Eva

Eva


11

Página 13 de 25

11

Llegué a mi departamento a eso del mediodía. Cuando entré en el ascensor el ascensorista me dirigió una de esas sonrisas que significan que aún faltan seis meses para Navidad.

—Buenos días, señor Thurston.

—Buenas —contesté mientras experimentaba esa inevitable sensación de angustia en el estómago que nos da el ascensor corriendo entre los pisos.

—¿Se enteró de esos dos tipos que se mataron anoche al salir del Manola? —preguntó al ascensorista cuando yo salía de la cabina.

—No.

—Linda cosa. Se pelearon por una tipa y cayeron de la vereda, bajo las ruedas de un camión. A uno le aplastaron la cara.

—Eso le hará ver las cosas de otro modo —contesté, abriendo la puerta de mi departamento.

Russell estaba en el vestíbulo.

—Buen día, señor —dijo, con una voz que indicaba que, para él, ese día era todo menos bueno.

—Hola… —me dirigía hacia mi cuarto, cuando encontré su mirada. Me detuve—. ¿Pasa algo?

—La señorita Carol está esperando en la sala —dijo, con tono lleno de reproche. Su cuerpo, su cara, sus cejas emanaban reproche. No cabía ninguna duda.

—¿Carol? —lo miré sorprendido—. ¿Qué desea? ¿Por qué no está en el estudio?

—No sé, señor. Hace más de media hora que está esperando.

Le entregué mi valija.

—Déjela en mi cuarto —dije, y atravesé el vestíbulo para ir a la sala.

Cuando entré Carol estaba junto a la ventana. No se dio vuelta, aunque seguramente me oyó entrar. Admiré su esbelta espalda y el fresco vestido a cuadros blancos y rojos.

—Hola —dije, cerrando la puerta.

Ella deshizo el cigarrillo en el cenicero y giró sobre sus talones. Me miró de frente y mi mirada cedió.

—¿No trabajas esta mañana? —pregunté, atravesando el cuarto y plantándome a su lado.

—Necesitaba verte.

—Magnífico —dije, indicando el sillón—. Siéntate.

Cuando se dirigía al sillón pregunté:

—No ha pasado nada malo, ¿verdad?

Ella se sentó.

—Aún no lo sé… —buscó otro cigarrillo, lo acomodó en la boquilla y lo encendió.

De pronto me sentí algo cansado; mi ánimo no estaba para sermones. Me acerqué a ella.

—Escucha, Carol… —empecé, pero ella levantó la mano.

—No vamos a tener el tipo de conversación que se inicia con un «Escucha Carol»… —dijo con agudeza.

—Lo lamento, Carol, pero estoy nervioso esta mañana… —no quería pelear con ella—. Veo que algo no anda bien. Es mejor que me lo digas enseguida.

—Esta mañana me encontré con Merle Bensinger. Está preocupada por ti.

—Si Merle Bensinger ha estado discutiendo mis asuntos contigo —dije con frialdad—, debe de haber olvidado que es mi agente a sueldo.

—Merle te tiene simpatía, Clive. Creía que estábamos comprometidos.

Lentamente me senté en un sillón algo alejado de Carol.

—Aunque estuviéramos casados, no le corresponde a Merle hablar de mis asuntos —dije, mientras una furia helada atrapaba mis palabras.

—Merle no me habló de tus asuntos —dijo Carol con calma—. Me pidió que hiciera algo para convencerte de que trabajaras.

Encendí un cigarrillo y arrojé el fósforo en la chimenea apagada.

—Pero estoy trabajando —dije—. Si Merle está preocupada por la comisión que le pago, ¿por qué no lo dice de una vez?

—Está bien, Clive. Si lo tomas así…

—Así es como siento la cosa. ¡Por favor, Carol, no se puede forzar a ningún escritor a que escriba! Eso lo sabes. La cosa se presenta o no se presenta. Merle quiso que yo hiciera un artículo imbécil para el Digest. No tuve ganas de hacerlo. Por eso está resentida.

—No mencionó el Digest, pero olvidemos por el momento a Merle… —cruzó sus finos tobillos—. Hablemos de Berstein, Clive.

—¿Qué pasa con Berstein?

—Sabes que estuvo en casa el sábado…

—Sí, ya me lo dijiste.

—Hice lo que pude. Le leí partes de tu obra. Incluso lo persuadí para que se la llevara…

La miré sorprendido.

—¿Le has dado una copia de mi obra? —repetí—. ¿De dónde sacaste ese manuscrito?

—Oh, yo lo tenía —contestó con impaciencia—. Pero eso no interesa. Yo esperaba… —se interrumpió con un gesto de desesperación. Después añadió—: Si hubieras estado allí, habría sido todo distinto. Temo que hayas perdido una gran oportunidad, Clive.

Aspiré una porción de humo.

—No lo creo —dije—. Si Berstein estuviera tan apurado por hacer Seguro de lluvia, ya lo habría hecho. Un tipo a quien hay que convencer para que compre un argumento, no está muy entusiasmado. Y se apacigua tras hacer una cantidad de promesas. No me vas a decir que Imgram tuvo que hablar con Gold para que comprara su libro…

—¡Hay una gran diferencia entre Seguro de lluvia y La tierra es estéril! —dijo Carol con agudeza. Después, como yo me moví, impaciente, ella prosiguió—: Perdón, Clive… no quise decir eso… quise decir… que no se puede comparar… que…

—Está bien, está bien —dije furioso—. No tienes que tratarme con guantes de terciopelo. Quieres decir que mi obra no es bastante buena para defenderse sola. Es necesario que tú y Jerry Highams y yo le andemos detrás a Berstein antes que se digne siquiera a mirarla…

Ella se mordió el labio nerviosamente, pero no dijo nada.

—Pues no es así como quiero vender mis obras. Cuando venda algo, lo venderé porque vale la pena que lo compren. No necesito regatear como un vendedor ambulante. A la mierda con Berstein…

—De acuerdo, Clive, a la mierda con Berstein… Pero así no vas a ninguna parte, ¿verdad?

—No me pasa nada. ¿Por qué no dejas de preocuparte por mí? Oye una cosa, Carol: vamos a poner algo en claro. Cuando necesite que alguien me ayude, te lo haré saber. Hay demasiada gente interesada en ayudarme. Es abrumador… —y, para no herir sus sentimientos, añadí—: Naturalmente que estoy agradecido, pero, después de todo, es asunto mío. Me las arreglo muy bien solo.

Nuevamente volvió a clavarme la mirada.

—¿De veras? —dijo—. Hace dos años que no escribes nada. Vives del pasado, Clive. Y esto es algo que no puede hacerse en Hollywood. Aquí un escritor vale lo que vale su próximo libro… o película.

—Pero mi próxima película será muy buena —dije, procurando sonreír—. No hagas líos, Carol. Después de todo, tengo una propuesta de Gold. Eso te demuestra que no me han dejado de lado.

—Oh, Clive, deja de darte aires —dijo, y el color llenó su cara—. No se trata de que puedas escribir. La cuestión es «cuándo» vas a hacerlo.

—Bien, ¿y por qué no dejas eso por mi cuenta? —dije—. ¿Por qué no vuelves al estudio? Creí que estabas ocupadísima con Imgram.

—Lo estoy. Pero tenía que verte, Clive. La gente empieza a hablar —se puso de pie y dio vueltas por el cuarto—. Se supone que estamos comprometidos, ¿no es así?

Esto era algo que yo no deseaba discutir en el momento.

—¿Qué quieres decir con eso de que… la gente habla?

—Comentan este fin de semana —volvió su cara hacia mí—. ¿Cómo has podido, Clive? ¿Cómo has podido hacer una cosa semejante? ¿Te has vuelto loco?

La cosa se viene, pensé.

—Si supiera de qué estás hablando…

—¿Por qué me mientes? Estoy enterada. Ya en este momento, deberías haberte librado de esa historia. No eres un chico de colegio, ¿sabes?

La miré fijamente.

—¿Qué quieres decir? ¿De qué debo librarme?

Ella volvió a sentarse.

—Oh, Clive, a veces eres estúpido y odioso —dijo, cansada. La ira había desaparecido de su voz. Ahora era desesperadamente desdichada—. ¿Quieres ser irresistible, no es así? Quieres ser el gran seductor que hace perder el equilibrio a todas las mujeres. ¿Por qué has elegido una mujer como ésa? ¿Dónde crees que vas a ir a parar?

Impaciente, busqué un cigarrillo.

—Estás diciendo algunas cosas duras, Carol —con dificultad contuve mi rabia—. Pero no estoy en ánimo de aguantar mucho más. Es mejor que vuelvas al estudio antes de que nos digamos algo que debamos lamentar después.

Ella permaneció inmóvil unos segundos, con las manos cruzadas sobre las rodillas y el cuerpo tenso. Después suspiró profundamente y su cuerpo se aflojó.

—Perdón, Clive —dijo—. He presentado las cosas de manera equivocada. Pero ¿no puedes cortar esa relación? ¿No puedes abandonar el asunto? Aún no es demasiado tarde, Clive.

Enojado arrojé ceniza sobre la alfombra.

—Estás alborotando por nada —dije—. Por el amor de Dios, Carol, sé razonable.

—¿Qué conseguiste pasando con ella el fin de semana? —preguntó de pronto—. ¿Todavía no ha caído seducida ante tus encantos?

Me puse de pie de un salto.

—Carol: estoy harto. Quiero que te vayas. Si seguimos así terminaremos haciéndonos daño.

—Rex Gold me ha pedido que me case con él.

Años atrás me había pateado un caballo. Fue culpa mía. Me habían prevenido que era arisco, pero yo pensé que podía manejarlo. Súbitamente el animal se soltó, y recuerdo que quedé echado en el suelo barroso, húmedo, con el dolor que me retorcía las tripas, mirando al caballo y sin poder creer que me hubiera hecho eso. Ahora sentía el mismo retortijón de dolor en las entrañas.

—¿Gold? —dije, y volví a sentarme.

Carol golpeó un puño contra el otro.

—No debí decírtelo ahora —dijo—. Es como un chantaje, ¿verdad, Clive? No, no debí decírtelo ahora.

—No creía que Gold… —me detuve.

¿Por qué no? Ella era preciosa. Era eficaz en su trabajo. Sería una espléndida esposa para Gold.

—¿Qué piensas hacer? —pregunté tras un largo silencio.

—No sé —dijo—. Ya no lo sé después de este fin de semana.

—¿Y qué tiene que ver eso con el fin de semana? —pregunté—. Creí que se trataba de saber si lo querías a él o no.

—Eso no cuenta en Hollywood —dijo Carol—, lo sabes tan bien como yo. Si he creído que tú y yo… —se detuvo, vacilante, y después prosiguió—. Me vuelves la cosa difícil, ¿no es así?

No dije nada.

—Sabes, te quiero, Clive.

Intenté agarrarle la mano, pero ella la retiró.

—No me toques. Déjame hablar. He aguantado mucho de ti. Hace dos años que nos conocemos. Supongo que es tonto de mi parte vivir en el pasado, pero no puedo olvidarme de ti la primera vez que fuiste a ver a Robert Rowan. Ninguno de nosotros era nadie entonces. Me gustaste en cuanto te vi. Pensé que tu pieza era muy buena. Pensé que una persona capaz de esos sentimientos debía de ser buena, noble, decente. Me gustó el aire asustado, turbado que tenías cuando Rowan te hablaba. Eras sencillo, simpático, muy distinto a los otros hombres que venían a la oficina. Creí que ibas a hacer grandes cosas: por eso te dije que te establecieras aquí y dejaras Nueva York y todo lo que Nueva York representaba. Hubo un tiempo, antes que te hicieras otras amistades, en el que eras feliz teniéndome como compañera, íbamos a todas partes, hacíamos de todo. Una vez me pediste que me casara contigo y yo dije que sí. A la mañana siguiente, lo habías olvidado. Ni siquiera te molestaste en llamarme. No sé, ni siquiera ahora, lo que sientes por mí, aunque sé lo que yo siento por ti. Eso no significa que quiera tenerte atrapado. No es así como te quiero.

Yo deseaba que ella no hubiera empezado esto. Debía tomar una decisión y quería tiempo para pensar. Hasta la noche del sábado, yo había amado a Carol. Ahora ya no estaba seguro de quererla. Sabía que no podía dejar que siguiera hablando, desnudándose delante de mí: tenía que enfrentarla a medio camino. De otro modo la cosa iba a terminar cuando ella me dejara, y yo no quería terminar. Carol era importante para mí. Representaba los dos últimos años, que eran los mejores de mi vida. Representaba la comprensión y la bondad. Me daba confianza. Me aterraba pensar lo que sería de mí sin ella.

—Te creí cuando dijiste que me querías —prosiguió ella—, probablemente porque tú significabas tanto para mí. Había algo en ti muy lindo, Clive, cuando eras pobre. Creo que el éxito hace mal a alguna gente. A ti te ha hecho mal. Sabes, estoy preocupada por ti. Realmente no sé ahora cómo vas a salir adelante. No has aprendido nada nuevo desde que empezaste a escribir. Crees tener el toque mágico, pero no lo tienes. Nadie lo tiene… eso no existe. Eso llega cuando se trabaja, cuando uno nunca se da por satisfecho, y cuando se abordan temas más importantes cada vez que se escribe. Entonces, se siente que hay algo que decir y que vale la pena decirlo.

—Has hecho un discurso aterrador —dije—, pero lo dejaremos pasar si no te opones. Hablemos de ti. ¿Piensas casarte con Gold?

—No sé —dijo—. No quiero hacerlo, pero la cosa ofrece muchas ventajas.

—¿Estás segura?

—Gold tiene imaginación… poder… dinero. Me dejará mano libre. Se pueden hacer grandes películas. Tal vez tú no entiendas esto, Clive. Pero soy ambiciosa. No para mí. Quiero que se hagan mejores películas. Podría influir a Gold. Él me escucha…

—No vale la pena educar el mundo: concentrémonos en nosotros mismos. No es necesario que te cases con Gold para educar el mundo, ¿no es así?

—¿Te importaría que lo hiciera?

Tenía que hablar ahora o perderla.

—Claro que me importa, pero quiero que veas las cosas desde mi punto de vista. Te quiero. Hace tiempo que te quiero, pero, en este momento, eso no me sirve. Algo anda mal. No puedo escribir. Si no sucede algo pronto, estaré en un atolladero. Antes he estado en la mala, claro está, pero estaba solo. No soportaría verme contigo en la mala.

Ella examinó sus finas manos morenas.

—Eso sucede porque has perdido el contacto con las cosas que importan. Te has estado divirtiendo demasiado… —hizo una pausa, ajustó los puños de manera que cubrieran sus muñecas y después estalló—: ¿Por qué tuviste que llevar a esa mujer donde pudieran verlos juntos?

La ira me atravesó como un relámpago.

—¿Así que ese hijo de puta de escritor de éxito te ha ido con el cuento? —dije—. Me di cuenta de que te iba a ir con el chisme. Eso es para lo único que sirve: para chismear y hacer maldades.

—Jerry Highams también te vio —dijo Carol pesadamente.

—¿Y qué hay con eso? Highams sabe por qué veo a esa mujer. Y no hay nada más, Carol. A ti no te mentiría. Tengo una historia fantástica que escribir acerca de ella. Eso es todo.

Carol se puso de pie.

—Tengo que volver al estudio —dijo—. Lamento todo esto, Clive. No podemos hacer nada… ¿verdad?

—¿Acaso no crees lo que te digo? —pregunté, acercándome.

—Gold me ha encargado esa historia. ¿Cómo quieres que la escriba si no frecuento a esa mujer?

Ella meneó la cabeza.

—No sé, Clive. Y no me importa demasiado. Estoy un poco harta de tus amiguitas. ¡Tengo que compartirte con tantas! Y no tengo ganas de competir con una profesional. Hasta que la dejes… es mejor que no nos veamos.

—No hablas en serio, Carol —dije alarmado—. ¿Acaso no quieres que aproveche esta ocasión? Gold me ha ofrecido cincuenta mil dólares. No puedo escribir la historia si no estoy en contacto con esa mujer… —cuando se volvió, yo la agarré del brazo—. Te repito que no hay nada entre nosotros fuera del argumento. ¿No me crees?

Ella soltó su brazo.

—No… pero ten cuidado, Clive. Vas a salir lastimado. Es una mujer capaz de maniobrar a un hombre como tú.

Mi furia hirvió al oír esto.

—Está bien —dije, lleno de rabia contra ella—. Eres una chica preciosa, adorable. Gracias por prevenirme. Tendré cuidado. Cada vez que la vea pensaré en ti y en tu consejo, y tendré mucho, mucho cuidado.

Ella se ruborizó.

—Puedes guardarte tus sarcasmos baratos. Estás buscando dificultades y mucho me temo que vayas a encontrarlas.

—No debes temer nada. Siempre que pueda contar con tu lástima, me las arreglaré muy bien… —dije—. Es inútil discutir por esto, ¿verdad? Es mejor que nos portemos agradablemente y un poquito en broma, ¿no te parece?

—Naturalmente tú eres una autoridad en eso de tomar las cosas en broma —replicó ella, aguijoneada y enfurecida—. Pero si realmente es así como tomas las cosas, es inútil que nos peleemos.

—Perfecto… —estaba decidido a enojada tanto como yo lo estaba—. Y no dejes de invitarme a la boda. No iré, pero invítame, porque será la única vez que rechazaré algo de Gold. Pero no pienso rechazar sus cincuenta mil dólares.

Vi desprecio en sus ojos y súbitamente tuve ganas de herirla.

—Imagino el tipo de boda que va a preparar Gold —proseguí, sonriendo—. Será un casamiento en tecnicolor. Ya veo el estilo. La novia es preciosa. Se entrega a Rex Gold para educar a la gente haciendo mejores películas. Eso hará reír mucho… —saqué la cigarrera y elegí un cigarrillo—. Dices que no vas a competir con profesionales. ¿Es verdad eso, amorcito?

—Espero que esa mujer te haga daño —dijo Carol con la cara lívida—. Necesitas que te lastimen. Necesitas una mujer como ésa, capaz de taladrar tu mezquino, miserable yo. Creo que ella lo hará. Y lo deseo, lo deseo mucho.

—¿Sabes? Me alegro de que seas mujer; me alegro de que estés en mi departamento y bajo mi protección, porque eso me impide hacer lo que tengo ganas de hacer.

—¿Tienes ganas de trompearme la cara?

—Así es. Eso es lo que me gustaría hacer, divina.

—Adiós, Clive.

—Esto es fantástico. Eso es lo que se llama un drama contenido. Será un magnífico telón de fondo. Nada vulgar… será definitivo, claro está, pero decididamente nada vulgar. Eres una buenísima autora de guiones y tienes un gran sentido teatral. Pero tendrías que estar atenta al diálogo la noche de bodas, mi linda. ¿Entiendes?

Ella estaba ya junto a la puerta. No se volvió para mirarme. Después desapareció.

Cuando la puerta se cerró tras ella la habitación pareció muy vacía. Fui al armario y me serví un whisky. Lo bebí sin soltar la botella y de inmediato me serví otro. Repetí cuatro veces el gesto. Después guardé la botella y me dirigí al vestíbulo. Me sentía algo borracho y tenía ganas de llorar.

En el momento de ponerme el sombrero, Russell descendió la escalera. Me lanzó una mirada lúgubre, pero no dijo nada.

—La señorita Carol va a casarse con Rex Gold —dije, pronunciando cuidadosamente las palabras—. Sé que te gustan estos rápidos chismecitos, Russell. Sabes quién es Rex Gold, ¿no es así? Bueno: se casa con él. Se casa con él para hacer buenas películas y educar a las clases menesterosas… —me apoyé en la baranda de la escalera—. ¿Crees que las clases menesterosas desean ser educadas? ¿Crees que vale la pena el sacrificio? Yo no lo creo. Creo que a la gente le importa un pepino que Carol se case con Rex Gold o que haya mejores películas. Pero es inútil discutir con las mujeres… Russell me miró como si lo hubiera abofeteado. Intentó decir algo, pero las palabras se atragantaron. Lo dejé y tomé el ascensor para salir a la calle.

Subí al coche.

—Pobrecito —me dije a mí mismo—, me das tanta pena…

Después apreté el acelerador y me dirigí al Club de Escritores. La acostumbrada multitud no estaba presente ese día. Saludé al camarero y me dirigí al bar.

—Un whisky doble —dije, sacando un taburete y sentándome.

—Bien, señor Thurston —dijo el mozo—. ¿Lo desea con hielo?

—Oiga —dije inclinándome hacia adelante—, si quisiera hielo, le habría pedido hielo. No quiero tanta charla, ni suya ni de nadie.

—Está bien, señor Thurston —dijo el mozo, poniéndose colorado.

Bebí el whisky puro y volví a presentarle el vaso.

—Otra vuelta… sin hielo y sin charla. No quiero que me hable ni siquiera del tiempo…

—Está bien, señor Thurston.

Si yo no vendía mi argumento a Gold dentro de poco iba a verme como ese mozo. Iba a ver me tan apretado de dinero que iba a tener que aceptar cualquier cosa que me ofrecieran. Terminé el whisky.

—Sírvame otro.

En aquel momento entraron Peter y Frank Imgram. Fue mala suerte que aparecieran en ese momento, porque yo estaba muy enojado y algo borracho. Descendí del taburete.

Peter sonrió.

—Hola, Clive —dijo—. ¿Me acompañas a tomar una copa? Conoces a Frank Imgram, ¿verdad?

Yo lo conocía muy bien.

—Claro —dije, retrocediendo un paso y tomando posición—. El gran chismoso de Hollywood, ¿no…? —y di a Imgram un puñetazo que lo golpeó de lleno en la boca. Él retrocedió, gargajeó y se llevó los dedos a la boca para que la dentadura postiza no lo ahogara. Había escrito La tierra es estéril, pero tenía dientes falsos. Yo le llevaba esa ventaja.

No esperé para ver qué sucedía. Salí precipitadamente del bar. Atravesé el vestíbulo y llegué a la calle. Subí al coche y puse en marcha el motor. Tuve que controlarme, porque tenía ganas de volver y golpear de nuevo a aquel piojo. Tenía ganas de pegarle de nuevo con tanta fuerza que sentí dolor detrás de los ojos, la nariz y la nuca.

Pensé: Merle Bensinger, Carol, la dulce, adorable Carol y ahora Frank Imgram… y probablemente también Peter Tennett. Todos debían de odiarme hasta los huesos. La verdad es que me estaba metiendo en un lío. Si continuaba de esa manera iba a lograr una linda reputación…

Marché rápidamente por Sunset Boulevard. Tal vez dentro de unos días nadie iba a dirigirme la palabra. Tal vez iban a pedirme que renunciara al club. No importa, me dije, todavía me queda Eva. Disminuí la marcha, porque bruscamente sentí necesidad de hablar con Eva. Eso era algo que nadie podía impedir. Podían prohibirme que le pegara a Imgram, pero no podían impedir que telefoneara a Eva.

Me detuve frente a una droguería, dejé el coche y entré. Tuve cierta dificultad para discar. Estaba más borracho de lo que suponía. Marqué mal los números tres veces seguidas antes de conseguir la comunicación. Estaba sudando y enfurecido.

Marty atendió el teléfono.

—¿La señorita Marlow? —pregunté.

—¿De parte de quién?

¿Ya ella qué le importaba? ¿Por qué no había atendido Eva? ¿Creía acaso que yo deseaba hablar con su criada cada vez que le telefoneaba? ¿Quería que dijera mi nombre a una sirvienta que iba a repetirlo al lechero, al heladero y a todos los tipos con los que saliera a emborracharse?

—Soy el hombre de la Luna —dije—, ése soy.

Hubo una pausa y después Marty contestó:

—Lo siento: la señorita Marlow ha salido.

—Está en casa —contesté enojado—. A esta hora no ha salido. Dígale que quiero hablar con ella.

—¿De parte de quién?

—Oh, por el amor de Dios… soy el señor Clive… ¿Está contenta ahora?

—Lo siento, pero la señorita Marlow está ocupada.

—¿Ocupada? —repetí estúpidamente—. ¡Pero si no son las dos de la tarde! ¿Cómo puede estar ocupada?

—Lo siento —repitió Marty de nuevo—, le diré que usted ha llamado.

—Un momento —dije, sintiéndome enfermo y vacío—. ¿Quiere usted decir que ella está con un tipo?

—Le diré que usted ha llamado —dijo Marty, y cortó. Dejé caer el receptor, me quedó colgando del cordón. Me sentía atrozmente mal.

Ir a la siguiente página

Report Page