Eva

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No quise que Eva me viera. Por lo menos, no enseguida. No podía quedarme en la puerta porque la gente seguía entrando. El cuarto, aunque amplio, parecía repleto. Desde la puerta yo no podía ver las mesas, aunque podía ver el arco de las luces tamizadas que las alumbraban.

Avancé cautelosamente hasta llegar a la primera mesa.

Entonces me empujaron, y al mirar alrededor, vi que Eva no estaba allí. Pensé que debía de estar en la mesa más lejana, y me abrí camino hacia allí. La muchedumbre estaba apretada y tuve que esperar.

El croupier gritaba: Faites vos jeux, Messieurs.

Había un movimiento concertado hacia la mesa, y me dejé arrastrar.

Un momento después el croupier anunció: Les jeux son faits. La premura se apaciguó, pude retirarme de la mesa y vagar por el salón. Incluso en este momento era difícil avanzar. Logré algunas miradas sombrías mientras me deslizaba entre la gente, usando los codos y procurando tomar la cosa a risa.

Tardé diez minutos antes de llegar a la otra mesa. Eva estaba de pie detrás de Jack Hurst, que había logrado conseguir un asiento.

El croupier decía: Onze, noir, impair.

Tras devastar las apuestas perdedoras, empujó una pequeña pila de fichas hacia Hurst.

Messieurs, faites vos jeux.

Eva se inclinó y murmuró algo en el oído de Hurst. Sus ojos estaban brillantes y parecía casi hermosa. Él meneó la cabeza, impaciente, pero no se volvió a mirar. Apostó a negro e impar.

Otros jugadores apostaban. Miré a Hurst con interés. Era grande, de hombros anchos y de apariencia poderosa. Sus ojos eran hundidos y su nariz recta. No tenía labio superior. Su boca parecía una línea dura, trazada con regla y lápiz. El esmoquin le caía bien y su camisa era impecable. Debía de tener unos cuarenta años.

Ése era el tipo que Eva amaba. No se lo reproché. Fuera lo que fuere, Hurst era un hombre. Era difícil de admitir, pero Jack Hurst parecía ser una persona muy bien.

Miré a Eva. Ella apoyaba la mano posesivamente en su hombro, y ni por un segundo le quitaba los ojos de encima. Miraba excitada cada uno de sus movimientos. Apenas pude reconocerla. Estaba animada y nunca la había visto tan feliz.

De todos modos, yo estaba enfermo de celos. Si Hurst hubiera sido una rata, no me habría sentido tan mal. Pero no lo era. No pude menos de compararme con él. Y la comparación no era favorable. Él era más buen mozo, más interesante, más fuerte. Parecía hombre capaz de conseguir lo que quería en cualquier cosa que se metiera.

La ruleta giró y Eva se inclinó hacia adelante. Hurst permaneció sentado con los ojos en la rueda, frío y desinteresado.

El croupier dijo: Rien ne va plus.

Gradualmente la bolita se deslizó por el borde y se alojó en uno de los compartimientos.

El croupier pagó. Lanzó más fichas hacia Hurst y le sonrió. Hurst no vio su mirada.

Empecé a moverme lentamente alrededor de la mesa. Era difícil y Hurst ganó más fichas antes que yo lograra colocarme detrás de Eva. Tuve que codear a una vieja gorda para que me dejara paso antes de poder ubicarme tras ella. Pude oler el perfume de su pelo. Tenía ganas de tocarla, pero no lo hice.

Ella dijo a Hurst, en un murmullo:

—Dobla las apuestas.

—Cállate —dijo él.

Colocó las fichas en fila entre el 16 y el 13. Yo me incliné y aposté, cien dólares de fichas al colorado.

Eva se volvió. Nos miramos.

—Hola —dije.

Su cara se volvió de madera, y me dio la espalda.

Está bien, puta, me dije, ya verás si quieres tomarlo de esta manera.

El croupier dijo: Les jeux son faits y lanzó la bolita de marfil en la rueda.

Salió el colorado.

El croupier tomó las fichas de Hurst antes de empujarme las que me correspondían.

—Repito la apuesta —dije—. ¿Está bien?

El croupier asintió.

Hurst había perdido unos cincuenta dólares. Puso más fichas sobre la mesa. Otra vez salió el rojo.

—Dejo el dinero —dije yo.

Hurst perdió sus fichas.

Me miró por encima del hombro y una leve sonrisa pasó por sus ojos.

Yo le mostré también los dientes: podía permitírmelo.

Él hizo cosas elaboradas con las fichas esta vez, colocándolas en la primera y tercera docena.

Salió el colorado y volvieron a quitar las fichas a Hurst.

Comprendí que había perdido unos doscientos dólares. Yo tenía apostados ahora unos ochocientos dólares al colorado. El croupier me miró, interrogante. Asentí.

Cuando Hurst iba a apostar de nuevo, Eva dijo:

—Esta noche no tenemos suerte. Vamos —parecía preocupada.

—Cállate —dijo Hurst.

Parecía la única palabra que podía decirle.

Nuevamente salió el rojo y nuevamente Hurst perdió sus fichas.

Puse doscientos dólares de fichas en el Passe y dejé el montón de fichas en el colorado.

La gente empezó a apretarse detrás de mí. Hurst no apostó.

Giró la ruleta. La bolita de marfil jugueteó alrededor del colorado 36, después, perezosamente, fue a caer en el 13 negro.

El croupier arrastró todas mis fichas, y me miró meneando la cabeza. Quise sonreír, pero no lo logré del todo.

Había visto cómo se deslizaban de entre mis dedos mil quinientos dólares, y eso duele. Dejé correr la rueda.

Hurst volvió a apostar. Esta vez ganó. Era como si él no pudiera ganar cuando yo estaba jugando. Esperé un par de vueltas y después aposté doscientos dólares al negro.

Salió el colorado.

Está bien, pensé, jugaré al colorado. Había sido una locura no jugar al colorado.

Llevaba apostados cuatrocientos dólares.

Cuando me incliné para apostar, rocé la cadera de Eva. Fue como tocar un cable vivo. Ella se apartó rápidamente y eso me demostró que sabía quién la había tocado. No me importaba. Bastaba con estar cerca de ella y ver cómo el hombre que ella quería perdía su dinero.

Aposté quinientos dólares al colorado.

Hurst también apostó.

Salió el colorado y Hurst perdió.

La cosa siguió así unos quince minutos. Yo no aposté todas las veces. Por dos veces estuve a punto de retirar de la mesa la pila de fichas, pero algo me retuvo.

El colorado salió once veces. Sentí que toda la gente se quedaba sin aliento.

—Déjelo en el colorado —dije. Había allí cinco mil doscientos dólares en fichas.

El croupier dijo:

—No hay más apuestas —no puso la ruleta en movimiento.

Justamente en ese momento empezó una discusión. Un hombrecito con una cicatriz que le cruzaba la cara empezó a gritar que debían tomar las apuestas y hacer girar la ruleta.

El croupier permaneció inmóvil, meneando la cabeza. Hurst dijo bruscamente:

—Haga girar esa maldita ruleta —había un chasquido como de latigazo en su voz.

El croupier murmuró algo a un pajarraco alto, delgado, que se había abierto paso hasta la mesa.

Hurst dijo:

—Tony, dile que haga girar la ruleta.

El pajarraco alto y flaco miró la pila de fichas y sus labios se contrajeron. Miró a Hurst y después me miró a mí. Después dijo al croupier:

—¿Qué diablos estás esperando?

El croupier se encogió de hombros. Messieurs, faites vos jeux.

Todos se apelotonaron alrededor de la mesa. Fue un momento excitante. Tendí la mano hacia abajo y encontré la mano de Eva. No me miró, pero dejó que le agarrara la mano. Esto me emocionó más que mirar girar la ruleta.

Parecía que la bolita tomaba mucho tiempo para decidirse. Cayó en el colorado y pareció que iba a quedar allí; después, a último momento, como si una mano invisible le hubiera dado un saque, se deslizó hacia el negro.

La muchedumbre lanzó un gran suspiro contenido.

—¿Por qué no dejaste de jugar, pedazo de idiota? —dijo Eva, retirando la mano.

Hurst levantó la vista por encima del hombro, miró a Eva y después me miró a mí. Todos me miraban. Yo estaba allí inmóvil, sintiendo que las rodillas me flaqueaban. Por un tiro de más había perdido de ganar diez mil dólares.

—¿Contento? —preguntó el pájaro flaco, burlándose. Logré controlarme.

—Sí —dije y, sin mirar a Eva, me abrí paso en el salón repleto en dirección al bar.

Casi no había nadie en la sala larga, de techo bajo. La muchedumbre había empezado a jugar y no empezarían a beber de nuevo hasta más avanzada la noche. Aún era temprano. El reloj sobre el bar marcaba las diez y cinco.

Pedí un whisky doble y, tras beberlo, dije al mozo que no retirara la botella. Después de todo iba a ser una noche infernal.

Permanecí allí media hora, bebiendo sin parar. Después vi llegar a Eva. Estaba sola. Yo estaba ya bastante borracho y, cuando quise dejar el bar y acercarme, vi que se dirigía al baño de señoras. Salió unos momentos después, con la pelirroja. Pasaron junto a mí, muy cerca, sin verme.

La pelirroja decía:

—¿No te parece fantástico? Parece un marinero y adoro sus caderas estrechas.

Eva rió.

—Pero no le gustan las pelirrojas —contestó, con la cara animada—. ¿Sabías eso?

—Me muero por él —dijo la pelirroja, y su risa chillona hirió mis nervios.

Las observé cuando atravesaban la sala, dirigiéndose hacia el salón de juego. Saqué un puñado de monedas, las empujé hacia el mozo, y seguí a las mujeres. No encontré a Eva ni a Hurst. Tampoco estaba allí la pelirroja. Fui a la sala de dados y a la sala de jugar a las cartas. No había señal de ellos. Salí a cubierta. El viento era aún frío, pero había allí algunas parejas.

Di unas vueltas, pero no los vi; entonces trepé a la cubierta superior. La pelirroja estaba allí.

—Hola —dijo.

Me acerqué a ella, junto a la baranda.

—¿No estabas con tu amigo?

—Se fue y yo volví aquí para ver otra vez la luna.

La miré. No estaba tan mal después de todo. Recordé cómo mis dedos se habían hundido en su espalda.

Me acerqué más.

—¿Cómo piensas volver?

—En un bote… ¿crees que voy a volver nadando? —rió y yo también reí. Yo estaba tan tomado que cualquier cosa me parecía ahora graciosa; hasta perder diez mil dólares.

La acorralé contra la baranda. A ella pareció no molestarle.

—Siento haberte querido pegar —dijo.

—Me gusta —dije, y la atraje hacia mí.

Se aproximó de bastante buena gana. Esta vez le lastimé la boca.

—¿Es eso todo lo que sabes hacer? —preguntó, rechazándome.

—También sé conducir un coche y tocar el fonógrafo. He recibido una educación intensa…

—Quieres decir una educación extensa, ¿verdad?

—¿Y eso qué importa? ¿Quién era esa muchacha con la que hablabas hace un rato?

—¿Eva Marlow? Bah, es una ramera…

—¿Y qué…? ¿Acaso tú no lo eres?

Ella rió.

—Sólo para mis amigos.

—¿Cómo te hiciste amiga de ella?

—¿Cómo me he hecho amiga de quién?

—De Eva Marlow.

—¿Cómo sabes que la conozco?

—Tú acabas de decirlo.

—¿Dije eso?

—Oye, no sigamos con esto. Vamos a tomar un trago.

—De acuerdo. ¿Dónde vamos?

—Tengo ahí el coche. Salgamos de este barco de porquería.

—No estoy libre.

—Pero si dijiste que tu acompañante se había ido…

Ella tuvo una risita.

—Quiero decir que tendrás que pagarme.

Le hice una mueca.

—Claro que te pagaré —saqué el fajo de dinero que me quedaba y lo conté. Tenía mil quinientos dólares. Bueno, había ganado quinientos, la cosa no estaba tan mal. Le di dos billetes de veinte.

—Oh, quiero más que esto…

—Cállate. Esto es un anticipo. Te daré más después.

Me echó los brazos al cuello, pero yo la rechacé.

—Vamos —dije impaciente—, salgamos de aquí. Cuando llegamos a la escollera nos dirigimos hacia la playa de estacionamiento.

—¡Vaya coche el que te has mandado! —exclamó con admiración al ver el Chrysler.

Me deslicé bajo el volante y dejé que sola encontrara el camino. Quedamos sentados uno junto al otro, mirando la luna. Era una linda luna y yo estaba borracho, por eso, en ese instante, me sentía bastante bien.

—¿Tu mujer te hace seguir? —preguntó bruscamente la pelirroja.

Di vuelta la cabeza y la miré sorprendido.

—¿Qué diablos estás diciendo? ¿Quién te ha dicho que tengo mujer?

Ella tuvo una risita.

—Un tipo te ha estado espiando toda la noche —dijo ella—. ¿No te diste cuenta? Creí que lo mandaba tu mujer para conseguir el divorcio.

—¿Qué tipo? —pregunté, excitado.

—Ese que está ahí, esperando que nos vayamos.

—¿Cómo sabes que me ha estado espiando?

—Porque no te perdió de vista desde que estábamos en el bote; y ahora espera que salgas para seguirte en medio del tránsito —dijo—. Huelo un policía a una milla de distancia.

Recordé lo que Gold había dicho en nuestro último encuentro. «Pensaré en ustedes dos. La verdad es que no olvidaré a ninguno de ustedes. Si Carol es desdichada por su culpa, usted lo lamentará. Se lo prometo, Thurston»… ¡Así que el muy cochino me hacía seguir!

—Yo lo arreglaré —dije, con fría cólera—. Quédate aquí y espera.

—¡Bravo, muchacho! —exclamó la pelirroja, aplaudiendo—. Dale a ese piojo una trompada de mi parte…

Atravesé la playa de estacionamiento y me acerqué al hombre. En cuanto me vio se irguió y sacó las manos de los bolsillos.

Permanecí un momento ante él, mirándolo. Estaba oscuro, pero no tan oscuro. Era un hombrecito de cara dulce y gorda, con anteojos sin aro y una naricita ñata.

—Buenas —dije.

—Buenas, señor —contestó, apartándose.

—¿Rex Gold lo ha contratado para que me espíe?

Empezó a tartamudear, pero lo interrumpí.

—Ahórrese las explicaciones —dije—. Gold me habló de usted.

Pareció enfurruñado.

—Bueno, si el señor Gold le ha contado, ¿por qué me pregunta?

Sonreí.

—Porque no me gusta que me vigilen —dije—. Es mejor que se quite los anteojos.

Empezó a alarmarse y miró como loco alrededor de la playa de estacionamiento. Era todavía temprano; sólo nosotros dos estábamos a la vista. Me adelanté, le saqué los anteojos, los pisé. Se hicieron trizas sobre el cemento.

—No puedo ver sin lentes —dijo, casi gimiendo.

—Lo siento mucho —dije, agarrándolo del cuello. Le di con el puño en la cara. Estaba aprendiendo a golpear a la gente en la boca. Al igual que Imgram, este palomino tenía problemas con la dentadura postiza. Se le quebró en la bóveda del paladar, y el tipo procuró arrancar los trozos rotos de la dentadura, pero yo no le di tiempo. Tomé sus pequeñas manos en una de las mías y lo llevé contra la pared. Se le cayó el sombrero; lo agarré de las orejas y golpeé con fuerza su cabeza contra la pared, usando las orejas como manijas.

Sus rodillas cedieron, pero yo lo sostuve.

—La próxima vez no tendrás tantas ganas de vigilarme —dije, sacudiéndolo—. Si te veo de nuevo, te incrusto en la pared.

Le di un rápido empujón y él perdió el equilibrio y cayó extendido sobre el cemento, sucio de petróleo. Se incorporó y salió corriendo a tientas por la calle.

Volví hacia el Chrysler.

La pelirroja casi se salía por la ventanilla.

—Fue fantástico —dijo, mientras yo me deslizaba tras el volante.

—Eres un salvaje grande, inmenso, hermoso…

—Hablas demasiado —contesté, saliendo de la playa y dirigiéndome hacia Hollywood.

Aunque estaba muy borracho, no estaba tan loco como para arriesgar que me vieran con esa puta. Bastaba verla una vez para darse cuenta de lo que era, pero la mujer conocía a Eva, y yo esperaba que pudiera decirme algo de lo que siempre había querido saber.

Nos detuvimos en varios bares cuando íbamos rumbo a Hollywood y yo quise hacerla hablar, pero ella se esquivaba. Tuve cuidado de no apremiarla, porque no quería que se diera cuenta de cuán ansioso estaba yo de hablar de Eva. La pelirroja prefería hablar de sí misma y ése era un tema que no me interesaba en lo más mínimo. La dejé charlar, sin prestar atención a lo que decía, aunque seguí pagándole copas, con la esperanza de que, si bebía bastante, lograría convencerla de que me hablara de Eva.

Todos los bares en los que entramos estaban repletos, y yo la perdía y volvía a encontrarla, y esto no ayudaba para que me dijera lo que yo quería saber.

—Estoy harto de esto —dije, inclinándome sobre el bar y tomándole el brazo por encima del codo—. Vamos a algún lugar tranquilo. Este bochinche y esta charla me confunden.

—Si vamos a algún lugar tranquilo te va a costar dinero —contestó ella, apoyando su naricita respingona en el borde del vaso—. Te va a costar mucha «guita».

—No hablemos de dinero —dije—. Al oírte se diría que no hay otra cosa en el mundo.

Ella se apoyó pesadamente contra mí.

—La ve… erdad… es lo único que me gusta, aunque no se lo digo a nadie. No es distinguido, ¿no?

La miré. Se estaba emborrachando. Si tomaba unos tragos más, ya no iba a saber lo que decía. Compré dos whiskies dobles y, mientras los tomábamos, se me ocurrió una idea brillante: iba a llevarla a Three Point. Era una brillante idea, porque mataba dos pájaros de un tiro. Conseguiría que ella me hablara de Eva y no iba a estar solo. No podía permanecer solo en Three Point esa noche. ¿Por qué iba a quedarme solo? ¿Por qué me habían dejado de pronto Carol y Russell, sin importarles que estuviera solo o no? Decidí que era la idea más brillante que se me había ocurrido en mucho tiempo y me excité pensando en la cosa. Llevaría a esta pelirroja grandota, de cuerpo blando a la terraza y ambos contemplaríamos la luna iluminando las colinas y Bear Lake, y toda la noche hablaríamos de Eva. Era una linda manera de pasar el tiempo hasta el regreso de Carol.

Expliqué mi idea a la pelirroja.

Ella se apoyó aún más pesadamente contra mí.

—Perfecto —dijo—, pero va a costarte mucho dinero y quiero que me adelantes algo ahora.

Para calmarla le di dos billetes de veinte dólares y la llevé entre la muchedumbre, hacia la calle iluminada por la luna.

—Vas a tener que darme más —dijo ella, dejándose casi caer en el Chrysler—; no se puede emborrachar a una chica y llevarla a donde te dé la gana, sin que te cueste un montón de «guita»…

Le dije que no se preocupara, y ella me contestó que nunca se preocupaba, pero que no estaría mal que yo empezara a preocuparme, porque, aunque ella estaba sola en el mundo y procuraba portarse como una señora, tenía muchos gastos, y lógicamente, necesitaba mucho dinero. Después de largar todo eso se puso a dormir y no despertó hasta que yo detuve el Chrysler en el declive de la rampa del garaje, en Three Point.

Ella bostezó y me siguió por el breve sendero que llevaba a la cabaña. Se agarró a mi brazo y se bamboleó al caminar, pero, tras unos instantes, el aire de la montaña la refrescó, y empezó a mirar alrededor.

—Caramba —dijo—, ¡qué elegancia!

—Bueno, hemos llegado —dije—. Ven a la terraza a mirar la luna.

Pero ella se había quedado en la sala mirándolo todo, un poco incrédula y un poco sorprendida.

—Debe de costar mucha «guita»; todo esto —murmuró para sí—. Nunca he visto nada igual. Es fantástico.

Estaba abrumada y tan envidiosa que decidí darle tiempo para que se acostumbrara a la habitación antes de ponernos a conversar. Por eso la dejé vagar un poco mientras preparaba un trago en una gran coctelera.

Incluso después de haber preparado las copas ella seguía toqueteando los libros, los cuadros, los muebles, y los adornos.

—¿Qué estás mirando? —preguntó, volviéndose bruscamente.

—Te miro a ti —contesté.

Ella se acercó y se desparramó en el sillón, a mi lado. Echó sus suaves brazos alrededor de mi cuello y procuró morderme la oreja.

La aparté.

Me miró, parpadeando.

—¿Qué te pasa?

—Vamos a la terraza —dije, súbitamente asqueado de ella. Quería que me hablara de Eva y que se fuera.

—Estoy bien aquí —dijo ella, reclinándose, mientras su pelo rojo formaba una sorprendente mancha de color contra el almohadón de cuero blanco.

—Toma una copa —vacié en un vaso el contenido de la mitad de la coctelera, y se lo tendí.

Ella derramó un poco sobre la alfombra antes de tragarlo de golpe. Después se golpeó el pecho con los puños cerrados y dejó pasar un largo resuello.

—Puf… —exclamó—, se me fue hasta los pies.

—Era donde tenía que ir —le dije, y volví a llenar la coctelera.

—¿Sabes? Eres el primer tipo que me ha traído a su casa… —dijo, extendiéndose todo lo que daba en el sillón—. No lo entiendo.

—No procures entenderlo —contesté—, hay cosas que sobrepasan todo entendimiento.

Ella tuvo una risita.

—Seguro que tu mujer se pondría furiosa…

—Cállate, putita —dije.

—Si yo fuera tu mujer y descubriera que traías mujeres a mi casa, me pondría loca furiosa —dijo ella—. Es una cosa muy sucia hacerle eso a una mujer.

—Bien —dije, acercándome y haciendo a un lado sus piernas para poder sentarme—. Es una cosa muy sucia, pero estoy muy solo. Mi mujer me deja solo. Eso también es una porquería, ¿no te parece?

Ella reflexionó un momento.

—Tienes razón. Una mujer nunca debe dejar solo a su hombre; yo nunca dejaría solo a mi hombre si consiguiera alguno por bastante tiempo como para llamarlo «mi» hombre… —dijo, y se rió.

—Apostaría a que Eva Marlow nunca deja solo a su marido —dije, al pasar.

La pelirroja se rió.

—Lo largó hace años…

—Oh, no. No es verdad. Estaba con él esta noche…

—¿Quién? No hables como sonso. Ése no es su marido.

—Sí, lo es.

—Eso es lo que tú te crees…

—Vamos, no hay que discutir. Conozco a Eva mejor que tú. Te repito que ése era su marido.

—Eso demuestra que no la conoces mejor que yo —contestó la pelirroja—. Hace años que la conozco. Su marido se lama Charle Gibbs. Lo plantó en seco hace siete años. ¡Pobre hijo de puta! Su único defecto era tener un poco de dinero. Eva todavía lo ve de vez en cuando, cuando quiere entrenarse insultando a alguien. ¡Y cómo puede insultar…! —la pelirroja echó hacia atrás la cabeza y rió hasta que tuvo que secarse los ojos, con la manga—. ¡La he oído insultar al pobrecito Charlie! Me ardían las orejas. En lugar de darle una en la boca, él se achica.

Estábamos llegando a algo concreto.

—Háblame un poco de ella.

—No hay nada que decir. Es una puta. ¿Acaso te interesa saber algo de una puta?

—Sí, me interesa. Quiero saber todo lo de Eva…

—Pues no te lo voy a decir …

—Oh, sí, lo harás, porque te regalaré cien dólares si lo haces, y eso es lindo, ¿no te parece?

Su cara se iluminó.

—Te va a costar algo más que eso —dijo, sin mayor convicción.

—No, no es verdad… —saqué un billete de cien dólares del bolsillo y se lo pasé por la nariz—. Cuéntame.

Quiso apoderarse del billete, pero yo fui más rápido.

—Cuando me hayas contado algo: nunca antes. Yo lo guardaré para que puedas verlo y te prometo que te lo daré.

Ella se echó hacia atrás y miró el billete con una avidez tan intensa que quedé asqueado.

—¿Qué quieres saber?

—Todo.

Me lo contó todo y, mientras hablaba, en ningún momento sus ojos se apartaron del billete de cien dólares que yo tenía en la mano.

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