. Tras un rato en el balcón en mangas de camisa y con el chaleco desabrochado, flojo el nudo de la corbata, mirando las débiles luces del puerto y el destello de la farola al extremo del espigón, Falcó volvió al interior de la habitación y cerró la puerta vidriera. Su cabeza era un laberinto táctico donde se cruzaban todas las eventualidades posibles en las próximas veinticuatro horas. Hipótesis probables y planes específicos para cada una.

Como solía decir su instructor rumano, antes de entrar en un avispero convenía estudiar bien por dónde se iba a ir uno. Y en Tánger, el avispero empezaba a zumbar.

Tiritaba un poco. Para quitarse el frío, fue hasta la botella de Fundador que tenía sobre la cómoda y se puso un dedo en un vaso. Lo bebió sorbiendo entre dientes, sin prisa. Entrando en calor. El sabor de coñac unido a los escalofríos le traía malos recuerdos: doce años atrás había pasado cinco días delirando de fiebre en el cuarto infecto de un hotelucho de Mujtara, en el Líbano francés, con las cucarachas corriéndole de noche sobre la cama y sin otro alivio ni compañía que un tubo de aspirinas y una botella de coñac. Una venta de pistolas Astra a la milicia drusa, que al final se había ido al diablo. Una operación por cuenta de Basil Zaharoff.

Sonrió recordando al viejo sir Basil. Su barbita blanca puntiaguda y la extrema y dura inteligencia de sus ojos tras los lentes. El encuentro de ambos a bordo del Berengaria en viaje de Gibraltar a Nueva York había cambiado la vida de Falcó. Recién expulsado de la Academia Naval, enviado por su familia con una breve carta de recomendación para un hombre de negocios neoyorquino con el que tenían relaciones comerciales, el azar de una partida de póker en la smoking room del transatlántico acabó sentándolo frente a Zaharoff, que a los setenta años aún se encontraba en plena forma. Al viejo traficante le había gustado aquel jovencito apuesto y desenfadado que perdía en el juego con una sonrisa, hablaba idiomas, vestía con educada elegancia y sabía moverse audaz y natural bajo el fuego intenso de las miradas de las mujeres de a bordo. En ese viaje, a Zaharoff lo acompañaba su amante, una española llamada Pilar de Muguiro con la que se casaría poco después. A ella también le había caído en gracia el joven Falcó; y antes de que el barco amarrase en los muelles de Nueva York, este había encontrado un nuevo empleo: doce años traficando con armas en el Mediterráneo Oriental, los Balcanes, el norte de África y Centroamérica, hasta que el Almirante lo reclutó para los servicios de inteligencia de la República.

Figuras paternas, pensó irónicamente tras otro sorbo al coñac. El doctor Freud, aquel austríaco del que tanto se hablaba, habría tenido quizá algo que decir sobre eso. Sir Basil y el Almirante sustituyendo al padre, con quien se llevó mal hasta su muerte; a la madre pacata y religiosa, de la que todo lo separaba; a las hermanas casadas con imbéciles y al hermano mayor, heredero del negocio —fino Tío Manolo, coñac Emperador—, el humo de cuyos sacrificios domésticos siempre subía derecho al cielo, a diferencia del suyo. Para la familia Falcó, Lorenzo había sido desde niño un caso arquetípico de bala perdida que el sentido común aconsejaba mantener lejos. Sin embargo, Basil Zaharoff y el Almirante, hechos de otra pasta, supieron reconocerlo desde el principio como uno de los suyos, tratándolo a la manera cómplice, hecha de curiosidad y tolerancia, que un profesor perspicaz reservaría a un muchacho brillante, distinto a otros. Y Falcó les había correspondido siempre con serena lealtad personal, matizada con aquel estilo suyo —respeto y disciplina compatibles con un desenvuelto descaro— que a hombres de tal clase no desagradaba en absoluto, sino todo lo contrario.

Iba a encender un cigarrillo cuando llamaron a la puerta. Sorprendido, miró el reloj. Era casi medianoche.

—¿Quién es?

No hubo respuesta.

En el acto, su mente adiestrada apartó todo lo superfluo, concentrándose en la situación inmediata: noche, puerta, Tánger, territorio hostil, peligro.

Avispero, concluyó de nuevo. Oía zumbar el enjambre revuelto.

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