Eva

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4. La ciudad blanca

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—No digas tonterías —se había puesto rígida, mirándolo—. No quiero tu dinero.

—Hablo en serio… Y no es mi dinero.

Ella miró hacia la costa española, donde la bruma dorada se espesaba a medida que descendía el sol sobre el mar. El viento agitaba los geranios en las macetas.

—Bueno —dijo al fin—. Me vendrá bien aumentar la herencia del pobre Clive… ¿De cuánto estamos hablando?

—Seis mil francos. ¿Te parece?

—No está mal.

—O el equivalente en libras esterlinas.

—Prefiero libras, si no te importa.

Le pasó el cigarrillo, que ya estaba mediado. Lo tomó él entre los dedos y aspiró hondo. La droga se introdujo en sus pulmones con efecto inmediato y agradable. Hacía mucho que no aspiraba aquella clase de humo, que le traía a la memoria otros momentos y lugares: el Tánger de antes de la guerra, Estambul, Argel, Beirut… Viajes, aduanas, sobornos, trenes, sobresaltos, cafetines, hoteles y restaurantes con vistas al Bósforo, los jardines del Saint Georges o la Place des Canons. Un rosario de éxitos y fracasos, noches en vela, calles oscuras, negociaciones ante sonrisas equívocas o peligrosas —a menudo equívocas y también peligrosas— donde no siempre el peligro lo encarnaban otros. Durante casi dos décadas, los años y la experiencia le habían afinado los instintos y afilado la navaja. Como solía decirle el Almirante, que era inclinado a leer la Biblia: cuando cruzas el Valle de la Muerte no temes ningún mal, porque tú eres el sujeto más peligroso que circula por ese valle.

—¿Sigues en buenas relaciones con el cónsul británico? —preguntó.

—¿Con Howard? Excelentes. Era muy amigo de mi difunto, y viene a casa de vez en cuando.

—Necesito que me hagas un favor… Que transmita un mensaje de forma discreta.

Moira le dirigió una mirada curiosa.

—¿Qué clase de mensaje?

—Esa invitación a tu casa de la que hablé al principio: cenar, tomar café, lo que se te ocurra.

—¿Por qué el cónsul?

—Porque tiene prestigio y es neutral. A él le harán caso.

—¿Y a quién debo invitar?

—Al capitán del

Mount Castle.

—Vaya —Moira abría mucho los ojos, admirada—. De eso se trata, entonces.

—Sí. Y es urgente.

Falcó le dio otra chupada al cigarrillo y se lo devolvió. Ella observaba, inmóvil, la brasa humeante muy cerca de las uñas.

—Todavía no me has dicho de qué parte estás, amor.

—De la razón y la justicia. Como siempre.

Moira soltó una carcajada.

—Venga, en serio… ¿Para quién haces esto?

La sonrisa de Falcó habría derretido el hielo de un

whisky con hielo.

—Ya me conoces —dijo—. Suelo ir a mi aire.

—¿Y de dónde sopla tu aire esta vez?

—De la cruzada antimarxista. Por Dios y por España.

—¿De verdad?

—Como lo oyes.

—Eres un rufián —ella aspiró con placer una buena porción de humo—. Debería darte vergüenza.

—Pues no me da. Ninguna.

—Son una banda de criminales aliados con curas hipócritas.

—Sí. Tan criminales como los otros. En vez de curas, los rojos tienen comisarios políticos. Nada que no hayamos visto antes tú y yo… ¿Mataban menos los griegos que los turcos, cuando tenían ocasión?

Moira volvió a pasarle lo que quedaba del hachís. Una colilla minúscula.

—Has estado allí, ¿verdad?

Sin responder, Falcó remató la colilla con una última chupada que le quemó la punta de los dedos, y luego la arrojó al aire, dejando que el viento se la llevara.

—¿Es tan desastre como cuentan? —insistió ella.

—Más aún —admitió él tras un momento—. Es un disparate… Milicias fuera de control, demagogia, oportunismo, terror de retaguardia, falta de unidad y odio africano entre ellos mismos. Se matan a la menor ocasión.

—¿Y los otros?

—Al menos, esos asesinan con método —el de Falcó era un tono desprovisto de emoción—. Su terror es mucho más frío y práctico. Más inteligente.

—Yo estoy de corazón con vuestra República, prefiero que lo sepas.

—Qué más da —él hizo un ademán de indiferencia—. De todo eso saldrá un dictador, es igual el bando que gane. Rojo o azul, dará lo mismo.

—Eres un cenizo, muchacho… Un cínico y un cenizo.

—No. Solo estoy bien informado.

—Aun así, simpatizo con ellos antes que con ese absurdo general bajito, amigo de Hitler y Mussolini.

Falcó hizo una deliberada mueca de desdén.

—Cuando me llegue el tiempo de simpatizar, ya te contaré. De momento, solo soy un tipo que mira.

—Aquí no has venido a mirar.

—Te equivocas. Yo miro todo el rato.

—Pues mira eso —Moira señalaba más allá de la terraza—. ¿No es el paisaje más hermoso del mundo?… Cuando Clive lo pintaba, nadie creía que fuese real.

Asintió Falcó. Hacia el oeste, el sol casi rozaba ya el mar; y en la costa española el horizonte era una sinfonía espléndida de rojos y naranjas. Los colores de la Creación, pensó. O del fin del mundo.

Las sombras se adueñaban de las calles más estrechas, y en las proximidades del Zoco Chico se encendían las primeras luces. Falcó bajaba por la calle de los Cristianos mirando las covachas morunas y judías de cueros, cambio de moneda y mercería, iluminadas débilmente en el interior. Al pasar frente a un recoveco donde ardía una lámpara de petróleo que les aceitaba la piel, dos mujeres muy maquilladas, una mora y otra cristiana, le chascaron la lengua desde la puerta de un viejo

cabaret.

Había mucha gente al desembocar en la plaza: transeúntes y ociosos, vendedores ambulantes, barbas hebreas, moros de turbante con chilaba y otros de fez rojo, traje y corbata, sentados entre la multitud de europeos, hombres y mujeres, que atestaba los cafés con el fondo del cielo todavía cárdeno donde se recortaban los edificios. De lado a lado zumbaba un rumor espeso, cosmopolita, de voces y conversaciones en media docena de lenguas.

Al llegar ante el Café Central, Falcó dirigió un vistazo a la terraza. Allí, sentado a una mesa, esperaba el gordo Rexach, con su ajado sombrero de paja echado hacia atrás y un vaso en la mano. Al verlo acercarse dejó el vaso y se puso en pie sin dar muestras de reconocerlo, cruzando la plaza con aquel peculiar movimiento de brazos que parecía impulsar la masa de su cuerpo. Falcó lo siguió de lejos. Así pasaron ante el Café Fuentes, cuya terraza estaba tan llena de gente como la otra, y tras doblar una esquina ascendieron por una callejuela estrecha y empinada. Al llegar arriba, sofocado por el esfuerzo, Rexach se quedó esperando a Falcó mientras se abanicaba con el sombrero.

—No estoy para subir cuestas —dijo.

Después señaló el portal de una tienda de alfombras. Falcó tocó disimuladamente la pistola que llevaba en una funda de cuero sujeta al cinturón, con una bala en la recámara y el seguro puesto, y siguió al otro al interior, prevenido. Olía a polvo y vieja suciedad acumulados en tejido espeso, como en todas las tiendas de alfombras del mundo. El dueño, un moro viejo, los saludó con una inclinación de cabeza y descorrió una cortina al fondo. Allí, sentado en unos cojines de cuero junto a una ventana de vidrio emplomado, aguardaba un europeo vestido con traje de calle, sin corbata, que se levantó al verlos entrar. Con brevedad, Rexach hizo las presentaciones:

—Capitán de fragata don Antonio Navia, comandante del destructor nacional

Martín Álvarez. Este es el señor Ramos… Los dejo solos.

Salió del cuarto y corrió la cortina a su espalda, aunque Falcó supuso que se quedaría cerca, intentando escuchar la conversación. Después de estrecharse la mano, los dos permanecieron de pie un momento. Navia debía de andar por los cincuenta años y era un individuo alto, huesudo, moreno, de boca firme y rostro anguloso bien afeitado.

—Gracias por venir —dijo Falcó.

—Tengo órdenes.

El marino era seco y correcto. Maneras rígidas. Muy formal. Llevaba la ropa civil con la incomodidad habitual en quienes acostumbraban a vestir uniforme. La chaqueta parecía holgada en exceso sobre sus hombros. Por el cuello abierto de la camisa asomaba una cadenita de oro. Y cuando se sentaron uno frente al otro, por el peso en el bolsillo derecho de la chaqueta, Falcó advirtió que también llevaba una pistola.

—Supongo —dijo— que ha sido informado de todo.

—Sí. También de su nombre auténtico y su graduación naval.

Sonrió Falcó en sus adentros. Muy propio de la Armada, aquello. Establecer grados y jerarquías antes de entrar en materia. Dejar claro dónde se situaba cada uno.

—Olvide mi graduación —resolvió sincerarse—. Lo de teniente de navío es solo un formalismo… Nada a tener en cuenta entre nosotros.

No hubo comentarios al respecto. Cero grados. El comandante del

Martín Álvarez se limitaba a mirar a Falcó con el recelo natural, disimulado por la educación y la disciplina, de un marino de guerra hacia un civil. Esperando a lo que este tuviera que contarle.

—Conozco la situación —dijo Falcó—, así que solo le haré algunas preguntas. Por lo que sé, sus órdenes no han variado: mantener la vigilancia del

Mount Castle. Y si este se hace a la mar, apresarlo… ¿Es correcto?

—Sí.

Falcó miró hacia la cortina y bajó la voz.

—¿Ha contactado con el capitán enemigo?

—No veo por qué había de hacerlo. Él tiene sus órdenes, supongo. Y yo tengo las mías.

Se expresaba con voz neutra, advirtió Falcó. Fríamente informativo. No parecía satisfecho en tierra, dando explicaciones a civiles con graduación naval de circunstancias.

—¿Algún avance diplomático?

—No, que yo sepa. El Comité de Control mantiene el plazo para obligarlo a salir de Tánger. Quedan cuatro días.

—¿Cree que prolongarán el permiso de refugio?

—No lo sé —el marino pareció dudar un momento—. No creo, pues hay muchas presiones de todas clases. En cualquier caso, unas horas antes de que se cumpla el plazo, sea el que sea, yo saldré con mi barco a esperarlo fuera.

—¿Y si no se deja apresar?

—Lo hundiré.

—Creo que va armado.

—Es verdad. Lleva un cañón Vickers de 76 milímetros camuflado bajo una superestructura, a popa… Frente a mi destructor no tiene ninguna posibilidad.

Falcó aventuró una sonrisa cómplice que no obtuvo correspondencia.

—¿Comprende eso el capitán del

Mount Castle?

—Claro que sí. Cualquier marino lo sabría. Nos tiene delante, pegados al muelle. Nos habrá observado bien. Y, según dicen, conoce su oficio.

—Por lo visto es asturiano, como usted. El apellido Navia también viene de allí arriba, ¿verdad?

—No es para sorprenderse. Es tierra de marinos y mineros, y esto es una guerra civil.

Lo había dicho en el mismo tono frío y seco. Falcó lo estudió con curiosidad durante un momento. Al cabo se inclinó un poco más hacia él, apoyando las manos en las rodillas.

—¿Lo hundiría usted con el oro a bordo?

—No le quepa duda.

—Pero ¿su misión no es apoderarse del cargamento?

—Lo haré si puedo… De lo contrario, si una vez fuera de aguas tangerinas el mercante no atiende mis señales de alto u ofrece combate, lo echaré a pique. Lleve oro o estampas milagrosas.

—Los rojos están intentando que lo escolte un barco de guerra inglés.

—Eso es imposible. La Royal Navy nunca se mezclaría en esto de esa manera.

—¿Y si acude una escolta roja desde la Península?

Navia hizo una mueca desdeñosa.

—Lo dudo, porque esos arriesgan poco. No se atreverán a acercarse al Estrecho. Y nosotros tenemos el crucero

Baleares en Ceuta.

Siguió un silencio durante el que el marino miró inquisitivo a Falcó, preguntándole sin palabras si habían terminado ya. Este sacó la pitillera y se la ofreció abierta al otro, que negó con la cabeza.

—Me dicen que las dos tripulaciones se cruzan de vez en cuando en tierra, sin incidentes.

—Así es… La mía es gente disciplinada, y los rojos no quieren problemas.

Falcó cerró la pitillera sin coger ningún cigarrillo.

—Aun así, tengo entendido que tuvo usted tres deserciones.

—No vigilo a mis hombres —un destello de recelo había pasado por los ojos de Navia—. Soy su comandante, no un policía. Los que desertaron lo hicieron por sus ideas o por reunirse con sus familias en zona roja… Cada cual tiene motivos para hacer lo que hace o deja de hacer.

—Muy loable. Pero otros no lo verían con esa ecuanimidad.

—Otros no están al mando de mi barco.

Aventuró Falcó un gesto de simpatía.

—En los días siguientes al Alzamiento, en casi toda la Escuadra la marinería asesinó a sus oficiales y comandantes… ¿Cómo se las arregló usted?

—Los más exaltados fueron convencidos por sus compañeros. Dije que nos uníamos a la sublevación militar, y dejé ir a tierra a los leales a la República. En mi barco nadie mató a nadie.

—Eso no fue lo habitual en ninguna de las dos partes.

—Pero fue natural en mi barco. La tripulación confió en mi palabra. Me respetaban antes y me respetan ahora… Hemos tenido dos combates serios, uno con cruceros enemigos, y todos se portaron bien.

—¿No denunció a los desertores a la gendarmería de Tánger?

—Lo hice veinticuatro horas después. Cuando me aseguré de que estaban en un barco rumbo a Marsella.

Lo había dicho con cierto orgullo, casi desafiante. Por primera vez, la frialdad del comandante del

Martín Álvarez cedía lugar a alguna clase de sentimientos. Falcó advirtió la ligera grieta y decidió ahondar en ella.

—¿Por qué me cuenta todo esto?

La expresión de sorpresa del otro parecía sincera.

—Porque me ha preguntado sobre ello… ¿Por qué iba a ocultarlo?

Moduló Falcó una sonrisa precavida.

—Sus jefes del cuartel general pueden verlo de otra manera.

—Ya lo ven de otra manera —Navia había acentuado el

ya—. Por eso no sé cuánto tiempo más estaré al mando de mi barco… Pero soy marino, soy católico y amo a España. Me sublevé contra el caos de la República por mis ideas, y hago la guerra para cumplir con mi deber, no para contentar a mis jefes.

Te tengo, pensó Falcó. Al fin sé cómo eres, y de qué manera podemos llevarnos bien. Ese es mi territorio, mis pastos. Siempre son más transparentes los héroes que los canallas. Los he visto pasar muchas veces camino del olvido o del cementerio, sin dejar atrás más que un redoble de tambores que solo escuchan ellos.

—¿Me permite una apreciación personal algo delicada?

—Por supuesto.

—Por ese camino, dudo que llegue usted a almirante.

Una carcajada. El comandante del

Martín Álvarez reía, al fin, con infinidad de minúsculas arrugas agolpadas en torno a los ojos.

—Yo tampoco lo creo —dijo un momento después, aún risueño.

Abrió de nuevo Falcó la pitillera, y ahora el otro sí le aceptó un cigarrillo. Se inclinó para darle fuego.

—Tengo un plan, comandante. He venido a Tánger con un plan.

El marino lo miraba con atención.

—¿Un plan compatible con mis órdenes?

—Por completo. Y es doble: iniciativa A y recurso B… Para la iniciativa puedo arreglármelas solo, pero para el recurso lo necesitaría a usted.

—Hábleme primero de la iniciativa, ¿no?

—Voy a intentar que el capitán del

Mount Castle se pase a nuestro bando, con el barco.

—Caramba… ¿Y cómo piensa hacerlo?

—Comprándolo.

Navia se miraba las puntas de los zapatos. Casi podía oírse el rumor de sus pensamientos.

—Eso puede salir bien o puede salir mal —dijo—. Quizá ese capitán sea un hombre íntegro —su tono se hizo algo más seco—. No todos están en venta.

—En tal caso pasaríamos al recurso B, que incluso es combinable con la iniciativa A… ¿Cuántos tripulantes tiene el

Mount Castle?

—Treinta y tantos, creo.

—¿Pasan la noche en el barco, o en tierra?

—Suelen ir a tierra, aunque la mayor parte regresa de madrugada o por la mañana… A bordo suele quedar un retén de media docena de hombres.

—¿Armas?

—Hemos visto fusiles y pistolas, aunque procuran no enseñarlas mucho.

Falcó miró de nuevo hacia la cortina y bajó aún más la voz.

—¿Podría suministrarme un trozo de abordaje, gente dispuesta, de confianza, que presentáramos como particulares actuando desde tierra, falangistas o algo así?

Navia lo miró, asombrado.

—Hay un retén de la gendarmería de Tánger en el muelle.

—Iríamos por el agua, desde el otro lado.

El marino pasaba del asombro a la estupefacción. Contemplaba a Falcó como si este se hubiera vuelto loco.

—¿Me está proponiendo un golpe de mano para apoderarnos del

Mount Castle por las bravas?

—Exacto.

—¿En el puerto?

—Sí, de noche. Y salir de aquí a toda máquina.

—No es tan rápido —el otro lo pensó un momento—. Hay que encender calderas y ganar presión.

—¿Cuánto tiempo necesita?… ¿Un par de horas?

—Seis.

—Bueno. Puede hacerse, si empezamos pronto. La idea es largar amarras antes de que amanezca.

Fumaba Navia, todavía pensativo. Calando poco a poco la idea. Era obvio que el recurso B le hacía brillar los ojos. En su interior reñían, visiblemente, el apego a las reglas y la audacia de la empresa.

—Lo de los falangistas no iba a creérselo nadie —comentó al fin—. Y sería un grave incidente de piratería internacional. Un embrollo diplomático.

Sonrió Falcó, y no con la sonrisa que dedicaba a las mujeres. Un marrajo ante un banco de atunes, un tiburón bajo un par de náufragos, habrían sonreído exactamente igual.

—Puede… Pero ese, comandante, ya no sería asunto nuestro.

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