Eva

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3. Té con pastas

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En ese momento, Luisa Sangrán miró el reloj que llevaba en la muñeca derecha con una pulserita de oro y dijo Dios mío, olvidaba que debo acercarme un momento a El Salvador, a entregarle un dinero al párroco. Una colecta que hemos hecho las damas del Santo Ropero de Jesús Nazareno. Para los huérfanos.

—Te dije en Salamanca que eras un hijo de puta.

—Y yo respondí que sí. Que lo soy.

Un día moriré, pensó Falcó, o envejeceré, y esto no volverá a ocurrir jamás. Así que más vale que lo registre bien en mi memoria, para el tiempo de la sequía y el ineludible final. Permanecía inmóvil mirándola, aún con el botón superior de la chaqueta abotonado, las manos en los bolsillos, el último pitillo humeándole en la comisura de la boca. Ella misma se había quitado la ropa con ademán casi desafiante, sin permitirle que la tocara, en la alcoba de luz tamizada por las cortinas de la ventana. Y ahora estaba desnuda, a excepción de los zapatos de tacón y las medias negras que dejaban un espacio vulnerable de piel y carne hasta el liguero, cuyas presillas ya estaban sueltas en torno a la cintura. Los senos eran menudos, enhiestos, firmes como el resto del cuerpo esbelto, perfilado de escorzos en la penumbra que acentuaba el triángulo fascinante del vello púbico, mientras kilómetros más arriba los ojos verdes relucían hipnóticos, cual si tuvieran dentro bujías encendidas. Y él sintió una pena inmensa, sincera, solidaria, por los millones de hombres que nunca habían estado ni estarían cerca de una mujer como aquella.

—Quédate donde estás —la oyó decir.

Volvía Falcó en sí, lentamente. Casi con pereza, retornó a la conciencia de su propio cuerpo. Ni siquiera estaba excitado, aún. O no demasiado. Lo suyo, de momento, era más curiosidad expectante que otra cosa. Más admiración que deseo. No había espectáculo en el mundo, concluyó, que pudiera compararse con aquello. Nada tan perfecto. Tan soberbio.

—No pienso quedarme donde estoy —respondió con suavidad.

Sonreía tranquilo, seguro de sí. La mujer volvió a ordenarle que no se moviera, y entonces él sacudió ligeramente la cabeza, apagó el cigarrillo entre la suela del zapato y las losas de barro vidriado y dio un paso hacia ella. Sin retroceder, Chesca le dio una bofetada. Restalló muy fuerte, haciéndole volver la cara hacia un lado. Plaf. Un golpe doloroso —las uñas largas le arañaron ligeramente la cara— que hizo arder su mejilla. Cuando Falcó volvió a mirarla, el verde de los ojos se había enturbiado pero los dientes muy blancos destacaban, casi fosforescentes, tras los labios entreabiertos. Podía escuchar su respiración honda y pausada, así como el latir del pulso, o el corazón. Tan cercano. Bum, bum. Bum, bum. Eso hacía. Entonces la tomó de la mano —ella la había alzado de nuevo para golpear, aunque no concluyó el movimiento— y la hizo volverse despacio, girando sobre sí misma, de cara a la cama sin deshacer, sobre la colcha intacta, instándola a apoyarse con las dos manos en ella.

—Estás loco.

Más allá de las medias y el liguero negros, las caderas, la cintura, la espalda y la nuca de la mujer eran un paisaje de líneas prolongadas, sinuosas y curvas, de satinada calidez. Sin apresurarse, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo, Falcó recorrió con los dedos, muy despacio, el surco tibio de la espina dorsal y se detuvo al final de esta. Entonces, arrodillándose, vestido como estaba, se aflojó el nudo de la corbata y acercó allí la boca.

—Amor mío —murmuró ella.

Sin distraerse de lo que estaba haciendo, Falcó moduló una sonrisa interior. Era cierto. Ellas siempre tomaban la precaución de enamorarse antes.

Pasaban las diez de la noche cuando regresó al hotel silbando

Amparito Roca. Se había detenido a cenar algo ligero, de pie ante el mostrador de una taberna, y ahora caminaba sin prisa. Había bajado la temperatura, y la humedad del río cercano le dio frío. Al dejar atrás la catedral y los Reales Alcázares se subió el cuello de la chaqueta. Estaba fatigado y tenía sueño. Con el equipaje casi hecho en la habitación, sus planes inmediatos eran tomar un baño caliente y dormir antes de que fueran a buscarlo para ir al aeródromo.

Había pocas luces encendidas, en previsión de ataques aéreos de la aviación republicana. La luna era creciente y aún se encontraba baja, casi todo seguía en tinieblas y la calle Reyes Católicos era un ancho vacío negro. Cruzó el pórtico exterior de ladrillo y azulejos del Andalucía Palace y se encaminó a la entrada, donde una única bombilla encendida iluminaba los peldaños bajo el porche. Antes de llegar allí oyó abrirse la portezuela de un automóvil que estaba parado, casi invisible en la oscuridad, y dos sombras se interpusieron entre la luz y él. Una linterna de mano le iluminó la cara, deslumbrándolo.

—¿Lorenzo Falcó?

No dijo nada en el primer momento. Se le habían quitado las ganas de silbar. Ahora estaba tenso, alerta, dispuesto a pelear si la situación se tornaba hostil. No era tranquilizador que una sombra pronunciase su nombre en la oscuridad. Ni siquiera en Sevilla. El hombre que empuñaba la linterna la enfocaba ahora hacia sí mismo, iluminándose la solapa de la chaqueta. Con la otra mano la había vuelto, y mostraba allí una chapa de policía.

—¿Qué quieren?

—Tiene que acompañarnos para una formalidad.

—¿Bromean?

—Ni pizca.

Falcó señaló la entrada del hotel.

—Prefiero hablar de formalidades ahí dentro, con luz. Viéndoles la cara.

—No hay tiempo.

Mientras el hombre de la linterna hablaba, el otro, que se había puesto al costado de Falcó, le hundió el cañón de una pistola en la cintura.

—Suba al coche.

—No pueden hacer esto.

Oyó reír quedo al de la pistola. El de la linterna la apagó y cogió a Falcó por un brazo, conduciéndolo hacia el automóvil. Lo hizo con mano firme pero sin violencia. Casi persuasivo.

—Claro que podemos —dijo.

Se dejó llevar. Qué remedio. El cañón del arma apoyada en su costado delataba un calibre respetable, suficiente para reventarle el hígado a quemarropa. Parecía una 45. Lo hicieron instalarse en la parte de atrás, a la izquierda, con el de la pistola a su lado y sin dejar de apuntarle. El otro se sentó al volante y encendió el motor.

—Quédate tranquilo —dijo el de la pistola—. No sea que se me escape un tiro.

El paso del usted al tuteo no pintaba bien. Aquello se torcía de mala manera. Falcó se quitó el sombrero y, disimuladamente, tanteó la badana en busca de la cuchilla de afeitar; pero el de la pistola le arrebató el sombrero y lo echó delante, en el asiento junto al conductor.

—Deja quietas las manos.

Respiraba despacio e intentaba pensar deprisa. Con policías de por medio, la imagen del coronel Queralt se definió con mucha lógica. Además de Jefe de la Guardia Civil, el carnicero de Oviedo era jefe de policía y seguridad. La secreta, como la llamaban. Eso significaba un poder casi absoluto, equivalente al que en el otro bando ejercían las checas, o comisarías del pueblo: vigilancia, interrogatorios, palizas y tortura. Métodos habituales. La diferencia era que en el lado republicano cada grupo, milicia, facción o partido actuaba a su aire, sin dar cuenta a nadie, y a este lado todo se centralizaba con implacable eficacia militar. Queralt era el hombre, y el hombre era el estilo; o tal vez era el estilo el que siempre acababa por encontrar al hombre adecuado. Naturalmente, como había dicho el de la pistola, a los esbirros se les escapaba de vez en cuando un tiro. O varios. Sin jueces, ni fiscales, ni papeleo. Así se purgaba, a este lado de las trincheras, la España nacional.

—¿Adónde me llevan?

—A comisaría.

—¿A cuál?

No hubo respuesta. Por aquellas fechas, según había dicho el Almirante, Queralt se encontraba en Sevilla y estaba al tanto del asunto del

Mount Castle. Falcó reflexionó sobre él. Era improbable que pretendiera reventar la operación, pues eso lo habría enfrentado directamente al SNIO y enfurecería a Nicolás Franco y al Caudillo; a fin de cuentas, cien millones de pesetas en oro suponían mucho oro. Sin embargo, aquel individuo era un cerdo retorcido y cruel. No podía descartarse alguna maniobra oscura por su parte. Y además, estaba el asunto de Eva Neretva. Eso era lo que más preocupaba a Falcó. Cuatro meses atrás, en Salamanca, había asesinado a los hombres de Queralt para liberarla y hacerle cruzar la frontera de Portugal. Y este había jurado hacerse, tarde o temprano, un llavero con sus pelotas.

—¿A qué comisaría me llevan? —insistió—. Vamos hacia las afueras.

—Cierra la boca.

Los faros alumbraban casas cada vez más bajas. Aparecieron los primeros descampados, y Falcó se preocupó en serio. Me van a matar, pensó. Me están dando el paseo.

—Metéis la pata —dijo—. No sabéis a quién…

El cañón de la pistola se hundió más en su cintura.

—Cállate.

Obedeció, resignado. Intentaba ordenar las emociones desde el miedo hasta la supervivencia, a fin de concentrarse en esta última. De pie, fuera del coche, con un arma tan cerca del cuerpo, habría intentado girar con brusquedad mientras golpeaba y librarse de ella, a la desesperada. Cara o cruz. Zafarse de aquellos tipos. Sabía bien cómo intentarlo, y lamentó no haberlo hecho delante del hotel. Ahora, sentado como estaba, arrinconado contra la portezuela y el asiento, moverse resultaba imposible. O suicida.

—Tranquilo, hombre —dijo el que conducía—. Ya falta poco.

—¿Para qué?

El de la pistola volvió a emitir una risa desagradable. Habían cruzado un puente y tomado la carretera de Jerez, pero al poco rato abandonaron esta para meterse por un camino de tierra, traqueteando entre cañaverales. La luna había subido un poco más, y libre de edificios que la ocultaran recortaba en su claridad lechosa un paisaje siniestro. Falcó consideró la posibilidad de abrir la portezuela y tirarse del coche en marcha, pero eso no iba a llevarlo muy lejos. Podía romperse algo, y quedaría indefenso. Mientras tanto, la pistola seguía clavada en su costado. No había manera de golpear ni protegerse, pues bastaba un movimiento para que el fulano a su lado apretase el gatillo, bang, y angelitos al cielo. O al infierno. Estaba claro que era un elemento concienzudo. No lo había sentido distraerse ni un momento.

—Ya estamos —dijo el que conducía.

Falcó miró el camino. La luz oscilante del automóvil iluminaba un muro medio derruido, ramas de higueras y un techo de tejas rotas. Una casa abandonada, en ruinas. Ante el muro había un Bentley Speed Six con los faros apagados y un hombre apoyado en el capó.

—Venga. Sal del coche.

Se habían detenido, con el motor en marcha. El conductor estaba fuera y abría la portezuela. Bajó Falcó, obediente, la pistola del otro pegada a la espalda.

—Como hagas algo que no me guste, te achicharro —dijo este.

Sonaba a diálogo de película de

gangsters, pero la presión del arma —era una Colt americana enorme, confirmó— no tenía nada de cinematográfica. Dejaron encendidas las luces del coche y anduvieron los tres por el terreno iluminado, acercándose al hombre que aguardaba. La doble luz horizontal alargaba sus sombras sobre el camino, que era irregular, pedregoso. Falcó tropezó, tambaleándose un poco, y el que le apuntaba le golpeó la espalda con la pistola.

—Ándate con ojo —escupió—. Hijoputa.

Al acercarse más, Falcó reconoció al que estaba junto al otro coche, y cuanto había imaginado se vino abajo. Aunque eso no significaba que las cosas fueran a mejorar, sino todo lo contrario. El sujeto vestía de paisano, tenía una mano metida con ademán elegante en un bolsillo de la chaqueta, y con la otra hacía visera sobre los ojos para no verse deslumbrado por el resplandor de los faros. Bajo un bigote fino y recortado sonreía feroz, siniestramente prometedor. Y Falcó pensó, estremeciéndose, que un chacal habría sonreído de ese modo —si los chacales sonrieran, de lo que no estaba seguro— ante una presa indefensa y fácil.

Era Pepín Gorguel, capitán de regulares, conde de la Migalota. El marido de Chesca Prieto.

—¿Conoce usted el décimo mandamiento?

—Remotamente.

—No desearás a la mujer de tu prójimo.

—¿Y?

—Chesca es mi mujer.

Se encogió Falcó de hombros con mucha sangre fría, pero aquello tenía mala pinta.

—A mí qué me cuenta.

Gorguel lo miraba con odio infinito, altivo el rostro, torcida la boca en un rictus de desprecio. Estaban rodeados de oscuridad, en el cono de luz de los faros del otro automóvil.

—¿Sabe por qué una bofetada es tan ofensiva?

—No caigo en este momento.

—Porque en la Edad Media se daba a quien no llevaba celada ni casco… A un bellaco que no era un caballero.

Tras la última palabra lo golpeó en la cara, con la mano abierta. Una bofetada recia y seca. Falcó contrajo las mandíbulas, tenso todo el cuerpo, sintiendo el cañón de la pistola apretarse más contra su espalda.

—Sé dónde estuviste esta tarde, puerco.

Otro que pasa al tuteo, pensó. Mal asunto. Se empezaba siendo cornudo y al final se perdían las maneras. La educación. Todo se ponía más negro por momentos, y él llevaba la mayor parte de las papeletas. No iba a ser, intuía, su noche de suerte.

—Esta tarde no ha ocurrido nada que deba molestarlo.

—Te pasas de listo… ¿Qué hacías en casa de Luisa Sangrán?

—La conozco hace tiempo —improvisó Falcó—. Soy amigo de su marido.

El otro dudó un instante, perplejo. Luego movió la cabeza.

—Mientes.

—No. Fui de visita.

—¿Y qué hacía mi mujer allí?

—Es amiga de Luisa.

—Ya sé que es amiga de Luisa. La cuestión es qué hacías tú allí, con ellas.

—Tomar el té. Hablar de cosas. Contarles…

Lo interrumpió otra bofetada más fuerte que la anterior. El tímpano izquierdo de Falcó zumbaba como si vibrara dentro un diapasón. Zuuuum. Le ardía la cara.

—¿Me tomas por un idiota? —Espumajeó Gorguel—. ¿Por un cabrón idiota?

—Esto es un disparate. Usted se ha vuelto loco.

Gorguel miró a los otros como si los pusiera por testigos, y alzó la mano para golpear de nuevo.

—¿Quién diablos eres?… ¿A qué te dedicas de verdad?

—Ya se lo dije esta mañana. Hago negocios.

—Yo te voy a dar a ti negocios —la mano seguía en alto, cerrada ahora en un puño amenazador—. Voy a arrancarte los huevos y a metértelos en la boca, como hacen mis mojamés con los rojos.

—Oiga, esto es un malentendido. Deje que me vaya de aquí. Conozco a Luisa y a su marido desde hace mucho, le digo.

—¿Ah, sí?… ¿Y cómo se llama el marido?

Falcó solo vaciló un instante.

—Sangrán.

—Me refiero al nombre de pila.

Titubeó, intentando ganar tiempo. Pero el tiempo se terminaba. No había salida. Esta vez la reacción no fue otra bofetada, sino una señal de Gorguel a los esbirros. El de la pistola golpeó con ella a Falcó en el cuello, bajo la nuca. Sintió este una punzada de dolor intenso y le flaquearon las piernas. Cayó de rodillas, lastimándose con los gruesos guijarros que cubrían el suelo. Gimió en voz alta, dolorido. Eso pareció complacer a Gorguel.

—Traed el aceite de ricino —ordenó.

Uno de los hombres abrió la portezuela del Bentley y buscó en el interior. El de la pistola mantenía encañonado a Falcó.

—Te moleremos los huesos —dijo Gorguel— hasta dejarte como si fueras de goma… Y después, lo que quede de ti va a cagar las tripas.

—Por favor —gimió Falcó.

Su expresión era temerosa y humillada, casi servil. Un hombre viniéndose abajo. Eso arrancó una sonrisa de placer al otro. Se inclinó hacia él, riendo.

—Repite eso —dijo, triunfal.

—Por favor —suplicó Falcó.

Seguía de rodillas e intentaba abrazar las piernas de Gorguel.

—Miradlo —el aristócrata torcía el bigote, desdeñoso—. No me lo puedo creer… Este sujeto no tiene vergüenza.

—Yo no he hecho nada —siguió implorando Falcó—. Le juro que no he hecho nada. Nunca fue mi intención…

—Miserable… Cobarde miserable.

Gorguel lo alejó con un puntapié. Falcó lloriqueaba, arrastrándose. El otro esbirro había sacado del coche la botella de aceite de ricino.

—Levantad a este mierda y abridle la boca.

El de la pistola la apartó un momento mientras se inclinaba para agarrar a Falcó por el cuello de la chaqueta. Entonces este cerró la mano en torno a la piedra que había elegido: grande, gruesa, pesada. Y en el mismo movimiento, aprovechando el tirón del de la pistola, se incorporó como un resorte, estrellándosela en la cara. Sonó un crujido de huesos y dientes, el otro soltó el arma y cayó de espaldas sin decir esta boca es mía, y para entonces Falcó ya estaba de pie, arrojando la piedra a la cabeza del que traía la botella. Todo ocurrió muy deprisa. Se llevó este las manos a la frente mientras la botella se hacía pedazos a sus pies. Entonces Falcó derribó al estupefacto Gorguel de un puñetazo en la cara, y sin comprobar el resultado fue a por el de la botella, que se le antojaba más peligroso: seguía sobre sus pies, tambaleándose pringado de aceite y con las manos en el rostro. Falcó le dio una patada en la entrepierna que lo hizo caer con un aullido, y luego, ya en el suelo, otra para asegurarse. Más valía un por si acaso. La prudencia era una virtud. Y madre de la ciencia, o algo parecido.

—Hijo… de… puta —mascullaba Gorguel.

Tirado contra una de las ruedas del Bentley, el aristócrata intentaba ponerse en pie. Ahora Falcó reía entre dientes. Empezaba a disfrutar de la velada.

—No te quepa duda —dijo, festivo.

Con Gorguel aún tenía medio minuto de margen, más o menos. Tiempo de sobra para asegurar la retaguardia. Mientras se frotaba la mano dolorida, con una ojeada determinó la situación: la luz de los faros del otro coche iluminaba al que primero había caído, inmóvil boca arriba, y a su compañero que se retorcía de dolor en el suelo. Se agachó sobre este último y lo cacheó hasta encontrarle una pistola. Tras cerciorarse de que estaba puesto el seguro y no iba a salir un tiro, lo golpeó con ella en la cabeza hasta que dejó de moverse. Al terminar arrojó el arma lejos, a la oscuridad. Después cogió la Colt del otro, que estaba en el suelo, y se acercó con calma a Gorguel. Aún aturdido por el puñetazo, este conseguía al fin ponerse en pie mientras se buscaba algo en el bolsillo trasero del pantalón. Empujándolo contra el automóvil, Falcó le sacó de allí una pequeña pistola niquelada y también la arrojó lejos. Entonces obligó a Gorguel a abrir la boca y le metió el cañón de la Colt dentro. A medida que recobraban la lucidez, los ojos del otro pasaron del estupor al miedo. Ahora, pensó Falcó con salvaje regocijo, es tu turno. Héroe de guerra de mis cojones.

—Escucha, imbécil. He visto a tu mujer tres veces en mi vida, y ninguna de ellas le he tocado un pelo de la ropa. Ya me habría gustado, porque es una hembra de bandera. Pero no se deja… ¿Está claro?

Lo miraba el otro con fijeza, sin pestañear. La luz de los faros iluminaba el lado izquierdo de su cara, hinchado del puñetazo. Por la boca abierta goteaba la saliva en torno al cañón de la pistola. Emitía un ronco sonido gutural y sus dientes chirriaban sobre el acero pavonado. El conde de la Migalota ya no parecía tan elegante como uniformado de capitán de regulares, ni como cuando aguardaba apoyado en el capó del coche, con la botella de aceite de ricino a punto. Ahora estaba despeinado, sucio de tierra, y el nudo de la corbata se le había corrido bajo una oreja. Falcó acercó allí la boca, como si fuera a deslizar una confidencia.

—No vuelvas a cruzarte conmigo en tu puerca vida —susurró—. Porque entonces te mato. Y una vez viuda tu mujer, te juro que sí me la follo… A ella, a tu madre y a tus hermanas, si las tienes. Después de mear en tu lápida.

Dicho eso, retiró el arma de la boca del otro. Tenía intención de dejar las cosas así, pero Gorguel se revolvió. Un arrebato de furia. A fin de cuentas, el veterano del Jarama no era ningún cobarde. Apenas se vio libre, se abalanzó sobre Falcó; o quiso hacerlo, porque este aguardaba, prevenido. Casi comprensivo. Con fría curiosidad científica. Resultaba interesante, cuando no tenías una pistola apoyada en la espalda, observar reacciones de maridos, celos, honra mancillada y cosas así. Todo tenía su puntito, claro. Su interés social. Educativo.

El primer golpe se lo asestó a Gorguel en la sien con el cañón del arma, derribándolo. Después le dio tres patadas en la cabeza, una detrás de otra, tranquila y sistemáticamente, hasta que dejó de moverse. Sangraba por la nariz y una oreja y tenía los ojos entreabiertos. Vidriosos.

—Payaso —escupió Falcó.

Le dio una patada más, para asegurarse —confiaba en haberle roto los treinta y dos dientes de la boca—. Luego se agachó a fin de comprobar si respiraba. Lo hacía. Y eso está bien, decidió. Que respires. Quisiera, pensó, ver con qué aspecto vas a pasear por Sevilla antes de regresar al frente. Cuando puedas hacerlo, claro. Con esa cara como un mapa. Y lo que dirán tus amigos. O tu legítima, cuando te vea.

Agarró al caído por los brazos y lo arrastró alejándolo del Bentley. Le desanudó la corbata y con ella en la mano volvió al automóvil, quitó el tapón del depósito de gasolina, la introdujo a medias, sacó el mechero y prendió un extremo. Después, sentado al volante del otro automóvil, dirigió un último vistazo a los tres cuerpos inmóviles antes de maniobrar para emprender el regreso a Sevilla.

Lo último que vio por el retrovisor fue el coche de Gorguel convertido en una antorcha. Reflejada en el espejo, la claridad lejana iluminaba, como un antifaz de luz rojiza, sus ojos grises y duros.

Le dolía la cabeza, comprobó malhumorado. Y la mano. Estaba deseando llegar al hotel, meter la mano en hielo, darse un baño caliente y beber un coñac con dos cafiaspirinas.

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