Eva

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Sam Berstein se quitó sus anteojos con aro de carey y tuvo una amplia y expansiva sonrisa.

—Sí —dijo, palmeando con su manita gorda el plan que Carol y yo habíamos escrito—, esto es lo que quería. No es como debe ser. No es como debe ser ni de lejos, pero es algo para empezar a trabajar. Un buen comienzo.

Yo lo miré ansiosamente desde mi asiento, un sillón bajo y confortable, en su gran oficina.

—Pensé que este plan era algo sobre lo que podíamos empezar a discutir. Usted, después de todo, tiene sus ideas al respecto, por eso me he limitado a presentar la idea de la manera más breve.

Berstein sacó una caja de cigarros, eligió uno, me lo ofreció, pero yo meneé la cabeza. Él encendió el cigarro y se frotó las manos.

—No esperaba que anduviera usted tan rápido —dijo—. Ahora veamos el plan punto por punto. Cuando nos pongamos de acuerdo, sugiero que lleve usted el manuscrito, lo desarrolle y me lo traiga cuando esté listo. Entonces veré a Rex Gold.

—Va a tropezar con dificultades —dije, con pesimismo. Él rió.

—Ése es asunto mío —dijo—. En los últimos cinco años Rex Gold y yo hemos tenido algunas peleas. No significan nada, porque, al final, siempre me he salido con la mía. Deje la cosa en mis manos.

—Está bien —repliqué, sin convencerme—. Lo dejo en sus manos, pero le prevengo que Gold me detesta a muerte.

Él rió de nuevo.

—No lo culpo —dijo—, Carol es una chica encantadora y usted es un hombre de suerte. Pero, aunque lo odie a muerte, también le gusta un buen argumento… —palmeó de nuevo el manuscrito—. Esta historia es buena…

Algo de su entusiasmo se me contagió.

—Como usted guste… —acerqué la silla a su escritorio— ¿qué le parece si profundizamos el argumento?

—Perfecto —dijo él, mostrando los dientes, deleitado—. Llévese eso y tráigame un segundo plan. Entonces será el momento de ver a Gold.

Me puse de pie.

—Bueno, muchas gracias, señor Berstein —dije—. He disfrutado mucho de esta conversación y no pasará mucho tiempo sin que le traiga un segundo manuscrito.

—Hágalo cuanto antes —dijo, acompañándome a la puerta.

—Imagino que Carol va a estar ocupada todo el día… —comenté en el momento de darle la mano.

Él levantó los hombros.

—No lo sé. ¿Por qué no lo averigua? Ella está con Jerry Highams. ¿Conoce la oficina?

—Naturalmente —dije—. Sé dónde es. Hasta pronto, señor Berstein. Adiós …

Caminé rápidamente por el corredor y, aunque tenía que pasar frente a la oficina de Highams, no me detuve. No tenía ganas de volver a encontrar a Frank Imgram, y las posibilidades de que él estuviera con Carol eran demasiado grandes para arriesgarme.

Al pasar frente a un teléfono público al fin del corredor disminuí la marcha y me detuve. Miré mi reloj pulsera. Eran las once y cincuenta y cinco. Tal vez tuviera la suerte de que Marty no hubiese aún llegado. Quería estar seguro de que Eva iba a contestar el teléfono. Entré en la casilla y me encerré dentro. Mientras marcaba el número sentí que el corazón golpeaba en mi pecho con reprimida excitación.

La campanilla sonó varias veces antes que contestara.

—Hola…

Reconocí su voz.

—Eva —dije—, ¿cómo estás?

—Buenos días, Clive —dijo ella—. ¿Cómo te va? Has llamado temprano esta mañana.

—¿Te he despertado? —pregunté, sorprendido de encontrarla tan amable.

—No, al contrario. Estaba tomando el café. Hace rato que estoy despierta.

—¿Cuándo puedo verte?

—¿Cuándo quieres venir?

—Un momento, Eva —dije, demasiado intrigado para ser cuidadoso—, el otro día dijiste que no querías volver a verme.

—Entonces está bien: no quiero volver a verte —contestó riendo.

—Voy enseguida —dije—. Eres un demonio. Me has hecho pasar dos días atroces. Creí que hablabas en serio.

Ella rió de nuevo.

—Eres el colmo, Clive. De todos modos, en ese momento hablaba en serio. Estaba enojada. Fuiste un asqueroso en irte de esa manera…

—Bueno, fui un asqueroso —dije, riendo—. Pero he recibido una buena lección y no volveré a hacerlo.

—Es mejor que así sea —me previno ella—, la próxima vez no te perdonaré tan fácilmente.

—Ven a almorzar conmigo.

—No —su voz se endureció—. No voy a hacer eso, Clive. Si quieres puedes venir a verme profesionalmente; pero no voy a salir a almorzar.

—Eso es lo que crees. Vas a almorzar conmigo y no quiero discusiones —contesté.

—¡Clive! —hubo una nota de enojada sorpresa en su voz—. Te repito que no saldré a almorzar.

—Hablaremos luego. Estaré allí dentro de media hora.

—Es demasiado pronto, todavía no estaré lista. Ven a eso de la una.

—Bien… y ponte un lindo vestido.

—No voy a almorzar contigo.

—Por una vez vas a hacer lo que te manden —dije, riendo—. Ponte algo elegante… —la línea quedó súbitamente muerta, porque Eva había cortado.

Miré el teléfono e hice una mueca. Está bien, tesoro, pensé, vamos a ver quién manda…

Fui a la playa de estacionamiento y lentamente conduje el Chrysler por el sendero del estudio. Me sentía bien. Confiaba poder dominar a Eva. Ella podía cortar la comunicación si eso halagaba su vanidad, pero iba a almorzar conmigo, aunque tuviera que arrastrarla hasta el restaurante en camisón.

Me dirigí al Club de Escritores y pedí al mayordomo que me diera la correspondencia. Me entregó unas cartas; fui al bar y pedí un whisky con soda. Una rápida mirada a las cartas me mostró que no había nada de Eva. Dejé el vaso sobre la mesa del bar, volví junto al mayordomo y le pregunté si estaba seguro de que no había nada más para mí.

—Eso es todo, señor —dijo él, volviendo a mirar en la casilla.

¡Y Eva había afirmado con tanto énfasis que me había devuelto los cuarenta dólares que yo le había dejado la noche en que me fui sin despedirme!

Fui al teléfono y marqué su número.

—Hola —dijo ella casi enseguida.

—Espero no haberte hecho salir del baño, Eva. Pero ¿recuerdas que me dijiste que habías devuelto el dinero?

—Lo devolví —su tono fue cortante.

—¿Lo mandaste el Club de Escritores?

—Sí.

—Pues no ha llegado.

—No es culpa mía —contestó con indiferencia—. Lo mandé, y cuando yo digo una cosa, no miento.

—Pero Eva, yo quiero que te quedes con el dinero. Vine aquí a buscarlo. ¿Estás segura de haberlo enviado?

—Claro que estoy segura y, de todos modos, no lo quiero. Me enojaste y por eso te devolví el dinero. No lo aceptaré si me lo das.

Yo contemplé pensativo las inscripciones en lápiz de las paredes. Aquí algo anda mal, pensé.

—¿No pusiste una nota dentro?

—¿Para qué? —ahora estaba a la ofensiva—. Puse el dinero en un sobre y lo mandé al club.

Mentía. Ahora sabía que nunca había tenido intenciones de devolver el dinero. Había querido mostrar su poder. Sabía que iba a herirme devolviéndome el dinero, pero, a pesar de querer ganarme la partida, su avidez era demasiado grande. Quería hacer una componenda y había esperado que al decirme que me había devuelto el dinero, yo iba a creerle y ella iba a sacar su venganza gratis. Bueno, me había hecho sufrir dos días, pero ahora yo comprendía que Eva no había tenido grandeza suficiente para desprenderse de los billetes, y el desprecio que me inspiraba era, de por sí, una victoria.

—Tal vez se haya perdido la carta —dije, burlándome a medias—. Pero no importa, te lo devolveré.

—No lo quiero, Clive —retrucó—. Y tengo que irme. Se está llenando la bañera.

—Hablaremos durante el almuerzo —dije, procurando cortar antes, pero ella me ganó de mano.

Llegué a Laurel Canyon Drive a la una menos cinco. Me detuve frente a la casita y toqué la bocina. Después descendí y avancé por el sendero. Golpeé la puerta, saqué un cigarrillo y lo encendí.

Esperé unos momentos y entonces me di cuenta de que ningún ruido salía de la casa. Generalmente al llamar, oía los pasos de Marty en el corredor.

Fruncí el entrecejo y llamé de nuevo. Nada. Esperé, mientras una helada sensación de naufragio se apoderaba de mí.

Llamé cuatro veces y después volví al Chrysler. Subí y recorrí lentamente la calle. Cuando estuve fuera de la vista de la casa, me detuve y encendí otro cigarrillo. Mis manos temblaban al sostener el fósforo.

Súbitamente pensé en Harvey Barrow. Recordé lo que había dicho: «Dije que iba a buscarla y contestó que estaba de acuerdo. Pero volví cuatro veces a su casa y, cada vez, la maldita mucama me dijo que había salido. Yo sabía que estaba arriba, riéndose de mí».

Mis manos apretaron el volante. Eva ni siquiera había tenido la decencia de mandarme a Marty con alguna mentira. Podía imaginarla en el cuartito, con la cabeza ladeada, oyendo cómo yo golpeaba a la puerta. Probablemente Marty estaba con ella y se cambiaban miradas. Sonreían. Déjelo llamar, decía Eva, pronto se hartará.

Manejé lentamente por Sunset Boulevard, sin pensar en nada. Estaba mareado, atontado. Me detuve frente a una droguería, entré y marqué su número. La campanilla sonó largo rato, pero no hubo respuesta.

Imaginé que estaba a punto de atender el teléfono, y que de pronto se detenía. Debía de saber que era yo quien llamaba. Me apoyé contra la pared de la sucia casilla, mientras la campanilla sonaba. Bruscamente tuve ganas de matarla. Era una idea fría, casi impersonal, que me pasó por la mente, y que analicé con interés y placer. Después, horrorizado de haber pensado siquiera en algo semejante, corté y salí a la luz del día.

¿Me estaré volviendo loco?, me pregunté, mientras me dirigía a Three Point. Una cosa era estar enfurecido contra ella: otra, matarla… ¡qué cosa estúpida, loca, peligrosa, aunque la hubiera pensado sólo un momento!

De todos modos comprendí que matar a Eva podía darme placer. Era la única manera de tocarla. Su armadura era demasiado fuerte. De nuevo rechacé el pensamiento, pero volvía, y, en mi mente, planeé todos los detalles de su muerte, y esto me dio mucho placer. Me vi alguna noche, llegando a la casita cuando ella estaba fuera; yo la esperaba. Podía esconderme arriba, en uno de los cuartos vacíos hasta oír la llave en la cerradura. Después yo saldría de mi escondite y, desde el rellano, me aseguraría de que Eva estaba sola. Era fácil verla inclinándose sobre la baranda, y ella no podría verme.

Antes de acostarse, seguramente iría al cuarto de baño. Yo podía meterme en uno de los cuartos vacíos y esperar que volviera a bajar. Iba a darme mucho placer pensar que Eva andaba por la casita solitaria, creyéndose sola, mientras que todo el tiempo yo estaba arriba, esperando para matarla.

Tal vez iba a regresar borracha, como la noche en la que yo me había ido. Si estaba borracha, iba a ser fácil matarla. No iba a experimentar piedad ni sentimiento alguno si la encontraba roncando y apestando a whisky.

Yo podía agazaparme en el rellano y escuchar. Oírla cómo Eva preparaba la cama. Ya conocía bastante de su rutina como para saber lo que iba a hacer. Primero se quitaría la falda. Lo haría en el momento de entrar, porque usaba unas polleras tan apretadas que tenía dificultad para sentarse. Después iría al ropero y sacaría una percha. Minuciosamente colgaría el saco y la pollera. Quizás iba a encender un cigarrillo mientras se despojaba del resto de sus vaporosas ropas. Se pondría el camisón y se dejaría caer en la cama. Escuchando claramente, yo podría seguir todos los detalles. Cada uno tenía su ruido individual, incluso el crujido de la cama al recibir el ligero cuerpo. Tal vez Eva se pondría a leer, o quizás apagara la luz y fumara en la oscuridad. Hiciera lo que hiciese, yo iba a darle bastante tiempo como para que se durmiera. ¿Qué importaba esperar horas en la oscuridad? Eventualmente iba a descender. Descendería como un fantasma, apoyándome en la baranda y probando cada escalón antes de apoyarme con todo mi peso. Eva iba a despertar cuando fuera demasiado tarde para salvarse.

Yo iba a deslizarme en el cuarto y miraría en la oscuridad. No podía ver a Eva, pero iba a saber dónde estaba su cabeza; iba a sentarme suavemente en la cama, a su lado. Incluso entonces Eva no iba a despertar. Con una mano yo buscaría su garganta y, con la otra, encendería la lamparilla de noche.

Entonces iba a llegar el momento en el que me cobraría de todas las heridas que me había infligido. El breve momento en el que sus sentidos se despertarían del sueño, y me reconocerían. Nos miraríamos; ella iba a comprender por qué yo estaba allí, y lo que yo iba a hacer. Yo vería su mirada desesperada, aterrada, la mirada que seguramente iban a tener sus ojos; la vería por primera vez sin la máscara de madera, sin sus afectaciones profesionales.

Sólo por dos o tres segundos. Pero bastarían. La mataría rápido, apoyando la rodilla sobre su pecho, con todo mi peso, Eva no podría hacer nada. Ni siquiera iba a darle tiempo para endurecer su cuerpo, o para arañarme las manos.

Y nadie sabría jamás quién lo había hecho. Podía ser cualquiera de sus amigos.

Desperté de este horrible sueño diurno por el violento sonido de una corneta de auto, y apenas pude evitar un choque con un Cadillac. Había estado tan ensimismado que había dejado que el Chrysler se deslizara hasta el otro lado de la calle. Oí que el conductor del otro auto me insultaba al pasar; me hice a la derecha y proseguí con cuidado el camino.

Cuando llegué a Three Point todavía estaba perturbado por el sentimiento de placer incontrolable que había experimentado mientras imaginaba cómo iba a arreglar mis diferencias con Eva. Eran casi las tres; pedí a Russell que me trajera sándwiches y un whisky para tomar en la terraza.

Mientras esperaba paseé de arriba abajo, salvajemente furioso por la forma en que Eva me había tratado, y alarmado al comprobar hasta qué punto mi mente estaba afectada por su dura indiferencia hacia mí. El hecho de que hubiera imaginado asesinarla hasta los últimos detalles, y que hubiera obtenido placer al hacerlo, me chocaba y me asustaba. Esta idea no hubiera entrado jamás en mi mente unas semanas atrás, aunque, en aquel momento desprevenido en la casilla de teléfono, podía haber sido la única solución para nuestra lucha.

Tengo que controlarme, pensé mientras paseaba de arriba abajo. Esa mujer me hace daño. Nunca cederá y es mejor reconocer la derrota y olvidarla. Nunca podré seguir adelante con ningún trabajo si dejo que influya en mi mente, que ocupe mis pensamientos e irrite mis nervios de esta manera. Hay que acabar con esta imbecibilidad.

Apareció Russell con una bandeja que puso sobre la mesa.

—Traiga mi máquina de escribir, Russell —dije, volviéndome—. Tengo que trabajar.

Él sonrió ampliamente.

—Espero, señor, que haya pasado una buena mañana en el estudio.

—Bastante buena —dije, sin entusiasmo—. Vamos, sea un buen camarada y ayúdeme a trabajar…

Él me lanzó una mirada rápida, desilusionada y corrió a la biblioteca para buscar la máquina de escribir.

Me senté, empecé a leer las notas de Berstein, pero era difícil concentrarse. No podía borrar de mi mente la humillación de haber estado llamando a la puerta de Eva, como un vendedor ambulante. Cuanto más pensaba en la cosa, más me enfurecía. Cuando Russell puso la máquina de escribir a mi lado y se fue, no pude trabajar. En lugar de eso comí los sándwiches y empecé a beber sin respiro.

Me las pagará, pensé, echando más whisky en el vaso, con mano insegura. De alguna manera me las pagará. Tomé el whisky de un trago y volví a llenar el vaso. Repetí esto varias veces, hasta que sentí un leve entumecimiento en las piernas. Comprendí que estaba casi borracho. Aparté el botellón y acerqué hacia mí la máquina. Que se vaya a la mierda, dije en voz alta. No podrá detenerme. Nadie podrá hacerlo.

Hice una tentativa de escribir la primera escena de acuerdo con las sugerencias de Berstein, pero, tras luchar por más de una hora, arranqué el papel de la máquina y, furioso, lo hice pedazos.

No estaba en un estado de ánimo creador; dejé la terraza, vagué por las habitaciones vacías de la cabaña. Russell se había escondido en alguna parte. Posiblemente se había ocultado para dormir la siesta en los bosques. La cabaña estaba intolerablemente sola, y empecé a preguntarme si no había sido un idiota en establecerme aquí, tan lejos de todo.

La cosa era perfecta mientras tuviera a Carol para acompañarme, pero, ahora que ella iba a pasar la mayor parte del día en el estudio, realmente iba a aburrirme mucho.

Mi mente seguía volviendo hacia Eva. Hice un débil esfuerzo para pensar en otra cosa, pero no lo logré. Agarré una novela y procuré leer, pero, después de pasar media docena de páginas, me di cuenta de que no sabía lo que había estado leyendo y arrojé el libro al otro extremo del cuarto.

El whisky que había bebido me aguijoneaba, tenía la cabeza pesada y estaba inquieto. Súbitamente me puse de pie y fui hacia el teléfono. Iba a decirle exactamente lo que pensaba de ella. Si cree que puede hacerme esto y quedar tan fresca, va a recibir una linda sorpresa…

Marqué su número.

—¿Quién habla? —preguntó Marty.

Vacilé y luego, rápidamente, corté. Eva no iba a desdeñarme por intermedio de Marty. Encendí un cigarrillo y volví a vagar inquieto por la terraza.

No puedo seguir así, pensé. Tengo que trabajar. De nuevo me senté a la mesa y empecé a leer las notas de Berstein, pero mi mente seguía vagando y finalmente abandoné la cosa, desesperado.

Carol llegó a la hora de comer. Bajó de su coche crema y azul y corrió por el césped, hacia mí.

Al verla, sentí que un gran peso desaparecía de mi mente; la estreché con fuerza contra mí, por varios segundos, antes de soltarla.

—Bueno, querida —dije, sonriendo—. ¿Cómo te ha ido?

Ella suspiró profundamente.

—Estoy cansada, Clive. Hemos trabajado sin pausa. Ve a traerme un trago. Quiero que me cuentes tus noticias.

Marchamos hacia la casa mientras ella me contaba la reunión acerca del argumento en el que trabajaba.

—Hasta ahora Rex Gold está encantado —dijo—. Va a ser una película maravillosa. Jerry nunca ha estado mejor e incluso Rex Gold ha hecho una buena sugerencia.

Le preparé un gin con pomelo y me serví otro whisky.

—Oye, Clive —dijo ella de pronto—. Espero que no hayas bebido todo ese whisky… El botellón estaba lleno esta mañana…

Le tendí su vaso y reí.

—Claro que no —dije—. ¿Qué crees que soy? ¿Una esponja…? Se me cayó el botellón y se derramó la mitad.

Ella me lanzó una mirada rápida, inquisitiva, pero yo enfrenté su mirada, y su cara se aclaró.

—Así que no eres una esponja… —dijo, sonriendo. Estaba pálida y parecía cansada—. Bueno, cuéntame: ¿le gustó la adaptación a Sam?

Asentí.

—Claro que le gustó. ¿Por qué no iba a gustarle? Tú la escribiste, ¿no es así?

—La escribimos nosotros, querido —dijo ella, perturbada de nuevo—. ¿No estás enojado por eso, verdad? Quiero decir que yo no hubiese interferido si tú…

—No hablemos más —dije, cortante—. Ya sé que no sirvo mucho cuando se trata de una adaptación al cine, pero quiero aprender… —me senté a su lado y le tomé la mano—. No logro salir adelante con el segundo plan. ¿Sabes, Carol? Quisiera que Berstein consiguiera otra persona para hacerlo. Yo no voy a ninguna parte.

—Dame un cigarrillo y cuéntame lo que dijo Berstein.

Después de encender su cigarrillo, le expliqué las sugerencias de Berstein. Carol escuchó atentamente, aprobando de vez en cuando con su cabecita oscura.

—Es un tipo fantástico —dijo, cuando terminé de hablar—. Ha mejorado enormemente la cosa. Oh, Clive, simplemente debes ponerte a trabajar. Sé que puedes hacerlo y eso significa tanto para ti…

—Tú puedes hablar así, Carol —repliqué con amargura—, pero ahora la historia a mí no me dice nada. He estado luchando con ella toda la tarde, y no voy a ninguna parte.

Ella me miró unos momentos, con ojos intrigados, interrogantes.

—Tal vez mañana estés de mejor ánimo —dijo, esperanzada.

—Sam espera la cosa pronto. Ya la producción está retrasada.

Me levanté, irritado.

—¡Oh, qué me importa! Estas cosas no pueden forzarse…

Ella se levantó y me rodeó con sus brazos.

—No te preocupes, Clive. Vas a salir, ya verás…

—Oh, a la mierda con esa historia… —me volví hacia la puerta—. Voy a ponerme una bata y prepararme para la noche. ¿Tienes algún libro?

—Tengo trabajo que hacer —dijo ella rápidamente—. Quiero preparar algunas escenas…

—No puedes trabajar todo el día y toda la noche —contesté, irritado de que Carol pudiera pensar en algo creador—. Descansa. Te hará bien.

Ella me empujó hacia la puerta.

—No me tientes. Espérame en la terraza. Hace un tiempo precioso y vendré en cuanto haya terminado.

Permanecí sentado largo rato en la terraza, que iba oscureciéndose, pensando en Coulson. Sabía que estaba haciendo algo mezquino al arruinar su obra transformándola en una película, pero había ido demasiado lejos para echarme atrás. En primer lugar, jamás debí haberle robado la pieza. Pero, si no lo hubiese hecho, no estaría ahora donde estaba, sentado en la terraza de una costosa cabaña, en uno de los lugares más lindos de California. Nunca habría conocido a Carol. Lancé un brusco suspiro… nunca habría encontrado a Eva.

—¿Qué haces ahí en la oscuridad? —dijo Carol, saliendo a la terraza—. Hace horas que estás ahí, querido. Son más de las doce.

Desperté con una especie de sobresalto.

—Estaba pensando —dije, levantándome. Me sentía entumecido y con frío—. No tenía idea de que el tiempo hubiera pasado tan rápido. ¿Has terminado?

Ella deslizó la mano por mi cuello y me besó.

—No te enojes conmigo, querido —murmuró, rozando mi oreja con sus labios—. He preparado un segundo plan para ti. Ahora podrás hacer el guión, y será realmente bueno. No te enojas, ¿verdad?

La miré fijamente, enfermo de envidia de que Carol pudiera hacer tan fácilmente lo que a mí me costaba tanto.

—Carol, no puedes hacer tu trabajo y el mío. Es absurdo. Lo único que falta es que me sostengas…

—No te enojes —suplicó ella—. Lo único que he hecho es poner sobre papel tus ideas y las de Sam. Una mecanógrafa habría podido hacerlo. Debes pulir mañana la cosa para llevársela a Sam. Entonces Rex Gold lo aceptará y realmente podrás empezar a trabajar. Dame un beso y no me mires con ese entrecejo fruncido…

La besé.

Ella me dio un rápido sacudón.

—Vamos a la cama —dijo—. Mañana tengo que levantarme temprano.

—Ya voy —dije. Pero me sentía aplastado y deprimido.

En los cuatro días siguientes fui comprendiendo, cada vez más, que había cometido un gran error en ir a vivir a Three Point. Al hacerla me había apartado de todo contacto social, y ahora, sin ninguna diversión, rápidamente empezaba a aburrirme en aquella soledad que yo mismo me había impuesto. Aunque me había propuesto escribir una novela en aquel ambiente, cuando llegaba el momento de empezar, comprendía que me faltaba la inspiración.

Había logrado, tras considerable esfuerzo, volver a escribir la segunda adaptación que Carol había hecho de la obra. Como ella había realizado casi todo el trabajo preliminar, mi tarea particular se reducía a copiar lo que ella había escrito. Pero, aunque no debía realizar un trabajo realmente creador, necesitaba un esfuerzo de voluntad para sentarme ante la máquina de escribir. Varias veces, mientras escribía, tuve la tentación de llamar a una mecanógrafa para que terminara la tarea. Finalmente logré terminar con la adaptación, y la puse en manos de Sam Berstein. Esperaba —con sentimientos mezclados— lo que iba a decir Gold. Mi intención era, si Gold aceptaba, insistir en que alguien —cualquiera que no fuera yo— hiciera el guión. Sabía que yo era incapaz de hacerlo; además, no me atrevía a escribir los diálogos adicionales que se requerían. No esperaba poder imitar las brillantes frases de John Coulson y, si lo intentaba, inmediatamente sería obvio para un hombre de la agudeza de Gold que yo no era el autor de la obra original.

La situación financiera empezaba a preocuparme. Mi capital vacilaba. Los derechos eran cada semana más deprimentemente pequeños y mis deudas aumentaban. No comenté con Carol la verdadera situación, porque comprendí que ella iba a insistir en pagar por lo menos su parte. Naturalmente Carol ganaba mucho dinero en el estudio y, aunque gastaba poco en dinero de bolsillo y en ropa, la cantidad mayor era cuidadosamente invertida en propiedades. Fueran cuales fueran mis defectos, estaba decidido a no recibir jamás un centavo de Carol.

Cuando Carol estaba en el estudio, el día parecía interminable. Yo permanecía varias horas sentado en la biblioteca, y cuando ya no toleraba el encierro, salía al bosque y vagaba en medio de una negra depresión. Eva y John Coulson no se apartaban jamás de mi mente. Intenté escribir el guión de Seguro de lluvia, pero apenas había empezado, cuando tuve la siniestra sensación de que John Coulson estaba en el cuarto, a mi lado, viéndome luchar para crear algo y riendo en silencio ante mis torpes esfuerzos. Era una fantasía absurda, pero persistió, volviendo la concentración imposible.

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