Eva

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Me desperté calenturiento y entumecido. La gris luz del alba entraba por las dos ventanas que había frente a mí, envolviendo el cuartito en una luz suave, misteriosa. Por un momento no pude recordar dónde estaba, luego vi los animales de vidrio sobre la cómoda y de inmediato vi a Eva, que dormía a mi lado.

Dormía acurrucada, con un brazo por encima de la cabeza. Al tener los ojos cerrados, la juventud había descendido sobre su rostro. Me apoyé en el codo y la miré, sorprendido de que pudiera parecer tan joven, casi una niña. El sueño suavizaba las líneas de su cara, dulcificaba el mentón duro, desafiante. En el sueño parecía más que nunca un elfo, pero yo sabía que, cuando despertara, todo esto iba a desaparecer. Eran los ojos los que daban la clave de su carácter. Eran las ventanas a través de las cuales uno podía ver el espíritu rebelde, las secretas sombras de su vida. Pero ni siquiera en sueños descansaba. Su cuerpo se sacudía y se retorcía, la boca se movía como si estuviera hablando consigo misma. Gimió suavemente y sus puños se abrieron y se cerraron. Dormía como una mujer cuya vida entera transcurre sobre unos nervios tensos, torturados.

Retiré el brazo que le rodeaba la cabeza. Ella suspiró pesadamente y, extendiéndose, me rodeó con los brazos y me estrechó con fuerza.

—Querido —murmuró—, no me dejes.

Naturalmente, estaba dormida. No me hablaba a mí.

Quizá soñaba con su marido o con otro amante; pero yo quería que me hablara a mí, y la apreté contra mí, puse su cabeza sobre mi hombro.

Bruscamente su cuerpo dio un gran salto, como si los nervios hubieran sido un resorte de alambre que se suelta de golpe. Después se despertó y se apartó de mi lado. Me miró parpadeando, bostezó y se dejó caer sobre la almohada.

—Hola —dijo—, ¿qué hora es?

Miré mi reloj pulsera. Eran las cinco y treinta y cinco.

—Dios mío —exclamó ella—. ¿No puedes dormir?

Nuevamente sentí el calor y el entumecimiento de la cama.

—¿Cuántas frazadas tenemos? —pregunté, contándolas. Había cinco y una colcha. Debía de haber estado muy borracho para no notarlas anoche—. ¿Necesitas todo esto? —pregunté.

Ella bostezó otra vez.

—Claro. Tengo frío en la cama.

—¡Más que frío! —exclamé; me deslicé en la cama y empecé a retirar las mantas.

Ella se incorporó alarmada.

—No hagas eso, Clive… no debes hacerlo.

—No te excites —dije—, no te las voy a robar…

Doblé las mantas de modo que sólo me quedaron dos encima. Las demás las empujé al lado de ella.

—¿Te gusta así?

Ella volvió a acurrucarse en la cama.

—Hum —suspiró—. Me duele terriblemente la cabeza. ¿Es que me he emborrachado anoche?

—Tendrías que haberte emborrachado.

—Creo que estaba borracha —se desperezó lujuriosamente—. Oh, qué cansada estoy… Durmamos, Clive.

Yo tenía la boca seca. Me hubiera gustado poder tocar el timbre para llamar a Russell y que me trajera café. Evidentemente aquí no había personas de servicio.

Ella me miró.

—¿Quieres un café?

Me entusiasmé.

—No me parece mala idea.

—Bueno, ve a calentar el agua. Marty ya lo dejó preparado —y se tapó con las mantas hasta el mentón.

Hace tiempo que yo había perdido la costumbre de hacerme el café, pero lo necesitaba mucho y, por eso, fui al otro cuarto. Estaba escasamente amueblado, sólo con una mecedora. La cocinita quedaba detrás. Puse a calentar la pava y encendí un cigarrillo.

—¿Dónde queda el cuarto de baño? —grité.

—Arriba a la derecha…

Subí la empinada escalera. Había tres puertas en el rellano de la escalera. Cautelosamente espié en los tres cuartos. Con excepción del cuarto de baño, los otros dos carecían de muebles. El polvo yacía en el suelo y era obvio que nadie entraba jamás en ellos.

Fui al cuarto de baño, me lavé la cara y me peiné; descendí luego y encontré que ya la pava estaba hirviendo. Hice café. Sobre la mesa de la salita había una bandeja con tazas, azúcar y crema. Después volví al dormitorio.

Eva estaba sentada en la cama, con un cigarrillo entre los labios. Me miró dormilona y se rascó la cabeza.

—Debo de estar hecha un espantajo —dijo.

—Un poco despeinada pero, por raro que parezca, eso te sienta.

—No mientas, Clive.

—Uno de estos días superarás tu complejo de inferioridad —dije, sirviendo el café—. Si está mal hecho, no me culpes. —Le tendí una taza y me senté en la cama.

—Después de esto voy a seguir durmiendo —me previno Eva—. No empieces a hablar.

—Está bien —contesté. El café no era malo y el cigarrillo empezó a tener un sabor algo diferente al de papel madera.

Ella miró por la ventana las estrellas, que se apagaban.

—No te estás enamorando de mí, ¿verdad? —preguntó bruscamente.

Casi derramé la taza.

—¿Por qué diablos preguntas eso? —dije.

Ella me miró, hizo una mueca con la boca, y volvió a mirar a lo lejos.

—Porque si es así estás perdiendo el tiempo.

Su voz era brutal en su helada, cortante finalidad.

—¿Por qué no lo reconoces? —dije—. Te duele la cabeza por la borrachera y estás buscando a alguien para pelear. Termina el café y ven a dormir.

Sus ojos se ensombrecieron.

—No digas que no te he prevenido. Sólo existe un hombre en mi vida, Clive, y ese hombre es Jack.

—Cómo debe ser —contesté ligeramente, terminando el café—. Así que te importa mucho de él, ¿no es así?

Ella dejó con impaciencia la taza de café sobre la mesa de noche.

—Él lo es todo —dijo ella—, de modo que no creas que tú jamás podrás significar algo.

Me resultaba difícil controlar la creciente irritación, pero en su terco malhumor, tan distinto a su estado de ánimo de la noche anterior, supe que íbamos a pelear a menos que la tomara en broma.

—De acuerdo —dije, quitándome el salto de cama y deslizándome bajo las frazadas—, no olvidaré que Jack lo es todo para ti.

—Te conviene… —retrucó y, volviéndome la espalda, se acurrucó en el extremo de la cama.

Yo miré el techo con furia salvaje. Estaba enfurecido con Eva porque había sabido ver a través de mí. Había sentido que representaba algo para mí. Y así era. Yo no quería reconocerlo, pero así era. La encontraba excitante, misteriosa, y la quería para mí solo. Comprendía que esto era una locura. Tal vez, si Eva me hubiera alentado, las cosas habrían sido distintas; pero su calculada indiferencia hacía que la deseara más. La cosa iba más allá del sexo. Yo quería derribar el muro que ella había levantado entre nosotros. Quería que se interesara en mí.

Desperté de nuevo cuando el sol penetraba a través de las persianas color crema. Eva estaba entre mis brazos, la cabeza sobre mi hombro y su boca contra mi garganta. Dormí apaciblemente; su cuerpo estaba flojo y quieto.

La abracé, sintiéndome feliz. Era fácil de abrazar; ligera, pequeña, cálida. Me gustaba su aliento contra mi garganta y el perfume de su pelo. Durmió así casi una hora, después se movió, abrió los ojos, levantó la cabeza y me miró.

—Hola —dijo, y sonrió.

Le toqué la cara con los dedos.

—Tienes rico olor en el pelo —dije—. ¿Has dormido bien?

—Hum… —bostezó y volvió a apoyar la cabeza en mi hombro—, ¿y tú?

—Muy bien… ¿todavía te duele la cabeza?

—Ya no. ¿Tienes hambre? ¿Quieres que te prepare algo?

—Yo lo haré.

—Tú te quedas aquí… —se apartó de mí y se deslizó fuera de la cama. Con su camisón celeste parecía leve, infantil. Se puso el salto de cama, se miró en el espejo, hizo una mueca, y me dejó.

Fui al cuarto de baño y, tras una cuidadosa afeitada, volví y la encontré en la cama. En la mesa junto a la cama había una bandeja con más café, un plato de pan cortado en finas tajadas, y manteca.

—No quieres que te cocine algo, ¿verdad? —preguntó, mientras yo me quitaba el salto de cama y me deslizaba junto a ella.

—No, gracias. No sabía que supieras cocinar —dije, buscando su mano y estrujándola en la mía.

—Claro que sé cocinar… —replicó—. ¿Crees que soy una inútil?

La palma de su mano tenía poca carne, era dura, y yo podía fácilmente rodear su muñeca con el pulgar y el índice. Examiné las líneas agudamente marcadas en la palma.

—Eres independiente —dije—. Ésa es la clave de tu carácter.

Ella asintió.

—Soy independiente.

Solté la muñeca y ella examinó la palma de su mano.

—¿Qué más? —preguntó.

—Eres variable.

Ella asintió de nuevo.

—Tengo un carácter atroz. Me enloquezco cuando me enojo en serio.

—¿Qué te enoja en serio?

—Muchas cosas… —colocó el plato de pan y manteca sobre mi pecho.

—¿Te enojas también con Jack?

—Más que con nadie —bebió el café y miró hacia la ventana con expresión vacía.

—¿Por qué?

Hizo una mueca con los labios y se encogió de hombros.

—Oh, porque él me tiene celos y yo le tengo celos… —súbitamente tuvo una risita—. Nos peleamos. La última vez que salimos a comer juntos había una mujer que él no cesaba de mirar. Era una rubiecita idiota… pero no tenía mala figura. Le dije que si lo deseaba, se fuera con ella. Me dijo que yo era una tonta, pero siguió mirándola. Entonces me volví loca… —sus ojos chispearon—. ¿Sabes lo que hice?

—Dímelo.

—Di un tirón al mantel y tiré todo por el suelo… —dejó la taza de café y rió—. ¡Oh, Clive, me gustaría que nos hubieras visto! ¡El revoltijo, la batahola… y la cara de Jack! Después salí y lo dejé allí plantado. Todavía estaba loca al volver a casa, de modo que fui a la sala e hice trizas todo lo que encontré. ¡Fue maravilloso! No tienes idea de lo maravilloso que fue. Fui a la repisa de la chimenea y tiré todo lo que había encima. El reloj, los animalitos de vidrio de Jack… —señaló hacia la cómoda—… ésos son los únicos que sobrevivieron. Los guardo aquí porque él cree que los rompí todos. También había fotografías y… bueno, ya te das cuenta… todo… —encendió un cigarrillo y aspiró profundamente—. Naturalmente Jack se enfureció al volver. Me encerré con llave en el dormitorio, pero él abrió la puerta a patadas. Creí que iba a matarme, pero se limitó a hacer su valija e irse, sin mirarme siquiera.

—¿Y no has vuelto a vedo desde entonces?

—Oh, él me conoce… —echó ceniza en la taza de café vacía—. Él sabe cómo soy. Siempre tengo ataques de rabia. No me interesa nadie que no tenga mal carácter… ¿Eres rabioso?

—Me gusta vivir en paz.

Ella meneó la cabeza.

—Cuando Jack se enfurece… —levantó las manos en el aire y rió.

Descubrí que estaba deseando hablar de su marido. La verdad es que parecía ansiosa y contenta de haber encontrado alguien que la escuchara. Haciéndole algunas preguntas bien calculadas y dejándola hablar logré unir algunas piezas del rompecabezas de su vida.

Yo ya sabía ahora que Eva era una hábil mentirosa, aunque comprendí que algunas de las cosas que me había dicho eran verdad. Hacía diez años que estaba casada. Presentí que antes de casarse la había corrido bastante. Había conocido a Jack en una fiesta, se habían mirado y eso había sido suficiente. Debía de haber sido uno de esos raros y violentos encuentros físicos que no dejan lugar a dudas de que uno está destinado para el otro. Se casaron casi enseguida. Por aquella época ella disponía de dinero propio. No me dijo cuánto había tenido, pero debía de haber estado en buena situación. Jack era ingeniero de minas y su trabajo lo llevaba a muchos países distantes… lugares a los que no podía ir una mujer. Los primeros cuatro años de casada debieron de haber sido aburridos y solitarios para una mujer como Eva. Era, naturalmente, neurótica y muy excitable. Sus gustos eran extravagantes y Jack no ganaba mucho dinero. Al principio eso no importó, porque ella conservaba su independencia y rehusaba aceptar el dinero de él. Él sabía que ella tenía una posición cómoda y el arreglo le convenía. Pero Eva era jugadora. Reconocía que tanto ella como Jack eran jugadores natos. Ella jugaba a las carreras mientras él se dedicaba a hacer grandes apuestas en el póker. Como era un jugador experto, siempre ganaba un poco más de lo que perdía.

Una vez que él estaba en África occidental —esto había ocurrido unos seis años atrás— Eva se unió a un grupo muy disipado, empezó a beber y se zambulló de cabeza en las carreras de caballos. Su mala suerte era continua, pero eso no la detuvo. Siempre, en el fondo del alma, ella creía que iba a poder recobrar las pérdidas. De pronto, una mañana, descubrió que había gastado hasta el último níquel de su capital: estaba endeudada y en seco. Comprendió que Jack iba a enfurecerse contra ella, y no le dijo la verdad. Eva gustaba a los hombres y bastó esta leve presión financiera para que se convirtiera en lo que ahora era.

En los últimos seis años había vivido de los hombres. Jack, sin sospechar nada, creía que ella seguía disfrutando de una cómoda renta y ella le dejaba conservar esa ilusión.

—Supongo que lo descubrirá algún día… entonces ignoro lo que va a pasar… —terminó con un fatalista encogimiento de hombros.

—¿Por qué no dejas esta profesión? —pregunté, encendiendo el décimo cigarrillo.

—Porque necesito dinero… además, ¿qué puedo hacer sola todo el día? Así ya me siento bastante solitaria.

—¿Sola? ¿Te sientes sola?

—No tengo a nadie… como no sea a Marty. Ella se va a eso de las siete y me quedo aquí sola, hasta que ella vuelve al día siguiente.

—Pero supongo que tendrás amigos…

—No tengo a nadie —repitió con voz chata—, y no deseo tener a nadie.

—¿Ni siquiera a mí, ahora que me conoces?

Ella se dio vuelta en la cama para mirarme.

—Me pregunto qué es lo que buscas —dijo—. Porque andas detrás de algo. Si no estás enamorado de mí… ¿Qué buscas?

—Ya te lo he dicho. Me gustas. Me interesas y quiero ser tu amigo.

—Ningún hombre es mi amigo —dijo ella.

Apagué la colilla y deslicé mi brazo bajo ella, acercándola a mí.

—No seas desconfiada —dije—. Todos necesitamos alguna vez tener un amigo. Tal vez yo pueda ayudarte.

Ella se aflojó, apretándose contra mí.

—¿Cómo? No necesito ayuda. Sólo podría tener alguna dificultad con la policía. Pero conozco a un juez que se encargará del asunto.

Naturalmente tenía razón: fuera de darle dinero era muy poco lo que yo podía hacer.

—Puedes enfermarte… —empecé a decir, pero ella soltó la carcajada.

—Nunca he estado enferma y, si lo estuviera, a nadie le importaría. Es cuando los hombres dejan a las mujeres. Ninguna mujer gusta cuando está enferma.

—Eres una cínica de todos los diablos, ¿no te parece?

—También lo serías tú si hubieras vivido mi vida.

Apoyé la cara contra su pelo.

—¿Te gusto, Eva?

—No estás mal —contestó con indiferencia—. Y no busques que te haga cumplidos, Clive.

Reí.

—¿Dónde quieres que almorcemos?

—En cualquier parte… no me importa dónde.

—¿Quieres ir al cine esta noche?

—De acuerdo.

—Asunto arreglado, entonces —miré el reloj sobre la repisa. Eran más de las doce—. Un trago no me vendría mal…

—Y yo voy a bañarme… —se apartó de mí y salió de la cama—. Haz la cama, Clive. Es algo que nunca he sabido hacer.

—Está bien —dije, viéndola hacer muecas frente al espejo.

Me levanté e hice la cama. Después fui al otro cuarto, telefoneé al restaurante Barbecue y reservé una mesa con sofá contra la pared.

Eva se presentó en ese momento.

—El agua está corriendo —dijo—. ¿Qué quieres que me ponga?

—Oh, un vestido —dije—, aunque me gusta el traje que llevabas anoche.

—Los trajes me quedan mejor que los vestidos enterizos.

—Se acercó a la puerta cuando yo subía. Apoyó las manos sobre su pecho chato.

—Convienen a mi figura… —añadió con una risita.

—De acuerdo —dije—, ponte lo que te dé la gana.

El resto del día pasó demasiado rápido para mí. Parecía que yo había ganado su entera confianza: Eva hablaba de sus experiencias con otros hombres y su marido nunca estaba demasiado rato fuera de la conversación. Nos divertimos. Pero yo tenía la sensación de que no podía ir más lejos. Siempre surgía el muro invisible contra el que chocaba de vez en cuando. No quiso decirme cuánto dinero hacía. Cuando le pregunté si ahorraba, me contestó: «Todos los lunes voy al Banco y deposito la mitad de lo que he ganado. Ese dinero nunca lo toco».

Dijo esto de manera tan plausible que no le creí. Ya sabía cuán descuidadas y extravagantes suelen ser esta clase de mujeres. Me hubiera atrevido a apostar que Eva no había ahorrado un centavo, aunque, naturalmente, no podía decirle que mentía.

Procuré convencerla de que sacara una póliza de seguros.

—Será algo para cuando seas vieja; entonces te alegrarás de tener ese dinero —expliqué.

Pues ella no pareció interesada. Dudo que me atendiera.

—Es inútil que me moleste… —dijo—… estoy ahorrando… Además ése no es asunto tuyo…

Dijo una cosa que me agradó. Fue después que vimos el último filme de Humphrey Bogart, cuando volvíamos a Laurel Canyon Drive. Ambos habíamos bebido fuerte y ella se había dejado deslizar por el mullido asiento del coche, con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados.

—Marty dijo que iba a aburrirme contigo —dijo—. Me dijo que era una locura pasar contigo el fin de semana. Se va a sorprender cuando vea que aún no te he echado.

Puse mi mano sobre la de ella.

—¿Y me habrías echado?

—Naturalmente si me hubieras aburrido.

—Entonces… ¿te ha gustado este fin de semana?

—Hum… bastante.

Bueno, eso era algo.

Permanecimos acostados en lo oscuro y hablamos hasta avanzada la noche. Creo que Eva no había hablado con una libertad tan total desde hacía tiempo. Era como si hubiera abierto la compuerta de una represa y las palabras brotaban de ella vacilantes al principio; luego, como un fluir ininterrumpido. No recuerdo todo lo que dijo. Aunque casi siempre se refería a Jack. Su vida en común parecía hecha de interminables disputas y reconciliaciones salvajemente exaltadas. Por lo que dijo, la relación con Jack se basaba en una especie de cariño brutal, que atraía la compleja y rara naturaleza de ella. No importaba que él le pegara de vez en cuando, siempre que le fuera fiel. Ella estaba segura de eso. Me contó que una noche habían vuelto a casa tras una fiesta; Eva había resbalado y se había caído en la calle. Se le había torcido el tobillo, que se hinchó de inmediato. Jack se había reído y la había dejado sentada en la vereda. Estaba cansado y quería irse a la cama. Cuando ella regresó a casa, renqueando, lo encontró dormido; a la mañana siguiente, la echó fuera de la cama, aunque ella apenas podía caminar, para que le trajera el café. Eva parecía admirarlo más a causa de ese comportamiento.

Eso me mató. Era tan distinto a mis relaciones normales con las mujeres, que no podía entenderlo.

—¿Quieres decirme que no te gusta que te traten con consideración? —le pregunté.

Sentí que levantaba los hombros.

—Detesto la debilidad, Clive. Jack es fuerte. Sabe lo que quiere y nada podrá detenerlo.

—Bueno, si te gusta ser tratada así… —me interrumpí. Cuando hablaba de los hombres que la visitaban, Eva no mencionaba nombres. Admiré su discreción. Al menos no iba a hablar de mí.

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