Eva

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15. Cada cual hace lo que puede

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Sonó la sirena del destructor; un toque agónico que rasgó la atmósfera brumosa y parecía sugerir despedida, advertencia y amenaza. Y al fin, completada la maniobra, la trepidación de las máquinas se hizo más intensa, las hélices batieron el agua negra y la luz roja de babor se alejó cada vez más y con mayor rapidez hasta que solo fueron visibles los halos difusos de la luz del mástil sobre el puente y la blanca de popa. Entonces, mientras la sombra fantasmal del destructor desaparecía en la oscuridad y la niebla, los marinos republicanos abandonaron la proa del

Mount Castle y sus compañeros del muelle regresaron lentamente al barco.

—Nos toca a nosotros —dijo una única voz, en la que parecía reconocerse al contramaestre a quien llamaban Negus.

También Falcó se alejó por el muelle hacia la ciudad. Al pasar frente al mercante, vio que el capitán Quirós permanecía apoyado en el alerón, vuelto aún hacia la oscuridad que se había tragado al destructor, y que los tripulantes que subían por la escala miraban hacia arriba, en su dirección, con silencioso respeto.

Hombres valientes, había dicho Quirós un rato antes. Que en los malos ratos me miran como se mira a Dios.

Desde su espalda, mientras caminaba, la claridad brumosa de las farolas deformaba la sombra de Falcó en el suelo húmedo. Mirándola, o mirándose, torció la boca en una mueca sarcástica. Tal vez cruel. Para un marino a bordo de un barco, pensaba, lo mismo que para el soldado en la batalla o para el feligrés arrodillado ante un sacerdote, la enormidad de la propia insignificancia resultaba tan evidente que el único consuelo era imaginarse gobernados por hombres que poseían certezas en lugar de preguntas. O algo parecido. Eso explicaba que siempre hubiera alguien dispuesto a arrepentirse de sus pecados, a pelear por una bandera o a tripular un barco en su último viaje.

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