Eva

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4. La ciudad blanca

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Asomado a la terraza de la habitación 108 del hotel Continental, Falcó contemplaba el puerto de Tánger. Abajo, el levante agitaba las chilabas de los moros y las faldas de las mujeres. Más allá de las copas oscilantes de las palmeras, del edificio de la Aduana y del largo dique de piedra y hormigón, el mar era una lámina azul oscura salpicada de borreguillos de espuma que se extendía hasta la lejana línea gris de la costa de España. Tensas las cadenas de fondeo, los barcos anclados en la bahía apuntaban sus proas hacia el viento.

—Durará un par de días más —dijo el hombre gordo, a su espalda.

Tenía un fuerte acento catalán. Se llamaba Antón Rexach, y su cobertura era la de agente comercial. Debía de rebasar los cien kilos de peso. Vestía un traje blanco muy arrugado y poco limpio, su pelo era rubio y aplastado, y sus ojos azul pálido, tan claros y gelatinosos que no parecían humanos. Al andar movía los brazos de un modo peculiar, como si con ellos imprimiera a su cuerpo un balanceo que lo ayudase a caminar, o más bien a desplazarse. Su sombrero de paja, que estaba sobre una silla, se veía muy usado.

—Eso no afecta en nada a nuestro asunto, supongo —comentó Falcó.

—En absoluto. El

Mount Castle y el

Martín Álvarez están amarrados en el muelle, y las tripulaciones bajan a tierra con normalidad —Rexach se acercó a la barandilla de hierro, le pasó a Falcó unos pequeños binoculares de teatro y señaló hacia el puerto—. Allí los tiene, si quiere echar un vistazo.

Miró Falcó a través de las lentes gemelas. El barco republicano tenía el casco y la superestructura oscuros, con una chimenea muy alta pintada de negro, sin marcas. Un poco más lejos, amarrado a los últimos norays del muelle, la silueta gris del destructor nacional se destacaba como un centinela siniestro. Un mastín de acero que vigilara de cerca a su presa.

—Un retén de la policía internacional está vigilando el barco —añadió Rexach—. No dejan acercarse a nadie que no pertenezca a la tripulación.

—¿Ha habido incidentes en tierra?

—No, que yo sepa. Las tripulaciones se cruzan de vez en cuando en los bares, cafetines y

cabarets. Ya sabe: miradas hoscas, algún comentario… Desde luego, no confraternizan. Apenas se dirigen la palabra, aunque a veces se nombran de lejos a la madre. Lo normal. Pero tienen instrucciones severas, y tanto unos como otros son chicos disciplinados… Saben lo que se juegan, así que procuran portarse bien.

Falcó le devolvió los binoculares.

—¿Algún cambio en la situación?

—Ninguno. Nosotros tenemos un cónsul oficioso y la República tiene el suyo oficial. El de ellos no para de hacer gestiones, y el nuestro procura torpedeárselas. Punto muerto. Lo más que hemos conseguido es que no les permitan cargar carbón, de momento.

—¿Y qué pasará si todo sigue igual?

—Que, agotado el plazo, el

Mount Castle tendrá que salir o será internado. Y si sale, nuestro destructor lo estará esperando afuera. En ambos casos, teóricamente, ganamos nosotros.

—¿De quién depende la decisión final?

—Del Comité de Control. El estatuto internacional de Tánger está garantizado por los cónsules de España, Francia, Italia e Inglaterra, entre otros. Ese comité supervisa el régimen fiscal, la justicia y la policía… De la parte indígena se encarga el Mendub, representante del sultán de Marruecos, que tiene un asesor francés.

—Póngamelo fácil… ¿Quién decide aquí?

—Francia e Inglaterra, sin duda. Con Italia jugando a nuestro favor. Por su parte, los franceses tienen mucha influencia en la gendarmería internacional. De momento, oficiosamente simpatizan con los rojos, que han repartido aquí mucho dinero… Quiero decir que no debe usted esperar hostilidad oficial, pero sí pocas facilidades que no compre al contado.

—¿Pesetas?

Rexach lo miró con prevención. Se rascó la papada, que desbordaba el nudo de la corbata y estaba mal afeitada en la parte del cuello.

—¿Trae muchas?

—Pocas.

—Olvídelas. Ahora aquí hablamos en francos. Con la guerra, la peseta se ha ido a hacer puñetas.

—¿Y cómo estamos nosotros?… Me refiero a nuestro bando.

La palabra

bando hizo enarcar las cejas al otro, cual si le suscitara dudas razonables. Estudió a Falcó con curiosidad, calibrándolo. Era obvio que intentaba establecer si se las había con un creyente o un mercenario. No debió de llegar a una conclusión satisfactoria, pues se demoró mucho sacando un cigarro habano del bolsillo superior de la chaqueta.

—Cada vez somos más fuertes —dijo al fin—. Con más influencia, aunque sigamos fuera de protocolo… La Iglesia católica, claro, está de nuestra parte: al obispo de Tánger solo le falta cantar el

Cara al sol. Y repartimos menos dinero que los rojos, pero con mejor criterio.

Mordió un extremo del puro con escasa delicadeza y escupió por encima de la barandilla. La colonia española, añadió tras un momento, estaba dividida. De los sesenta mil tangerinos, la mitad eran europeos; de ellos, unos catorce mil, españoles. Y ahora, también, republicanos huidos de Ceuta y el Marruecos español. Todos solían reunirse en torno al Zoco Chico. Allí frecuentaban dos cafés distintos: los que simpatizaban con los nacionales iban al Café Central, y los partidarios de la República se sentaban en el Fuentes.

—Están uno frente a otro, aunque no suele haber incidentes serios. Todo el mundo se conoce, y por ahora la convivencia es razonable; pero también hay muchos espías, delatores, chivatos, delincuentes y traficantes de blancas, armas y estupefacientes… Gente venida de fuera y gente comprada dentro —dirigió una nueva mirada inquisitiva a Falcó—. Y ese ya es otro mundo.

—El nuestro.

—Sí. Aquí espían hasta los limpiabotas y las putas.

Cambiaron una mirada significativa. Después, balanceando las manos, Rexach se fue dentro de la habitación, a resguardo del viento, rascó un fósforo y encendió el cigarro. Durante unos segundos chupó pensativo, atento al aroma.

—Supongo que irá armado.

Falcó no respondió. Miraba entre las copas de las palmeras, hacia los dos barcos amarrados en el muelle.

—No se fíe de la oficina de correos española —aconsejó Rexach—. Sus empleados son leales a la República. Mejor use la oficina francesa, o la inglesa —pareció recordar algo—. ¿Qué nombre prefiere usar aquí?

—El mismo con el que estoy inscrito en el hotel y que figura en mi pasaporte: Pedro Ramos.

—Está bien.

Falcó seguía observando los barcos.

—¿Qué hay del comandante de nuestro destructor?… Tengo que hablar con él.

—¿A bordo?

—Prefiero que sea en tierra. No quiero llamar la atención.

En su rincón, el otro dejó salir una bocanada de humo.

—Se llama Navia, es capitán de fragata y parece competente, aunque hay un detalle curioso: desde que amarraron aquí, en el

Mount Castle no ha habido ninguna deserción. De nuestro destructor sí se han largado tres hombres: dos marineros y un fogonero. Aun así, Navia no prohíbe a su dotación bajar a tierra… Es de esa clase de gente.

Lo último lo había dicho con el puro entre los dedos, frunciendo los labios con un rictus de censura. Estaba claro que cierta clase de gente no merecía su aprobación.

—Debo verlo —insistió Falcó.

—Eso es fácil.

Falcó se apartó de la barandilla.

—¿Y el capitán del

Mount Castle?

Torció la boca el otro.

—Se llama Quirós… Es asturiano.

—Lo sé. En el vuelo a Tetuán pude leer su expediente.

—Entonces sabrá que ha sido un fenómeno esquivando la vigilancia de nuestros barcos y los primos italianos. Hasta que se le acabó la suerte… Vive a bordo del mercante y baja poco a tierra. Solo para gestiones con su cónsul.

Falcó tenía fresco el expediente sobre el

Mount Castle y el capitán Fernando Quirós. Había tenido tiempo para aprendérselo de memoria mientras volaba entre Sevilla y Tetuán, eludiendo las ganas de charla del piloto inglés. Durante siete meses, el mercante y su tripulación habían jugado al escondite en el Mediterráneo con los hidros de Mallorca, los cruceros nacionales y los submarinos italianos, burlando el bloqueo en noches sin luna y días de niebla, tejiendo sigilosos encajes de bolillos entre Valencia, Barcelona, Odesa, Orán y Marsella. Lo habían hecho bajo la bandera tricolor de la República, pero también disfrazados de cargueros ingleses, noruegos o panameños, transportando carbón, alimentos, maquinaria y armas. Y ahora, el último oro del Banco de España.

—Es uno de esos tipos correosos —opinó Rexach—. Más testarudo que listo. Pero buen marino.

—¿Qué hay de los agentes rojos que van a bordo?

—Han desembarcado y están en tierra, alojados en el hotel Majestic, frente a la playa… Conozco al director, un hebreo que me tiene al corriente. Hay un comisario político español y dos extranjeros: un hombre y una mujer.

—¿Quién es el hombre? —se interesó Falcó. Nadie le había hablado de él antes.

—Creíamos que era ruso, pero parece inglés o norteamericano. Se llama Garrison. Dice ser periodista, aunque no engaña a nadie. La mujer podría ser rusa. Rubia, menos de treinta años.

Tardó Falcó cinco segundos en poder formular la nueva pregunta.

—¿Qué sabe de ella?

—Poco… Pasaporte a nombre de Luisa Gómez, habla un castellano impecable —Rexach trazó un arco con el puro en el aire—. Duerme en su propia habitación y parece mandar mucho.

—¿Por qué han desembarcado?

—El reglamento internacional prohíbe a los buques de países beligerantes telegrafiar por radio desde aguas neutrales… Aparte que en tierra se conspira mejor. Tienen más libertad de movimientos.

Falcó se tocó maquinalmente el bolsillo de la chaqueta donde llevaba la pitillera, pero no llegó a sacarla. Intentaba separar en su cabeza, con criterio práctico, unas cosas de las otras, jerarquizando recuerdos, sentimientos, trabajo y peligro. Los errores mataban, recordó fríamente. Aunque había errores que mataban con mucha más facilidad que otros. Pese a las apariencias de neutralidad, la gente sentada en los cafés, los extranjeros y el ambiente cosmopolita, Tánger era territorio enemigo. Un lugar poco adecuado para cometer errores.

—Supongo que los tendrá usted bajo continua vigilancia —dijo con calma.

Rexach guiñó uno de sus ojos pálidos y gelatinosos.

—La duda ofende. Aunque también ellos procuran vigilarme a mí. Cuentan con la colaboración de mi colega del otro bando, el jefe local del espionaje republicano, que se llama Istúriz: rojo hasta las cachas, pero no mal chico. Un médico bastante bueno, por cierto. Nos llevamos bien, dentro de lo que cabe —miró la ceniza del puro con melancolía, añorando tiempos más felices—… Hasta lo del

Mount Castle, entre sacristanes procurábamos no soplarnos el cirio.

—¿Y los otros tres?

—Son discretos, pero no se ocultan. Hablan con el capitán Quirós, hacen gestiones con Istúriz y con su cónsul, trajinan a los directores de los diarios locales, envían cables a Valencia, París y Moscú… A veces alguno cena en el Baraka, un restaurante muy caro junto a la mezquita grande. También se dejan caer por el bar del hotel Minzah, que está frente a mi oficina; y anoche vieron a uno de ellos en el casino del Kursaal francés… Pese a ser marxistas, no los acompleja gastar dinero: cada habitación del Majestic cuesta ochenta francos diarios… Y por cierto: el comisario político español, que se llama Juan Trejo, bebe como una esponja.

—¿Intercepta usted sus comunicaciones?

Rexach sonrió como un zorro con una pata en la puerta del gallinero.

—Alguna vez, pero utilizan claves que no tengo medios para descifrar… A Trejo sí le he pillado varios mensajes en limpio al Estado Mayor de la flota republicana y a presidencia del gobierno en Valencia, pero nada que valga la pena.

Asintió Falcó, satisfecho.

—Ha hecho un buen trabajo en pocos días.

—Es cosa de conocer el percal. Vivo en Tánger y sé a quién meterle unos francos en el bolsillo —guiñó otra vez un ojo—. ¿Comprende?

—Claro.

Salió Rexach del resguardo de la puerta y se acercó a Falcó, pasándole una tarjeta de visita con un número de teléfono.

—No abuse de él, ni se fíe —dijo—. No es una línea segura. Por lo demás, me tiene a su disposición… Son las instrucciones que he recibido.

Dio un par de chupadas y miró el puro con desagrado, molesto porque el viento disipaba el humo con demasiada rapidez.

—¿Va a intentarlo con el capitán del

Mount Castle?

Falcó no despegaba los labios. El otro moduló una mueca astuta.

—Cristo santo —murmuró—. Me gustaría presenciar eso.

Soltó después una carcajada y apoyó las dos manos en la barandilla, el puro apretado entre los dientes.

—Sería un golpe magnífico que se nos pasara con el barco y su carga —dijo tras un momento—. Supongo que lo habrán provisto a usted de fondos. Si ese capitán acepta, va a salir muy caro —en los ojos pálidos tremoló un destello de codicia—. ¿Ha pensado dónde encontrarse con él?… Yo podría gestionárselo.

Movió Falcó la cabeza. En el doble fondo de su maleta escondía un cablegrama encriptado de Tomás Ferriol para el banquero de Tánger. Se lo había dado hacía solo cinco horas, apenas aterrizó en Tetuán, el coronel Beigbeder, alto comisario del Marruecos español. Un aval por medio millón de francos.

—No se ofenda, pero prefiero dejarlo a usted fuera de eso.

El otro lo miró frunciendo el ceño. Decepcionado.

—¿Demasiado notorio, quiere decir?

—Algo así.

—Claro —Rexach desarrugó la frente—. Lo comprendo.

—Ya me las arreglaré.

Ahora el agente lo observaba con renovada curiosidad.

—¿Conoce a alguien que le sirva para el asunto?

—Sí —Falcó volvía a mirar los barcos—. Conozco a alguien.

Bismilah al Rahman al Rahim. Desde un minarete cercano, el canto del muecín penetraba en el dédalo de la Casbah. La cuesta empinada moría en la calle Zaitouna, que era quebrada y angosta. En las callejas que Falcó dejaba atrás, semejantes a corredores cubiertos y estrechos, alternaban luz y sombra. Por eso las había recorrido con precaución, consciente de que esos contrastes violentos podían cegarlo ante una posible amenaza.

Olía a ciudad vieja y bereber: suciedad, fruta podrida, sándalo, café recién molido. Recorrió el último tramo, ignoró a unos chiquillos descalzos que le pedían unas monedas y se detuvo ante una puerta pintada de azul, bajo un arco morisco con grueso portón claveteado. Antes de llamar secó la badana del sombrero panamá con un pañuelo. Allí, a resguardo del viento, hacía calor pese al traje ligero de lino tostado que vestía.

—Me llamo Falcó. Anúncieme a la señora.

Tras aguardar cinco minutos en un vestíbulo amplio, decorado con alfombras y objetos de cobre, siguió a la sirvienta, una mora vieja, por un largo pasillo hasta la terraza. La casa engañaba vista desde fuera; lo que parecía una vivienda más, encajada en la abigarrada y humilde topografía de la ciudad alta, se descubría en el interior con espaciosas habitaciones, muebles de calidad, estanterías con libros en español, francés e inglés, y cuadros de buena factura.

—No lo puedo creer —dijo una voz ronca de mujer.

La dueña de la casa estaba sentada en una hamaca, protegida del levante tras una recova de mampostería y caña por la que trepaba una buganvilla. A su lado había otras dos hamacas vacías y una mesita con bebidas y cigarrillos. La terraza estaba rodeada de macetas con gitanillas y geranios, y desde allí se divisaba una vista magnífica del mar y la costa al otro lado del Estrecho, que el sol declinante empezaba a teñir de bruma dorada. Sobre las terrazas vecinas, el viento hacía ondear con violencia la ropa tendida.

Falcó sonreía.

—Mucho tiempo —dijo.

—Demasiado. Maldito truhán… Condenado apache.

Se acercó, inclinándose a besar la mano que la mujer, sin levantarse, le ofrecía. La mano y el brazo estaban muy bronceados, con anillos morunos y pulseras de plata que tintineaban suavemente. Llevaba las uñas largas y cuidadas, pintadas de rojo. Recogido en una trenza, el cabello estaba teñido en tonos bermejos, de cobre oscuro. Los ojos eran negros, muy vivos, enmarcados de kohl. El rostro, que conservaba una todavía cercana belleza, tenía tatuajes azules en los pómulos.

—Siéntate ahí inmediatamente. Y dime qué diablos haces en Tánger.

Señalaba una hamaca con su único brazo, el izquierdo. El otro, a partir del codo, era una manga vacía dentro del amplio caftán de seda violeta. Estaba descalza, con las uñas de los pies pintadas del mismo color que las de la mano y una ajorca de plata en cada tobillo.

Obedeció Falcó.

—He venido a verte —dijo—. Te echaba de menos.

—Embustero —la voz enronqueció un punto—. No he tenido noticias tuyas desde hace siglos.

—Eso no es exacto —él ponía cara de buen chico—. Te mandé una postal desde Atenas.

—Fue desde Beirut, bruto. La tengo en uno de mis álbumes. Y de eso han pasado casi dos años.

—Uno y medio.

—Dos —señaló las bebidas de la mesita—. ¿Quieres tomar algo?… Yo estoy con una absenta.

—Bueno. Otra para mí.

—¿Con azúcar?

—Claro.

Ella mostró su vaso, donde aún quedaba medio dedo de licor verdoso.

—Ahora la tomo pura —rio—. A lo macho.

Falcó hizo un ademán resignado. Humilde.

—A mí pónmela con agua. No soy lo bastante hombre.

La mujer rio más fuerte.

—Será ahora.

—Si yo te contara…

—Pues claro que me vas a contar.

Cogió ella un vaso y una jarrita de agua, colocó el terrón de azúcar sobre una cucharilla atravesada y fue vertiendo el agua gota a gota. Y mientras miraba la mezcla enturbiarse despacio, Falcó pensó que aquella mujer singular, pese al tiempo transcurrido, seguía siendo la misma. Refinada, independiente y segura de sí.

—Toma, muchacho.

—Gracias.

Chocaron los vasos y mojó Falcó los labios en el brebaje.

—Cuéntame qué haces aquí, anda… Ardo en.

—Deja primero que te contemple, Moira. Que te disfrute.

Flatteur.

A los cincuenta y cuatro años, Moira Nikolaos aún era una mujer atractiva. Griega, de Esmirna. Se habían conocido en 1922 ante esa ciudad incendiada por los turcos. Falcó estaba apoyado en la borda del

Magdala cuando la vio subir a bordo desde una barcaza de refugiados, vendado el brazo que se le infectaría y acabaría por perder, mientras millares de sus compatriotas eran violados, torturados y asesinados en tierra. Falcó estaba allí desprendiéndose de una partida de fusiles Enfield —la mitad, defectuosos— que había vendido al ejército griego, y la vio llegar agotada, enferma, desesperada tras perder a su marido y a su hijo en la huida. Se había apiadado de ella, y repartiendo algunos dólares procuró que la tripulación le dispensara mejor trato que a otros refugiados que se hacinaban en cubierta. Habían mantenido el contacto en Atenas, donde se convirtieron en amantes después de que ella saliera del hospital tras serle amputado el brazo; y en Tánger, donde Moira acabó por establecerse tras su matrimonio con el pintor británico Clive Napier, que a su muerte le había dejado una renta razonable y aquella casa, frecuentada por viajeros, escritores y artistas. Conocía a todo el mundo en la ciudad y cultivaba, deliberadamente, cierta fama de excéntrica. Tenía moros jóvenes por amantes, leía, pintaba y miraba el mar. Y bebía absenta.

—Puedo ocuparme —dijo Moira tras diez minutos de conversación.

—¿Sigue abierta tu escalera de la playa?

—Pues claro. Lleva ahí doscientos años.

Se trataba de un pasadizo estrecho y profundo que comunicaba la casa con la parte baja de la muralla, frente al mar. Un recurso usado en otro tiempo por traficantes y contrabandistas tangerinos. Falcó la recordaba de anteriores visitas a la casa. Moira solía utilizarla en verano para nadar en el mar abierto. Luego subía a la terraza para tumbarse, desnuda, a tomar baños de sol mientras escuchaba discos de canciones francesas en el gramófono.

—Irá bien para esto —dijo Falcó—. Llegado el caso, necesito que alguien pueda entrar aquí sin que lo vean desde la calle. Directamente desde abajo.

—No hay dificultad. Al pie de la muralla hay plantas y arbustos. Cualquiera puede acercarse sin que lo vean y usar la escalera, si abrimos el portón.

—Perfecto.

Siguió un silencio. Falcó dio un par de sorbos a su absenta, disfrutando del sabor anisado. Ella lo observaba con curiosidad.

—¿Es seguro que vendrá ese visitante tuyo, sea quien sea?

—No es seguro, pero es posible. Y necesito un lugar discreto.

—¿Hay peligro?

—No. Desde luego, no para ti.

—Hablaba de ti, tonto.

—No mucho. Es más asunto de negocios que otra cosa.

Moira parecía reflexionar sobre aquella palabra tan elástica.

—Negocios, dices.

—Sí, tranquilos.

—Nunca te conocí un negocio tranquilo, querido. Y mucho menos, pacífico —alargó la mano hacia él—. A ver, deja que te toque.

—Quita —se apartó Falcó, risueño.

—Míralo… ¿Llevas un arma?

—No.

—¿Cómo que no?… Ven aquí.

—Deja, te digo.

Ella se había incorporado un poco, palpándole la chaqueta hasta dar con el bulto de la Browning. Entonces se echó a reír. Luego lo agarró por la nuca, atrayéndolo hacia ella, y lo besó sonoramente entre los ojos.

—Sigues siendo un desalmado. Un pirata.

—Mis fatigas me cuesta.

—También sigues siendo un guapo mozo… ¿Te mantienes soltero?

—Claro. Me rompiste el corazón. Tú y tu pintor inglés. Incapacitado para el amor.

—Serás canalla.

Abría Moira una caja de madera incrustada de marfil que estaba en la mesita. Dentro había un librillo de papel, tabaco, encendedor y una bolita de pasta de kif. Con mucha soltura, usando su única mano, lio a medias un cigarrillo, calentó la pasta y desmenuzó unos granos entre el tabaco.

—¿Tiene esto que ver con los dos barcos amarrados en el puerto?

Falcó la miró como si estuviera jugando al póker.

—¿Qué sabes de eso?

Ella pasaba la punta de la lengua por el borde del papel.

—Lo que dicen los periódicos —acabó de liar hábilmente el cigarrillo, haciéndolo girar entre el índice y el pulgar—. Que uno lleva oro a bordo…

El Porvenir, que es republicano, clama contra la piratería franquista.

La Dépêche, partidario de los otros, sostiene que es intolerable que se permita al otro barco estar aquí. Y la

Tangier Gazette, más neutral, dice que es un bonito embrollo.

—Todos tienen un poco de razón.

—¿Y tú?… ¿De qué parte estás, muchacho?

Falcó no respondió a eso. Había sacado su encendedor del bolsillo y le ofrecía fuego. Ella inclinó la cabeza hacia la llama, el cigarrillo entre los labios.

—La última vez que estuviste en Tánger trabajabas para el gobierno español.

—Sí. Pero ahora la palabra

gobierno se ha vuelto relativa.

Moira aspiró hondo y expulsó despacio el humo por la nariz, con deleite.

—Einstein está de moda.

Recostada de nuevo en la hamaca, volvió a chupar el cigarrillo. Falcó le dirigió una ojeada cauta.

—Dispongo de medios para pagarte.

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