Eva

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6. El cabaret de la Hamruch

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Caminaron juntos en silencio por el pasillo, hasta la escalera secreta. Después, el capitán se fue sin despegar los labios y desapareció en las sombras. Cuando Falcó cerró la puerta y desanduvo camino hasta la sala de estar, Moira Nikolaos estaba allí, sentada en la butaca donde había estado Quirós, fumando un cigarrillo.

—¿Cómo ha ido todo? —se interesó ella.

Falcó se encogió de hombros.

—No lo sé —dijo, preocupado—. La verdad es que no lo sé.

Caminó medina abajo por la calle de los Cristianos, atento a si el sonido de sus pasos precedía al de alguien que lo siguiera, pero no escuchó nada inquietante. El tramo alto estaba desierto y a oscuras, aunque a medida que se acercaba al Zoco Chico encontró encendidas algunas luces. Varios bacalitos y cafetines seguían abiertos, y en la puerta de una covacha de zapatero charlaban dos hombres en lengua hebrea. Se detuvo un momento a consultar la hora a la luz de una tienda y siguió su camino.

En tres ocasiones se volvió a mirar a su espalda, sin ver a nadie.

Sentía, como de costumbre, el tranquilizador peso de la pistola en la cintura. Sabía que descubrir sus cartas con el capitán del

Mount Castle acababa de convertirlo, automáticamente, en objetivo probable para el otro bando; así que a partir de ese momento tendría que andar con más cuidado. La seguridad de cualquier agente disminuía en proporción directa al tiempo de exposición a que se veía sometido. Y él sabía que la mejor manera de sobrevivir en ambientes peligrosos era comportarse como un blanco móvil, y no fijo. Una vez te has hecho notar, si te paras mucho rato estás muerto, solía decir su instructor rumano en Tirgo Mures. Así que recuerda el viejo principio: mira, pica y vete. Ya sabes. El código del escorpión. En aquel turbio oficio de cazadores y presas, donde con tanta facilidad podían invertirse los papeles, la confianza excesiva, la aparente seguridad, el no mirar a la espalda o no acechar siempre el sonido de pasos enemigos mataban con tanta eficacia como el veneno, la bala o el puñal. Precedían el camino sin regreso.

Desde un portal oscuro, una mujer vestida a la europea le chascó la lengua.

—Un

coup por ocho francos —dijo en español.

Sonrió Falcó, distraído.

—Otro día.

—Tú te lo pierdes.

—Lo sé.

Necesitaba pensar. Necesitaba tomar tranquilo una copa; y, con ella en la mano, reflexionar sobre la conversación mantenida con el capitán Quirós, aquel sujeto singular, compacto, duro y lacónico. Interpretar sus palabras y silencios. Sopesar los pros y los contras del punto en que todo se hallaba.

Tenía eso en la cabeza cuando pasó ante un zaguán abierto, con un farol rojo en el dintel. La Hamruch, podía leerse allí en grandes letras. Olía a zotal. Un moro enorme como un armario, vestido a la europea con aspecto de apache parisién, estaba en la puerta, charlando con un legionario francés.

—Chicas lindas, buena música —le dijo el moro a Falcó en rutinario inglés, sonriendo hasta las patillas.

—¿Y cómo andamos de alcohol y otros venenos?

El legionario le guiñó un ojo, cómplice. Facciones duras. Bajo el quepis blanco era rubio y con la cara picada de viruela. Galones de caporal en la guerrera caqui. Tenía los ojos brillantes y la sonrisa ancha de los fumadores de kif.

—Los mejores de Tánger —apuntó en francés, con fuerte acento alemán.

—Es imposible —respondió Falcó en español, deteniéndose— dudar de vuestra palabra.

El

cabaret de la Hamruch era amplio, concurrido y ruidoso. Estaba adornado a base de conchas marinas y arabescos de escayola pintada, y alumbrado por bombillas desnudas que colgaban de cables eléctricos en torno a dos ventiladores que giraban inútilmente en el techo. Era uno de esos antros tangerinos donde podía encontrarse de todo: licor, mujeres, jovencitos y, sin duda, también un pasaporte falso o un desembarco nocturno ilegal en cualquier playa escondida del Estrecho.

Se abanicó Falcó con el sombrero. Hacía calor. Entre vapor de café turco y humo de tabaco mezclado con kif, tan denso que casi podía removerse agitando una mano, dos muchachas moras y una europea, con muy poca ropa encima, bailaban en una pequeña pista central, a los compases de una orquesta apiñada sobre una tarima.

Había una veintena de mesas situadas en anfiteatro y una barra de bar americano: gente en las mesas y en la barra, de variada raza y condición. Casi todas las mujeres, advirtió con una ojeada rápida y experta, eran profesionales. Putas de nivel entre medio y bajo. Así que, rechazando con un movimiento de cabeza a una rubia teñida que apenas entró le salió al paso, y tras sacarse la billetera del bolsillo interior de la chaqueta e introducirla en un bolsillo del pantalón —vieja precaución táctica—, fue a situarse a un extremo de la barra.

—¿

Whisky, señor?

El camarero, moro hasta las cachas, sonreía con pinta de rufián. Se parecía mucho al apache de la puerta, y Falcó se preguntó si serían hermanos.

—Sin hielo.

En lugares como aquel, el hielo era la forma más segura de coger un cólico miserere. De ahí para arriba. Probó el matarratas que el camarero vertió en su vaso desde una botella etiquetada como Four Roses y arrugó el gesto mientras aquello se le deslizaba garganta abajo. Los mejores alcoholes de Tánger, habían dicho el apache y el legionario. Hijos de la gran puta.

—Una cerveza —pidió al recobrar el habla—. Sin vaso, en botella.

—Claro, señor.

El camarero le puso delante una Kingsbury americana recién abierta. La etiqueta marrón venía casi despegada por la humedad de la heladera, pero la botella solo estaba tibia. Resignado, Falcó se la llevó a la boca, bebiendo directamente del gollete. Hizo una pausa y volvió a beber, satisfecho. Era una buena cerveza.

Volviéndose, recostado en la barra y con la botella en la mano, miró a las mujeres que bailaban. Eran jóvenes y sinuosas: caftanes cortos escotados y con lo mínimo debajo, pulseras, ajorcas y pendientes de plata. Tres tintineos procaces al compás de la música. Las jaleaban algunos clientes que les metían billetes arrugados en el escote mientras ellas movían las caderas remedando una torpe cópula. Algunos de esos billetes caían al suelo y eran pisoteados por sus pies descalzos. Sudaban los clientes y sudaban ellas, muslos y escotes barnizados con reflejos de las bombillas desnudas en la carne.

Ça va, mon ami?

El legionario de la puerta había venido a situarse junto a la barra, a su lado.

—¿No

femmes? —añadió, amistoso—. ¿Tú solo?

Asintió Falcó.

—Ya lo ves… Aquí estoy, a solas con mis recuerdos.

El otro le miraba la botella de cerveza con gesto interrogativo. Debía de andar con los bolsillos vacíos, así que Falcó hizo una seña al camarero para que le sirviera otra a él.

Er ist ein richtiger Gentleman.

Falcó sonrió. No era usual que lo definieran como un perfecto caballero. Y menos un caporal alemán de la Legión Extranjera.

Danke —respondió, dando un taconazo guasón.

Est-ce-que vous parlez allemand?

Ja.

El legionario trasegó media cerveza de un solo trago.

Un fiston sympathique, toi —eructó, satisfecho—.

Sympathisch.

Después de eso, el legionario lo dejó en paz. A un lado de la pista, Falcó reconoció al grupo de marinos nacionales uniformados que había visto la noche anterior en el Zoco Chico. Eran más o menos los mismos, y le fue fácil recordar al suboficial veterano con el distintivo de artillero en el brazo. Estaban sentados ocupando dos mesas juntas. Todos fumaban y bebían, con aspecto de estar metidos en juerga. De vez en cuando dirigían ojeadas provocadoras o irritadas al otro lado de la pista y las bailarinas, donde Falcó vio a varios tripulantes del

Mount Castle, identificándolos gracias a que entre ellos estaba sentado el contramaestre de piel bronceada y pelo crespo al que había oído llamar Negus. Unos y otros parecían pasados de copas y de ganas. Se miraban con malas caras; y Falcó, experimentado en lances donde el alcohol y las mujeres empeoraban las cosas, barruntó problemas.

—Rojos cabrones —oyó mascullar a uno de los uniformados cuando este pasó cerca de la barra, camino de los urinarios.

Se retiraron las bailarinas y la orquesta atacó una infame sucesión de foxes, tangos y pasodobles. El trompetista era el único diestro en su oficio, y Falcó estuvo un rato pendiente de él, pues conocía un poco la trompeta. La había practicado en su juventud, en Jerez, en casa de un amigo aficionado a la música que proyectaba crear una

jazz-band. Todo se había acabado cuando Falcó preñó a la sirvienta de la casa del amigo: viaje de la muchacha a su pueblo, escándalo familiar y fin de la orquesta. Falcó no recordaba el nombre de la sirvienta, pero cada vez que escuchaba una trompeta rememoraba su propia ingenuidad prebélica ante el primer contacto con una piel morena y unos muslos tersos en torno a un triángulo de vello púbico. Eso y dos frases: una previa, qué locura vamos a hacer, y otra posterior: júrame que me querrás siempre.

Continuaban la música y el baile. Salían a la pista mujeres y clientes, entre ellos algunos españoles de ambos grupos. La pista era pequeña y bailaban apiñados, rozándose unos con otros. Aquello hizo subir aún más la tensión, y Falcó observó que el suboficial artillero y el contramaestre del

Mount Castle se miraban uno al otro, casi desafiantes.

—Marxistas hijos de puta —volvió a murmurar el marinero que regresaba de orinar, arrojando con suma precisión un gargajo a una escupidera.

Se va a liar, pensó Falcó. Tan seguro como que me quedé sin abuela. Y no en el mar. Esta noche lleva todas las papeletas de la rifa. Aquello echaba chispas, o iba a echarlas; así que pidió otras dos cervezas para él y el legionario —este le dio las gracias efusivamente— y se recostó más en el mostrador, dispuesto a no perderse el espectáculo. Intentaba calcular sus consecuencias. Lo que un incidente prematuro entre nacionales y republicanos podía significar para su misión.

Ah, merde —dijo el legionario, mirando hacia la puerta.

Miró Falcó también, interesado. En ese momento entraba en el local un grupo numeroso de marinos ingleses, uniformados y con la cinta

HMS Boreas en la gorra. Pertenecían a la dotación del destructor británico fondeado en la bahía. Rubicundos, tatuados, grandes y ruidosos, llegaban con ganas de juerga; y era evidente que habían hecho varias paradas en otros bares y

cabarets. Fueron a situarse en la barra, y allí se les arrimaron las dos únicas mujeres que quedaban libres, una mora y la europea rubia que antes se había acercado a Falcó. Los recién llegados las acogieron con alboroto, pidieron bebida y empezaron a sobarlas. Después, dos de ellos las sacaron a la pista, entre las parejas, bailando con las manos en las caderas y chorreando sudor. Uno, ancho y rubio, llevaba demasiado alcohol encima y bailaba dando torpes bandazos, molestando a todos. Al segundo o tercer empujón, uno de los marineros republicanos españoles se volvió hacia él, irritado. Falcó no llegó a oír lo que se decían, pero vio perfectamente cómo el inglés alzaba un puño y le asestaba al otro un golpe en la cara.

Kolossal —comentó complacido el legionario.

No fue hasta más tarde, después de que todo acabara, cuando Falcó reconstruyó el orden de los acontecimientos, que se sucedieron con violenta rapidez.

Al puñetazo del inglés al marinero republicano habían reaccionado los compañeros de este como disparados por un resorte: los otros que bailaban dejaron a sus parejas para arrojarse sobre el agresor, que a su vez fue socorrido por los ingleses que estaban en la barra. Eso hizo que el Negus y los demás abandonaran sus mesas y acudieran a defender a los suyos, mientras las mujeres gritaban y los hombres ajenos al asunto procuraban quitarse de en medio. Volaron botellas y sillas por la pista, que había pasado de lugar de baile a campo de batalla. A la embriaguez agresiva, al mal vino, los ingleses unían su habitual desdeñosa suficiencia: golpeaban a mansalva, brutales, sin contemplaciones, a los españoles renegridos, duros, atravesados y tenaces, que atacaban ciegos de furia entre insultos y blasfemias, buscando el cuerpo a cuerpo de manera casi suicida.

Pero los anglosajones eran más robustos y numerosos. El tal Negus recibió un puñetazo que lo puso de rodillas, y otro de sus hombres cayó al suelo después de que le rompieran una botella en la cabeza. Seguros de su superioridad, los ingleses se animaban unos a otros, disfrutando de la bronca.

Fucking Spaniards!… Let’s smash these stupid Dagos!

En torno a la pista, clientes y putas hacían corro para mirar, dejando espacio. Interesado, flemático, Falcó pidió otras dos cervezas al camarero, ofreció un cigarrillo al legionario y encendió otro, atento al espectáculo. Mientras dedicaba un vistazo a comprobar cómo se tomaban los marineros nacionales el asunto, observó que estos seguían en sus mesas, que se miraban entre ellos, incómodos, y que algunos hablaban con viveza al suboficial artillero. Movió este la cabeza con ademán negativo y siguió contemplando impasible la pelea. Fue entonces cuando su mirada se cruzó con la del contramaestre del

Mount Castle, que se levantaba con dificultad, tambaleante aún, para incorporarse de nuevo a la refriega. A Falcó no le pasó inadvertido el gesto de censura, el mudo reproche que el marino republicano dirigió a su compatriota y enemigo, antes de ponerse del todo en pie y abalanzarse contra el inglés más próximo.

Filthy Spaniards! —voceaban ahora los británicos.

Sucios españoles. Aquello sonó alto y claro en mitad de la trifulca. Entonces el suboficial que estaba sentado, que tal vez entendía el inglés, dijo a los suyos algo que Falcó no alcanzó a oír. Lo hizo moviendo la cabeza dos veces, esta vez de modo afirmativo. Era el suyo un gesto resignado, fatalista, cual si de pronto el marino acabara de descubrir que no le quedaba otra opción que hacer lo que se disponía a hacer. Cuando se puso en pie, casi con desgana, pareció emitir un hondo suspiro. Después agarró por el gollete una de las botellas, la rompió en el borde de la mesa, y seguido por sus hombres se lanzó contra los ingleses.

Los vio Falcó en la calle más tarde; cuando, después del interrogatorio y las reconvenciones de rigor, les permitió irse la policía. Habían llegado los gendarmes con sus feces rojos y las porras en alto, dando toques de silbato, y les llevó un buen rato apaciguar el tumulto.

El oficial al mando, un teniente francés, parecía familiarizado con esa clase de incidentes. Todo se zanjó con la anotación de los nombres de los implicados, ingleses incluidos, la orden de regresar inmediatamente a los barcos y la llamada al servicio médico de urgencias para atender a los heridos. Estos no eran muchos: un descalabrado en el bando español —el que recibió el botellazo en la cabeza— y varios contusos de diversa consideración, nacionales y republicanos, aunque todos podían tenerse en pie. Por parte de los británicos, la superioridad conjunta de sus adversarios se había impuesto al fin: dos heridos de navaja, uno con la cara desgarrada por un casco de botella —se le salía la lengua por una mejilla cuando se lo llevaron— y varias fracturas de maxilar y lesiones diversas.

Victoria española, en fin, por puntos, pensó Falcó. De sutura.

Los ingleses se habían marchado ya. Los marinos nacionales y republicanos se iban congregando en la calle, mezclados todavía entre sí, ante la mirada severa de los gendarmes y la curiosidad de los noctámbulos que andaban cerca. Falcó había salido tras ellos y los observaba desde un cafetín moruno.

Formaban un conjunto curioso. Se agrupaban con la cabeza baja, mostrando en la cara y los puños las huellas de la reciente pelea, e incluso alguno iba sostenido por sus compañeros. En ese momento estaban mezclados, uniformados del

Martín Álvarez y marineros en ropa civil del

Mount Castle. Algunos comentaban entre ellos las incidencias de la pelea. El Negus y el suboficial artillero estaban próximos, dirigiendo cada uno, primero, una ojeada a su propia gente a modo de pasar revista, luego a la del otro, y al fin, como escolares que acabaran de pelear en el patio del colegio y a los que se forzara a hacer las paces, mirándose entre ellos. Ya no había en sus rostros hostilidad, observó Falcó, sino curiosidad. Una especie de mudo y tranquilo reconocimiento. Se miraban estudiándose como si se vieran por primera vez y pretendieran recordarse en el futuro.

Entonces salió del

cabaret el oficial francés, un veterano de bigotes grises que se dirigió a todos en tono severo, recordándoles que quien no estuviera quince minutos después a bordo de su barco pasaría la noche en prisión. Hizo sonar su silbato, se oyeron un par de órdenes en voz alta, y los marinos fueron separándose unos de otros, republicanos a un lado y nacionales al otro. Lo hicieron con desgana, advirtió Falcó. Casi a su pesar. Muchos sonreían, desaparecida la hosquedad, y algunos hasta se estrecharon la mano antes de apartarse con los suyos.

El Negus y el suboficial cambiaron una última mirada. No se habían dicho ni una palabra. El primero inclinó un poco la cabeza, con un apunte súbito de sonrisa en la boca, y el otro asintió a su vez. Después, tomando cada grupo una calle distinta, todos regresaron a sus barcos.

El legionario había salido a la calle, y al ver a Falcó en la puerta del cafetín vino hasta él. Llevaba la guerrera desabrochada, el quepis echado hacia atrás y las manos en los bolsillos del pantalón. Al llegar a su lado se giró a mirar a los marinos que desaparecían calle abajo.

Überraschend —comentó—.

Voilà des mecs bizarres, nicht whar?… Extraños españoles.

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