Eva

Eva


1. Norddeutscher Lloyd Bremen

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Sonrió también Falcó, cómplice. La sonrisa de quien poseía una confianza inquebrantable en la crueldad, la estupidez y la codicia de los seres humanos.

—Demasiado

whisky, sin duda.

—Por supuesto.

Todavía era de noche, afuera. Entre las cortinas del dormitorio penetraba la claridad de un anuncio luminoso de oporto Sandeman situado en el edificio de enfrente. Sentado en un sillón en la penumbra, desnudo bajo el albornoz de Brita Moura que tenía sobre los hombros, Falcó fumaba contemplando el cuerpo dormido de la mujer. Los radiadores mantenían una temperatura agradable, y Brita dormía profundamente, destapada y boca arriba. Falcó podía oír el ritmo regular y acompasado de su respiración. Yacía ella inmóvil, con los brazos extendidos y las piernas abiertas, en una postura que en otra mujer menos hermosa, menos bellamente torneada, habría parecido vulgar. La débil iluminación exterior llegaba hasta su cuerpo como a través de un tamiz cárdeno que siluetease los contornos en soberbios escorzos de luz y sombra. La mata oscura del vello púbico abría un abismo de vértigo entre sus muslos. Antes de levantarse a fumar, Falcó había hundido allí con suavidad los dedos de la mano derecha, retirándolos húmedos de su propio semen.

Pensaba fríamente en el hombre muerto en Alfama. En el sonido líquido de su garganta, aire escapando en forma de burbujas a través de bocanadas de sangre. Reflexionaba, porque esos eran su hábito y su oficio, sobre líquidos y fluidos. En la asombrosa facilidad, la rapidez inevitable con que un ser humano podía verter cinco litros y pico de sangre en el suelo, vaciándose sin remedio, allí donde ninguna compresa, ninguna presión de los dedos, ningún torniquete improvisado, eran capaces de yugular una fuerte hemorragia. Y una vez más se preguntó cómo se las arreglaban para sobrevivir quienes procuraban vivir ignorando eso: la certeza de que bastaba con acercarse al espléndido cuerpo de mujer que dormía a pocos pasos y, mediante el simple acto de tajarle el cuello, transformarlo en un trozo de carne muerta.

Aplastó el resto del cigarrillo en un cenicero y se puso en pie, frotándose los riñones doloridos: sin lugar a dudas, Brita era una mujer enérgica. Mucho. Luego, tras ceñirse el albornoz, anduvo descalzo sobre el suelo de

parquet hasta su chaqueta, colgada en el respaldo de una silla. Sacó el sobre y fue con él hasta el cuarto de baño, donde hizo girar el interruptor de la luz eléctrica. Se observó un momento en el espejo, la mandíbula cuadrada que la barba empezaba a oscurecer, el pelo negro y revuelto sobre la frente, los ojos grises y duros, de pupilas aún dilatadas por la cocaína que Brita le había ofrecido un par de horas antes. Tenía la boca pastosa y seca.

Abrió el grifo, bebió con ansiedad un largo trago de agua, y después extrajo del sobre el prospecto de la Norddeutscher Lloyd Bremen. No hacía tan siquiera ocho horas, dos hombres habían muerto por ese documento de apariencia banal. Durante un rato, con extrema atención, estudió minuciosamente los nombres de los barcos e itinerarios registrados en él, sin observar ninguna marca o indicación en especial. Al fin se lo llevó a la nariz y olió el papel impreso. El resultado le arrancó una sonrisa.

Había una palmatoria con una vela y una caja de fósforos en la repisa de vidrio del lavabo. Falcó despejó esta, puso el papel encima bien extendido, rascó un fósforo y encendió la vela. Después la pasó por debajo de la repisa. Lo hizo moviendo cautelosamente la llama, de modo que oscilara calentando el vidrio y también el papel que estaba encima, sin prenderle fuego ni deteriorarlo. Y así, en cosa de medio minuto, muy despacio, primero como un leve trazo ocre rojizo y luego con letras mayúsculas bien definidas, trazadas a mano con zumo de limón, orina u otra tinta invisible, aparecieron en el margen del impreso unas palabras:

Mount Castle, capitán Quirós. Naviera Noreña y Cía. Cartagena-Odesa, jueves 9.

A las 9.15 de la mañana, un hombre delgado y más bien bajo de estatura, con bigote negro, vestido con un traje marrón cruzado cuya chaqueta le estaba un poco grande, apareció con el sombrero puesto en la puerta vidriera del salón de desayunos del hotel Avenida Palace. Tras hablar con el jefe de camareros, dirigió en torno una mirada inquisitiva y luego fue hasta la mesa donde Falcó estaba sentado con

O Século y el

Jornal de Notícias sobre el mantel, bajo la gran lámpara de araña de cristal, cerca de una ventana por la que alcanzaba a ver el monolito de la praça dos Restauradores.

—Qué sorpresa —dijo Falcó, apartando los periódicos.

Sin responder, el otro miró el titular de uno de los diarios —

Intensos bombardeos nacionalistas sobre Madrid— y luego a Falcó, antes de quitarse el sombrero y ponerlo sobre una silla. Tenía el cráneo tostado por el sol. Después se sentó, pasándose una mano por la cara. La barba le despuntaba en la piel grasienta. El suyo era un aire fatigado.

—Siempre bien alojado —comentó al fin, tras dirigir una mirada alrededor—. Habitaciones de ciento veinte escudos, creo.

—Ciento cuarenta.

Asintió el otro casi con resignación.

—Me irá bien un café —dijo, abatido—. No dormí en toda la noche.

Llamó Falcó a un camarero. En contraste con el recién llegado, él se veía fresco, salido de la ducha y afeitado en la barbería del hotel tras haber hecho las treinta flexiones boca abajo que hacía cada mañana. Cabello peinado hacia atrás, raya impecable, traje de tres piezas color plomo —Anderson & Sheppard, según la etiqueta cosida en el forro interior de la americana— y corbata de seda. Sus ojos grises estudiaron tranquilos al interlocutor: capitán Vasco Almeida, de la muy temida PVDE —Polícia de Vigilância e Defesa do Estado—: el servicio de inteligencia portugués. Ambos eran viejos conocidos. Su amistad, o razonable relación, databa del tiempo en que Falcó traficaba con armas por cuenta de Basil Zaharoff, utilizando, entre otros, el puerto de Lisboa; cajones de madera sin marcas ni identificación, cargamentos que iban y venían registrados como maquinaria industrial y otras mercancías, en aquel mundo sórdido de grúas, tinglados y callejuelas de azulejos desportillados, entre burdeles para marineros de los barcos amarrados en los muelles que iban desde Alcãntara hasta Cais do Sodré. Vive y deja vivir, era la idea. Los dos habían compartido varias veces, en buena armonía, triquiñuelas, confidencias, sobornos y beneficios. Portugal, como solía decir Almeida, era un país pequeño y pobre. De sueldos bajos.

—Dos cadáveres. En Alfama.

No miraba a Falcó, sino la humeante cafetera de plata que un camarero acababa de poner sobre la mesa. Se sirvió una taza colmada, sin azúcar.

—Un español y un portugués —añadió antes del primer sorbo.

Falcó no dijo nada. Apoyaba los puños de la camisa en el mantel sobre el borde de la mesa, a ambos lados del plato donde, junto a su vaso de leche vacío —hacía tiempo que no tomaba café—, estaban los frugales restos de una tostada con mantequilla. A la espera. Al fin, tras un par de sorbos más, casi pensativos, Almeida se secó el bigote y alzó la vista hacia él.

—¿Dónde estuviste anoche, amigo?

Falcó le sostuvo la mirada. Enarcaba un poco las cejas, en oportuno gesto de sorpresa.

—Cenando.

—¿Y luego?

—En un

cabaret.

—¿Fuiste solo?

—No.

Asintió Almeida muy despacio, como si acabara de escuchar lo que esperaba. Volvió a pasarse una mano por la cara sin afeitar.

—Un español y un portugués —repitió bruscamente—. El primero, degollado como un cerdo.

—¿Y?

—A tu compatriota le robaron la documentación, pero hace un rato lo identificó un funcionario de la embajada. Era agente de la República… El otro es un portugués que se cayó de un lugar alto, o lo tiraron. Un tal Alves. Empleado en un consignatario de buques de la rua do Comércio.

—¿Y por qué me cuentas todo eso?

—Alves trabajaba para los tuyos.

Parpadeó Falcó.

—¿Y quiénes son los míos?

—Vete a la mierda.

Un silencio. Largo. Almeida se bebió a sorbos cortos el resto del café. Después aceptó el cigarrillo que Falcó le ofrecía. Gozaba este del don, nada común, de saber reanudar una amistad en el mismo punto en que la había dejado meses o años atrás, cual si no hubiera pasado el tiempo: un gesto, una mano en un brazo o un hombro, un recuerdo común, una sonrisa. Con Almeida bastaba un cigarrillo.

—¿Puedes probar que anoche no estabas solo? —inquirió el policía mientras expulsaba el humo.

—Claro.

—¿Hombre o mujer?

—Mujer.

—¿Conocida?

—Bastante —Falcó sonrió a medias—. Así que te agradeceré que no hagas ruido con eso.

—Pues dime lugares, anda.

—Martinho da Arcada y O Bandido.

—¿Y luego?

—Su casa. Hasta hace cuatro horas.

—¿Dónde?

—Ahí mismo. Travessa do Salitre, junto al hotel Tivoli.

Durante un momento, Almeida pareció considerar todo aquello.

—¿Conocías al español? —preguntó al fin—. Ortiz, se llamaba.

—No.

—¿Y al portugués?

—Todavía menos.

—¿Le dijiste a ella te quiero? —Sonreía Almeida, zumbón—. No es aconsejable pasar la noche con una mujer que puede servir de coartada sin decirle varias veces que la quieres.

—Con esta no hizo falta.

—Siempre tan afortunado, tú.

—Sí.

Se miraban a los ojos igual que si estuvieran jugando al billar en una de las nueve mesas del café Chave d’Ouro, como solían hacer en tiempos menos tensos. Tras un momento, Falcó señaló los periódicos.

—Ganó el Benfica al Sporting.

—¿Y qué hay con eso?

—Tú eres del Benfica, ¿no?

Se quedaron callados otro rato, observándose.

—¿Cuánto hace que nos conocemos? —comentó por fin Almeida—. ¿Seis años?

—Ocho.

—En el pasado te saqué de algún apuro.

—Y yo a ti.

—Todo tiene un límite, amigo.

—No sé adónde quieres ir a parar.

—Los muertos me complican la vida.

—Esos muertos deberían ser cosa de la policía, Vasco. No tuya.

—Cuando se trata de agentes secretos, de ciudadanos portugueses reventados contra el suelo y de espías españoles que aparecen con el cuello abierto de oreja a oreja, son cosa mía. ¿Comprendes?… Mis jefes me piden resultados. Y ahí no hay amigos ni conocidos que valgan.

—Eso, según. Tu presidente Salazar simpatiza con la causa nacional.

El otro le dirigió una mirada torva. Parecida, pensó Falcó, a la que debía de tener mientras uno de cada diez detenidos e interrogados por él —ese era el rumor estadístico que circulaba sobre el capitán Vasco Almeida, feroz anticomunista— se le moría en las manos, entre alaridos, o se arrojaba de modo espontáneo por la ventana. Después el portugués miró brevemente alrededor, sombrío.

—Esta mañana —dijo bajando la voz— mi presidente Salazar me la trae floja.

Hizo una pausa y dio una chupada tan larga al cigarrillo que casi lo consumió.

—Además —añadió—, mi gobierno sigue sin reconocer al tuyo.

Falcó permanecía inmóvil, observándolo con expresión amistosa.

—¿Y qué quieres de mí?

Movía Almeida la cabeza.

—Una guerra civil para cambiarle el color a una bandera es mucha guerra. Los españoles estáis majaras. Lleváis veneno en la leche.

—No me encajan tantos plurales —sonrió Falcó—. ¿A quién te refieres?

—Da igual. A los rojos y a los fascistas —el policía suspiró mirando el cigarrillo, malhumorado, como alguien a quien le discutieran una evidencia—. Como ya no podéis jodernos a los portugueses, ahora os dedicáis a joderos entre vosotros… Siempre necesitáis a alguien a quien joder.

—Sigues sin decirme a qué debo el honor de que me acompañes en el desayuno. En tu bella ciudad.

Torció el otro la boca.

—Tú no estás en Lisboa de vacaciones.

—Hago negocios, ya sabes. Importación y exportación.

—Claro —aplastaba Almeida la colilla en la taza vacía de café—. Y yo me rasco los huevos.

—Pruébalo.

—¿Lo de los huevos?

—Lo mío.

—Puedo hacerte detener —lo miró con dureza—. Darte un mal rato. Complicarle la vida a esa mujer con la que dices haber pasado la noche.

—Eso es una tontería.

—Pues deja de tensar la cuerda.

—¿Qué ibas a ganar?… ¿Que dejemos de ser amigos?

Suspiró el policía, fatigado.

—No me trates como a un imbécil.

—Nunca se me ocurriría…

El otro lo interrumpió alzando una mano.

—No tengo nada que objetar —dijo con sequedad— a que os destripéis al otro lado de la frontera, ni a que metáis armas alemanas e italianas de contrabando por el puerto de Lisboa, siempre que paguéis a quien haya que pagar… Allá cada cual. Eso no es asunto de la PVDE, por ahora. Pero no vamos a tolerar que ajustéis cuentas aquí. Que nos salpiquéis con vuestra mugre.

Falcó se permitió un ligero toque de impaciencia.

—Oye… Esta conversación no lleva a ninguna parte. Nada tengo que ver con lo de Alfama, se trate de lo que se trate.

—Un poco sabrás, estoy seguro. Cuéntame algo a lo que agarrarme. Cualquier cosa, por pequeña que sea. Y que cada cual siga su camino.

—Si hay agentes nacionales implicados, no soy yo. Te juro que no sé nada de eso.

—¿Nada?… ¿Siendo quien eres no sabes nada?

—Cero patatero.

—Dame tu palabra de honor.

—Tienes mi palabra de honor.

Almeida lo estudió unos segundos con fijeza. Después soltó una carcajada.

—Menudo hijo de puta.

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