Eva

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Fue culpa de Eva. Desde el principio había sido culpa de Eva. De no ser por ella nada de eso habría pasado jamás.

Caminé por Laurel Canyon Drive y pasé frente a su casa. No se veían luces. Me detuve, después seguí caminando. Un reloj distante dio la medianoche. Tal vez Eva dormía; tal vez estaba todavía fuera; tal vez estaba en el fondo de la casa. Tenía que averiguarlo.

Miré la calle, de arriba abajo. No se veía a nadie, como no fuera a John Coulson. Él estaba en medio de las sombras del otro lado del camino, con las manos en los bolsillos, la cabeza un poco ladeada, mirándome.

Permanecí frente a la casa de Eva y nuevamente miré una y otra vez la calle. Era tranquila, incluso el lejano tránsito llegaba aquí ensordecido. Abrí la tranquera y tanteé buscando el camino. Logré llegar al fondo de la casa, pateé una cantidad de botellas amontonadas junto a la pared. Una de ellas giró y golpeó contra algo en la oscuridad. Permanecí quieto, escuchando. El fondo de la casa estaba en la oscuridad. Nadie había respondido y, por eso, avancé con cuidado hasta llegar frente a una ventana. Estaba abierta a medias. La empujé y escuché. No salía ningún ruido de la casa.

Me apoyé en la parte de afuera de la ventana y encendí un fósforo. Estaba dentro de la cocinita y fue una suerte que tuviera un fósforo, porque la pileta, llena de desperdicios, estaba inmediatamente bajo la ventana.

Arrojé lejos el fósforo y trepé al alféizar. Después encendí otro fósforo. Pasé por encima de la pileta y me acurruqué en el suelo.

Había un leve olor estancado de cocina y un olor aún más débil al perfume de Eva. Este olor me produjo una fría sensación de odio en las entrañas. Fui a la puerta, la abrí y quedé de pie en el corredor. Escuché, pero no pude oír nada.

Estaba ahora seguro de que la casa estaba vacía, pero todavía fui cauteloso. Me abrí paso hasta el dormitorio. La puerta estaba abierta y permanecí fuera, conteniendo el aliento y escuchando. Quedé así largo tiempo, hasta quedar convencido de que no había nadie en el cuarto. Después entré y encendí la luz.

Junto a su cama había una gran fotografía. Estaba dada vuelta sobre la mesita. La agarré. Jack Hurst me miró. Era un buen retrato y lo estudié unos minutos, después, en un brusco ataque de rabia, casi lo deshice contra la pared. Me contuve a tiempo. Eso era lo primero que Eva iba a echar de menos al entrar en el cuarto. Volví a dejar el retrato donde lo había encontrado y, al hacerlo, me pregunté si a Hurst le importaría algo saber que Eva había muerto. También pensé, maliciosamente, si la policía iba a sospechar que él la había matado.

El reloj sobre la chimenea hacía un suave tictac. Eran las doce y veinte. En cualquier momento Eva podía regresar. En este cuartito tranquilo yo no tenía la sensación del tiempo; me senté en la cama y recogí su salto de cama. Enterré allí la cara, olí su aroma y el ligero olor de su cuerpo.

Recordé la primera vez que la había visto con esta prenda. Eva estaba en cuclillas ante el fuego, en Three Point. Aquella imagen convocó un torrente de amargos recuerdos. Tantas cosas habían pasado desde entonces…

No parecía posible que cinco noches atrás yo hubiera presenciado la muerte de Carol. Había tardado más de dos horas en descender la montaña, para llegar junto a ella. Supe, en cuanto vi el coche deshecho, que Carol no estaba viva. Fue una muerte rápida: su precioso y frágil cuerpo se había aplastado contra unas rocas y el costado del auto. No pude moverla y permanecí a su lado con su cabeza en los brazos sintiendo cómo se enfriaba hasta que llegaron y me la sacaron.

Nada tenía importancia después de eso. Incluso Gold no importaba. Él se vengó, pero ya la cosa no tenía sentido. No importaba que me hubiera privado de todo. Él sabía, tal como yo sospechaba, que yo no había escrito Seguro de lluvia. De algún modo había descubierto la historia de Coulson e informó sobre lo que yo había hecho a la Sociedad de Escritores. Mandaron un hombrecito de cuello tieso para que me entrevistara. Me informó que no me harían juicio si devolvía todos mis derechos de autor. Apenas lo escuché y, cuando me tendió un papel autorizando a mi Banco a pagar setenta y cinco mil dólares al agente de Coulson, para que dispusiera de ese dinero a su buen grado, lo firmé.

Naturalmente yo no tenía dinero y, por eso, me embargaron todo lo que tenía. Mi Chrysler, mis libros, mis muebles, mi ropa… todo, e incluso querían más, pero yo no tenía nada más que darles.

Ni siquiera me importó cuando se llevaron la ropa de Carol. No necesitaba guardar nada de ella para recordarla. Ella estaba en mi mente tal como la había visto, atascada entre el peñasco y el coche, con un hilo escarlata de sangre saliendo de sus labios y corriendo por el mentón. El recuerdo de Carol nunca me abandonará.

Creo que hubiera podido soportar su pérdida en caso de haber podido decirle, antes que muriera, que la pelirroja no representaba nada para mí. Pero la alcancé demasiado tarde, y Carol había muerto creyendo que aquella ramera de gran cuerpo blando había ocupado su puesto mientras ella estaba fuera. Este conocimiento desarticulaba mi mente. Si yo hubiera podido decir a Carol que ella era la única persona que me había dado felicidad y, si ella me hubiese creído, yo no estaría ahora en esta sórdida casita, esperando para cometer un crimen.

Todo había sucedido a causa de Eva. Yo no tenía nada que me hiciera vivir, entonces, ¿para qué iba a vivir Eva? En los últimos cinco días había pensado mucho en ella, y había llegado a la conclusión de que sería satisfactorio y definitivo matarla.

Fui hasta la puerta, apagué la luz y tanteé el camino hacia arriba. Al llegar a lo alto de la escalera empezó a sonar el teléfono.

Estaba ahora algo nervioso y caminé vacilando hasta el rellano. Entré en el primer cuarto, el contiguo al baño. Mis pies arañaron las tablas desnudas y la luna, abriéndose paso entre las nubes, bruscamente lanzó un rayo de luz por la ventana sin cortinas. En el cuarto no había muebles. Por la ventana podía ver la calle, el jardín y el sendero que llevaba hacia la casa.

Me apoyé contra la ventana y miré hacia la calle. John Coulson estaba siempre allí. Se había acercado más a la casa y me miraba.

Lo observé unos minutos, después me alejé de la ventana. Necesitaba una copa. También quería fumar, pero tuve miedo de que Eva oliera el tabaco al entrar. No debía sospechar que yo estaba en la casa, esperando para matarla.

Los minutos se arrastraban lentos, y empecé a impacientarme. Me pregunté dónde estaría. ¿Acaso iba a volver con algún hombre? Esto no se me había ocurrido. Era más que posible que así fuera y, naturalmente, esto iba a estropear mis planes.

Súbitamente, sin anuncio, algo blando y suave se enroscó en mi pierna. Mis nervios saltaron como un resorte y la boca se me puso seca. Trastabillé alejándome de la ventana, con un débil grito.

A mi lado había un gran gato blanco y negro. Me miró y sus ojos chispearon a la luz de la luna. El susto me había retirado la sangre de la cara y el corazón golpeaba contra mis costillas. Cuando finalmente controlé mis agitados nervios, me incliné para tocar al gato, pero él se alejó y desapareció por la puerta entreabierta.

Todavía tembloroso por el susto, cerré la puerta y, al volver a la ventana, oí un coche que venía por el camino. Me aplasté contra la pared y espié por la ventana. John Coulson se había ido y la calle parecía desolada sin él.

Avanzó un taxi, el chofer se asomó y abrió la portezuela. La luna iluminó la oscuridad del interior del coche y tuve un vistazo de las inmaculadas piernas de Eva. Hubo una larga pausa antes que bajara. Estaba sola y permaneció varios segundos buscando en su cartera antes de pagar al chofer. Él no se llevó la mano a la gorra; golpeó la portezuela y se alejó, sin mirarla.

La miré mientras avanzaba por el sendero. Caminaba pesadamente, con los hombros caídos y la cartera apretada firmemente bajo el brazo.

En unos segundos ella y yo íbamos a estar juntos, solos. Ya no tenía miedo y mis manos estaban secas y tranquilas. Avancé por el cuarto y abrí la puerta. La oí abrir y penetrar en el vestíbulo. Atravesé el rellano y miré cautelosamente sobre la baranda; alcancé a ver cómo Eva desaparecía en su cuarto. Una luz se extendió e iluminó el vestíbulo.

Oí que encendía un fósforo y comprendí que iba a fumar. Después la oí bostezar. El sonido terminó en un gruñido exhausto, pero yo no sentí piedad, sino una helada y terca furia y el poderoso deseo de rodearle la garganta con las manos.

Ella se movió por el cuarto al desvestirse. La casa estaba tan silenciosa que pude oír cómo se quitaba el saco, la blusa y la falda. Abrió su armario y comprendí que estaba guardando la ropa. Después salió del cuarto y se dirigió a la cocina. La vi claramente al pasar de cuarto en cuarto. Parecía muy frágil y abandonada, allí, sola. Su pelo estaba cuidado y su salto de cama azul la rodeaba apretadamente.

Oí un ruido de artefactos de cocina y, después, apareció Eva con una bandeja para el café matinal. Llevó la bandeja a su cuarto y adiviné que dentro de unos momentos iba a subir. Entré al cuarto principal y cerré la puerta.

Apenas había estado allí unos segundos cuando la oí subir. Se movía lentamente y tropezó en lo alto de la escalera. Dijo: «Mierda» en voz alta, y comprendí que estaba borracha.

La oí trastabillar en el cuarto de baño; después oí correr el agua. Permaneció allí cierto tiempo, pero eventualmente, la oí salir y volver abajo.

Nuevamente me deslicé en el rellano. Ella se había inclinado junto al gato. Mientras la miraba se puso en cuclillas y acarició al animal con movimientos rápidos, ligeros.

—Pobrecito Sammy —dijo—, ¿te dejé mucho tiempo solo?

El gato se enroscó alrededor de ella y pude oír su profundo ronroneo. Miré las delicadas manos de Eva al acariciar al animal y también oí cómo le hablaba. Hablaba como solo una mujer solitaria puede hablar a un animal, le hablaba como si fuera un niño.

Súbitamente el gato dejó de ronronear y me miró. Su cola se erizó y echó espuma por la boca. Por un momento miré sus ojos amarillos, después volví a esconderme.

—¿Qué te pasa, sonsito? —preguntó Eva—. ¿Es que acaso hay por ahí algún ratón?

Sentí que las manos se me ponían húmedas.

—Vamos, precioso, no quiero jugar más contigo. No, debes ir allí. Estoy cansada, Sammy, tan, tan cansada…

Nuevamente miré por encima de la baranda. Eva había recogido al gato y desaparecido en el cuarto.

Saqué el pañuelo, me sequé las manos y la cara; después fui a lo alto de la escalera y escuché.

Eva hablaba con el gato. No podía oír lo que decía. Era extraño oír su voz en la casa silenciosa, sin que nadie le contestara. Después crujió la cama y comprendí que se preparaba para dormir.

Permanecí sentado en lo alto de la escalera, y encendí un cigarrillo. Mientras estaba allí fumando recordé nuestro fin de semana juntos. Había sido excitante, intrigante porque, entonces, yo no sabía hasta qué punto Eva era falsa y mentirosa. Yo creía haber ganado su confianza y había disfrutado de su compañía. Era un recuerdo que no iba a abandonarme en mucho tiempo.

Apreté los puños. Si ella hubiera dado algo en lugar de estar tomando todo el tiempo, esto jamás habría sucedido. Yo quería ser su amigo, pero Eva me había frustrado en toda la línea.

Después la luz se apagó y yo me puse de pie: pero controlé mi ansiedad con un esfuerzo y volví a sentarme. Tenía que esperar un poco más. Un falso movimiento ahora, tras esperar tanto, podía arruinado todo.

Quedé allí sentado, esperando que se durmiera. Después, de la oscuridad, surgió un nuevo sonido. Eva lloraba. No era un sonido agradable. Era tan inesperado que me hizo rechinar los dientes y tuve una sensación helada bajo el corazón. Era el ruido que hace una mujer que lo ha perdido todo, que está desesperadamente sola y desdichada. Eva yacía en la oscuridad y sollozaba sin esfuerzo alguno para controlarse. Sonaba trágicamente desdichada. Al fin estaba cara a cara con la Eva verdadera, sin falsedades, sin la expresión de madera, sin las afectaciones profesionales. Ésta era la Eva que yo había querido conocer, la verdadera Eva que se agazapaba tras la fortaleza de piedra, que abría ahora la puerta para que yo viera dentro. Ésta era una prostituta en vacaciones.

Permanecí sentado largo rato en la oscuridad, escuchando. La oí revolverse en la cama, y una vez dijo:

—Mierda, mierda, mierda… —oí que golpeaba con los puños, torturada por la desdicha.

Al fin se tranquilizó y llegó el silencio. Débilmente empezó a roncar. Era un ruido estrangulado, como sin aire, que era casi peor que un sollozo.

La calma fría, maligna, volvió a mí. Me puse de pie y flexioné los dedos. Ahora, pensé, te voy a librar de todas tus desdichas. Éste era el momento que había estado esperando.

Esperé fuera del cuarto. Podía oír cómo Eva saltaba en la cama, gimiendo y murmurando. Me deslicé en el cuarto y me moví rápidamente alrededor de la cama, hasta estar seguro de quedar junto a ella. Tanteé con cuidado y palpé la cobertura; luego, muy lentamente, me senté en la cama. La cama crujió bajo el peso, pero el movimiento no la despertó.

Sentí que su cuerpo se retorcía y saltaba bajo las mantas. Podía oler el whisky de su aliento. El corazón empezó a golpearme con fuerza. Tendí la mano y encontré el botón de la lámpara. Sin soltarlo de mis dedos temblorosos, tanteé buscando su garganta.

Mi mano se movió en la oscuridad y encontró su pelo. Estaba bajo mi mano. Suspiré profundamente, apreté los dientes y encendí la luz.

Allí estaba, cerca de mí, con mi mano a unas pulgadas de su garganta, pero sólo pude permanecer inmóvil, mirándola. No podía moverme. Parecía tan totalmente abandonada. Estaba echada de espaldas, con los labios entreabiertos y su cara se agitaba al dormir. Parecía muy joven y desdichada, y había oscuras sombras bajo sus ojos. Mi mano cayó, sin fuerza, y sentí que todo el odio me abandonaba. Supe, al mirarla, que yo había perdido el juicio; al verla, nuevamente lo recobré.

No podía matarla. La boca se puso seca al comprender qué cerca había estado de hacerlo. Quería abrazarla, sentir que me respondía. Quería decirle que iba a cuidarla, que nunca más iba a ser desdichada.

La miré, viendo su cara de elfo, en forma de corazón, con el mentón decidido, y las dos profundas arrugas a los lados de la nariz. Pensé ¡ay! si siempre hubiera tenido ese aspecto —desamparado y necesitado de protección—, con las duras líneas borradas de su cara y los párpados ocultando las ventanas por las que asomaba su almita egoísta, encanallecida, ¡atroz! ¡Si por lo menos pudiera confiar en que no iba a mentir, ni a beber, ni a ser cruel conmigo! Pero sabía que era imposible. Eva nunca iba a cambiar.

Llegó el gato y se frotó contra mi brazo. Lo acaricié y, por primera vez desde la muerte de Carol, me sentí relajado y contento. Mientras estaba sentado junto a Eva, con el gato queriendo meter la cabeza en mi mano, tuve la realización de un deseo, y quise seguir, y seguir…

Bruscamente Eva abrió los ojos, me miró, con un odio aterrado, sorprendido. No se movió y parecía que había dejado de respirar. Nos miramos por un largo minuto.

—No es nada, Eva… —dije, buscando su mano.

No creo que nunca nadie haya podido moverse más rápidamente. De un salto salió de la cama, se puso la bata, llegó a la puerta antes que yo pudiera tocarla. Había una expresión como arañada, huesuda en su cara, y sus ojos parpadeaban curiosamente en la sofocada luz de la lámpara.

—No quise asustarte —dije, con un pánico helado—. Eva, perdóname por haber hecho esto…

Hizo unos gestos con la boca, pero no salió ningún sonido. Pude ver que estaba medio muerta de sueño y el whisky todavía la tenía atontada. Sólo por instinto de conservación había dejado tan pronto la cama. Y, sin embargo, al mirarla, me asustó más de lo que yo la asustaba a ella.

—No es nada, Eva —dije, apaciguador—. Soy yo, Clive. No te voy a hacer nada.

Ella dijo, en un murmullo que fue como un graznido:

—¿Qué quieres?

—Pasaba por aquí y tuve ganas de verte —dije—. Ven, siéntate aquí. No pasa nada, no hay para qué alarmarse.

Sus ojos empezaron a vivir. Se mojó los labios al volver a hablar, con la voz más clara:

—¿Cómo entraste?

—Dejaste abierta una ventana —dije, procurando bromear—. No pude resistir el deseo de darte una sorpresa, pero no quiero que te asustes.

Ella siguió junto a la puerta. Sus ojos empezaron a brillar y las aletas de su nariz se afinaron, se pusieron blancas.

—¿Quieres decir que has entrado de contrabando?

—Sé que no debía hacerlo, pero… bueno, quería verte.

Ella lanzó un profundo suspiro y su cara se puso lívida.

—¡Fuera! —exclamó, abriendo la puerta—. ¡Fuera… basura!

Me aparté de ella.

—Escucha, Eva —supliqué—, no te enojes. Ya no puedo seguir así. Quiero que vengas conmigo. Haré lo que me pidas. Pero no te enojes. —Ella dio un paso hacia adelante, su cara llena de furor enloquecido.

—Loco, imbécil, blanduzco… —dijo, con voz baja, mala y luego la mierda brotó de sus labios.

Me llevé las manos a los oídos, descompuesto y aterrado ante aquellas obscenidades. Se agazapó ante mí, los ojos como brasas en una cara color tiza. Era horrenda en su furor de loca. Su lengua golpeaba, ensuciaba, quemaba.

—¿Crees que puedo perder el tiempo con un mezquino buscavidas como tú? —gritó finalmente—. ¡Fuera! ¡Nunca más vuelvas por aquí! ¡Fuera! ¡Me has perseguido y estoy ya harta de ver tu facha! ¡Eres tan caradura que no te das cuenta cuando estás de más! ¿Crees que me agradan tus asquerosos regalos de veinte dólares? ¡Fuera, no vuelvas, y jamás presentes por aquí tu ridícula cara!

El miedo que le tenía me abandonó súbitamente. Una ira sofocada y un maligno deseo de devolver el golpe volvieron a ponerme de pie.

—¡Puta! —grité—. ¡Ya te enseñaré a que me hables así!

Ella chilló a su vez.

—¡Ya sé lo que buscas! Eres el peor de todos. ¡Quieres tenerme gratis! ¿Así que quieres llevarme contigo? ¡Vamos, caracol, tengo hombres con más dólares que tus centavos, que quieren casarse conmigo! ¡Pero no los quiero, y no te quiero a ti! ¡Estoy harta de los hombres! ¡Conozco todas sus repugnantes tretas, sus asquerosas mentes! ¡No me encontrarán muerta en una zanja con un hombre, lo juro! ¡Sé lo que buscas, pero no te lo voy a dar!

Permanecimos de pie, con mirada llameante. El único ruido en el cuarto era el profundo ronroneo del gato. Ahora quería deshacerla. Una rabia fría, asesina, se apoderó de mí y quise golpear; someterla y mutilarla con mis manos.

—Te voy a matar —dije lentamente—. Voy a golpear esa cabecita contra la pared hasta que te salten los sesos. No volverás a atormentar más hombres una vez que termine contigo…

Ella levantó el labio, mostró sus blancos dientes y me escupió.

Lentamente di vuelta a la cama y avancé hacia ella. Ella no retrocedió, con los ojos llameantes, las manos como garras sin carne. Luego, cuando quise agarrarla, sus dedos como ganchos castigaron mi cara, como un gato que golpea.

Sus uñas no tocaron mis ojos únicamente porque eché hacia atrás la cabeza, pero desgarraron mi nariz y mi mejilla. Quedé ciego de dolor y furia. Le lancé un golpe, pero ella fue demasiado rápida. Mi puño falló, no pude darle en la cabeza, y golpeó contra la pared. Retrocedí, gimiendo de dolor.

Ella salió corriendo del cuarto y se dirigió a la cocina. Allí estaba el teléfono, pero no le di tiempo para pedir ayuda. No había salida en aquel cuartito, como no fuera por la puerta por la cual había entrado y yo estaba en esa puerta.

La miré, sintiendo que la sangre hirviente corría por los arañazos que me había hecho en la cara. Se había apoyado contra la pared del fondo y sus ojos brillaban. No mostró miedo cuando yo avancé hacia ella.

Al atravesar el cuarto, Eva levantó el brazo. En su mano había un látigo con nudos. Me azotó cruzándome la cara. Lo súbito del ataque y el dolor enceguecedor me hicieron retroceder. Tendí los brazos cuando volvió a fustigarme. El látigo cayó sobre mis hombros, como el contacto de un hierro al rojo vivo. Grité y, al insultarla, procuré agarrar el látigo, que nuevamente silbaba sobre mi cabeza. Pero Eva se movió como un lagarto, atravesó el cuarto, se dio vuelta y me castigó de nuevo antes que yo tuviera tiempo de recobrar el equilibrio.

Me hizo marchar ante ella, con los labios apretados y los ojos como brasas encendidas, golpeando sistemáticamente, alrededor de la cabeza, la espalda, el cuello.

Yo estaba atontado por el dolor; quise incorporarme y salir al corredor, pero ella se adelantó.

No había escape para aquel sibilante latigazo que me cortaba con marcas de dolor al rojo vivo. Me tambaleé sobre una silla, cuando el látigo me cruzó los ojos. El dolor fue intolerable, chillé y caí de rodillas.

Mientras Eva seguía golpeando mi cabeza, que había quedado sin protección, confusamente oí que alguien golpeaba en la puerta de calle. Entonces ella interrumpió su loco, maligno ataque, y yo quedé en el suelo, con la sangre manando de los oídos y el cuerpo hirviente, como en agonía. En alguna parte muy lejana de mi cabeza, en alguna zona oscura, oí voces y sentí que una mano me agarraba del brazo. Me obligaron a ponerme de pie.

Di un paso a tientas, casi llorando de dolor. Harvey Barrow estaba ante mí. Su aliento cargado de whisky me abanicaba la cara.

—¡Que la recontra! —exclamó—. ¡Casi lo has matado! —y estalló en carcajadas.

—¡Échalo! —dijo Eva, maligna.

—Claro que lo voy a echar —dijo Barrow mostrando los dientes, tomándome de la camisa. Me atrajo de un saque—. ¿Te acuerdas de mí? —preguntó, con su ruda cara cerca de la mía—. Yo no me he olvidado. Vamos, quiero que des un paseíto.

Me empujó hasta el corredor. En la puerta quise soltarme, pero él era demasiado fuerte. Luchamos un momento, después, cuando me lanzó fuera de la casa, volví a mirar hacia atrás, hacia Eva. Ella estaba de pie en el corredor iluminado y me miraba fijamente. Todavía puedo verla. Se había envuelto apretadamente en su salto de cama azul y tenía los brazos cruzados sobre su chato pecho. Su cara era de madera. Sus ojos eran grandes y brillaban y su boca era una profunda rayadura. Cuando nuestros ojos se encontraron ella sacudió la cabeza en un arrogante gesto de triunfo. Después Barrow me empujó a la calle y nunca más he vuelto a ver a Eva.

—Ahora, entrometido de mierda —dijo Barrow mostrando sus cortos dientes amarillos—. Tal vez vas a dejarla en paz… —tomó impulso con el puño y me golpeó en la cara.

Me desparramé en la alcantarilla; quedé allí. Él se inclinó sobre mí.

—Me la debías —dijo—, y yo te debo algo más… —dejó caer dos billetes, uno de cien y otro de diez dólares en la alcantarilla, frente a mí.

Lo vi volver por el sendero hacia la casa. Después la puerta de entrada se cerró tras él, de golpe.

Cuando tendí la mano para buscar los billetes, John Coulson estalló en carcajadas.

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