Eva

Eva


14. Mírame a los ojos

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—No irás en ese barco.

—¿Vas a matarme?

No alcanzó a detectar ironía en la pregunta. Eva lo miraba grave, cual si la hubiese formulado en serio.

—Aún no lo sé —respondió él—. Hay alternativas intermedias.

Ella hacía esfuerzos por incorporarse. La dejó hacer sin impedírselo ni ayudarla.

—Dime una cosa —dijo—. Cuando dormiste en mi habitación, ¿sabías que a mi operador de radio lo estaba torturando tu gente?

No hubo respuesta. Ella había logrado sentarse en la cama, el rostro cerca del suyo. Mirándolo con dureza.

—Entiendo —dijo él—. La orden la diste tú.

—Dudo que entiendas nada.

La vio hacer un movimiento con las manos a la espalda, concluido en un rictus de dolor.

—Suéltame las manos —pidió—. Me duelen.

—No te voy a soltar.

El cabezazo lo pilló desprevenido. Lo alcanzó en la frente, y un poco más abajo le habría roto la nariz. Se tambaleó por el impacto, sentado aún en el borde de la cama, y ella lo empujó con todo su cuerpo, tirándolo al suelo. Pese a tener las manos atadas a la espalda, se lanzó en seguida contra él, procurando alcanzarle con las rodillas los testículos y la cabeza. Jadeaba con furia, igual que un animal que luchara por su vida. Se defendió Falcó con un golpe que la hizo caer de bruces sobre él, y entonces Eva intentó morderle la cara.

Ya está bien, pensó Falcó. Acabemos con esto.

La agarró por el pelo y tiró bruscamente hacia atrás, haciéndola gruñir de dolor, y con la otra mano le dio un puñetazo que la levantó dos palmos de encima. Rodó liberándose, y un momento después estaba sobre la mujer, que se debatía queriendo incorporarse. Volvió a pegarle, haciéndola caer de espaldas sobre las manos trabadas.

Pataleaba y se debatía, irreductible. Feroz.

Se quedó un momento mirándola, sus ojos centelleantes bajo el cabello apelmazado y revuelto, la costra parda sobre la boca y el mentón. Las piernas que aún intentaban golpearlo desde el suelo.

Dios mío, pensó admirado. Si esta mujer fuera ternera, pariría toros bravos.

Se inclinó sobre ella, precavido, lo justo para darle una resonante bofetada que la hizo girar sobre un costado. Entonces se arrodilló encima, colocó los dedos pulgares uno a cada lado de su cuello y presionó, muy fuerte, sobre lo que su instructor en Tirgo Mures llamaba

glomus carotínicus: la bifurcación de la arteria carótida —quince segundos, desmayo, recordad; un minuto, la muerte—. Contó hasta quince, sin dejar de apretar, y cuando retiró las manos Eva estaba inconsciente.

Oyó abrirse la puerta a su espalda. Paquito Araña estaba en el umbral, arma en mano.

—No puedo dejarte solo —dijo el pistolero, asombrado y sarcástico—. Menudo calzonazos estás hecho.

Se puso en pie Falcó, frotándose la frente dolorida.

—Quédate con ella… Atibórrate de café, si hace falta, pero no le quites ojo hasta que yo regrese. Tengo cosas que hacer.

—Esto es una tontería —protestó el otro meneando la cabeza—. Deberíamos liquidarla de una vez… Si a ti te da reparo, puedo ocuparme yo. Lo haré con mucho gusto.

Falcó se acercó a él. Lo hizo lentamente, y pronunció las palabras del mismo modo. Muy seco y muy despacio.

—Te mataré si le pasa algo. ¿Comprendes?… Mírame a los ojos. Te mataré.

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