Eva

Eva


13. Entre perro y lobo

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El portillo de la escalera que ascendía hasta la casa de Moira Nikolaos quedaba a unos treinta metros, casi al final de la cuesta. Aún podían distinguirse los objetos. Falcó observó de soslayo, con atención, los arbustos y las rocas que quedaban a su derecha, sombras cada vez más confusas entre la muralla y el mar. Seguramente ellos vendrían de aquella parte.

Intentarán cogerme vivo, pensó. O eso espero.

Encendió otro cigarrillo recurriendo a la mano libre. No le apetecía fumar, pero quería mostrarse despreocupado. Se detuvo para hacerlo, dejando que la llama del encendedor le iluminase el rostro en apariencia tranquilo. Luego reanudó el paso.

Para engañar, recordó, era importante no olvidar lo que el adversario sabía. Al menos durante unas horas, para Eva Neretva y el americano Garrison valía más vivo que muerto. Tenía demasiado que contar, si lograban arrancárselo, y nadie en su sano juicio, nadie que no estuviera cegado por la furia o el ansia de venganza, iba a desaprovechar la oportunidad de darle un rato largo de conversación antes de cortarle el cuello o meterle una bala en la cabeza. Esa era su baza principal en aquel crepúsculo. Su póliza de vida. La red que lo animaba a hacer semejante acrobacia, en la esperanza de que cuando soltara el trapecio, si le fallaban las manos, la red seguiría estando allí.

Si se había equivocado, se limitarían a pegarle un tiro. Bang. Fin de la historia y de los problemas. Hora de emprender un largo sueño.

No me hagas daño, había dicho ella. Sonrió vagamente, para sí, antes de olvidar por completo a esa mujer y concentrarse en la otra. La que en ese momento podía quitarle la vida.

Estaba a diez pasos del portillo cuando atacaron.

Y sí. En apariencia, pretendían cogerlo vivo. Nada de disparos que alertasen sobre lo que ocurría y convocaran a curiosos inoportunos. Era un ajuste de cuentas privado.

Tiró el cigarrillo mientras veía destacarse de pronto las figuras sobre el contraluz de la luna y su reflejo en el mar lejano, bultos moviéndose con rapidez y sigilo en la penumbra de grises y azules donde aún podían distinguirse los objetos.

El rastro del día conservaba una vaga claridad agonizante. Contó media docena de enemigos acercándose entre las piedras y los arbustos, y dos segundos después oyó el ruido de sus pasos todavía cautelosos.

Uno de ellos llevaba chilaba y susurró «

Ialah», como alentando a los suyos. Al menos ese era moro, pensó Falcó. Dos o tres de ellos lo eran, comprobó. Mano de obra mercenaria y barata, como el otro caribe al que le había tajado la cara en el bulevar Pasteur. Toda esa gente, concluyó, que no sabe que va a morir por veinte pesetas diarias. Y que de pronto, muere.

Dejó caer la chaqueta, levantó la Browning y le pegó un tiro al de la chilaba, casi a bocajarro. La pistola saltó en su mano derecha como el mordisco de un crótalo, escupiendo algo semejante a un buen taponazo de champaña tras agitar mucho la botella. Apenas hubo fogonazo, apagado por el supresor; el casquillo eyectado resonó metálico entre las piedras del suelo, y Falcó vio cómo el moro se desplomaba sin despegar los labios, en la claridad oblicua de la luna. Apuntaba a los otros —quedaban cinco en pie, confirmó— cuando a su espalda, viniendo del portillo, escuchó una sucesión de pasitos cortos y rápidos, y supo que Paquito Araña entraba en acción.

Tampoco Kassem andará muy lejos, o así lo espero. Eso fue lo último que pensó antes de dejar de pensar. Buscaba de modo instintivo, pistola en alto, un segundo blanco: moro, moro, europeo alto, moro, mujer. Sin duda la quinta era una mujer, aunque vestía ropa masculina. Obligándose a apartar los ojos de ella, Falcó eligió al europeo alto, que en realidad no era europeo sino norteamericano y respondía al nombre de Garrison. Antes de apretar el gatillo apuntándole al pecho, observó un doble reflejo de cristal en un rostro que la penumbra hacía más flaco y anguloso que en la escalera del 28 del bulevar Pasteur, y en el que podían apreciarse los cardenales y huellas de la anterior pelea. Esta vez no se había quitado las gafas. Quizá veía mal con poca luz.

En ese instante se interpuso un segundo moro. Falcó tuvo tiempo de ver que este vestía a la europea y le brillaba un cuchillo en las manos, antes de meterle en el vientre el tiro que iba destinado a Garrison. El moro dobló las rodillas y cayó hacia adelante mientras soltaba el cuchillo, estorbando las piernas de Falcó. Y eso permitió al norteamericano arrojarse sobre él. Pese a la cara tumefacta seguía fuerte y en forma, soltando puñetazos como una máquina bien adiestrada, el maldito cabrón. Pero también Falcó estaba en forma. Rodaron sobre las piedras mientras en torno a ellos peleaban los demás.

Nadie disparaba. Solo golpes, cuchilladas y gemidos. Todos se hallaban demasiado ocupados para gastar saliva hablando. Se preguntó Falcó, fugazmente, cómo les estaría yendo a los otros. A los suyos.

A esa distancia, aferrado a Garrison como estaba, la pistola con el supresor de sonido resultaba tan inútil como si fuera de madera. La soltó y agarró por el pelo a su adversario. Gruñía este, debatiéndose mientras intentaba morderle la muñeca. Falcó no estaba dispuesto a dejarse zurrar como la vez anterior, así que reunió fuerzas para un golpe de los que situaban las cosas en su sitio. Las gafas del otro habían desaparecido; y era una lástima, pues habría sido útil llenarle los ojos de cristales rotos. Aun así, intentó lo que pudo. Liberando una mano, hizo sobresalir el nudillo del dedo corazón del puño cerrado y le asestó a Garrison un golpe bestial en un ojo.

Un momento de pelea, había dicho alguna vez el Almirante, descubre más sobre la naturaleza esencial del ser humano que siglos de cultura, educación y paz.

Quizá fuera cierto.

Aulló Garrison, gutural, como si tuviera dentro una sirena de fábrica, y se llevó una mano a la cara. Eso bastó para que Falcó se incorporase a medias sobre él, dándole la vuelta boca abajo, le pusiera una rodilla contra la columna vertebral y, superando el forcejeo y los manotazos que su enemigo daba en el suelo, agarrándole fuerte con las dos manos la mandíbula y la cabeza, hiciera girar esta con violencia a un lado.

Croc, hizo.

Sonó como un chasquido seco y violento, siniestro, igual que si se partiera una rama gruesa. Entonces el americano emitió un breve quejido y se quedó rígido y quieto, como un buen chico. Falcó respiró tres veces para recobrar el aliento y se incorporó sobre el cadáver mirando alrededor. Buscaba la pistola, sin encontrarla.

—Puta roja —oyó decir a Paquito Araña.

Casi todo eran ya sombras; pero el halo de la luna, ambarina e inmóvil como un ojo muerto, se había adueñado del cielo y proporcionaba la claridad suficiente para ver varios cuerpos tendidos en el suelo. Entre ellos, a contraluz, había una silueta menuda, medio incorporada, y una segunda de pie frente a ella.

—Guarra —insistía Araña, no sin estilo.

La segunda silueta, la que estaba de pie, alzó una mano sin decir palabra, brilló en ella un fogonazo, y un estampido —pequeño calibre, tal vez 6,35— lo ensordeció todo. Aquello era un ruidoso punto final a la discreción y al guardar las formas. Paquito Araña cayó hacia atrás, o se tiró. Imposible saberlo. No hubo tiempo para comprobaciones, pues la silueta que había disparado se volvió hacia Falcó, quien sintió en el cogote el aliento frío y familiar de la Parca. La vida tenía momentos ineludibles, resumidos en los actos de vivir y morir; pero a veces lo de morir contenía malentendidos, y el interesado deseaba seguir viviendo. En ese momento concreto, era su caso. Así que, antes de que Eva Neretva apretase otra vez el gatillo, se arrojó contra ella.

Sintió el segundo fogonazo y el estampido del arma cuando esta ya estaba a su costado, bajo el brazo derecho. La bala se perdió en la noche, rozando su camisa con una desagradable sensación de calor y proximidad mientras su cuerpo chocaba con el de la mujer.

Los dos cayeron al suelo.

Había sido un impacto violento contra una constitución musculosa y tensa. Más bien sólida. Ella vestía pantalones de hombre y una canadiense. Espaldas de nadadora, recordó. Aquello nada tenía que ver con la carne desnuda y suave que Falcó recordaba de dos noches atrás, en la habitación 108 del hotel Continental. Ahora se trataba de un cuerpo duro, adiestrado. Dispuesto a pelear.

A matarlo, comprendió en seguida.

El primer golpe lo recibió al incorporarse, dolorido por la caída sobre los guijarros. Una mano y una rodilla las tenía resentidas, así que perdió un par de valiosos segundos en hacer amago de frotárselas mientras se levantaba, aunque no llegó a consumar el movimiento. Una sacudida violenta le azotó la cara como un latigazo, a partir de la sien izquierda, y la penumbra se llenó de locas luminarias. Tuvo tiempo de ver los ojos de la mujer, muy desorbitados y muy brillantes en la claridad pálida de la luna, antes de recibir un segundo golpe. Esta vez fue en la garganta, y llegó con tanta fuerza que, de haberlo alcanzado un poco más a la derecha, le habría hundido la nuez sobre la tráquea. Manoteó ahogándose, en busca de aire.

Me va a liquidar, pensó fugazmente, desconcertado. Me va a liquidar.

Boqueaba con desesperación, igual que un pez fuera del agua. Impotente, o casi. Estaba de rodillas y vio cómo Eva se erguía sobre él, serena y poderosa. Aturdido, se preguntó por qué ella no le pegaba un tiro, y de pronto comprendió que había perdido la pistola en el forcejeo. Tenía las manos desnudas. Y una de aquellas manos, convertida en puño, lo alcanzó por tercera vez, de nuevo en la sien. Se tambaleó Falcó —la falta de aire lo debilitaba mucho—, pero reuniendo fuerzas pudo incorporarse del todo. Entonces, al fin, consiguió colocarle a ella un golpe en la cara que le arrancó un quejido de furia y la hizo retroceder tres pasos, trastabillando.

Me toca a mí, se dijo yéndole encima. Ahora es la mía.

Eso no era del todo exacto. Ella era ya una sombra en el contraluz brumoso de la luna cuando lo recibió con un rodillazo en los testículos que lo frenó en seco. Se dobló sobre el vientre, encogido por el dolor y la sorpresa, intentando todavía llevar aire a sus pulmones, y vio que la mujer giraba despacio en torno a él, metódica, buscando otro lugar preciso de su cuerpo para golpear. Pareció decidirse de pronto, pues emitió un grito breve y seco, tomó impulso, y Falcó recibió una patada en los riñones que le hizo aspirar el aire de la noche como si aspirase tinta espesa. El dolor llegó de inmediato, paralizante y bestial. Centenares de agujas parecían clavarse en su médula y su cerebro mientras caía de espaldas, desmadejado, dándose un buen golpe. Entonces sintió el cuerpo de la mujer echársele encima, intentando inmovilizarlo.

Lo está haciendo bien, pensó, aturdido y ecuánime. Tenía los ojos cerrados, y una extraña y peligrosa lasitud parecía querer adueñarse de todo. Esta hija de puta lo está haciendo muy bien.

Nunca se había sentido así en una pelea. Tan resignado e indiferente, de pronto. Tan fatigado. Tenía ganas de quedarse quieto y descansar durante siglos.

Es así como se muere, pensó.

Las manos de la mujer, crispadas y duras como garras, se cerraban en torno a su garganta, apretando inexorables. Hombre y mujer tenían los rostros muy juntos, y el aliento agitado de ella, sus gruñidos de furia, el soplo de su respiración entrecortada por el esfuerzo de matar, estaban apenas a unos milímetros de la boca de Falcó.

En ese momento, él tuvo una erección.

No podía creerlo, pero estaba ocurriendo. Bajo el cuerpo de la mujer que intentaba estrangularlo, exactamente en el ángulo obtuso que formaban los muslos de ella abiertos sobre los suyos, inmovilizándolo contra el suelo, la carne de Falcó, a punto de viajar a la orilla oscura, despertaba recia e inequívocamente.

Creo, se dijo de pronto lúcido, que moriré otro día.

Se habría echado a reír, de haber tenido tiempo y resuello para hacerlo. En vez de eso, recordó que un buen punto vulnerable en el cuerpo de una mujer eran los pechos. Las tetas, en más prosaico.

Eva, como todas, tenía dos.

Eligió la derecha, que le pillaba más a mano, y concentrando fuerzas aplicó allí una serie de violentos puñetazos, uno tras otro, hasta que sintió aflojar un poco los dedos en su garganta. Lanzó entonces un cabezazo contra el rostro de la mujer, que falló en acertar la nariz pero dio en el mentón. Sonó como un crujido y la oyó gritar, dolorida. Había, al fin, soltado la presa. Entonces se la quitó de encima con un rodillazo en la pelvis, rodó sobre sí mismo y pudo ponerse en pie. Muy cerca todavía, repuesta en el acto, ella se incorporaba como un resorte peligroso; pero ahora Falcó era dueño de sí y controlaba, al fin, la coreografía del asunto.

—Déjalo ya —dijo, cansado. Casi conciliador.

No podía verle el rostro. Solo el relucir de los ojos. Ella se había quedado repentinamente inmóvil, como si intentara permitir que esas palabras penetraran en su cabeza. Considerar lo escuchado. Tras un instante, su sombra emitió un gruñido áspero y se lanzó de nuevo al ataque.

Falcó le pegó en la cara, luego en el plexo solar y al fin volvió a pegarle en la cara. Eva cayó de rodillas, y cuando él se pasó la mano por el rostro, queriendo despejarse un poco antes de volver a golpear, la sintió viscosa de sangre. Suya o de ella. Con tan poca luz no había forma de saberlo.

—Acabemos con esto —sugirió.

Eva resopló gruñendo de nuevo, furiosa, mientras procuraba ponerse en pie. Entonces él le dio una patada en la cabeza que la dejó inmóvil en el suelo.

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